BORIS PASTERNAK (LA INFANCIA DE ZHENNIA LIUBERS-DíAS LARGOS)
Moscú-Rusia, 1890 - Peredélkino, cerca de Moscú, 1960
Borís Leonídovich Pasternak fue un poeta y novelista ruso, Premio Nobel de Literatura en 1958.
ZHENIA LIUBERS Nació y se crió en Perm. Sus recuerdos más tardíos, igual que los de antes, cuando eran de muñecas y barquitos, se perdían en las afelpadas pieles de oso que tanto abundaban en las casas. Su padre, gerente de las minas de Lúniev, contaba con numerosos clientes entre los fabricantes de Chúsovo.
Las pieles regaladas eran de color marrón oscuro, casi negras y muy suntuosas. La osa blanca de la habitación de los niños parecía un crisantemo enorme de hojas caídas: la habían adquirido para la «habitación de Zheñechka»; fue elegida, regateada en el almacén y enviada a la casa por un recadero.
Durante los veranos vivían en una finca, en la orilla opuesta del Kama. En aquellos años acostaban a Zhenia muy temprano. No podía ver las luces de Motovílija. Pero un día el gato de Angora, asustado por algo, se movió bruscamente durante el sueño y despertó a Zhenia. Vio entonces a los mayores en el balcón. El aliso que pendía sobre los travesaños era tan espeso y tornasolado como la tinta. El té de los vasos se veía rojizo, los puños y las cartas amarillas, el paño verde. Parecía una pesadilla, pero la pesadilla tenía un nombre y Zhenia también lo conocía: jugaban a las cartas.
Pero no podía comprender lo que ocurría en la otra orilla, lejos, muy lejos; aquello no tenía nombre, ni color definido, ni contornos exactos. Aunque inquietaba, resultaba familiar, entrañable, no era una pesadilla como aquello que se movía y murmuraba entre vaharadas de humo de tabaco, despidiendo sombras ondulantes, frescas, sobre las ocres vigas del balcón. Zhenia se echó a llorar. Entró el padre y le explicó. La institutriz inglesa se volvió hacia la pared. La explicación del padre fue corta.
—¡Si es Motovílija! ¡Que vergüenza! ¡Una niña tan grande!... Duerme.
La niña no comprendió nada, pero satisfecha, sorbió una lágrima que resbalaba por su mejilla. Sólo necesitaba aquello, conocer el nombre de lo desconocido, ¡Motovílija! Aquella noche eso lo explicó todo porque aquel nombre tenía un significado total, infantilmente tranquilizador.
A la mañana siguiente, sin embargo, empezó a hacer preguntas sobre Motovílija y lo que hacían allí por la noche; supo que Motovílija era una fábrica, una fábrica del Estado y que en ella hacían hierro, y que del hierro..., pero eso ya no le importaba; quería saber si aquello que llamaban «fábricas» no eran unos países especiales y quiénes eran los que vivían allí, pero no hizo esas preguntas, se las guardó intencionadamente para sí.
Aquella mañana salió de su primera infancia en la cual había permanecido aún por la noche. Por primera vez en su vida sospechó que había algo que convenía esconder para uno mismo y de revelarlo a alguien, hacerlo tan sólo a personas que sabían gritar y castigar, que fumaban y cerraban las puertas con pestillo. Por primera vez, como aquella nueva Motovílija, no dijo todo lo que había pensado, reservándose lo más esencial, concreto e inquietante.
Los años iban pasando. Los niños se habían acostumbrado tanto a las ausencias del padre desde su nacimiento que un aspecto esencial de la paternidad era para ellos almorzar con él de vez en cuando y no verle jamás durante la cena. Eran cada vez más y más frecuentes las partidas de cartas, las discusiones; comían y bebían en habitaciones completamente vacías, solemnemente deshabitadas, y las frías lecciones de la inglesa no podían sustituir la presencia de la madre que llenaba la casa con la grata pesadumbre de su irascibilidad y obstinación, como una especie de entrañable fluido eléctrico. A través de las cortinas se filtraba el apacible, pero no jubiloso, día norteño. El aparador de roble parecía blanquecino, la plata se amontonaba pesada y grave. Por encima del mantel se movían las manos de la inglesa, perfumadas de lavanda; repartía las viandas por igual y poseía una inagotable reserva de paciencia; el sentimiento de equidad le era inherente en el mismo elevado grado en el cual su habitación y sus libros estaban siempre limpios y ordenados. La doncella, al servir la comida, se quedaba en el comedor y se iba a la cocina sólo en busca del plato siguiente. Todo era confortable y cómodo, pero terriblemente triste.
Y como aquellos años eran para la niña de suspicacia y soledad, sentimiento de pecado y de aquello que me gustaría denominar «cristianismo» en francés, por la imposibilidad de calificarlo de «cristiandad», le parecía a veces que no podía existir nada mejor, no debía existir, que lo tenía todo merecido por su depravación y falta de arrepentimiento. Sin embargo —eso jamás llega a la conciencia de los niños—, era al revés. Su ser entero divagaba estremecido, incapaz de comprender la actitud de sus padres frente a ellos cuando estaban en la casa, cuando ellos no es que volvieran a la casa, sino que entraban en ella.
Las raras bromas del padre eran, en general, poco afortunadas y siempre inoportunas. El se daba cuenta y sentía que los niños lo comprendían. Un matiz de melancólica confusión jamás abandonaba su rostro. Cuando el padre se irritaba, se convertía en un ser ajeno a ellos, decididamente extraño en el momento justo que perdía el dominio de sí mismo. No les conmovía ese ser extraño. Los niños jamás se insolentaban con él.
Pero a partir de un cierto tiempo la crítica que procedía de la habitación de los niños, y que sin hablar se leía en sus miradas, le dejaba indiferente. No la notaba. Invulnerable a todo, desconocido y lastimoso, ese padre causaba miedo en oposición al padre irritado, el extraño, el ajeno. Era más severo con la niña que con el hijo.
