KONSTANTIN ANDRÉIEVICH TRÉNEV (EL CUMPLEAÑOS DE MITIA)
Bashkéievka (Járkov), 1870-Moscú, 1945
Konstantin Andrévich Trénev, nace en en1870, de padres campesinos, antiguos siervos de la gleba. Muere en 1945. Durante su infancia y adolescencia, sufre muchas penalidades. Entre 1896 y 1899, estudia en el seminario eclesi´stico de Nov ocherkassk; en 1903 acaba simultáneamente la Academia eclesiástica y el Instituto de Arqueología de Petersburgo. Se hace maestro de escuela, profesión a la que se dedica durante muchos años. Colabora en periódicos y revistas. En 1898 publica su primer relato ("En la feria"), y en 1915 la colección de cuentos y narraciones, titulada "El soberano". En esta época, Trénev dedica sus relatos, fundamentalmente, a la vida campesina. Ello le lleva, más tarde, a cursar estudios universitarios de agricultura, que termina en 1921, pues "un escritor que trata en sus obras de la vida campesina, ha de poseer conocimientos sólidos de agronomía". Gorki - de quien es amigo - ejerce sobre él una influencia decisiva.
Iván Dmítrievich trabaja en unas oficinas donde casi siempre se oye ruido. Todo el día están llenas de público. Los visitantes a menudo alborotan, Ivan Dmítrievich, que sufre del corazón, apenas lo resiste. Su mesa se encuentra junto a una ventana por la que se divisa una amplia perspectiva invernal.: la plaza, cubierta de nieve, que termina en brusca pendiente sobre el anchuroso río;: el gran cauce de agua, dormido bajo el manto níveo, ribeteado por los juncos que quedan sumergidos en la época de las grandes crecidas; el bosque cuya mancha sombreada empieza cuando se terminan los juncos que quedan sumergidos en la época de las grandes crecidas; el bosque, cuya mancha sombreada empieza cuando se terminan los juncos.
Hoy es necesario acabar un trabajo urgente y de responsabilidad, relacionado con la movilización. Ayer se reunió la comisión de abastos. Mañana hay que rendir cuentas de lo hecho durante la campaña de la leña. Pero hace tres días que Iván Dmíetrievich recibió la notificación de que Mitia, su hijo único, había muerto.
He aquí lo que ocurrió ese día fatal. Iván Dmíetrievich tomó y abrió maquinalmente el sobre que contenía la noticia. Le había llegado junto conla correspondencia de la oficina. Cuando empezó a leer aquella hojita, las letras, de golpe, se le pusieron rojas. En aquel momento había mucho ruido en la oficina. Un hombre, tocado con un sombrero llamativo, armaba un escándalo a una de las empleadas. De pronto se hizo el silencio y el sombrero llamativo desapareció.
Iván Dmíetrievich se sobrepuso a la tremenda impresión y las coss recobraron su habitual aspecto. Poco a poco el ruido volvió a surgir en la estancia.
Nadie se fijó en Iván Dmíetrievich. Todos los presentes estaban ocupados en sus respectivos quehaceres. Alguien se le acercó pra pedir unos datos. El consultó un libro y facilitó la información requerida. Qué raro: no senotaba ningúncambio ni en la gente ni en la estancia. Delante tenía la pared verde-oscura de siempre, con algunas manchas, y a la derecha, la misma ventana cubierta de escarcha helada.
De golpe le asaltó un dolor insoportable. Iván Dmíetrievich levantó poco a poco la cabeza, gimiendo en voz baja, y clavó la mirada en el techo. Iezhov, jefe de la sección de personal, se le acercó y le dijo algo. Iván Dmíetrievich no le oyó, y el otro, hombre de jovialidad hasta impertinente, hizo un guiño y exclamó en alta voz:
-¿Soñando despierto a María Nikoláievna? ¿Con quién? ¿Con Shmárina, quizá? ¡Se lo contaré a María Nikoláievna, ya verá!
Iezhov prorrumpió en una carcajada, a la vez que daba un leve golpecito al costado de su compañero de oficina.
Iván Dmíetrievich puso en élla mirada. María Nikoláievna... ¡Oh, sí, cómo decírselo a ella!
Hacía unos días, en vísperas de año nuevo, se había puesto enferma y sólo ayer se había reincorporado a su trabajo. Hacía tiempo que los dos vivían inquietos, sin decírselo uno al otro: no recibían carta de Mitia, no la han recibido aún. Y se está acercando una fecha memorable: dentro de una semana Mitia cumplirá los veinte años.
Veinte años... El día del cumpleaños de Mitia es elmás querido y el más alegre del año. Para conmemorarlo, los tres se preparaban conmucha anticipación. Los padres cuidaban de la cena, coninvitados; ponían mucho esmero en hacer el pastel y en elegir el regalo de cumpleaños. Mitia, a su vez, siempre les reservaba a cada uno una pequeña sorpresa. Ya es elsegundo año que han de conmemorar este día sin el hijo. El último, sin embargo, él se las arregló de tal modo que cuando sus padres e invitados se sentaron a la mesa, al lado del pastel había una carta recibida el día anterior. Naturalmente, la carta se leyó en voz alta varias veces, ya porque venía a cuento, ya porque llegaba un nuevo invitado.
Kiril Ilich, el viejo ymejor amigo de Iván Dmíetrievich, escuchó repetidas veces la lectura de la carta, en silencio, mientas se pasaba la mano por los grandes bigotes, casi limpios de canas, y con los dedos secaba alguna que otra lágrima que se le asomaba a los ojos, salientes y enojados. Luego miraba desconcertado la mesa, por ver si podía romper algo que diera suerte. Tenía la costumbre de expresar de este modo su sincera alegría desde que se celebraban los cumpleaños de Mitia. Ese día, empero, no se atrevió: la vajilla escaseaba.
