ALEXANDR GUEÓRGUIEVICH MALISHKIN

Pcia.de Penza-Rusia, 1892-1938
Es hijo de campesinos. Nace en un Pueblo de la provincia de Penza en 1892. Termina sus estuidos en la Facultad de filología de la Universidad de Petersburgo. Empieza su actividad literaria en 1912. Sus primeros relatos constituyen una protesta contra el régimen zarista (“Amor provinciano”, 1914; “Fiesta en el campo”, 1941, etc.) Sus principales novelas: “La caída de Dair” (1923), “Sebastopol” (1929.30), se refieren a distintos episodios de la guerra civil, en la que participó activamente. Su última obra importante es el primer libro de la novela “Gente de la lejana provincia” (1937-38), libro que ocupa un lugar importante entre las novelas rusas de su tiempo. “El tren va al Sur”, que se inserta a continuación, forma parte de los relatos que escribió el autor en 1924. Falleció Malishkin en 1938
¿Han experimentado ustedes la sensación especial de estar acercándose a las vacaciones? Es como si llegara hasta vosotros un cálido viento procedente de invisibles huertos bañados de sol y os inundara de nostalgia. El primer síntoma se percibe al comenzar la primavera, cuando la organización sindical pide que se le reserven puestos en las casas de descanso de Crimea, cuando las mecanógrafas se quitan las chaquetas de punto y en sus ligeras blusas traen por las mañanas el sol de la calle. Os recuerda también que ya se ha trasladado a su casita de campo, en los alrededores de la ciudad: incluso encima de su mesa, sobre su venerable y ordenada mesa, sobre el grueso fardo delos prudentes libros de contabilidad, brilla la luna de Kliasma y susurran los abedules... Os lo evoca, asimismo, la noche vagabunda del parque, de los rincones sin luz y delas citas de los enamorados. Llevan ustedes en la cabeza el horario de los trenes que se dirigen hacia el Sur; las paredes de las casas a lo largo de las calles parecen de cristal, y tras ellas se ved correr, rauda, la fresca y anchurosa estepa...


El Sur me atraía, además, por otra circunstancia.
Hubo un tiempo en que por la estepa galopaba la muerte, y tras cada pequeña estación de ferrocarril tomada al asalto, creía verse lo que nunca ha existido en la tierra. ¿Recuerdan, por los partes de guerra, el trágico acontecimiento ocurrido al sexto regimiento del Ural, junto a la aldea de Bereznevatka? Fui yo quien logró descubrir a tiempo la traición, después de un combate de veinticuatro horas y de romper el cerco enemigo, pude llevar el regimiento hasta las posiciones de nuestra querida división, aun perdiendo la mitad de la gente y con ella a mi único hermano.
Qué extraño resultaba ver de nuevo aquellos parajes que hablaban de unos años juveniles que no pueden volver, y de la muerte. En tres años se había olvidado ya por completo la impresión de aquella atmósfera.
Recuerdo que en vísperas de la marcha, una noche de agosto, entré en uno de los cines del barrio del Arbat. Todo presentaba el aspecto de siempre: por el vestíbulo se paseaba el curioso público; los arcos de los violines se movían centelleantes al arrancar de las cuerdas las notas de la "Bailadeira", mientras que el pianista como un poseso, se agitaba ensimismado al compás de la danza. Tras la gigantescas ventanas, recubiertas por altos cortinones, se elevaba el ruido de la plaza y se destacaba el estrépito de los tranvías llenos de gente, que arrastraban por la avenida inmediata sus ventanillas iluminadas. Me acordé de mi viaje, del Sur, y, no sé por qué, desde el vestíbulo del cine me pareció imposible que alguna vez hubiera existido realmente la aldea de Bereznevatka, el cerco del sexto regimiento y el amanecer sobre Perekop humeante: mirar en ese recuerdo era terrible, como si se tratara de una tumba abierta por sacrílegas manos. También los renes parecían correr sacrílegos, tras la felicidad, por aquellos oscuros campos...
¡También yo habría podido yacer allí, anónimamente!
...Quizá todo ello era fruto de un exceso de fatiga. Al día siguiente, por la mañana, al emprender el viaje, el andén se veía tan animado el cielo brillaba con un color azul tan alegre, que casi me olvidé de todo en seguida. Sabía únicamente que estaba libre; arrojé del cerebro todas las carpetas con estadísticas e informes y me puse a bailar mentalmente sobre tanta hojarasca.