Ninguno de ellos comprendía a la madre: les colmaba de caricias, de regalos, pasaba en su compañía horas enteras cuando ellos menos lo deseaban, cuando eso pesaba en sus conciencias como inmerecido y no se reconocían en aquellos cariñosos epítetos que brotaban de su disparatado instinto maternal.
A veces, cuando una excepcional serenidad, clara, insólita, se adueñaba de su espíritu y cuando no se sentían culpables y se alejaba de su conciencia todo lo misterioso que tanto temía ser descubierto, parecido a la fiebre que precede a la erupción, veían a su madre como ajena a ellos, como si los evitara y se enfadara sin motivo. Venía el cartero. La carta iba destinada a la madre. La recogía sin dar las gracias. «Ve a tu cuarto.» Golpeaba la puerta. Con la cabeza gacha, silenciosos, aburridos, se sumían en una larga y triste perplejidad.
Al principio, lloraban; luego empezaron a tener miedo después de un enfado particularmente violento; más tarde, con el transcurrir de los años, acabaron por sentir una hostilidad oculta, cada vez más arraigada.
Todo cuando les venía de los padres era a destiempo, de rebote, no estaba provocado por ellos, sino por causas ajenas y sabía a lejanía y a misterio, como los gemidos nocturnos en los puestos de vigilancia cuando todos se van á dormir.
En ese ambiente se educaron los niños. No eran conscientes de ello, ya que son pocos los adultos que saben y entienden aquello que les sustenta, ajusta y conforma. La vida inicia a muy pocos en lo que hace con ellos. Le gusta demasiado su labor y durante su trabajo habla tan sólo con aquellos que le desean éxito y admiran su quehacer. Nadie puede ayudarle, pero estorbarle pueden todos. ¿De qué modo? Pues del siguiente. Si se confía a un árbol el cuidado de su propio crecimiento todo él se llenará de ramas, o se convertirá en raíz, o gastará su fuerza entera en una sola hoja porque se olvidará del universo, del cual debe tomar ejemplo, y al producir uno entre mil seguirá produciendo en miles siempre lo mismo.
Y para que no haya nudos en el alma, para que el crecimiento no se detenga, para que el ser humano no se entrometa torpemente en la hechura de su esencia inmortal fueron instituidas muchas cosas que distraen su banal curiosidad por conocer la vida, que no quiere que vea su trabajo y lo evita valiéndose de todos los medios. Con tal fin se crearon todas las religiones auténticas, todos los conceptos generales y todos los prejuicios humanos, y el más destacado entre ellos, el que más le distrae, la psicología.
Los niños habían salido ya de su primera infancia. Los conceptos de castigo, regalo, recompensa y justicia habían penetrado en su alma de modo infantil y distraían su atención, dejando que la vida hiciese con ellos aquello que consideraba preciso, importante y bello.
II
MISS HAWTHORN NO LO HABRÍA HECHO. En uno de sus inmotivados accesos de ternura por sus hijos, la señora Liubers zahirió por motivos fútiles a la inglesa, y ella desapareció de la casa. Muy pronto, y casi sin que ellos se diesen cuenta, apareció en su lugar una francesa enclenque. Más tarde, Zhenia sólo recordaba que la francesa se parecía a una mosca y que nadie la quería. Su nombre se había perdido por completo y Zhenia era incapaz de recordar entre qué sílabas y sonidos podía encontrarse. Recordaba únicamente que la francesa la había reñido primero y luego cogió unas tijeras y recortó con ellas los pelos de la osa que estaban manchados de sangre. Le parecía que desde ahora todos le gritarían, que jamás se le quitaría el dolor de cabeza y que ya nunca más comprendería aquella página de su libro predilecto que se embarullaba ante sus ojos como un manual después del almuerzo.
Aquel día se le hizo terriblemente largo. Su madre no estaba en casa y Zhenia no lo lamentaba. Le parecía, incluso, que se alegraba de que no estuviese.
Poco tiempo después, aquel día tan largo fue olvidado entre las formas de «passé» y «futur antérieur», riego de los jacintos y paseos por las calles de Sibírskaia y Ojánskaia. Lo había olvidado a tal punto que la largura de otro, el segundo en la cuenta de su vida, lo notó y percibió sólo al anochecer, cuando leía a la luz de la lámpara y el relato, en su indolente avance, le sugirió centenares de reflexiones ociosas. Cuando recordaba más tarde la casa de la calle Ossínskaia en la que vivían entonces, la veía siempre tal y como la viera en aquel segundo día largo, cuando ya estaba a punto de finalizar. Fue un día realmente largo. Era primavera. En los Urales la primavera madura dificultosamente, parece estar enferma, pero luego irrumpe tempestuosa y amplia. Las luces de las lámparas matizaban la vaciedad del aire vespertino. No daban luz, se inflaban por dentro como frutos enfermos de hidropesía turbia y clara que hinchaba las panzudas pantallas. Era como si estuviesen ausentes. Se hallaban en los lugares precisos, encima de las mesas, descendían de los techos escayolados en las habitaciones donde la niña estaba acostumbrada a verlas. Diríase, sin embargo, que las lámparas tenían mucha menos relación con las habitaciones que con el cielo primaveral al que se encontraban tan próximas como la bebida de la cama del enfermo. Su alma estaba en la calle donde sobre la tierra húmeda pululaba el parloteo de la servidumbre y se inmovilizaba por el frío nocturno la cada vez más escasa agua del deshielo. Era allí donde se perdía la luz de las lámparas por las tardes. Los padres estaban de viaje, pero a la madre, al parecer, se la esperaba aquel día. Ese día tan largo o en los próximos. Sí, probablemente. O tal vez se presentaría de pronto. Tal vez haría eso.
Zhenia se preparaba para acostarse, pero vio que el día era largo por la misma razón que aquel otro; pensó primero en usar las tijeras y cortar esos lugares en la camisa y la sábana, pero decidió luego que sería mejor usar los polvos de la francesa y ocultar así las manchas con lo blanco; tenía la polvera en las manos cuando ésta entró y la golpeó. Todo el pecado quedó concentrado en los polvos.