También ahora María Nikoláievna se prepara pensando en la fecha memorable. Y espera inquieta, que llegue carta.
Iván Dmíetrievich echa una mirada al reloj de pared: son las dos. Dentro de tres horas regresará a su casa. María Nikoláievna ya le estará esperando para comer. Entrará él y será como si le diera una puñalada...
Cobró alientos y siguió trabajando. De nuevo levantó la vista y miró el reloj: eran las cuatro. El tiempo vuela a una velocidad aterradora.
Acaba la jornada. ¿No habrá manera de prolongarla?... ¿No habrá, después, ninguna reunión? Se ha terminado el día de trabajo y no hay reuniones. Sus compañeros de oficina se van y le dejan solo en aquel momento terrible. Iván Dmíetrievich se demora en la oficina cuanto puede.
Se ha quedado solo. Se levanta y cae en seguida abatido, con la cabeza sobre la mesa, llorando amargamente.
Es el último en salir, y seencamina hacia su casa. Tiene que pasar por delante del parque municipal, con los bancos medio sepultados por la nieve y con las puertas del teatro de verano cerradas.
Iván Dmíetrievich entró al parque y se dirigió a la plazoleta donde los bancos estaban sólo espolvoreados d enieve, pues los habían limpiado hacía poco. Se sentó en uno de ellos y miró en torno. ¡Dios del cielo, cuán conocido y entrañable era todo aquello! En uno de los bancos, algo inclinado ya, se había declarado a María Nikoláievna. Los castaños, entonces, habian florecido congrandes racimos blancos a modo de candelabros encendidos en su honor. Se percibía el dulce aroma de las flores y el fresco hálito del río. Luego, en el mismo banco en que está ahora sentado, bajo el tilo, estuvieron sentados los dos muchas veces, y a su lado tenían el cochecito de Mitia. Volaronlos años. Mitia corrió por ahí de niño y paseó de mayor... Era alto, esbelto, de mirada distraída, ligeramente triste.
La vida ha transcurrido como debía transcurrir, año tras año, y cada año los árboles han cambiado su follaje. Se han cambiado, también, los modestos afanes y los sueños. No hace mucho todavía, en verano, al pasar por el parque, Iván Dmíetrievich recordó todo cuanto le ligaba con él, y de pronto, enternecido, de nuevo se puso a soñar: terminará la guerra y su Mitia, lomismo que él en otro tiempo, paseará por esta avenida con su amada. De nuevo habrá un cochecito bajo este mismo tilo umbroso y otra vez él y María Nikoláievna se sentarán cerca del cochecito contemplando radiantes cómo se agitan otras manitas y otros piececitos. La vida de los dos, transportada a otra vida, infinitamente entrañable, no correrá ya cual corriente impetuosa y centelleante, sino profunda y gozosa. Ahora, de pronto, todo se ha quebrado... Se ha agotado el caudal, se ha secado el cauce, y todo ha muerto en torno. Pronto llegará a su casa y con él entrará la muerte, que penetrará en el corazón de su mujer. ¿Para qué?
Iván Dmíetrievich sabe hasta qué punto ella es capaz de hacer frente al dolor, escondiéndolo en el corazón y hallando incluso palabras de consuelo y valor.
Siempre había sido así, y también lo era esta vez. Inquietos los dos por el largo silencio de Mitia, ella dijo hace unos días:
-Qué quieres, hay familias que se pasan años sin recibir carta y otras que no reciben nunca. Esto no depende de nuestra voluntad... Contra lo que tenga que ocurrir no hay manera de oponerse.
La verdad, tales palabra de consuelo no gustaron mucho, entonces, a Iván Dmíetrievich , aunque en parte eran perdonables: María Nikoláievna no se había restablecido aún de su reciente enfermedad.
Hoy por la mañana, al separarse para ir al trabajo, cambiaron algunas palabras acerca de la conmemoración del cumpleaños de Mitia, y, contra lo que siempre les ocurría, no se pusieron de acuerdo acerca de un punto. Por lo común, ese día tenían invitados. Ahora María Nikoláievna no quería invitar a nadie: los tiempos no son apropiados. Iván Dmíetrievich era de otra opinión: precisamente en los tiempos actuales hace falta dar descanso al alma aunque sólo sea entre las personas más allegadas. Pero María Nikoláievna aún no está del todo restablecida, no puede ocuparse de los preparativos, Iván Dmíetrievich ha tenido que ceder. Han convenido en llamar sólo a Kiril Ilich.
Iván Dmíetrievich no permaneció mucho tiempo enel banco, pero al salir del parque y dar la vuelta hacia la calle de su casa, sintió que entre la mañana –cuando él, camino de su oficina, había pasado por delante del parque en cuya puerta se veían aún jirones de viejos carteles- y este momento, había transcurrido un tiempo enormemente largo y fatal. Sentado en el banco había envejecido como si hubieran pasado muchos años.