El tren de Sebastopol partía a las dos. Me senté en mi compartimiento y esperé con ociosa curiosidad a que llegaran mis compañeros de viaje. Los primeros en llegar fueron dos jovencitas, por lo visto de alguna oficina importante. Las maletas amarillas, los portamantas con iniciales bordadas y, naturalmente, las flores en la mesita, hacían pensar en una vida limpia, cómoda, mimada por el corazón amantísimo de las manás. Y ahí estaban esas mamás al lado del vagón: dos damas del viejo mundo, gordinflona, con el busto apretado por el corsé, con enormes bolsos laqueados. Balbuceaban:
-¡Escribid, escribid! Zhenechka, al anochecer el tiempo se pone fresco, ¡no dejes de ponerte la chaqueta! ¡Sonechka, no te olvides de visitar a Sofía Andréievna, en Yalta!
Zhenechka, desnudos los brazos, besada por las miradas de los galanes,conun lunar encantador en una mejilla, grita melosa:
-¡Recuérdeselo a Vladímir Alexándrovich!... Prometió interesarse - y añadió algo más acerca del sindicato, al que había que comunicar algo, y acerca de Járkov, desde el que sin falta, ¡sin falta!, mandaría una tarjeta postal.
La segunda doncella es una jugosa gordita con falda de seda.
¡Oh, de ella saldrá una excelente mamá! Una e esas buenas mamás de ciudad y casita de campo que siempre van cargadas de bolsas y paquetes y corren sofocadas par ano llegar tarde al tranvía. Sonechka sólo movía con movimiento afirmativo su mata de cabellos rubios
-Mamá, no te olvides de dar de comer al Tusk -gritó, no obstante, también ella.
A las dos les briilan los ojos, como si estuvieran ebrias. ¡Me imagino las habitaciones que acogerán a estas doncellas! Deben de ser semejantes a un museo de muebles, lleno de fundas, de repisas, de objetitos que que conservan el hálito del viejo señoritismo de los funcionarios, habitaciones del mil novecientos diez al mil novecientos catorce, que han pasado felizmente por el torbellino de la revolución y han llegado hasta nuestros días sosegados y sin peligros. Después de esos años terribles, por primera vez iban a Crimea, como antes.
Llegó un militar, con galones de comandante de regimiento, un mozo de unos treinta años, con cara de aldeano, algo femenina, curtida por el viento, que a todo sonreía de antemano con sonrisa bondadosa y cohibida. Media hora más tarde ya me había enterado de que se llama Grigori Ivánich, que se preparó para ingresar en la academia, pero le tumbaron en cultura general, y se está preparando para presentarse otra vez, y ahora aprobará, seguro que aprobará, a despecho de esas elegantes maletitas y de todas las mamás del mundo.
-¿También va usted a reponerse? –me preguntó Grigori Ivánich con amable voz atenorada, poniéndose sobre las rodillas las enormes manos purpúreas.
-Sí, al Sur. – le respondí, y pensé,contemplándole con envidiosa admiración: “¡Diablo! Pues sí que necesitas reponerte, tú!”
De pronto, como si respondiera a mi pensamiento, se sonrió con una sonrisa terrible que le contrajo los pómulos por un instante, como se sonríen los que han sufrido ciertas duras contusiones:; es una sonrisa que se ha de disimular, como una lágrima. A través de aquella sonrisa se asomó la noche de algún combate, una oscuridad dantesca, la muerte como si se arrastrara por todas partes...
“¡A-ah! – pensé -. ¡Tú también conoces esto!”
Entró, por fin, una pareja, marido y mujer, con cara de pocos amigos. A juzgar por su aspecto, dolorido y fatigado, el destino los había arrojado al diablo sabe dónde: a Voronezh, como tenderos; a la caja de una cooperativa rural; a Moscú, para trabajar en el ferrocarril, y en todas partes encontraban bajo amenaza de despido y de quedarse sin un céntimo... Sonaron, gozosas, las últimas campanadas, se agitaron las mamás, con los pañuelitos en alto, a punto de ser derribadas por las locas carretillas de los mozos. Ya resuenan con estrépito los vagones, ya nos zambullimos enelvacío dorado y polvoriento...
-¡Hasta la vista, Moscú!
Grigori Ivánich yyo nos levantamos y miramos por encima de las cabezas de las doncellas el sinfín de tejados que desfilan ante nuestros ojos como enselñal de despedida. De pronto veo de reojo que Grigori Ivánich caza conlos ojos el lunar de Zhenechaka y, desconcertado, se lo está robando a lo niño, aprisa yamendrentado...
“No vale laa pena, Grigori Ivánich – me apetecía decirle-. Es gente mimada, encontrarás a su lado habitaciones para ti incomprensibles, perfumes finos y palabras que te alterarán la imaginación; tú tienes tus escrúpulos al emprender este Viaje y estás pensando de qué modo podrás ahorrar unos rublos para mandarlos a tu aldea natal: que tu viejecita pueda arreglarse la habitación y pasar mejor el invierno. Tu sencillez campesina le sorprenderá y le aburrirá, Grigori Ivánich...”