—¡Se pone polvos! ¡Sólo eso faltaba!
Ahora al fin había comprendido. Lo sospechaba hace tiempo.
Zhenia se echó a llorar por los golpes, los gritos y la ofensa, por sentirse inocente de aquello que sospechaba la francesa; sabía que era culpable de algo —ella lo sentía— mucho peor que aquellas sospechas. Era preciso —lo sentía con todas las fibras, hasta el embotamiento, lo sentía en sus piernas y sienes— ocultar eso como fuera, a toda costa. Le dolían las articulaciones, no le parecían suyas en su hipnótica sugestión. La agobiante y angustiosa sugestión era obra del organismo que ocultaba a la niña el sentido de todo y, comportándose como un criminal, la obligaba a suponer un mal vil y nauseabundo en aquella pérdida de sangre. «¡Menteuse!» . No tenía más remedio que negar, defenderse obstinadamente de lo que era peor de todo, de lo que estaba entre el bochorno del analfabetismo y la vergüenza de un suceso callejero. Había que temblar, apretando los dientes y, ahogándose en lágrimas, pegarse a la pared. No podía lanzarse al Kama porque aún hacía frío y los últimos hielos bajaban río abajo.
Ni ella ni la francesa oyeron en su momento el timbre. El jaleo armado fue absorbido por la densidad de las oscuras pieles y cuando entró la madre ya era tarde. Encontró a su hija bañada en lágrimas y a la francesa arrebolada. Exigió explicaciones. La francesa le declaró sin rodeos que Zhenia, no dijo Zhenia, sino «votre enfant», su hija se ponía polvos y que ella ya se había dado cuenta antes, lo sospechaba. La madre no la dejó proseguir, su error no era fingido, la niña no había cumplido aún los trece años.
—Zhenia... ¿Tú?... ¡Dios mío, a lo que hemos llegado! (a la madre le parecía en aquel momento que esa palabra tenía sentido, como si ya supiera antes que la niña se degradaba y corrompía, que ella no había tomado a tiempo las medidas oportunas y por eso la encontraba en un escalón tan bajo de la caída). Zhenia, ¡di toda la verdad, si no será peor! ¿Qué hacías con...? —probablemente la señora Liubers quería decir la polvera, pero dijo «con esa cosa» y sujetando la «cosa» en la mano, la agitó en el aire.
—Mamá, no creas a Mademoiselle, yo nunca... —y prorrumpió en sollozos.
Pero la madre percibía en ese llanto entonaciones malévolas que no existían en él; sentíase culpable y, en su fuero interno, horrorizada de sí misma; en su opinión había que tomar medidas, era preciso, aunque fuera en contra de su naturaleza maternal, «alzarse hasta racionales medidas pedagógicas». Decidió no dejarse llevar por la compasión, esperar a que pasara ese torrente de lágrimas que tanto la atormentaban.
Se sentó en la cama, fijando una mirada serena y vacía en un extremo del estante de libros. Olía a perfume caro. Cuando la niña se recobró volvió a su interrogatorio. Zhenia dirigió la mirada de sus ojos llorosos hacia la ventana y sollozó. El hielo bajaba ruidosamente por el río; brillaba una estrella. La noche, desierta, de áspera negrura, sin reflejos, era fría y hueca. Zhenia apartó la vista de la ventana. En la voz de la madre sonaban la impaciencia y la amenaza. La francesa de pie junto a la pared, era toda seriedad y pedagogía concentrada. Con el gesto de un ayudante de campo su mano descansaba en el cordón del reloj. Zhenia volvió a mirar las estrellas y el Kama. Se había decidido. A pesar del frío y de los hielos. Y se lanzó. Embrollándose en las palabras, aterrorizada, contó a su madre eso, de forma inconexa. La madre la dejó hablar hasta el fin porque estaba sorprendida de la emoción que había puesto la niña en su relato. En cuanto a comprender, lo había comprendido todo desde la primera palabra. Incluso antes, por la profunda aspiración que hizo Zhenia cuando empezó a hablar. La madre escuchaba palpitante de gozo, llena de amor y ternura por aquel frágil cuerpecito. Sentía deseos de abrazarla y llorar. Pero, ¡la pedagogía! Se levantó de la cama y levantó la manta. Llamó a la niña y empezó a acariciarle la cabeza muy, muy despacio, con ternura.
—Buena ni... —esas palabras se le escaparon rápidamente. Se acercó a la ventana con amplio y ruidoso ademán apartándose de ellas.
Zhenia no veía a la francesa. Las lágrimas y la madre llenaban toda la habitación.
—¿Quién hace la cama?
La pregunta no tenía sentido. La niña se estremeció. Sintió lástima de Grusha. Luego se dijo algo en el para ella familiar idioma francés: algo muy severo. Y luego, dirigiéndose de nuevo a ella, pero con entonación completamente distinta, la madre dijo:
—Zheñechka, ve al comedor, nenita; yo iré en seguida y te hablaré de la maravillosa finca que hemos alquilado papá y yo para vosotros..., para nosotros este verano.
Las lámparas volvían a ser suyas, como en invierno, estaba con los Liubers, cariñosos, serviciales, abnegados; la piel de marta de mamá retozaba sobre un mantel de lana azul. «Causa ganada. Parada en Blagodat, espérame finales Semana Santa si...», el resto no podía leerse por estar doblado el telegrama en una esquina. Zhenia tomó asiento en un borde del diván, feliz y cansada. Se sentó con aire modesto y correcto, exactamente igual a como medio año después tomó asiento en el pasillo del liceo de Ekaterinoburg en un extremo del largo banco amarillo cuando después de recibir un sobresaliente en el examen oral de lengua rusa supo que «podía irse».