Para llegar a su casa tenía que cruzar varias manzanas. Siempre recorría el camino sin darse cuenta. Ahora esto le resultaba inesperadamente difícil y complicado. La manera de andar no parecía la suya, tropezaba, se detuvo varias veces, respirando con dificultad, como si llevara un peso superior a sus fuerzas. Los transeúntes le miraban extrañados. Cuando, desde una esquina, vio la casita parda, con tres ventanas, rodeada por una pequeña valla, tras la cual se asomaban los gorros blancos de losmanzanos que él había plantado hacía tiempo, decidió: hoy no tengo que decirle nada... Quizá mañana, y mejor aún después del día del cumpleaños. No hay que arrebatárselo, este día. Luego, si vivimos, ya se verá. Que le quede en la vida por lo menos un día luminoso, aunque no sea más que la sombra de un día feliz. Para decírselo, sobrará tiempo, no hay prisa. No hay que decirlo siquiera a Kiril Ilich: es un hombre impresionable, se traicionaría.
La insoportable carga se hizo en seguida más leve, e Iván Dmíetrievich entró en su casa incluso un poco animado, de modo que hasta pudo mirar el semblante pálido y afilado de María Nikoláievna. Pero entonces sintió una dolorosa punzada en el corazón y quedó sorprendido al darse cuenta de lo mucho que ella había adelgazado y envejecido. Incluso los ojos azules, siempre brillantes, se le habían apagado. ¿Cómo no lo había advertido antes? Antes de la enfermedad este cambio no saltaba tanto a la vista, Y aun había tomado, ella, trabajo de noche. Comió rápidamente más se acercaba el del cumpleaños de Mitia, tanto más indudable resultaba para Iván Dmíetrievich qeu aquel sería el más difícil de su vida. Tnato, que no sabía cómo podría soportarlo. ¿De qué modo iba a levantar la copa y brindar por la salud de Mitia?... ¿De dónde iba a sacar fuerzas?...
Pensaba que para aquel día el dolor se le habría calmado algo, pero en vez de calmarse se le hace cada vez más agudo. ¿Quizá porque no lo comparte con nadie? Es insportable callar cuando el dolor nos impele a gritar a los cuatro vientos... Si pudiera cargar sobre alguien una parte de ese fardo abrumador... Al atardecer se fue acasa de Kiril Ilich. Durante largo rato lloraron los dos hombres en silencio en una habitación solitaria. Kiril Ilich creyó acertado no hacer partícipe de la pena a la madre, antes de la fiesta de Mitia.
¡No hay prisa!
Sobre la mesa de Kiril Ilich había una foto de Mitia.
-¡Es el vivo retrato de su madre! – dijo Iván Dmíetrievich sonriendo amargamente-. Dicen que si el hijo se parece a la madre será feliz.
-No lo he oído decir –repuso Kiril Ilich enojado, abriendo mucho los ojos-, no lo sé; pero si el hijo se parece a una madre como María Nikoláievna, los padres puede estar satisfechos, esto es para ellos una gran felicidad. Me consta. –Se sonó, enojado, y prosiguió-: ¿Acaso no se parecía a ti? Nunca decía una mentira.
-Esto ya le viene de la infancia – respondió en voz baja Iván Dmíetrievich
-Porque lo educasteis bien – continuó Kiril Ilich.
-No sabemos quién a educado a quién. A veces no nos dominábamos y al hacer algún comentario sobre las cosas de la vida inventábamos alguna patraña. El levantaba del libro la mirada severa de estos ojos suyos y hasta nos ruborizábamos, como si fuéramos niños de la escuela. Pensaba mucho en sus cosas. A menudo me venían ganas de preguntarle: “¿En qué estás pensando tanto tiempo?” Era muy cariñoso. Sobre todo con su madre. Intimaba más con ella, pero tampoco con ella hablaba mucho de sí. Quería la ciencia, siempre hablaba mucho del alma del pueblo, pero de su propia alma hablaba muy poco.
-Qué falta hacía hablar de su alma –dijo Kiril Ilich-. Sin palabras se ve mejor
Iván Dmíetrievich estuvo largo rato contemplando el retrato en silencio.
El hijo tenía los ojos muy abiertos y los labios apretados: nunca volverían a pronunciar una palabra. Nunca sabría, el padre, en qué pensaba y con qué soñaba su hijo.
El día del cumpleaños se iba acercando. Tendrían que celebrarlo sin descubrir un secreto terrible. Iván Dmíetrievich nunca había tenido secretos para su mujer... ¡Cuánto daría él para que ese día espantoso no llegara tan pronto! Pero llegó con extraordinaria rapidez.
Por la mañana Iván Dmíetrievich y María Nikoláievna se felicitaron tiernamente conmovidos de la fecha memorable. Presurosos cada uno se fue a su trabajo. La primera prueba dolorosa había cabado felizmente. Verdad es que en los ojos hundidos de María Nikoláievna no había el gozo de otras veces –la carta conmemorativa no había llegado aún-, pero no dejó de percibirse en ellos una mirada acariciadora, solemne, aunque triste.
Cuando se apagó la breve luz del día invernal y llegó la hora más difícil, al atardecer, Iván Dmíetrievich pasó a buscar a KirilIlich: sentía que él solo no tendría fuerzas para entrar en su hogar y sentarse a la mesa como endía de fiesta.
Llegaron a la casa. Iván Dmíetrievich felicitó de nuevo a su mujer y rozó con sus labios los pálidos labios de ella.
Kiril Ilich hizo patente su felicitación, entregó un ramo de flores y se apresuró a hablar del invierno, que se presentaba bueno, de singular dulzura.
-Como suele decirse, buen invierno para los desamparados...
Le disgustó haber dicho estas palabras. Carraspeó, frunció el ceño y sentó a la mesa.