Pasamos veloces por los apeaderos de los poblados, dond emucha gente d ela capital tiene sus casitas de campo para la temporada de verano, cruzamos los bosques solitarios, húmedos ysombríos, y en todas partes dejamos una estela de ruidos, de estrépito y de polvo.
Las señoritas están cansadas, se sientan una frente a la otra, a cada lado de la mesita, y mientras se arreglan el cabello, que el viento les ha despeinado, nos miran indiferentes. Grigori Ivánich se siente inspirado, se agacha y saca una tetera de debajo del banco. Pronto llegaremos a Sérpujov.
Grigori Ivánich extiende la mano sin vacilar hacia la tetera esmaltad de las señoritas.
-¿Me permiten que les traiga agua también en su tetera?
Zhenechka se lo queda mirando, sorprendida.
-Por favor...
Cuando el tren se para, las espuelas del comandante y las teteras resuenan presurosos por el pasillo del vagón. Zhenechka se asoma a la venta y grita:
-¡Que no le escape el tren”
A mi me da miedo mirar; temo que Grigori Ivánich dé un traspiés emocionado por tanta felicidad.
Corremos por la llanura que se extiende más allá de Sérpujov. No falta el blanco resplandor de la luna ni la neblinosa superficie donde se hunden las pequeñas iglesias de las aldeas, los poblados y los campos que desaparecen tras la bruma. Mientras bebemos el té, Grigori Ivánich habla con más aplomo con las jóvenes. Pero yo no tengo ninguna confianza en la desmesurada atención de Zhenechka ni en la bondadosa sonrisa de sus redondos ojos. Probablemente, con el mismo sentimiento agita un pañuelito rojo durante una manifestación y coquetea con el presidente del comité sindical... ¡Oh, la astuta doncella sabe cómo ha de comportarse con quienes tienen el mando! También nos enteramos de que Zehnechka y Sonechka van a Alupka y luego a la costa meridional de Crimea, que alli estuvieron ya cuando aún eran niñas, en el año catorce;
-¿Te acuerdas, Sonia, de la Puerta de Baidar, en las montañas de Crimea?
-¡Oh, la puerta de Baidar!... – la rubita fruncipó el ceño, entusiasmada.
-¿Ustedes van también a Sebastopol? – pregunta Zhenechka, y mira de frente, tal como mira sentada al pianoi, bajo los flecos de la pantalla; ¿a cuántos ojos no se habrá dirigido con el mismo juego en la mirada?
- No, yo paso por Sinferópol. Esa puerta... esa puerta de Baidar, ya la he visto. Con mi brigada recorrimos todos estos lugares...
Grigori Ivánich se esfuerza por contar algo interesante.
-Tengo anotado lo que encontraremos en cada lugar. ¡Es muy intersante! Después de Járkov, se puede comprar pollo asado enlas estaciones. ¡Podrá comer cuanto quieran! Ja-ja-ja - Grigori Ivánich tenía una risa amable, ronca, mujeril-. Y después de Melitopol venden gobios fritos, ya ven, gobios, ¡ja-ja-ja!
No puede estarse quieto en su asiento, estalla de satisfacción, se dirige a los malhumorados vecinos invitándoles una y otra vez a beber té.
Estos, al principio, declinan el ofrecimiento, pero luego sacan de una bolsa grandes potes y, cohibidos, los presentan por turno a Grigori Ivánich. Este empieza a servir el té, lo vierte pacientemente, hasta que empieza a dolerle la mano por elesfuerzo de mantener la tetera inclinada. Pero diríase que los potes no tienen fondo. Grigori Ivánich comienza a sentirse avergonzado, pero hacer una pausa aún resultaría más vergonzoso, y lo sería también para la mujer que tiende, confusa, la mano con el pote y que se sonríe tristemente mostrando sus negros dientes. Después de esta invitación, Grigori Ivánich permanece callado en su asiento, como si le hubieran escupido la cara; habría sido mejor que la tierra se lo hubiera tragado.
Al oscurecer llegamos a Tula, la ciudad provinciana que a aquella hora nos hace guiños con sus numerosas lucecitas. Las dos jóvenes bajan al andén a respirar el aire fresco a la luz de las farolas, y se pasean lentamente, como si no nos conocieran. Después de lo que ha pasado con los potes, Grigori Ivánich no se atreve a acercarse y se queda apartado, en triste soledad. Yo me siento feliz: por fin, en esta fresca oscuridad, desaparecen paredes y tabiques, y tras cada una de las estaciones creo ver una ciudad inmensa, con millares de vidas, cada una de las cuales podría cruzarse con la mía. Bereznevatka, todavía lejana, más allá de la línea curva y oscura de la tierra, sigue viva, envuelta en esta brumosa tristeza.
