LIDIA NIKOLÁIEVNA SEIFÚLINA (LA HERENCIA)
Orenburg (hoy Chkálov), 1889-1954
Nace en una aldea de la provincia de su padre, sacerdote de la iglesia ortodoxa, era de origen tártaro. Su madre era campesina. Seifúlina fue maestra de escuela (desde 1906) y actuó en compañías dramáticas de provincias entre 1909 y 1914, Después de 1917 ocupó diversos cargos en los organismos de instruccion pública del Ural y de Siberia. Empezó a publicar sus relatos en 1921. En la revista "Luces de Siberia" aparece en 1922 el titulado de "Los infractores de la ley", acerca de la reeducación de los niños vagabundos. Entre sus mejores obras se cuentan (Humus) (1922), "Virineia" (1825) "Alejandro de Macedonia (1922), "La propiedad" (1933) incluido enla presente colección, "Tania" (1934), "En mi tierra" (escrita durante la guerra de 1941-45), etcétera. En 1925 adaptó "Virineia" al teatro. Murió en el año 1954
I
El herrero Trúnov bebía. Su familia estaba en la miseria. La hija mayor, Elisabeta, se casó con un viudo huraño, piadoso, feo de rostro y de cuerpo. Le repugnaba vivir con él. Pero tenía lo que necesitaba para comer, comprarse ropa y calzado, se encontraba defendida contra la mordacidad de las vecinas. parientes y amigos consideraban que había tenido suerte. La madre deseaba que su segunda hija, Claudia, que era más joven, también se librara de la miseria y de la perdición y se colocase como la mayor.
Así lo pedía a Dios, la fatigada y anciana madre, en un atardecer de abril, mientras rezaba durante el oficio divino. Dirigía su suplicante mirada a los íconos, a la temblorosa llama de los cirios, hacia el aromático humo del incensario; suspiraba, se prosternaba, se persignaba a menudo con breves y pusilánimes signos. A su lado rezaba de mal humor una mujer lisiada, bordadora, famosa en toda la ciudad. Las piernas la obedecían con dificultad por consunción medular. No hacía más que sentarse en la sillita plegable, junto a la pared. Con la extraña mirada de sus ojos nublados, de desiguales pupilas, recorría la muchedumbre de fieles. La actitud humillada y afanosa de la anciana Trunova la conmovió. Al salir de la iglesia las dos mujeres entablaron conversación y se marcharon juntas. La acartonada Trunova sostenía por el brazo a la pequeñita y fofa bordadora. Al hablar, se movía torpemente la mano izquierda, como ala seca de una perdigonada. Los movimientos amargos de sus dedos endurecidos y oscuros, eran más expresivos que las palabras. La bordadora hablaba, compasiva,con una voz maravillosa, tierna, sincera, como la de los niños. Prometió enseñar gratuitamente a Claudia, vestirla y mantenerla, a condición de que, una vez aprendido el oficio, la joven trabajara para ella tres años más por un pequeño salario. Contemplando el cielo, ganado por la oscuridad, con brillante franja crepuscular, la bordadora dijo con cierto tono de suficiencia.
-Dios ha puesto la belleza tanto en el cielo como en la tierra. La vida de las personas sería también más hermosa si fueran dignas. Dios vela para todos, pero nosotros deberíamos ayudarnos. Vente mañana. Legalizaremos el documento ante notario. Mi casita está en Zariechna. Cualquiera te dirá cuál es.
II
Pasó un coche fúnebre vacío. Los caballos corrían al trote. Tras las ruedas se levantaba un polvo juguetón, dorado por los rayos del sol. Claudia se detuvo en la encrucijada. El cochero le dijo, gritando:
-¡Bonita rapaza! ¡Si tuviera tiempo!...