A la mañana siguiente, la madre le explicó lo que debía hacer en casos semejantes; le dijo que no tenía importancia, que no debía tener miedo, que eso se repetiría y más de una vez. No le dio ningún nombre y nada le explicó, pero añadió que a partir de ahora ella misma le daría las clases porque ya no volvería a marcharse.
La francesa fue despedida por negligencia, sólo estuvo unos meses en la casa. Cuando vino a buscarla el coche y descendía por la escalera, tropezó en el descansillo con el doctor que subía. El respondió a su saludo con gesto desabrido y nada le dijo como despedida; ella comprendió que él ya lo sabía todo, frunció el ceño y se encogió de hombros.
En la puerta estaba la doncella, esperando que pasara el doctor y, por ello, en el pasillo donde se hallaba Zhenia, el ruido de los pasos y su eco sobre las piedras del empedrado perduró más tiempo de lo habitual.
Y así quedó grabado en su mente la historia de su primera madurez juvenil: la plena resonancia de la gorgojeante calle matinal que, deteniéndose en la escalera, envolvió con su tibieza la casa; la francesa, la doncella y el doctor, dos delincuentes y un iniciado, purificados y lavados por la luz, el frescor y la sonoridad de la marcha. El mes de abril era soleado y tibio. «¡Los pies, secaos los pies!», resonaba de una esquina a otra del largo y claro pasillo desnudo.
Las pieles se guardaban en verano. Las habitaciones lucían limpias, distintas, aliviadas; respiraban dulcemente. El día entero de tan tardío anochecer, tan largamente impuesto en todas las esquinas, en el centro de las habitaciones, en los cristales adosados a las paredes, en los espejos, en las copas con agua y en el aire azulado del jardín, jugueteaba insaciable, infatigable, frenético, riente, el cerezo silvestre y la madreselva se agitaba jubilosa como si se atragantara. A lo largo del día y la noche se oía el tedioso parloteo de los patios; declaraban depuesta la noche y repetían machacones, con voces fraccionadas y entrecortadas que las noches jamás volverían y que ellos no dejarían dormir a nadie.
«¡Los pies, los pies!» Pero ellos tenían prisa, volvían borrachos de libertad, les zumbaban los oídos y no podían comprender claramente cuanto les decían; se apresuraban a beber, a comer lo más deprisa posible para apartar las sillas con chirriante ruido y volver de nuevo al día no terminado aún, que se quebraba en la cena, donde el árbol al secarse emitía su breve crujido, donde el azul del cielo gorjeaba estridente y relucía grasienta la tierra como manteca fundida. Había desaparecido la frontera entre la casa y el patio. La bayeta no alcanzaba a borrar las huellas de las pisadas. Los suelos se cubrían con un enlucido seco y claro que crujía bajo los pies.
El padre había traído un montón de golosinas y de maravillas. El ambiente en la casa era maravilloso. Las piedras advertían con húmedos susurros su aparición de entre el papel de fumar que se iba coloreando paulatinamente, haciéndose cada vez más y más transparente, a medida que capa a capa se desenvolvían aquellos paquetes blancos y suaves como la gasa. Unas se parecían a gotas de leche de almendras, otras a salpicaduras de acuarela azul, las terceras a una lágrima solidificada de queso. Algunas piedras eran ciegas, somnolientas o soñadoras, otras tenían chiribitas juguetonas como el zumo congelado de las naranjas chinas. No apetecía tocarlas. Eran bellas sobre el fondo del espumoso papel que las destacaba igual que destaca la ciruela su opaco brillo.
El padre estaba muy cariñoso con sus hijos y con frecuencia acompañaba a la madre a la ciudad. Regresaban juntos y parecían contentos. Y, sobre todo, tenían el ánimo tranquilo, eran afables y constantes, y cuando la madre, a hurtadillas, lanzaba miradas de alegre reproche al padre, diríase que extraía esa paz de sus ojos pequeños y no bellos y la expandía después con los suyos grandes y hermosos sobre sus hijos y todo cuanto les rodeaba.
Un día los padres se levantaron muy tarde. Luego, no se sabe por qué, decidieron almorzar en un barco anclado en un puerto y llevaron consigo a los niños. A Seriozha le dieron a probar cerveza fría. Les gustó tanto todo ello que otro día volvieron al barco. Los niños no reconocían a sus padres. ¿Qué les había pasado?
Zhenia, perpleja, rebosaba de felicidad y le parecía que ahora siempre sería así. No se pusieron tristes al saber que aquel verano no les llevarían al campo. El padre partió poco después. Aparecieron en la casa tres baúles enormes, amarillos, con sólidos herrajes.
III
EL TREN SALÍA DE NOCHE. El padre, que se había trasladado un mes antes, escribía que la casa ya estaba dispuesta. Algunos coches bajaban al trote hacia la estación; su proximidad se notaba en el color del pavimento. Estaba negro y la luz de las farolas de la calle golpeó de pronto ocres hierros. En aquel momento, desde el viaducto, se abrió ante sus ojos el panorama del río y debajo de ellos apareció atronador un barranco negro como el hollín, trajinante y angustioso. Corría como una flecha hacia adelante y allá lejos, muy lejos, en el otro confín, se expandió terrorífico haciendo oscilar los parpadeantes abalorios de las lejanas señales. Hacía viento. Se perdían los contornos de las casuchas y las vallas y como las cascarillas de los cedazos ondeaban vacilantes en el aire revuelto. Olía a patatas. El cochero rebasó una fila de carros saltarines llenos de cestas y bultos que tenía delante, y vieron de lejos el gran carro que llevaba su bagaje. Llegaron a su altura. Desde el carro, Uliasha gritó algo a la señora, pero el fragor de las ruedas ahogó su voz; saltaba sacudida en los baches y también su voz saltaba.