Zhenechka se pone la chaqueta d epunto y se va al pasillo, donde hay una ventanilla abierta. Allí la noche se va haciendo fría, desfilan rápidos y sin término bosques maravillosos, y, sin saber cómo, el alma se pone a cantar por sí sola. ¡Era aquél el lugar a propósito para contemplar el verdadero rostro de la doncella, lleno de juvenil confusión! Pero Grigori Ivánich no está, da rienda suelta a su congoja hablando en algún otro compartimiento. En una parada se detiene bajo la ventanilla un joven bien afeitado que viaja en primera clase. Viste con elegancia: probablemente levanta hasta Zhenechka sus ojos profundos, sumidos en la penumbra, y se pone a cantar una canción maravillosa. Ustedes ya conocen esta canción, al pie de una ventanilla. Susurran los árboles y alguien pasa con su sorprendente alegría por delante de ustedes, en medio de la noche. ¡Pobre Grigori Ivánich! Avanza solemnemente por el pasillo del vagón, sofocado; probablemente ha tenido el tiempo justo de subir, estando ya el tren en marcha; lleva bajo los brazos dos enormes sandías.
-¡Qué me dicen de estas sandías! – nos grita; sin poder contenerse suelta otra vez su ronca carcajada, y sin soltar las sandías se deja caer sobre el asiento con todo el peso de su cuerpo.
-¡Ciudadana! ¡No sé cuáles son su nombre y patronímico! ¡Ahí, en la ventanilla, le entrará polvo en los ojos! ¡Mire, qué dos ejemplares he comprado por veinte kopeks!
Zhenechka vuelve a la luz con ojos sombríos, todavía soñadores, y mueve la cabeza: no, no quiere, se nota frío... Y se estremece como si tiritara.
-Sonia, ¿ya quieres echarte a dormir?
Mas en Grigori Ivánich se despierta un ansia misteriosa, y él no está dispuesto a rendirse por nada del mundo.
-¡Mire qué sandía! – chilla entusiasmado.
De pronto le da un golpe seco sobre la rodilla. La sandía se parte por la mitad, con crujido jugoso y maduro, y ofrece su pulpa desgarrada, roja, azucaradísima. Con la punta del cuchillo, Grigori Ivánich tiende el mejor pedazo a Zhenechka.
-¡Ciudadana!...
Y nos reparte la sandía entre todos, como si repartiera felicidad. Zhenechka, después de unas tontas carcajadas, no puede no aceptar. También toma sandía la ceremoniosa gordita, y la tomamos nosotros, la pareja malhumorada y yo. Todos comemos el fruto agradable, que huele a nieve derretida en primavera. Grigori Ivánich harto de permanecer callado, habla y ríe por cinco.
-El tren se para entre huertos sumidos en la oscuridad de la noche.
También yo bajo al andén. A la luz mortecina de los faroles, encuentro elnombre de la estación. En otro tiempo pasaron por aquí Denkin y Mámontov y trepidaron nuestros trenes. Me puse de espaldas a la luz, entorné los ojos y quise representarme las cosas tal como fueron: los cristales rotos, la luz oscilante de una lámpara de petróleo en la pequeña sala donde los combatientes, greñudos y piojosos, se echaban al suelo recogiendo los fusiles bajo sus cuerpos, esperando el momento de emprender la marcha hacia Moscú; el bramido de las locomotoras, amenazadas de muerte. Pero me resultaba imposible evocar nítidamente el pasado; el frío se apoderaba de mí, como una corriente de agua; en los sombríos huertos, las hojas se agitaban ruidosamente, con ruido denso y juvenil Qué delicia, dejarse caer sobre la hierba y dormir acariciado por el viento de la estepa...
Reconocí de lejos a Grigori Ivánich. Se dirigía al vagón saltando de júbilo, apretando contra el vientre una monstruosa sandía. Casi tropezamos al pie del estribo, pero él cedió el paso apartándose hacia un lado; parecía como si mirara bajo el vagón, inclinando la cabeza.
En el oscuro compartimiento donde nuestros compañeros de viaje ya estaban durmiendo, me tocó el hombro.
-¡Qué pena! He llegado tarde, y la sandía es riquísima, ¿quiere? – Y me preguntó en voz muy baja, turbado -. ¿Qué he de hacer con mis botas altas, por la noche? Los pies me huelen...
-Vaya tontería – le respondí.
Pero así se acostó, como un mártir, con los pies enfundados en las pesadas botas, sacándolos por el extremo de la litera.
Me quedé solo. El tren, ululando, avanzaba siguiendo las huellas de Mámontov. Se me apareció un campo oscuro, que se arrastró, como una nube, extendiéndose por caminos, ciudades y sueños.