Claudia no entendió las palabras, mas se sonrió en respuesta a la jubilosa mirada. Tenía una sensación de bienestar. Por la mañana había tomado té con leche y azúcar. Sobre su cuerpo llevaba una camisa limpia. Iba calzada, se había lavado los pies. Aunque hecho de ropa vieja, el vestido le sentaba bien. El recuerdo de que tan sólo un mes atrás corría entre la gente descalza, a pelo, hambrienta, amedrentada, no conturbaba para nada la alegría de aquella hora. Al caminar, cantaba para sus adentros y a veces movía los labios en silencio. Cuando la bordadora empiece a pagarle algo por el trabajo, se hará una falda de lana verde y dos o tres blusas. Una de seda, color de rosa, como la de Shura. Todas las mujeres de la calle le envidiaban aquella blusa. Luego comprará a su madre botas de fieltro para el invierno y zapatos fuertes para la primavera. Soñando de esta suerte, daba de comer y vestía a toda su desgraciada familia y veía cumplidos sus deseos. Soñaba que se casaba. Su marido le sonreía como el joven que conducía el coche fúnebre, pero tenía la cara y la voz del cartero. En invierno, éste les había traído una carta de la aldea. Claudia no le había vuelto a ver, pero se le apareció dos veces en sueños. La primera vez, él la miró con el alma en los ojos, la tomó de la mano y le dijo "querida mía". En el segundo sueño, él caminaba por un extraño camino lleno de flores, se volvía para mirar a Claudia, como si la llamara o se despidiera de ella. Claudia quería correr tras él, pero no podía mover las piernas. Se despertó bañada en lágrimas, y todo el día estuvo pensando: "¿No habrá muerto?". Recordando estos sueños, se le oprimió el corazón con luminoso sufrimiento, como sólo puede sufrirse en la juventud.
Cuando Claudia regresó de hacer las compras, la bordadora le notó aquel estado de ánimo. No le gustó. Su vida se hallaba envuelta por la amarga niebla de la enfermedad. Y así en la bruma una sombra, por leve que sea, parece grande y aciaga, cualquier turbación juvenil le parecía a la bordadora un pecado. Como si rebuscara algún signo de impureza, la vieja contempló desde lejos a la muchacha, despectivamente, de la cabeza a los pies, y dijo con voz sonora:
-La polilla come a la lana; el orín, al hierro. A las muchachas se las come la calle. Creía que volverías antes.
La joven parpadeó, temerosa. Se puso pálida y dijo, azorada:
-Otra vez me daré más prisa.
Su miedo ablandó a la dueña. Pero cuando Claudia, descalza, vestida otra vez con la camisa vieja y la saya de lienzo, sacó al patio un gran samovar de cobre para limpiarlo, la bordadora volvió a mirar a aquel cuerpo con malignos ojos. Claudia llevaba el samovar arqueando la espalda, hundido el pecho. Sentía vergüenza y pena, pero no estaba ofendida. En el estrecho paso comprendido entre la pared ciega de la casa y una dependencia construida de ladrillo, se encontraba una garita de tablas con un alto tubo para la ventilación. Por dentro, la garita estaba raspada y fregada. El paso que conducía a ella estaba barrido. Claudia lo había limpiado. La bordadora sentía respetuosa extrañeza al ver cuán limpias dejaban las cosas las manos de Claudia. Junto a la dependencia se levantaba un arbusto de lila. Al pie del arbusto, Claudia limpiaba el gran samovar de cobre y pensaba que la dueña tenía otro, de latón, que sólo usaba en Pascua.
Un día, la bordadora abrió, delante de Claudia, un baúl con refuerzos de brillante hojalata. Había en él muchos cortes de lana y de seda, muchos vestidos sin estrenar. En la cocina de la casa se conservaban numerosos utensilios que no se usaban. Las telas, los utensilios sobrantes, la casa, el patio, la limpia garita para las necesidades, la mata de lila bienoliente, el bancal de hortalizas, los dos manzanos en flor que creían al otro lado del patio, todo ello pertenecía a la bordadora, María Vasilievna Klepíkova. Por esto
María Vasilievna es fuerte y es respetada por todo el mundo, a pesar de la lesión corporal. Discutir con ella no es posible; enfadarse es inútil. Es necesario complacerla. Si no,la dueña la echaría a la calle. A Claudia le cerraría para siempre la entrada en ese mundo donde, tras una alta pared, crecen árboles maravillosos, donde todo está limpio y existe un montón de cosas superfluas. Entonces tendría que volver a la pequeña isba sin patio, cerca de la herrería, separada de la casa por un estampado de hierba pisoteada en el que todos los domingos se pelean los mujiks borrachos y se esconden para seducirlas o forzarlas yu reírse luego de ellas. Pero si en todas las cosas complace a
María Vasilievna, ésta la ayudará a abrirse camino.