Bebieron a la salud del que cumplía los años, por la patria ypor la victoria. También en este punto salieron del paso. Habríase dicho que todo se desarrollaba como el año anterior. Sobre la mesa brillaba la lámpara, cubierta por la vieja pantalla de color azul; la habitación estaba cruzada de parte a parte por la estrecha alfombra de los días de fiesta. Ante el retrato de Mitia había un ramito de flores. La noche era clara y la luz de la luna atravesaba las cortinas de muselina y alumbraba elsuelo.
Sentados a lamesa, conversaban apaciblemente, y daba la casualidad de que casi no hablaban de Mitia. Iván Dmíetrievich a menudo se levantaba para ayudar a su esposa.
Una vez puso el pie en la franja de la alfombra iluminada por la luz de la luna. De repente lanzó un grito de dolor, y doblándose como si hubiera recibido un golpe en el pecho, se dejó caer en la silla que tenía más cerca. La mujer y el huésped corrieron en su ayuda, y él cubriéndose la cara con las manos y moviendo la cabeza, se puso a llorar como un niño, a la vez que balbuceaba lastimeramente:
-No tenemos a Mitia, no lo tendremos más... No pasará por la alfombra.
Se recobró en seguida y, sobreponiéndose al dolor que le oprímia el pecho, comenzó a tranquilizar a María Nikoláievna. Pero ella ya estaba allí con una copita de medicina, sin secarse las lágrimas que le corrían por las mejillas hundidas, marchitas, y murmuraba cariñosa:
-Basta, Iván, basta.
Kiril Ilich, de pie junto a la ventana, contemplaba enojado los montículos de la ciudad y se secaba los mostachos que las lágrimas le humedecían.
Iván Dmíetrievich dijo quedamente:
-Hace ya una semana que he recibido... no he podido...
María Nikoláievna callaba. Luego sacó del fondo de la cómoda una carta, dentro de unsobre abierto.
-Toma – dijo – la carta de Mitia... es la última. La recibí en vísperas de año nuevo. Me mandó leértela después... Aquí está todo escrito.
Iván Dmíetrievich tomó la carta y quiso leerla, pero le temblaban las manos de tal modo que la pasó a Kiril Ilich. Este se puso los lentes y empezó a leer en voz alta. Leía de manera muy desigual: algunos párrafos con voz clara, firme, y en otros lugares las palabras se le confundían, ahogadas por un sollozo. Entonces sacudía la cabeza plateada, se limpiaba los lentes, y de nuevo volvía a leer en voz alta, inteligible, incluso en tono un poco irritado.
“Mi querida mamá: Lee primero esta carta sola. Más adelante diré por qué. Te escribo durante los días luminosos de nuestras victorias. Ahora el sol contempla, alegre, el pabellón en que me encuentro. En torno mío todo es blanco: las paredes, el techo, las camas y las batas. Al otro lado de las ventanas, también: sobre la blancura de los tejados serpentea y se escapa al cielo un humo blanco. No sé por qué, hoy, desde la mañana, recuerdo las flores blancas delos manzanos de nuestro jardín. El humo ligero, formando alegres remolinos, se eleva ahora al cielo... ¿Por qué digo esto? Porque hablo de la vida y de la muerte.
“Hace más de un año que trabajo en el campo de la muerte. Muchas veces le he salido al encuentro... Nos hemos encontrado, y ya no nos separaremos. Escribiré un poco, ella me mete prisa. Y con poca hilación: ella me estorba. Pero de lamuerte hablaremos más adelante. Hablemos, madrecita, de lo vivo, de la vida.
“Yo tenía muchas ilusiones. Sé que aun recorriendo el camino más lardo de los que se dan al hombre, nol habría llevado a cabo ni una pequeña parte d emis sueños. Me esperaban fracasos y amargas decepciones por mí mismo y por los demás. Tú y papá sabéis cuán exigente era yo hacia mí y hacia las otras personas.
“Pero seguramente desconocíais cuál era mi ilusión más íntima: llegar a realizar una acción de tal naturaleza que mi hombre fuera pronunciado con agradecimiento en nuestro país. Pues bien, he llevado a cabo una hazaña por la que la patria me estimará y bendecirá mi nombre después de mimuerte.
“Padres mios, no escribro esto para consolaros. Esta carta es la confesión de mi corazón amantísimo, que pronto dejará de latir. Pero sus ultimos latidos estarán colmados de una felicidad enorme, como el sol, por vosotros y por nuestra patria.
“Sé, padres míos, cuán dolorosa es la amargura que os inunda. Me da miedo el corazón de papá, y por esto te escrito a ti primero, que eres más fuerte: prepáralo a él. Me lloraréis largo tiempo y dolorosamente, me echaréis demenos. No os dejéis abatir por el dolor, padres míos, entrañablemente queridos.
“Os darán detalles de mi hazaña, os indicarán con exactitud dónde se encontrará mi tumba. Pronto acudiréis a visitarla. Llorar sobre la tumba del hijo es un triste derecho de todos los padres, pero alegrarse y enorgullecerse por ella es un alto derecho de los elegidos.
“He querido con toda el alma mi tierra natal, las maravillosas aguas de nuestros ríos y las hierbecillas más insignificantes que en la tierra crecen. He sellado este amor con la sangre que vosotros me habéis dado. ¡Cuántas cosas quisiera decir aún! Pero ya me es difícil. Descansaré.
“Ya he descansado. La enfermera quería llevárseme la tinta, pero se ha turbado y me la ha devuelto.