Los amarillentos rastrojos se extendían por centenares de verstas, hasta perderse en el horizonte; se acababa de recoger la cosecha, rumorosa como las aguas de un río; las estaciones, ocupadas por los bandidos, estaban rodeadas de álamos y de arbustos; por los andenes aparecían mujeres descalzas con comida, tarros de leche cuajada, sandías, con la riqueza de aquellas aldeas y huertos; las mujeres tenían las caras sonrosadas, como las ciruelas; lucía el sol sobre las estaciones y sobre los caminos por donde no hacía mucho los más famosos atamanes de bandidos habían pasado despistando a los destacamentos de castigo... Por el blando polvo de un camino, unos bueyes somnolientos arrastran un carro cargado de hierba y un joven desmovilizado, con su guerrera desteñida, va echado encima de la hierba, mirando con ojos inexpresivos y ahitos el tren que corre por la línea férrea; en las zanjas, hacia las que se inclinan las viejas estacas con alambre espinoso comido por la herrumbre, han crecido espesas las hierbas, sobre todo las matas de lampazo y de ortigas, formando un entretejido por el que cloquean las gallinas.
Todo volvió a brotar en aquella ubérrima tierra, rica y provinciana. Otra vez comimos sandía en nuestro compartimiento y pollos asados a buen precio, no lejos de Járkov, a pesar de que ya no me apetecía ni comerlos ni siquiera mirarlos, y bebimos té que Grigori Ivánich nos ofrecía de su tetera sin cesar. El buen comandante no se apartaba de las jóvenes, hacía resonar las espuelas con acento protector, y se ofreció para acompañarlas hasta el buzón de correos en Járkov. Al pasear al lado Grigori Ivánich, Zhenechka no hacía sino reír, reía a carcajadas y dirigía miradas juguetonas a la ventanilla del vagón de primera clase.
También yo me divertía a costa de Grigori Ivánich. ¡No quiso hacerme caso! Aunque... él no estaba. ¿Acaso era el auténtico Grigori Ivánich el que se reía con voz ronca y hacía sonar las espuelas?
Saliendo precisamente de estas tierras ubérrimas y provincianas, entró en nuestro compartimiento una nueva familia en sustituc
ión de los malhumorados pasajeros que desaparecieron imperceptiblemente en Járkov. La mujer, robusta y enojada, llevaba un niño de pecho, el marido, un mozo de ojos negros, pareciendo a un gitano, la seguía llevando de la mano a una niña de cuatro años. Metieron en el compartimiento cestos, sacos, mantas; en seguida los bártulos y el llanto de la criatura tomaron posesión de la litera de la jovencita rubia. La mujer, sin sentirse cohibida en lo más mínimo, se desabrochó la blusa y presentó su abultado seno al niño. En todas las paradas, el marido bajaba solícito en busca de algo para comer y de agua hirviendo. Yo tenía la impresión de haber visto ya a ese hombre pacífico, que atendía a toda su familia sin chistar, sumiso.
Las dos jóvenes pusieron mala cara, se encogieron de hombros y contrajeron los labios con un leve rictus de mordacidad. Las señoritas estaban descontentas.
La verdad era que cayeron por el suelo cortezas de sandía, e incluso trozos de pulpa y algo a medio masticar; bajo los pies se formó una capa viscosa y sucia por la que saltaba a placer la niña de cuatro años, con una gran tajada de sandía en la mano. Esa misma niña se las arregló para verter bajo la rubia gordita el agua caliente de la tetera.
La joven rubia protestó:
-Esto no se puede tolerar; no lo comprendo... lo ensucian todo, lo meten todos patas arriba, mancha la ropa a la gente. Me voy a quejar.
La matrona siguió acunando al crío, sin hacer el menor caso a las lamentaciones de la joven; ni siquiera le dirigió la mirada.
-Ciudadana - le dije, creyéndome en el deber de intervenir - La van a multar. ¡Mire lo que ha hecho usted en el compartimiento!
Por fin rompió su irritado silencio.
-¿Y qué? ¡Qué me multen! - gritó -. ¿No ven ustedes que viajo con niños? si viajar aquí es incómodo, vayan a primera clase. ¡Viaja cada tipo!
El marido estaba de pie, apoyado de codos en la litera superior, y se limitaba a sonreír. No estaba claro si aquello era insolencia o simplicidad. Le miré, serio. En respuesta él continuó sonriendo bondadosamente, con aquella sonrisa que yo creía recordar como si la hubiera visto hacía mucho tiempo en un momento de peligro. repliqué a la mujer:
-Ciudadana, no somos tipos, sino unos empleados del Estado. Téngalo en cuenta.