III
Había mucho trabajo en vísperas de Navidad. Ksenofóntovna, oficiaba ya entrada en años, no iba a su casa. Dormían unas tres horas al día. Claudia debía atender, como siempre, a las faenas de la casa y llevar, además, los encargos. La muchacha se sentía muy fatigada. A menudo se quedaba dormida mientras cosía, por la noche. Los mismo ella que Ksenofóntovna, para despabilarse, salían al patio a lavarse la cara con nieve, olían mostaza. La dueña sufría de insomnio. Pero una de aquellas noches, de pronto, cerró los ojos y se sonrió con plácida sonrisa. Pasó los dedos por la mesa con sumo cuidado. Claudia, al verlo, exclamó:
-¿Qué busca usted,
María Vasilievna?
-Los recojo en el cedazo - respondió la lisiada con voz rebosante de felicidad, y despertó.
Soñó que tenía entre las manos esponjosos polluelos amarillitos.
Al contarlo, se puso a llorar.
-El sueño me vence. Esto quiere decir que se me acerca la hora de la muerte.
Incorporándose con dificultad, tendió la mano hacia la mostaza. El movimiento resultó cómico, pero su rostro, bañado en lágrimas, se inclinó con la severa luz del más terrible de los pensamientos humanos. Claudia la miró y bajó la cabeza, movida por un profundo e inconsciente respeto. Trabajaron sin decir una palabra. Luego la dueña se levantó.
-Acostaos. Dentro de tres horitas os despertaré.
Claudia lanzó una exclamación de disgusto. se le había olvidado entrar la ropa en que se acostaba.
María Vasilievna se irritó.
-¿Crees que también he de prepararte la cama y quitarte los mocos?. Si hubieras trabajado cuando yo era aprendiza, sabrías lo que es bueno.
Claudia dormía en el suelo, sobre un pedazo de fieltro, en el dormitorio de la dueña. Para que no variara el aspecto que las dos habitacioncitas y la limpia cocina tenían desde hacía años, durante el día se dejaba la ropa que servía de cama a Claudia en el cuarto oscuro del vestíbulo. En invierno había que entrarla con tiempo, para que se calentara. Claudia, sonriendo culpable, se fue presurosa al cuarto oscuro. Una leve capa de esponjosa escarcha cubría las paredes. Al tomar en los brazos el fieltro, enrollado en un ángulo, la joven quedó inmediatamente aterida. Tenía unas ganas de dormir irresistibles. Se le cerraban los párpados, le temblaban las piernas. Claudia inclinó la cabeza sobre el fieltro y se puso a llorar. La lisiada se levantó irritada. Se abrigó bien y entró en el cuarto oscuro con una vela en la mano. Claudia se había quedado profundamente dormida, de pie, apoyada en el rollo de fieltro. El cuello inclinado, los miembros del joven cuerpo vencido por dulce fatiga, en incómoda postura, presentaban un aspecto conmovedor.
María Vasilievna se estremeció de ternura y envidia. La bordadora no volvió a conciliar el sueño, pero despertó a sus ayudantes una hora más tarde de lo que pensaba. Yacía inmóvil en la oscuridad. Miraba fijamente el techo oscuro como si allí, desde el pasado, surgieran visiones dispares a modo de fuegos fatuos. Por la mañana, la bordadora atormentó a Claudia tratándola de manera irregular. Tan prono se mostraba excesivamente cariñosa como era exigente hasta en los detalles más nimios. La muchacha se tragaba las lágrimas y respondía sin acierto. Faltaban cinco días para Navidad. La bordadora tenía la costumbre de distribuir, cuando llegaba ese límite, algunos regalos. A
Ksenofóntovna la obsequiaba con buena tela, de lana o semilana. A la aprendiza de turno le daba percal. A unos cuantos pobres de la parroquia les distribuía trapos viejos. Consideraba que, con buena voluntad, cinco días bastaban para hacerse un vestido nuevo y estrenarlo con motivo de las fiestas inmediatas.
Al anochecer se presentó un vecino tuerto. Era el que limpiaba el patio de la casa, el que traía agua y cortaba la leña. En casa de María Vasilievna no entraban más varones que este hombre tuerto y el pope. Claudia se alisó rápidamente los cabellos y levantó el cuerpo sobre la labor.
Ksenofóntovna miró de soslayo al recién llegado, y con ojos reanimados se quedó contemplando a la dueña.
María Vasilievna se sonrió bondadosa y entró en el dormitorio. Tomó los regalos para el aguador y para
Ksenofóntovna, mas se quedó pensativa ante el percal que había preparado para Claudia.