La novedad de todos aquellos ruidos nocturnos, la noche y el frescor disipaban la tristeza de Zhenia. Lejos, muy lejos, negreaba algo misterioso. Tras las barracas del puerto se agitaban unas lucecitas, la ciudad las enjuagaba en el agua de la orilla y de las lanchas. Después se hicieron numerosas, se reproducían densas y lustrosas, ciegas como gusanos. En el muelle de Liubimov azuleaban sobriamente las chimeneas, los techos de los depósitos, las cubiertas. Panza arriba, las barcazas miraban al cielo. «Aquí debe haber muchas ratas», pensó Zhenia. Les rodearon los porteadores. Seriozha fue el primero en saltar a tierra. Miró en torno suyo y quedó muy sorprendido al ver que ya estaba allí el carrero que llevaba sus bagajes; el caballo había alzado la cabeza, la collera, grande de pronto, parecía un gallo enhiesto; el caballo retrocedió apoyándose en la parte posterior de un carro. ¡Y él que estuvo preocupado todo el tiempo por el retraso que llevarían!
De pie, con su blanca camisa de liceísta, Seriozha sentíase radiante ante la perspectiva del viaje. Para los dos constituía una novedad, pero él ya conocía y amaba las palabras depósitos, locomotora, vía muerta, directa, y el sonido de la palabra «clase» tenía para él un sabor agridulce. También a Zhenia le atraía todo eso, pero a su modo, sin la sistematización que distinguía a su hermano.
Inesperadamente, como si saliera de las entrañas de la tierra, apareció la madre. Ordenó que llevaran a los niños a la cantina. Desde allí, abriéndose paso majestuosamente por entre la muchedumbre, se encaminó hacia aquel que fue denominado por primera vez, en voz alta y amenazadora, «jefe de estación», término que se mencionó después con frecuencia en diversos lugares y con distintas variantes, entre las más diversas bataholas.
Los niños no dejaban de bostezar, sentados junto a una de las ventanas llenas de polvo, recargadas y enormes, que parecían más bien oficinas hechas de cristal de botellas donde era preciso quitarse el sombrero. Zhenia veía por la ventana algo que no era una calle, sino más bien una habitación, sólo que más adusta y grave que esa de la jarra de cristal; en aquella habitación penetraban lentamente las locomotoras y se detenían sembrando la oscuridad, y cuando se iban, dejando vacía la habitación, resultaba que no era una habitación, porque había cielo tras unos postes y al otro lado un montículo y casitas de madera, y la gente, alejándose, iba hacia allí; tal vez ahora cantaran allí los gallos y acabara de pasar el aguador, dejando sucias huellas de su paso...
Era una estación de provincias, sin el ajetreo de la capital, sin esplendores; los viajeros acudían con tiempo anticipado desde la ciudad sumida en la noche, dispuestos a una larga espera; estación silenciosa, con emigrantes dormidos en el suelo, entre perros de caza, baúles, máquinas enfundadas en lonas y bicicletas sueltas.
Los niños se acostaron en las literas de arriba. Seriozha se durmió de inmediato. El tren no había partido aún. Amanecía y Zhenia fue dándose cuenta de que el vagón era azul, limpio y fresco. Y también se dio cuenta... pero ya dormía.
Era un hombre muy grueso. Leía el periódico y se balanceaba. Mirándole se veía claramente el balanceo que, como el sol, inundaba, invadía todo el vagón. Zhenia le contemplaba desde lo alto con la misma perezosa meticulosidad con que piensa en algo o mira algo una persona completamente despierta con la mente fresca, que sigue acostada porque espera tan sólo que la decisión de levantarse llegue por sí misma, sin su ayuda, clara y libre al igual que sus restantes pensamientos. Al contemplarle, pensaba al mismo tiempo cómo es que estaba en su compartimento y cuándo había tenido tiempo de vestirse y lavarse. No tenía ni idea de la hora que era. Acababa de despertarse; debía de ser, lógicamente, la mañana. Zhenia le miraba, pero él no podía verla: las literas se inclinaban hacia la pared. El no la veía, porque aunque de vez en cuando miraba por encima del periódico hacia arriba, de lado, al sesgo, sus miradas no se cruzaban cuando las dirigía hacia su litera; o bien veía la colchoneta o bien... Zhenia recogió y estiró las medias que había aflojado. «Mamá está de seguro en aquel rincón, ya arreglada y leyendo un libro —decidió, analizando las miradas del gordinflón—. A Seriozha no le veo abajo. ¿Dónde se habrá metido?» Zhenia bostezó placenteramente y se desperezó «¡Qué calor tan terrible!». Tan sólo ahora se dio cuenta de ello y miró desde lo alto por la ventanilla semiabierta. «Pero, ¿dónde está la tierra?», pensó conmocionada en lo mas íntimo de su ser.
Lo que veía era realmente indescriptible. La rumoreante nogalera por donde corría, serpenteando, el tren, habíase convertido en mar, en el universo, en todo cuanto se quisiera. El bosque susurrante, frondoso, descendía en toda su amplitud cuesta abajo, haciéndose más y más espeso; luego se achicaba y terminaba bruscamente, ya negro del todo. Y aquello que se alzaba al otro lado del precipicio parecía una inmensa nube de tormenta, llena de rizos y bucles de color verde pajizo. Zhenia, absorta en sus pensamientos, retuvo el aliento y percibió de inmediato la fluidez de aquel aire inmóvil e ilimitado; comprendió de pronto que la nube de tormenta era una comarca, una región que llevaba un nombre sonoro de montaña, todo expandido en derredor, lanzado hacia abajo con las piedras y la arena, hacia el valle; que la nogalera sólo sabía susurrar ese nombre, susurrarlo sin descanso: aquí y allí, y más a-ll-á-á; tan sólo ese nombre.
—¿Son los Urales? —preguntó a todo el compartimento, incorporándose en la litera.