“Todavía hablaré un poco con vosotros. Pronto oscurecerá. Cuando llegue el crepúsculo pensaré sólo en vosotros. Me represento muy vivamente todo cuanto os rodea. La estufa de azulejos, tus flores preferidas, el viejo diván con el respaldo combado. ¡Cuánto me gustaba esperar en él a que oscureciera, a tu lado, en la aurora de la vida!... Y otra cosa: se acerca el día de mi cumpleaños. Sé que llegará mucho antes el día de mi muerte. Pero no se lo digas a papá hasta después que haya pasado el día de mi fiesta, mamá, Que le quede un día más de la alegría de antaño. Que lo pase aún conmigo, como si viviera. Y tú, mamá, en este día que antes era de fiesta, para la familia, no olvides que tu hijo está mortalmente herido, pero lo está también el enemigo. Dejo a la patria chorreando sangre, profundamente herida. No me está reservada la felicidad de ver la nueva vida conquistada. Peo se me ha concedido una felicidad mayor: dar por ella mi propia vida.
“Adiós, padres míos. Transmitid mi saludo de despedida nuestros amigos y en primer lugar a nuestro fiel...”
Iril Ilich no pudo continuar. Acabó la lectura Iván Dmíetrievich María Nikoláievna.
-Ya ha llegado nuestro Mitia –dijo mientras guardaba la carta-. Ahora para siempre... ya no nos separaremos jamás.
La luna se fue. Se acabó el día del cumpleaños de Mitia. Pero la noche invernal todavía era larga, y los tres continuaron sentados, hablando en voz baja, como si temieran despertar a alguien, y así, sin acostarse, recibieron la mañana.
1943.
Iván Dmíetrievich se sobrepuso a la tremenda impresión y las coss recobraron su habitual aspecto. Poco a poco el ruido volvió a surgir en la estancia.
Nadie se fijó en Iván Dmíetrievich. Todos los presentes estaban ocupados en sus respectivos quehaceres. Alguien se le acercó pra pedir unos datos. El consultó un libro y facilitó la información requerida. Qué raro: no senotaba ningúncambio ni en la gente ni en la estancia. Delante tenía la pared verde-oscura de siempre, con algunas manchas, y a la derecha, la misma ventana cubierta de escarcha helada.
De golpe le asaltó un dolor insoportable. Iván Dmíetrievich levantó poco a poco la cabeza, gimiendo en voz baja, y clavó la mirada en el techo. Iezhov, jefe de la sección de personal, se le acercó y le dijo algo. Iván Dmíetrievich no le oyó, y el otro, hombre de jovialidad hasta impertinente, hizo un guiño y exclamó en alta voz:
-¿Soñando despierto a María Nikoláievna? ¿Con quién? ¿Con Shmárina, quizá? ¡Se lo contaré a María Nikoláievna, ya verá!
Iezhov prorrumpió en una carcajada, a la vez que daba un leve golpecito al costado de su compañero de oficina.
Iván Dmíetrievich puso en élla mirada. María Nikoláievna... ¡Oh, sí, cómo decírselo a ella!
Hacía unos días, en vísperas de año nuevo, se había puesto enferma y sólo ayer se había reincorporado a su trabajo. Hacía tiempo que los dos vivían inquietos, sin decírselo uno al otro: no recibían carta de Mitia, no la han recibido aún. Y se está acercando una fecha memorable: dentro de una semana Mitia cumplirá los veinte años.
Veinte años... El día del cumpleaños de Mitia es elmás querido y el más alegre del año. Para conmemorarlo, los tres se preparaban conmucha anticipación. Los padres cuidaban de la cena, coninvitados; ponían mucho esmero en hacer el pastel y en elegir el regalo de cumpleaños. Mitia, a su vez, siempre les reservaba a cada uno una pequeña sorpresa. Ya es elsegundo año que han de conmemorar este día sin el hijo. El último, sin embargo, él se las arregló de tal modo que cuando sus padres e invitados se sentaron a la mesa, al lado del pastel había una carta recibida el día anterior. Naturalmente, la carta se leyó en voz alta varias veces, ya porque venía a cuento, ya porque llegaba un nuevo invitado.
Kiril Ilich, el viejo ymejor amigo de Iván Dmíetrievich, escuchó repetidas veces la lectura de la carta, en silencio, mientas se pasaba la mano por los grandes bigotes, casi limpios de canas, y con los dedos secaba alguna que otra lágrima que se le asomaba a los ojos, salientes y enojados. Luego miraba desconcertado la mesa, por ver si podía romper algo que diera suerte. Tenía la costumbre de expresar de este modo su sincera alegría desde que se celebraban los cumpleaños de Mitia. Ese día, empero, no se atrevió: la vajilla escaseaba.
También ahora María Nikoláievna se prepara pensando en la fecha memorable. Y espera inquieta, que llegue carta.
Iván Dmíetrievich echa una mirada al reloj de pared: son las dos. Dentro de tres horas regresará a su casa. María Nikoláievna ya le estará esperando para comer. Entrará él y será como si le diera una puñalada...
Cobró alientos y siguió trabajando. De nuevo levantó la vista y miró el reloj: eran las cuatro. El tiempo vuela a una velocidad aterradora.
Acaba la jornada. ¿No habrá manera de prolongarla?... ¿No habrá, después, ninguna reunión? Se ha terminado el día de trabajo y no hay reuniones. Sus compañeros de oficina se van y le dejan solo en aquel momento terrible. Iván Dmíetrievich se demora en la oficina cuanto puede.
Se ha quedado solo. Se levanta y cae en seguida abatido, con la cabeza sobre la mesa, llorando amargamente.
Es el último en salir, y seencamina hacia su casa. Tiene que pasar por delante del parque municipal, con los bancos medio sepultados por la nieve y con las puertas del teatro de verano cerradas.