El primero en dar las gracias e inclinarse, avergonzado y torpe, fue el vecino. Después
Ksenofóntovna besó la mano de
María Vasilievna y, respetuosamente, le rozó también la mejilla con los labios. La bordadora se libró de los dos, sonriendo encantada. Regalar es agradable. Rejuvenecido el semblante, alargó a Claudia un trozo de tela.
-A ti, palomita, un corte de seda azul para una blusa. La falda la haremos con una de las mías.
Claudia, como en años anteriores, se inclinó ante la dueña hasta tocar el suelo, pero sus ojos brillaron de felicidad. Le temblaban las manos al tomar el regalo. La lisiada se emocionó. A cuenta suya, mandó hacer urgentemente una blusa fruncida, a la moda, con mangas abultadas.
Por Nochebuena, la vieja Trunova ayunó hasta la salida de la primera estrella. Después empezó a comer con fruición pan tierno, que tomaba con agua. El herrero, bebido, se durmió sobre la estufa con insólita tranquilidad. La vieja descansaba, satisfecha de haber acallado el hambre. Los pesados ronquidos del herrero alteraban el silencio. La mujer estaba acostumbrada y no los percibía. A su alrededor todo parecía sumido en beatífico sueño. Entró ruidosamente Claudia. La madre se sorprendió de la llegada de la hija. Luego las dos mujeres estuvieron largo rato examinando la blusa, palpando el tejido de seda, hablando en voz baja. El herrero se despertó y se puso a escuchar la conversación de las mujeres. Bajó de la estufa hinchado, desastrado, con los ojos enrojecidos, y dijo con voz ronca:
-¡Traperas! Mejor sería que esa bruja desdentada le buscase un marido a Claudia.
Salió con la zamarra puesta sólo por una manga. El inesperado consejo del marido le pareció de perlas a la mujer. Decidió hablar con la bordadora tutelar. Claudia pasó agradablemente los días de fiesta. El padre estaba de francachela por la ciudad, no alborotaba en la casa. Al atardecer, Claudia paseó con las jóvenes del barrio. Luego asistió a una velada. Iba bien vestida. Ahora la invitaban Los jóvenes no se recataban de cortejarla. De la fiesta volvió al amanecer, pero no pudo dormirse en seguida.
Le latía el corazón con fuerza. Numerosas inquietudes angustiaban a la muchacha. No había palabras con qué expresarlas. Se fundían en una sensación parecida al miedo que da el goce anticipado de la felicidad.
IV
Durante la noche de la Epifanía, en el escampado, cerca de la isba. se heló el herrero Trúnov. El día siguiente se presentó sombrío. Por la mañana, la mujer halló el encogido cuerpo de su marido espolvoreado de nieve limpia. El desconsuelo de la vieja sorprendió a todos los vecinos, niños y mayores. Lloraba a gritos, se arrastraba de rodillas sobre la nieve. Besó repetidas veces la cara sucia del borrachín. Lo abrazaba, no podía separarse de él. En vez de las lamentaciones de rigor, de su pecho salía un llanto entrecortado, semejante al grito del ánguila. Del entierro regresó a su casa sin fuerzas, indiferente a todo cuanto la rodeaba. Más tarde, sólo lograba reanimarse cuando pensaba en el casamiento de Claudia. A él se habían referido las últimas palabras del herrero. Ella las consideraba como expresión de la última voluntad de su marido.
Cerraron la isba de Trúnov. La madre se fue a vivir con su hija Elisabeta. Ayudaba en lo que podía, cuidaba de los pequeños, pero ya no estaba en condiciones de ganar nada lavando ropa. Se había encorvado. caminaba apoyándose en un bastón. Al yerno le disgustaba su presencia. La vieja únicamente salía del patio de la casa para ir a la iglesia a balbucear sus medrosos rezos y para iur a ver a Claudia, a casa de
María Vasilievna. La bordadora era amable, se compadecía de la vieja, que había quedado sin fuerzas. Charlaba de buena gana con ella. Sus conversaciones tenían una particularidad: hablaba la bordadora y Trunova asentía en todo. La lisiada no se cansaba de quejarse por su mala salud. De ahí que tanto Trunova como todos los que la rodeaban cada día estaban más convencidos de que la dueña no iba a vivir mucho tiempo.