El camino restante lo pasó Zhenia pegada a la ventanilla del pasillo, sin apartarse ni por un momento, como adherida a ella, asomando a cada instante la cabeza. Tenía ansia por ver. Descubrió que era más agradable mirar hacia atrás que hacia delante. Los majestuosos picos conocidos se cubrían de bruma y retrocedían. Después de una breve separación, durante la cual se ofrecían a la vista nuevas cordilleras maravillosas, volvía a encontrarlos. El panorama montañoso era cada vez mayor y más amplio. Algunos picos se veían negros, otros iluminados, aquéllos oscurecidos, los de más allá a punto de estarlo. Se juntaban y separaban, descendían y volvían a subir. Todo se realizaba de acuerdo a un lento girar, como la rotación de las estrellas, con la cautelosa reserva de los gigantes, que a un pelo de la catástrofe cuidan la integridad de la tierra. Dirige esos complejos desplazamientos un zumbido uniforme, grandioso, inaccesible al oído humano, con la vista puesta en todo. Su mirada de águila lo abarca todo; mudo y oscuro pasa revista a cuanto le rodea. Así se construyen, se construyen y reconstruyen los Urales.
Zhenia entró un instante en el compartimento, guiñando los ojos por la intensidad de la luz. La madre charlaba con el desconocido y se reía. Seriozha, sentado en el diván de felpa roja, sostenía en la mano una especie de correa adosada a la pared. La madre escupió en el puño la última pepita, sacudió del vestido las que habían caído en él e inclinándose, rápida y ágil, tiró todos los desperdicios debajo del banco. En contra de lo que cabía suponer, el gordinflón tenía una vocecita cascada y ronca. Probablemente era asmático. La madre se lo presentó a Zhenia y él le tendió una mandarina. Era divertido y, al parecer, bondadoso; al hablar se llevaba constantemente la gordezuela mano a la boca. Sus palabras parecían inflarse y, de pronto, como ahogándose, se interrumpían con frecuencia. Supo que era de Ekaterinburg, que había viajado a lo largo y ancho de los Urales y conocía muy bien la comarca, y cuando extrajo un reloj de oro del bolsillo de su chaleco y se lo llevó a los ojos hasta casi rozar la nariz, guardándolo después, Zhenia observó que sus dedos inspiraban confianza. Como es frecuente en la naturaleza de los gordinflones sus movimientos eran como los de alguien que da; su mano se balanceaba todo el tiempo como si la tendiese para el besamanos y saltaba suavemente como si golpeara una pelota contra el suelo.
—Ya falta poco —dijo, ladeando la vista y alargando los labios en dirección contraria a Seriozha, aunque se dirigía a él precisamente.
—Sabes, él dice que hay un poste en la frontera de Asia y Europa y que tiene escrito «Asia» —desembuchó de golpe Seriozha bajando rápidamente del diván, y corrió al pasillo.
Zhenia no entendió nada y cuando el gordinflón le explicó de lo que se trataba, también corrió hacia allí para esperar el poste, temerosa de haberlo dejado pasar. En su desbordada imaginación, «la frontera con Asia» se alzaba en forma de un límite fantasmagórico, algo así como unos barrotes de hierro como los que se colocan entre el público y la jaula de los pumas, como una franja que indicara un peligro negro como la noche, amenazador y hediondo. Esperaba aquel poste como la subida del telón en el primer acto de una tragedia geográfica sobre la cual había oído contar muchas fábulas por todos cuantos la conocían, solemnemente emocionada de tener la suerte de estar allí y poderlo ver muy pronto.
Sin embargo, lo que antes la impulsó a volver al compartimento donde estaban los mayores continuaba sin variación: a la grisácea nogalera que bordeaba la línea férrea desde hacía media hora no se le veía fin, y la naturaleza no parecía prepararse para el próximo acontecimiento. Zhenia sentía rabia contra la aburrida y polvorienta Europa que tan fastidiosamente aplazaba el advenimiento del milagro. ¡Qué desilusión la suya cuando al grito frenético de Seriozha desfiló ante la ventana, de costado a ellos, y quedó atrás algo semejante a un monumento funerario, llevando consigo el tan esperado nombre mágico hacia el aliso de los alisos que le perseguían! En aquel instante, multitud de cabezas, como puestas de acuerdo, se asomaron por las ventanillas de todas las clases y el tren, que descendía cuesta abajo en medio de una nube de polvo, se animó. En Asia ya existían muchas estaciones desde hacía tiempo y, sin embargo, seguían agitándose los pañuelos en las cabezas asomadas, la gente intercambiaba miradas, había hombres rasurados, barbudos, y volaban todos entre nubes giratorias de arena; volaban y volaban dejando atrás los alisos polvorientos hace poco aún europeos, pero asiáticos desde hace mucho tiempo.
IV
LA VIDA TOMÓ UN RUMBO NUEVO. La leche no llegaba a la casa, a la cocina, con un repartidor, sino que la traía Uliasha por las mañanas recién ordeñada y el pan era distinto del de Perm. Las aceras eran de mármol o de alabastro, de ondulado brillo blanco; sus losas relucían hasta en la sombra como soles congelados, absorbiendo ávidamente las sombras de los esbeltos árboles que, extendidos a sus lados, se diluían y fundían en ellas. Aquí el salir a la calle, ancha, luminosa, con vegetación, era complemente distinto.
—Igual que en París —repetía Zhenia las palabras del padre.
Lo había dicho el primer día que llegaron. La casa era confortable y espaciosa. El padre había tomado un tentempié antes de ir a la estación, y no participó del almuerzo. Su cubierto quedó tan limpio y reluciente como Ekaterinburg; se limitó a extender la servilleta, a sentarse de lado y a contar algo. Se había desabrochado el chaleco y la pechera asomaba fresca y retadora. Decía que era una magnífica ciudad de tipo europeo; llamaba cuando había que recoger o traer alguna cosa, llamaba y contaba. Y por caminos desconocidos de habitaciones desconocidas aparecía silenciosamente una doncella morenucha vestida de blanco, con frunces almidonados, a la que se hablaba de «usted» y ella, la nueva, sonreía a la señora y a los niños. Se le daban órdenes respecto a Uliasha, que se hallaba en la cocina, no conocida aún y probablemente muy, muy oscura, donde habría seguramente una ventana desde la cual podría verse algo nuevo: un campanario o una calle o pájaros. Uliasha, seguramente, estaría allí preguntándole algo a esa señorita, poniéndose lo más viejo para ir colocando las cosas; estaría allí preguntándole y mirando en qué rincón está el horno para ver si es el mismo que en Perm o bien en otro distinto.