Iván Dmíetrievich entró al parque y se dirigió a la plazoleta donde los bancos estaban sólo espolvoreados d enieve, pues los habían limpiado hacía poco. Se sentó en uno de ellos y miró en torno. ¡Dios del cielo, cuán conocido y entrañable era todo aquello! En uno de los bancos, algo inclinado ya, se había declarado a María Nikoláievna. Los castaños, entonces, habian florecido congrandes racimos blancos a modo de candelabros encendidos en su honor. Se percibía el dulce aroma de las flores y el fresco hálito del río. Luego, en el mismo banco en que está ahora sentado, bajo el tilo, estuvieron sentados los dos muchas veces, y a su lado tenían el cochecito de Mitia. Volaronlos años. Mitia corrió por ahí de niño y paseó de mayor... Era alto, esbelto, de mirada distraída, ligeramente triste.
La vida ha transcurrido como debía transcurrir, año tras año, y cada año los árboles han cambiado su follaje. Se han cambiado, también, los modestos afanes y los sueños. No hace mucho todavía, en verano, al pasar por el parque, Iván Dmíetrievich recordó todo cuanto le ligaba con él, y de pronto, enternecido, de nuevo se puso a soñar: terminará la guerra y su Mitia, lomismo que él en otro tiempo, paseará por esta avenida con su amada. De nuevo habrá un cochecito bajo este mismo tilo umbroso y otra vez él y María Nikoláievna se sentarán cerca del cochecito contemplando radiantes cómo se agitan otras manitas y otros piececitos. La vida de los dos, transportada a otra vida, infinitamente entrañable, no correrá ya cual corriente impetuosa y centelleante, sino profunda y gozosa. Ahora, de pronto, todo se ha quebrado... Se ha agotado el caudal, se ha secado el cauce, y todo ha muerto en torno. Pronto llegará a su casa y con él entrará la muerte, que penetrará en el corazón de su mujer. ¿Para qué?
Iván Dmíetrievich sabe hasta qué punto ella es capaz de hacer frente al dolor, escondiéndolo en el corazón y hallando incluso palabras de consuelo y valor.
Siempre había sido así, y también lo era esta vez. Inquietos los dos por el largo silencio de Mitia, ella dijo hace unos días:
-Qué quieres, hay familias que se pasan años sin recibir carta y otras que no reciben nunca. Esto no depende de nuestra voluntad... Contra lo que tenga que ocurrir no hay manera de oponerse.
La verdad, tales palabra de consuelo no gustaron mucho, entonces, a Iván Dmíetrievich , aunque en parte eran perdonables: María Nikoláievna no se había restablecido aún de su reciente enfermedad.
Hoy por la mañana, al separarse para ir al trabajo, cambiaron algunas palabras acerca de la conmemoración del cumpleaños de Mitia, y, contra lo que siempre les ocurría, no se pusieron de acuerdo acerca de un punto. Por lo común, ese día tenían invitados. Ahora María Nikoláievna no quería invitar a nadie: los tiempos no son apropiados. Iván Dmíetrievich era de otra opinión: precisamente en los tiempos actuales hace falta dar descanso al alma aunque sólo sea entre las personas más allegadas. Pero María Nikoláievna aún no está del todo restablecida, no puede ocuparse de los preparativos, Iván Dmíetrievich ha tenido que ceder. Han convenido en llamar sólo a Kiril Ilich.
Iván Dmíetrievich no permaneció mucho tiempo enel banco, pero al salir del parque y dar la vuelta hacia la calle de su casa, sintió que entre la mañana –cuando él, camino de su oficina, había pasado por delante del parque en cuya puerta se veían aún jirones de viejos carteles- y este momento, había transcurrido un tiempo enormemente largo y fatal. Sentado en el banco había envejecido como si hubieran pasado muchos años.
Para llegar a su casa tenía que cruzar varias manzanas. Siempre recorría el camino sin darse cuenta. Ahora esto le resultaba inesperadamente difícil y complicado. La manera de andar no parecía la suya, tropezaba, se detuvo varias veces, respirando con dificultad, como si llevara un peso superior a sus fuerzas. Los transeúntes le miraban extrañados. Cuando, desde una esquina, vio la casita parda, con tres ventanas, rodeada por una pequeña valla, tras la cual se asomaban los gorros blancos de losmanzanos que él había plantado hacía tiempo, decidió: hoy no tengo que decirle nada... Quizá mañana, y mejor aún después del día del cumpleaños. No hay que arrebatárselo, este día. Luego, si vivimos, ya se verá. Que le quede en la vida por lo menos un día luminoso, aunque no sea más que la sombra de un día feliz. Para decírselo, sobrará tiempo, no hay prisa. No hay que decirlo siquiera a Kiril Ilich: es un hombre impresionable, se traicionaría.
La insoportable carga se hizo en seguida más leve, e Iván Dmíetrievich entró en su casa incluso un poco animado, de modo que hasta pudo mirar el semblante pálido y afilado de María Nikoláievna. Pero entonces sintió una dolorosa punzada en el corazón y quedó sorprendido al darse cuenta de lo mucho que ella había adelgazado y envejecido. Incluso los ojos azules, siempre brillantes, se le habían apagado. ¿Cómo no lo había advertido antes? Antes de la enfermedad este cambio no saltaba tanto a la vista, Y aun había tomado, ella, trabajo de noche. Comió rápidamente más se acercaba el del cumpleaños de Mitia, tanto más indudable resultaba para Iván Dmíetrievich qeu aquel sería el más difícil de su vida. Tnato, que no sabía cómo podría soportarlo. ¿De qué modo iba a levantar la copa y brindar por la salud de Mitia?... ¿De dónde iba a sacar fuerzas?...