La vieja Trunova había puesto los ojos en una familia poco numerosa y buien avenida, que estaba dispuesta a casar al hijo con Claudia si la bordadora ayudaba a los jóvenes a poner la casa. La vieja esperó mucho tiempo a que se le presentara un momento propicio, pero habló de su proyecto cuando menos esperaba y muy inoportunamente. Un día de fiesta, en marzo, cuando, a pesar de la nubosidad, se percibía ya el tibio hálito de la primavera, paseaban las dos mujeres por el patio. La dueña examinaba los desnudos árboles y los arbustos de bayas. Dijo, suspirando:
-Florecerán y darán fruto, pero yo no estaré. Han crecido para mí, que estoy sola en el mundo. ¿Quién las aprovechará, después?
La vieja Trunova se detuvo, agitó el bastón, tiró de la manga María Vasilievna y dijo:
-Bienhechora, reina mía, te estoy muy obligada. Casa a Claudia...
La dueña, de momento, no comprendió de qué se trataba. Se imaginó que era necesario apresurarse para poner a Claudia a salvo de un pecado de juventud, y que muy cerca, quizá tras el portal, esperaba ya algún pretendiente sin escrúpulos. Se puso a gritar, agitando las manos:
-Todas sois iguales, todas... Viciosas, egoístas. ¡Sólo pensáis en sacar tajada!
Cuando se enfurecía, su delicada voz se volvía fina y penetrante. Arrastrando con dificultad sus débiles piernas, se apresuró a entrar de nuevo en su casa, sin dejar de gritar.
Al atardecer, Claudia fue a buscar a su madre a casa de Elisabeta. La bordadora mandaba decirle que se estaba muriendo y que le rogaba fuera a verla inmediatamente para despedirse de ella.
María Vasilievna, realmente se sentía mal. Incluso guardó cama durante tres días, pero se rehizo. La vieja Trunova la atendía junto a la cama. La lisiada hablaba de los matrimonios desgraciados, de la carga delos muchos hijos, de las estrecheces, de las impúdicas costumbres de los hombres, y elogiaba a Claudia. Finalmente, declaró:
-Si tu hija no se casa hasta que yo muera y se conserva virgen, le dejaré la casa con el patio y todo lo que tiene. Que me cuide como si fuera de mi familia. No será por mucho tiempo.
María Vasilievna, siempre enfermiza, vivió todavía veinticinco años. Cada año se movía menos. El rostro se le hacía transparente; el cuerpo, más pesado. Cuidarla resultaba fatigoso. Más de una noche, la muchacha lloró con lágrimas de rabia, que no la consolaban. Decidía ir a buscar un trabajo libre a la mañana siguiente, pero nunca iba... Pensaba: "Me iré, se morirá y todos los años perdidos no me habrán servido para nada..."
La vieja Trunova falleció sin ver cumplidas sus ilusiones. Finalmente, Claudia enterró a la dueña con mucho respeto y rica pompa. En agosto del año mil novecientos dieciocho, Claudia Maxímovna Trunova entró en posesión de la casa. Había cumplido cuarenta y dos años. hacía mucho tiempo que en su barrio la llamaban la "novia ahumada". A los cuarenta años se le oscureció sensiblemente el rostro, se le formaron estrechas arrugas en la frente y junto a las comisuras de los labios, el cuerpo erguido se le encorvó levemente. Pero en la tímida sonrisa de sus pálidos labios, en su mirada, franca y limpia, se escondía una triste puerilidad que rejuvenecía a la doncella llegada a vieja. La nueva dueña del taller del bordado no tuvo suerte en el trabajo. Claudia Maxímovna pensaba a veces que la gente había dejado de creer que la vida podía ser larga. En vez de tela de lino, cada día se usaba batista para ropa interior. El bordado a mano, sólido, que exigía mucho trabajo y resultaba caro, se veía desplazado por los bordados hechos a máquina y por la vainica barata. Claudia adaptó la máquina de coser para el bordado y para la vainicas, pero este trabajo a máquina no le gustaba Quería casarse y ocuparse del hogar. Una vez en posesión de la herencia, no le faltaron pretendientes, nada despreciables, viudos de cierta edad. A
Claudia Maxímovna le desagradaban los rostros barbudos y preocupados, los movimientos calculados de las manos que ya no eran jóvenes. El cartero sin bigotes no había envejecido en sus sueños.
Claudia Maxímovna rechazó a los pretendientes. Un día, seleccionando trapos viejos para la familia de Elisabeta, sacó del baúl una blusa de seda azul. Esponjando las abundantes mangas que habían quedado aplastadas por el mucho tiempo de estar guardadas, se puso a meditar. En la casa estaban poniendo las contraventanas, con vistas al invierno. La sobrina de
Claudia Maxímovna lavaba los cristales y cantaba en voz baja y plácida una nueva canción.