-¡Y ustedes solos han ocupado todo el asiento inferior! - gritó otra vez entre lágrimas la joven rubia, a la vez que se sacudía la falda mojada.
No me hacía ninguna gracia aquella disputa que se iniciaba, y salí del compartimiento. No sé cuántas horas permanecí de pie ante la ventanilla de la plataforma.
Se sucedían los campos solitarios. Las líneas azulinas de unos montes se elevaban en la lejanía, en una zona sumida en blanco resplandor. Parecía que el ejército de algún cuento fantástico pasaba por aquella carcova hacia el amanecer; los rostros de los soldados eran sonrosados, debido a la luz del sol, aún invisible. Aquello era el primer hálito de Bereznevatka, de la tierra que había acogido en su seno a trescientos camaradas a quienes conocía sin excepción. El tren debía cruzar por la noche esa tierra llevando ya apagadas las luces de sus compartimientos.
...Por la noche -hacía poco de ello- había habido alarma.
En el trayecto comprendido entre Serebrianoe y Bereznevatka apareció una banda, y la noche anterior asaltó al expreso. Por esto, en una de las estaciones subió a nuestro tren un destacamento de guardia armada. Corrió por el vagón el soplo de una tempestad ya olvidada, algo del año mil novecientos diecinueve. Los pasajeros formaron grupos en los compartimientos mal alumbrados; los jóvenes se reían; un ciudadano con barba y lentes, que ocupaba una litera superior, se inquietaba:¡Vaya usted a saber! A lo mejor se han escondido ya en algún lugar bien elegido y se preparan de antemano..." "Debes de llevar la bolsa muy repleta, si sientes tanto miedo", le dijo, tomándole el pelo, un joven patizambo que llevaba pantalones de montar.
En nuestro compartimiento encendimos un cabo de vela, y la matrona, de nuevo, acunó a su criaturita sin parar mientes en nadie. ¡Que noches más opacas le quedaban a ella en la vida! El mozo, con la misma solicitud dio de cenar a todos los suyos, preparó las camas, fue por agua. Yo me sofocaba entre ellos.
La noche era oscura, una auténtica noche de bandidos. La gente se apresuró a acostarse, para olvidar la alarma, para despertarse cuanto antes al amanecer. La rubia solitaria se destacaba voluminosa y enojada en la segunda litera, interceptando todo el compartimiento con sus anchas caderas maternales. No tenía yo con quien pasar aquella noche.
Necesitaba hallar a Grigori Ivánich. El tren corría por una pendiente y me hacía tambalear por el pasillo. La puerta de la plataforma se me abrió, dejando entrar en el vagón una ráfaga de viento y de frío. El estaba allí, pero no se encontraba solo. Estaban los dos de pie, inclinados enel ángulo que seguía a la ventanilla en la feliz estrechez de la oscuridad.
De momento no lo comprendí. Naturalmente, aquello se debía a que Zenechka temía de verdad a los bandidos: entonces necesitaba la poderosa fuerza tranquilizadora de alguien. ¿Qué otra cosa hubiera podido impulsarla, de pronto, hacia un muiik?
-La estación está más lejos, ya se le enseñaré... - decía Grigori Ivánich, y su voz era la del Grigori Ivánich que yo esperaba -. Ya ve usted, estoy vivo, y me voy a una casa de descanso. Y quién sabe,quizá dentro de tres años volveré a pasar por aquí y ya no podré reconocer nada, y ya sabré dos idiomas...
-Cuénteme más cosas... -oí que pedía en voz baja Zenechka, o decía alguna otra cosa con humildad.
No me habían visto; cerré la portezuela sigilosamente...
No sé por qué, me sentí invadido entonces por una profunda tristeza. Quizá porque no llegaba a adivinar nada y la vida pisoteaba con facilidad mis endebles pensamientos; quizá porque a mí mismo me habría gustado caminar por la vida como vencedor.
Volví al compartimiento, a mi rinconcito, en un extremo del banco, y me adormilé. Todos dormían. Dormía también el obediente mozo, sentado delante de mí, inclinaba la cabeza sobre una barra de hierro.
Faltaba poco para llegar a Bereznevatka. ¿A Berenevatka? ¿Así, pues, existía de verdad en la tierra?
...A medianoche, una patrulla armada pasó para comprobar la documentación.
Los vacilantes reflejos del farol irrumpían a medias en las conciencias dormidas de los pasajeros. El mozo también se despertó con dificultad, me pidió fuego y empezó a hurgar parsimoniosamente en los bolsillos.
-De momento aquí tenéis el carnet del partido - dijo por fin -; ahora buscaré el pasaporte.
Dos de las patrullas, frente contra frente, examinaron el documento a la luz del farol.
-Es suficiente - dijeron con grave deferencia.