Pensaba que para aquel día el dolor se le habría calmado algo, pero en vez de calmarse se le hace cada vez más agudo. ¿Quizá porque no lo comparte con nadie? Es insportable callar cuando el dolor nos impele a gritar a los cuatro vientos... Si pudiera cargar sobre alguien una parte de ese fardo abrumador... Al atardecer se fue acasa de Kiril Ilich. Durante largo rato lloraron los dos hombres en silencio en una habitación solitaria. Kiril Ilich creyó acertado no hacer partícipe de la pena a la madre, antes de la fiesta de Mitia.
¡No hay prisa!
Sobre la mesa de Kiril Ilich había una foto de Mitia.
-¡Es el vivo retrato de su madre! – dijo Iván Dmíetrievich sonriendo amargamente-. Dicen que si el hijo se parece a la madre será feliz.
-No lo he oído decir –repuso Kiril Ilich enojado, abriendo mucho los ojos-, no lo sé; pero si el hijo se parece a una madre como María Nikoláievna, los padres puede estar satisfechos, esto es para ellos una gran felicidad. Me consta. –Se sonó, enojado, y prosiguió-: ¿Acaso no se parecía a ti? Nunca decía una mentira.
-Esto ya le viene de la infancia – respondió en voz baja Iván Dmíetrievich
-Porque lo educasteis bien – continuó Kiril Ilich.
-No sabemos quién a educado a quién. A veces no nos dominábamos y al hacer algún comentario sobre las cosas de la vida inventábamos alguna patraña. El levantaba del libro la mirada severa de estos ojos suyos y hasta nos ruborizábamos, como si fuéramos niños de la escuela. Pensaba mucho en sus cosas. A menudo me venían ganas de preguntarle: “¿En qué estás pensando tanto tiempo?” Era muy cariñoso. Sobre todo con su madre. Intimaba más con ella, pero tampoco con ella hablaba mucho de sí. Quería la ciencia, siempre hablaba mucho del alma del pueblo, pero de su propia alma hablaba muy poco.
-Qué falta hacía hablar de su alma –dijo Kiril Ilich-. Sin palabras se ve mejor
Iván Dmíetrievich estuvo largo rato contemplando el retrato en silencio.
El hijo tenía los ojos muy abiertos y los labios apretados: nunca volverían a pronunciar una palabra. Nunca sabría, el padre, en qué pensaba y con qué soñaba su hijo.
El día del cumpleaños se iba acercando. Tendrían que celebrarlo sin descubrir un secreto terrible. Iván Dmíetrievich nunca había tenido secretos para su mujer... ¡Cuánto daría él para que ese día espantoso no llegara tan pronto! Pero llegó con extraordinaria rapidez.
Por la mañana Iván Dmíetrievich y María Nikoláievna se felicitaron tiernamente conmovidos de la fecha memorable. Presurosos cada uno se fue a su trabajo. La primera prueba dolorosa había cabado felizmente. Verdad es que en los ojos hundidos de María Nikoláievna no había el gozo de otras veces –la carta conmemorativa no había llegado aún-, pero no dejó de percibirse en ellos una mirada acariciadora, solemne, aunque triste.
Cuando se apagó la breve luz del día invernal y llegó la hora más difícil, al atardecer, Iván Dmíetrievich pasó a buscar a KirilIlich: sentía que él solo no tendría fuerzas para entrar en su hogar y sentarse a la mesa como endía de fiesta.
Llegaron a la casa. Iván Dmíetrievich felicitó de nuevo a su mujer y rozó con sus labios los pálidos labios de ella.
Kiril Ilich hizo patente su felicitación, entregó un ramo de flores y se apresuró a hablar del invierno, que se presentaba bueno, de singular dulzura.
-Como suele decirse, buen invierno para los desamparados...
Le disgustó haber dicho estas palabras. Carraspeó, frunció el ceño y sentó a la mesa.
Bebieron a la salud del que cumplía los años, por la patria ypor la victoria. También en este punto salieron del paso. Habríase dicho que todo se desarrollaba como el año anterior. Sobre la mesa brillaba la lámpara, cubierta por la vieja pantalla de color azul; la habitación estaba cruzada de parte a parte por la estrecha alfombra de los días de fiesta. Ante el retrato de Mitia había un ramito de flores. La noche era clara y la luz de la luna atravesaba las cortinas de muselina y alumbraba elsuelo.
Sentados a lamesa, conversaban apaciblemente, y daba la casualidad de que casi no hablaban de Mitia. Iván Dmíetrievich a menudo se levantaba para ayudar a su esposa.
Una vez puso el pie en la franja de la alfombra iluminada por la luz de la luna. De repente lanzó un grito de dolor, y doblándose como si hubiera recibido un golpe en el pecho, se dejó caer en la silla que tenía más cerca. La mujer y el huésped corrieron en su ayuda, y él cubriéndose la cara con las manos y moviendo la cabeza, se puso a llorar como un niño, a la vez que balbuceaba lastimeramente:
-No tenemos a Mitia, no lo tendremos más... No pasará por la alfombra.
Se recobró en seguida y, sobreponiéndose al dolor que le oprímia el pecho, comenzó a tranquilizar a María Nikoláievna. Pero ella ya estaba allí con una copita de medicina, sin secarse las lágrimas que le corrían por las mejillas hundidas, marchitas, y murmuraba cariñosa:
-Basta, Iván, basta.