La clarísima luz del sol otoñal iluminaba a la muchacha y al gato a rayas, acurrucado en una silla.
Claudia Maxímovna la llamó:
-Póliushka, mira, esto es lo primero que estrené...
La joven volvió la cabeza, apartando conel reverso de la mano los cabellos que le había caído sobre la cara, y se rió.
-¡Qué extravagantes eran esas modas antiguas!... Murka, por qué te pasas el día durmiendo? ¡Ah, malo, más que malo!...
Agarró al gato, lo apretó levemente, echó una mirada por la ventana, vio cómo revoloteaban las herrumbrosas hojas llevadas por el aire transparente y tomó el balde del suelo, diciendo:
-Voy a cambiar el agua...
Póliushka se dirigió hacia la puerta moviendo y levantando sus largas piernas, como si quisiera baila. Balanceaba la cabeza al ritmo de una música silenciosas que resonaba en su propio interior, y se sonreía con sonrisa tonta y graciosa.
Claudia Maxímovna miró hostilmente el cuerpo juvenil, apenas formado, y se puso a gritar:
-¡Tienes quince años y jugueteas como una pequeña! ¡Fuera de mi presencia, tonta, desgreñada!...
Dio un fuerte golpe con la tapa del baúl. Para que se le pasara un poco el mal humor, por la noche fue a hacerle compañía su hermana Elisabeta. Acostadas una al lado de la otra, en la cama, conversaron mucho rato. Claudia quería recordar la juventud. Pero Elisabeta se había olvidado de la suya. Recordaba, tan sólo, el dolor y la alegría que le proporcionaron los hijos, y pedía a Claudia regalos para ellos. Claudia se dio cuenta, de golpe, que ella tenía muy pocos recuerdos y que nada podía contar en alta voz. Dejó de escuchar a su hermana, pensando en su vida propia. Por cariño, por amo, no la tomará nadie. se casarán con ella por la herencia. Y a lo sumo podrá encontrar a algún viudo, ya con canas, que, si es buena persona, la tratará con afabilidad una vez sea su marido. Tiene el cuerpo seco y cansado; cuando hace mal tiempo, le duelen los huesos. Los cabellos se le vuelven blancos y le caen mucho. Claudia se puso a llorar. Para disimular sus sollozos, se sonó enojada, y tosió. Pero Elisabeta no oía nada. Se durmió de repente, con sueño profundo, como se duermen los niños y los viejos que son felices.
Pronto dejó de hablarse de matrimonio. En torno, la vida humana se hizo tan confusa e incierta como el bordado a máquina. La casa de
Claudia Maxímovna ya no interesaba a nadie. siguiendo el consejo de su cuñado, la vendió al primer comprador que se le presentó, por unos miles de rublos de nueva emisión. Le costó mucho abandonar el patio. Se quedó largo rato junto al portal, encorvada y secándose las lágrimas. Al atardecer, en casa de Elisabeta, que obsequiaba rumbosa y halagadora a la rica hermana,
Claudia Maxímovna se animó. Bebió un poco más de la cuenta. Sus oscuras mejillas transpiraron sudorosas y se cubrieron de manchas sonrosadas que ya nada tenían de jóvenes ni de hermosas. Riendo brevemente con risa chillona y tarda palabra, decía:
-¡Que haga Dios lo que quiera con las casitas y los huertos! Ahora no dan más que quebraderos de cabeza. Con lo que tengo, mientras viva, siempre podré pagaros el pedazo de pan que me coma. Además, dicen que las nuevas leyes obligan a mantener a los viejos sin hijos. ¿Eh? Obligarán a Piotr. Tendrá que mantener a su tía. ¿Eh?
Piotr, muchacho de diecisiete años, botones del juzgado, orgulloso por su conocimiento de las leyes, se puso a explicar circunstancialmente:
-Verá usted, en primer lugar, nosotros estamos obligados a mantener a la madre que nos ha traído al mundo...
Claudia Maxímovna bajó la cabeza, de escasos cabellos, dejó caer amargamente, entre las rodillas, las manos enlazadas, rompió en llanto, y repitió, ebria:
-¿A la madre que nos ha traído al mundo?...
1933.
Foto de Lidia Seifulina: https://s3-us-west-2.amazonaws.com/find-a-grave-prod/photos/2012/207/94224234_134333054998.jpg
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