Volvimos a quedar solos en el silencio dormido, monótono y raudo. Sentí que los ojos del pasajero, sentado delante de mí, me llamaban.
-Camarada - me dijo de pronto a media voz, inclinándose-. Quisiera disculparme por lo que ha pasado esta tarde, por mi mujer. Está un poco... así - se rió bondadosamente -. Sufre de los nervios, ¿sabe?: Perdió la salud en el trabajo clandestino.
Me quedé un poco sorprendido, pero me apresuré a tranquilizarle diciéndole que ya estaba todo olvidado. Por lo visto, él deseaba charlar. recordó a los bandidos. Yo le dije que conocía muy bien aquellos lugares, que pronto llegaríamos a una cuestecita frente a Bereznevatka y que el tren pasaría por una hondonada que es el lugar más a propósito para el ataque. Yo estuve aquí con el sexto ejército que rompió las fortificaciones de Perekop.
Mi compañero de viaje se alegró.
-Lo sé, lo sé. Luego entró en Crimea, yo soy natural de estos lugares.
El mozo me citó el nombre de algunas personas del Estado Mayor del ejército, de la sección especial y de algunos jefes de división. Mi apellido no lo recordaba.
-Quizá haya oído hablar de mí. Soy Yákovlev, el guerrillero. Nos unimos al sexto ejército, cerca de Sinferópot.
Un escalofrío me recorrió la espalda. ¡Aquél mozo era Yákovlev? Sí, claro, lo recuerdo. Una vez, en la compañía de exploradores de la división contemplamos con ávida curiosidad la fotografía de este hombre poco agraciado, que jugaba con la horca, jefe de un ejército que se movía por la retaguardia de Wrangel sin que nunca había oído hablar de él y de su marcha legendaria por las cimas invernales de Yaila, por senderos helados, conocidos únicamente de las fieras? A su hermano lo ahorcaron en Sebastopol.
-Lo más duro fue el invierno, pero a pesar de todo nos escabullimos. Nos escondimos en una cueva,no lejos de Baidar. La que es ahora mi mujer, nos mantenía en relación con el comité de Sebastopol.
Yo escuchaba a aquel hombre con salvaje emoción. La noche del tren ya no existía, Bereznevatkame rodeaba con sus tierras y sus espectros. Me contó aún que había sido jefe de las milicias del orden público en el partido judicial de Kupianks, y que iba trasladado a su tierra natal, cerca de Yalta; que él y su mujer habían elegido adrede el camino por Sebastopol y Baidar. El zumbido del tren comenzó a resonar como música potente y triste. Entre sueños vi llegar a Grigori Ivánich de puntillas, y se volvió a marchar una vez hubo alcanzado su capote; probablemente abrigaba ahí, junto ala ventanilla, unos hombros sumisos.
Entre sueños vi emerger en la noche un edificio bajo, moteado de lucecitas inquietas, y reconocí la estación de Bereznevatka.
Soñé que entraba corriendo en la sala cubierta de escupitajos, donde había un diván barnizado lleno de agujeros; unos soldados estaban de pie junto ala manivela del teléfono, todos con fusil. En la estancia contigua, otros soldados arrastraban los pies y gritaban airados, como antes de lanzarse a un progrom. Entré en el cuarto donde estaba el telégrafo: allí permanecía el armenio de nariz corva, como la de un grajo, dando golpecitos con el dedo en el Hughes, con mucho celo, para demostrarme que el alma se le iba tras esas clavijas de hueso.
-No hay enlace - me dijo.
Ni lo habrá - le respondí -. Nos replegamos.
Galopé tras el batallón que se retiraba por la corcova de la montaña, huyendo de la catástrofe. Los rostros de los combatientes eran sombríos y a la vez estaban sonrosados por la luz del sol, de un sol frío, que alumbraba los campos de la muerte.
-¿Dónde está el destacamento del comandante? - pregunté -. Su jefe era mi hermano.
Nadie supo contestarme. Abajo, tras los setos, sostenían el fuego unos batallones, los batallones predestinados a sucumbir. Pasé a caballo frente a los soldados echados de cara al suelo, semejantes amontones de trapos, todavía vivos, tenaces, ignorantes aún de lo que ocurría. Mi hermano se levantó y se dirigió corriendo hacia un seto, se apoyó en él con las manos para saltarlo.
-¡Alexéi! - le grité -. ¡No es por ahí, Alexéi!
No volvió la cabeza y quedó extendido sobre el seto, como estaba. Llegué hasta allí y le quité la gorra; los cabellos de la nuca se le habían pegado con la roja sangre gelatinosa; por debajo de los cabellos se abría un amplio orificio.
El tren rodó por encima de tumbas que nunca he visto; todos dormían acunados por el movimiento de los vagones. también yo dormí.