El padre dijo a Seriozha que el liceo no estaba lejos, más bien muy cerca, y que tenían que haberlo visto al venir. El padre bebió un sorbo de agua mineral y continuó:
—¿Será posible que no te lo haya enseñado? Desde aquí no se ve, tal vez desde la cocina (calculó un instante), pero será en todo caso el tejado...
Tomó otro sorbo de agua y llamó.
La cocina resultó ser clara y fresca, exactamente igual, así se lo pareció a Zhenia un minuto más tarde, a como se la había imaginado en el comedor: refulgían los azulejos blanquiazulados del fogón y había dos ventanas dispuestas en el orden que ella esperaba; Uliasha se había cubierto los desnudos brazos y la cocina se llenó de voces infantiles; por el tejado del liceo había gente y se veían las partes altas de unos andamios.
—Sí, lo están reparando —dijo el padre cuando todos en fila, empujándose y riendo, pasaron al comedor por un pasillo ya conocido, pero no explorado, al que tendría que volver al día siguiente después de haber colocado los cuadernos, colgado del gancho su manopla de baño y haber acabado con mil quehaceres semejantes.
—Es una mantequilla extraordinaria —dijo la madre, tomando asiento.
Pasaron a la sala de estudio, que habían ido a ver aún sin cambiarse de ropa, tan pronto como llegaron.
—¿Por qué esto es Asia? —pensó Zhenia en voz alta.
Pero Seriozha, extrañamente, no comprendió aquello que habría comprendido en otro tiempo: hasta aquel entonces vivían al unísono. Corrió hacia el mapa colgado de la pared y trazó con la mano una raya a lo largo de la cordillera de los Urales y miró a su hermana vencida, a su parecer, por semejante argumento.
—Simplemente se pusieron de acuerdo para trazar un límite natural, y eso es todo.
Zhenia recordó el mediodía, tan lejano ya. No podía creer que el día, en el cual había cabido todo eso, el día que continuaba ahora en Ekaterinburg, no hubiera terminado aún. Pero al pensar que todo eso ya pertenecía al pasado, conservando su inanimado orden en la lejanía correspondiente, experimentó un sentimiento de asombroso cansancio espiritual tal como al anochecer lo siente un cuerpo después de un arduo día de trabajo. Como si también ella hubiera participado en el apartamiento y traslado de aquellas pesadas bellezas y estuviera rendida. Convencida, no se sabe por qué, de que ellos, sus Urales estaban allí, dio media vuelta y corrió a la cocina a través del comedor donde ya había menos vajilla, pero aún permanecía la asombrosa mantequilla con hielo sobre sudorosas hojas de arce y la quisquillosa agua mineral.
El liceo estaba reparándose, los vencejos cortaban bruscamente el aire como descosían con los dientes las costureras el madapolán, y abajo —Zhenia asomó la cabeza— relucía un coche junto al hangar abierto de par en par; brotaban chispas de un torno de afilador y olía a todo cuanto habían comido, pero mejor y más apetecible que cuando se sirvió; era un olor melancólico y tenaz, como en un libro. Zhenia olvidó para qué había ido a la cocina y no se dio cuenta que sus Urales no estaban en Ekaterinburg; observó, en cambio, cómo iba anocheciendo en el patio y cómo cantaban en el piso de abajo haciendo, probablemente, un trabajo fácil: habrían fregado, tal vez, el suelo, y con manos aún calientes extendían las esteras, tiraban el agua del cubo de fregar y aunque la tiraron abajo, ¡qué silencioso era todo! Y cómo brotaba el agua del grifo y cómo... «Y bien, señorita...», pero Zhenia evitaba aún a la nueva doncella y no quería escucharla... y cómo abajo —seguía pensando—, en el piso inferior al de ellos ya conocían su venida y dirían seguramente: «Hoy han llegado unos señores al número dos.»
Uliasha entró en la cocina.
Aquella primera noche los niños durmieron profundamente y despertaron Seriozha en Ekaterinburg y Zhenia en Asia, como pensó de nuevo con extrañeza y asombro. En los techos se irisaba alegremente el estratiforme alabastro.
Se lo habían comunicado en verano. Le hicieron saber que ingresaría en el liceo. La nueva era agradable, desde luego. Pero se lo notificaron. No era ella quien había invitado al profesor a la sala de estudio donde la luz solar se adhería tanto a las paredes pintadas al temple que tan sólo el atardecer se conseguía arrancar el día con sangre. No fue ella quien le llamó cuando en compañía de la madre entró en la sala para que él conociese a «su futura discípula». No fue ella quien le adjudicó el absurdo apellido de Dikij . ¿Acaso era ella quien quería que los soldados torpones, resoplantes y sudorosos, como el rojo espasmo del grifo cuando se rompe la cañería, hicieran siempre la instrucción al mediodía y que sus botas fueran pisoteadas por la violácea nube de tormenta que en cuanto a los cañones y ruedas sabía mucho más que las blancas camisas, las blancas tiendas de campaña y sus blanquísimos oficiales? ¿Acaso había pedido ella que desde ahora dos cosas como la palangana y la toalla, combinados como los carbones en la lámpara de arco, provocaran en el acto la tercera idea que se evaporaba de inmediato, la idea de la muerte, como aquella muestra del barbero donde eso le había ocurrido por vez primera? ¿Acaso estaba ella conforme con que las barreras rojas que «prohibían detenerse» se convirtieran en lugares misteriosos, prohibidos en la ciudad y los chinos en algo personalmente terrible, algo que le pertenecía y la horrorizaba? No todo, como es natural, se aposentaba tan dolorosamente en su alma. Muchas cosas, como su próximo ingreso en el liceo, eran agradables. Pero como todo lo restante, se le era notificado. La vida dejó de ser una bagatela poética para fermentar en áspero cuento negro, en tanto en cuanto era prosa y se había convertido en un hecho. Los elementos de la existencia cotidiana penetraban opacos, dolorosos y obtusos en su alma en formación que parecía estar en un estado de constante desembriaguez. Se depositaban en su fondo reales, endurecidos y fríos como somnolientas cucharas de estaño. Y allí, en el fondo, el estaño comenzaba a flotar, se fundía en bolas y goteaba en ideas fijas.