Kiril Ilich, de pie junto a la ventana, contemplaba enojado los montículos de la ciudad y se secaba los mostachos que las lágrimas le humedecían.
Iván Dmíetrievich dijo quedamente:
-Hace ya una semana que he recibido... no he podido...
María Nikoláievna callaba. Luego sacó del fondo de la cómoda una carta, dentro de unsobre abierto.
-Toma – dijo – la carta de Mitia... es la última. La recibí en vísperas de año nuevo. Me mandó leértela después... Aquí está todo escrito.
Iván Dmíetrievich tomó la carta y quiso leerla, pero le temblaban las manos de tal modo que la pasó a Kiril Ilich. Este se puso los lentes y empezó a leer en voz alta. Leía de manera muy desigual: algunos párrafos con voz clara, firme, y en otros lugares las palabras se le confundían, ahogadas por un sollozo. Entonces sacudía la cabeza plateada, se limpiaba los lentes, y de nuevo volvía a leer en voz alta, inteligible, incluso en tono un poco irritado.
“Mi querida mamá: Lee primero esta carta sola. Más adelante diré por qué. Te escribo durante los días luminosos de nuestras victorias. Ahora el sol contempla, alegre, el pabellón en que me encuentro. En torno mío todo es blanco: las paredes, el techo, las camas y las batas. Al otro lado de las ventanas, también: sobre la blancura de los tejados serpentea y se escapa al cielo un humo blanco. No sé por qué, hoy, desde la mañana, recuerdo las flores blancas delos manzanos de nuestro jardín. El humo ligero, formando alegres remolinos, se eleva ahora al cielo... ¿Por qué digo esto? Porque hablo de la vida y de la muerte.
“Hace más de un año que trabajo en el campo de la muerte. Muchas veces le he salido al encuentro... Nos hemos encontrado, y ya no nos separaremos. Escribiré un poco, ella me mete prisa. Y con poca hilación: ella me estorba. Pero de lamuerte hablaremos más adelante. Hablemos, madrecita, de lo vivo, de la vida.
“Yo tenía muchas ilusiones. Sé que aun recorriendo el camino más lardo de los que se dan al hombre, nol habría llevado a cabo ni una pequeña parte d emis sueños. Me esperaban fracasos y amargas decepciones por mí mismo y por los demás. Tú y papá sabéis cuán exigente era yo hacia mí y hacia las otras personas.
“Pero seguramente desconocíais cuál era mi ilusión más íntima: llegar a realizar una acción de tal naturaleza que mi hombre fuera pronunciado con agradecimiento en nuestro país. Pues bien, he llevado a cabo una hazaña por la que la patria me estimará y bendecirá mi nombre después de mimuerte.
“Padres mios, no escribro esto para consolaros. Esta carta es la confesión de mi corazón amantísimo, que pronto dejará de latir. Pero sus ultimos latidos estarán colmados de una felicidad enorme, como el sol, por vosotros y por nuestra patria.
“Sé, padres míos, cuán dolorosa es la amargura que os inunda. Me da miedo el corazón de papá, y por esto te escrito a ti primero, que eres más fuerte: prepáralo a él. Me lloraréis largo tiempo y dolorosamente, me echaréis demenos. No os dejéis abatir por el dolor, padres míos, entrañablemente queridos.
“Os darán detalles de mi hazaña, os indicarán con exactitud dónde se encontrará mi tumba. Pronto acudiréis a visitarla. Llorar sobre la tumba del hijo es un triste derecho de todos los padres, pero alegrarse y enorgullecerse por ella es un alto derecho de los elegidos.
“He querido con toda el alma mi tierra natal, las maravillosas aguas de nuestros ríos y las hierbecillas más insignificantes que en la tierra crecen. He sellado este amor con la sangre que vosotros me habéis dado. ¡Cuántas cosas quisiera decir aún! Pero ya me es difícil. Descansaré.
“Ya he descansado. La enfermera quería llevárseme la tinta, pero se ha turbado y me la ha devuelto.
“Todavía hablaré un poco con vosotros. Pronto oscurecerá. Cuando llegue el crepúsculo pensaré sólo en vosotros. Me represento muy vivamente todo cuanto os rodea. La estufa de azulejos, tus flores preferidas, el viejo diván con el respaldo combado. ¡Cuánto me gustaba esperar en él a que oscureciera, a tu lado, en la aurora de la vida!... Y otra cosa: se acerca el día de mi cumpleaños. Sé que llegará mucho antes el día de mi muerte. Pero no se lo digas a papá hasta después que haya pasado el día de mi fiesta, mamá, Que le quede un día más de la alegría de antaño. Que lo pase aún conmigo, como si viviera. Y tú, mamá, en este día que antes era de fiesta, para la familia, no olvides que tu hijo está mortalmente herido, pero lo está también el enemigo. Dejo a la patria chorreando sangre, profundamente herida. No me está reservada la felicidad de ver la nueva vida conquistada. Peo se me ha concedido una felicidad mayor: dar por ella mi propia vida.
“Adiós, padres míos. Transmitid mi saludo de despedida nuestros amigos y en primer lugar a nuestro fiel...”
Iril Ilich no pudo continuar. Acabó la lectura Iván Dmíetrievich María Nikoláievna.
-Ya ha llegado nuestro Mitia –dijo mientras guardaba la carta-. Ahora para siempre... ya no nos separaremos jamás.
La luna se fue. Se acabó el día del cumpleaños de Mitia. Pero la noche invernal todavía era larga, y los tres continuaron sentados, hablando en voz baja, como si temieran despertar a alguien, y así, sin acostarse, recibieron la mañana.
1943.
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