V
LES VISITABAN CON FRECUENCIA LOS BELGAS. Así les llamaban. Así les llamaba el padre cuando decía: «Hoy vendrán los belgas.» Eran cuatro. El que no llevaba bigotes venía raras veces y no era locuaz. En ocasiones se presentaba solo y de imprevisto, entre semana, eligiendo algún día que hacía mal tiempo o llovía. Los otros tres eran inseparables. Sus rostros parecían tabletas de jabón fresco, intacto, envueltas todavía en papel, perfumadas y frías. Uno de ellos llevaba barba; era espesa, esponjosa y castaña, también era esponjosa su cabellera castaña. Se presentaban siempre en compañía del padre de vuelta de no se sabe qué reuniones. En la casa todos les querían. Hablaban como si vertieran agua en el mantel: de forma ruidosa, refrescante y siempre de cosas distintas, inesperadas para todos; sus limpios chistes y anécdotas, comprensibles para los niños, dejaban en ellos profundas huellas y saciaban su sed.
Surgía en derredor de ellos el bullicio, brillaba el azucarero, la niquelada cafetera, los blancos y fuertes dientes, las ropas sólidas. Corteses y amables, bromeaban con la madre. Aquellos colegas del padre poseían el fino don de frenarle oportunamente cuando, en respuesta a sus rápidas alusiones y comentarios sobre asuntos y personas que en aquella casa sólo ellos, los profesionales, conocían, el padre se ponía a hablar detalladamente, con parsimonia, en un francés deficiente, de las contrataciones, les réferences approuvées y las ferocités, es decir, bestialités, ce que veut diré en russe , latrocinios en Blagodat.
El belga sin bigotes se había dedicado desde hacía algún tiempo a estudiar el ruso, y probaba con frecuencia sus fuerzas en ese nuevo campo, en el cual naufragaba todavía. Como resultaba violento reírse de las palabras del padre dichas en lengua francesa y sus ferocités turbaban a todos, los esfuerzos de Negarat proporcionaban una bendita ocasión para reírse a mandíbula batiente.
Se llamaba Negarat; era valón de la parte flamenca de Bélgica. Le recomendaron a Dikij como profesor. Anotó su dirección en ruso, trazando de muy cómica manera las letras que no existían en su alfabeto. Le salían dobles, como desparramadas. Los niños se permitían ponerse de rodillas sobre los cojines de cuero de los sillones y apoyar los codos sobre la mesa: todo estaba permitido, todo se hallaba revuelto. Reían a carcajadas, se retorcían de risa al ver las letras que había trazado. Evans golpeaba la mesa con el puño y se secaba las lágrimas; el padre, temblando de risa, se paseaba todo rojo por la habitación: «¡Ya no puedo más!» repetía y estrujaba el pañuelo.
—Faites de nouveau —decía Evans, añadiendo leña al fuego—. Commencez .
Y Negarat, entreabierta la boca, titubeante como un tartamudo, meditaba en la forma de trazar aquellas letras rusas tan desconocidas como las colonias del Congo.
—Dites: «uvy nievygodno» —proponía el padre con voz ronca y húmeda.
—Ouvoui, niévoui.
—Entends-tu? Ouvoui nievoui, ouvoui nievoui. Oui, oui, chose inouie, charmant —reían los belgas.
El verano se acabó. Zhenia pasó los exámenes con buenas notas, algunas excelentes. El rumor frío y transparente de los pasillos del liceo fluía como si saliese de algún manantial. Todos se conocían allí. Las hojas del jardín amarilleaban con destellos dorados. En su claro y saltarín reflejo se angustiaban los cristales de las aulas, opacos en el centro, brumosos e inquietos en su parte inferior. Los postigos se retorcían en azules espasmos; las ramas broncíneas de los arces rayaban su fría claridad.
Zhenia no sabía que todos sus temores quedarían convertidos en aquella divertida broma. ¡Dividir ese número de arshin y vershkov por siete! ¿Valía la pena haber estudiado los zlotniki, doli, funty, pudy , etcétera, que siempre le habían parecido las cuatro edades del escorpión? En el examen de gramática se demoró en la respuesta, porque todas las fuerzas de su imaginación estaban concentradas en el intento de representarse las desafortunadas razones que podían haber producido esa palabra que escrita de otro modo resultaba tan hirsuta y salvaje. No acabó de comprender el porqué no la mandaron al liceo, aunque quedó admitida e inscrita y ya le habían cortado el uniforme de color café, se lo habían probado con alfileres en pruebas tediosas y largas durante horas enteras, y en su habitación se le abrieron horizontes nuevos en forma de cartera, portaplumas, una cestita para llevar el almuerzo y una calcomanía asombrosamente repulsiva.
(1)Mentirosa. (En francés en el original.)
(2)Diki, en ruso, significa salvaje.
(3)Las referencias aprobadas, las ferocidades, bestialidades, que en ruso significa... (En francés en el original.)
(4)Pruebe otra vez. Comience. (En francés en el original.)
(5)Arshim y vershok son antiguas medidas rusas equivalentes, respectivamente, a 0,71 metros y 4,4 centímetros.
(6)Antiguas medidas rusas.
Deseo conseguir la noche quedó atras de Boris Pasternak.
ResponderEliminardeseo conseguir la infancia de boris de carlos gonzales vega
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