Pasado Perekov y el Sivash, amanece. se extiende por una llanura sin riberas una cálida hierba seca; vuelan los pájaros. Probablemente ven las montañas y el paraíso azul en la otra vertiente. El sol lanza de pronto sus rayos sobre nuestro ten en Dzhankoi. Las paredes de la estación empiezan a brillar, de repente, como al mediodía. En el asfalto del andén se extiende una abundante sombra negra. Parece que la han regado con agua. En la sombra venden rosas. ¡Sí, estamos frente a las puertas del paraíso azul! Otra vez penetramos en la cálida estepa gris. Allí el viento, incluso el de la mañana, sopla siempre desde tierras incandescentes. Este viento impulsa a sacar los brazos por la ventanilla, apoyar la mejilla en el marco, a soñar y a dejar que cante el alma... Yo percibo en mí mismo, emocionado, el paso de la noche, aguzo el oído, pero por de pronto no existe sino la velocidad que nos acuna.
No lo creo: aún va a salir de algún rincón oscuro, aún va cernerse sobre el mundo alguna aciaga sombra...
Se despiertan los niños, se dejan oír bajo nuestras literas; los Yákovlev empiezan su trajín...
-¡Es el Chatir-Dag! - exclaman entusiasmadas las jóvenes y se asoman a mi ventana con grandes muestras de admiración, hasta el punto de apretar contra mí, sin darse cuenta, el suave calor de sus muelles senos. Tras ellas aparece la cara sonriente, sonrosada, matinal, de Grigori Ivánich.
-¿Falta mucho para llegar a Sinferópol? - me pregunta disimuladamente.
-Cerca de una hora.
El pobrecito tendrá que despedirse pronto de nosotros.
En una parada,el camarada Yákovlev, jefe de un ejército de guerrilleros, recorre los puestos de fruta y vuelve co la gorra llena de enormes ciruelas violáceas y un gran paquete de uvas. Las golosinas se colocan en la falda de la mujer, maternalmente extendida entre las rodillas, y de allí las toman todos los miembros de la familia, que comen sin prisas y en silencio. Por entre los extremos de las mantas que cuelgan frente a la ventanilla, se ve salir una montaña caliza azulada, una tierra deslumbrante: Crimea. Todos hemos olvidado ya hace mucho a los bandidos y a la noche. El sol entra a raudales en el vagón, el calor es sofocante, los hombres se abanican sin energía, con los cuellos de las camisas desbrochados: mejor sería arrancarlos por completo.
En Sinferópol, Grigori Ivánich desaparece. Su ropa de cama se halla cuidadosamente atada con unas correas y está en un extremo de la litera, junto con la maleta. Desde el pasillo veo el cuello desnudo y la delgada espalda de Zhenechka, que lleva un aéreo vestidito de percal, con los brazos al aire, inclinados sobre el indócil peinado. Discute ofendida con su rubia amiga.
-¡Sonechka, querida, sé perfectamente lo que me hago, y te ruego, por Dios, que no me vengas con sermones!
Grigori Ivánich regresa muy turbado antes de la última señal de partida.
-He tomado billete hasta Sebastopol - dice sonriéndose, como si hubiera cometido alguna travesura -. La verdad es que quiero contemplar esa puerta de Baidar, esa maravilla.
La rubia le pinchó, celosa e irritada:
-¿Pero, no dijo usted que ya la había visto?
-Se trata de otro lugar. El nombre es muy parecido - responde Grigori Ivánich, desconcertado -. Se me olvidaba. Es otro lugar.
Los pétreos desfiladeros se elevan hasta el cielo, a un lado y a otro del ferrocarril. El cálido y festivo mediodía queda prendido en su lejana altura - parece cercenada - cubierta de hierba. Los túneles retumban como alegres instantes de la noche, y, cada vez que se entra en ellos, de las tinieblas del pasillo llega la cosquilleante sonrisa de las jóvenes. En el andén ya dan probablemente la seña: llega el tren de plazas reservadas Moscú-Sebastopol. ¡Allí está el fin soleado del camino, en el que tantas veces se ha soñado! El tren lanza gritos de alegría con toda la fuerza de sus pulmones de hierro, y con alborozado entusiasmo se adentra por el laberinto de vías y coches de la última estación.
Las manchas de luz juguetean en las puertas barnizadas, en el asfalto de la sala vacía, de ventanas con cortinones, al otro lado de la cual se ve arder la salida a la plazoleta de la estación bañada de sol. Allí, todo queda recalentado por los rayos solares y se piensa en las olas enormes, que se deshacen en la orilla.
Esperamos el automóvil de doce plazas que ha de llevarnos a nuestro punto de destino; lo esperamos sentados en nuestros bártulos, como refugiados. Por todas partes, desde los carteles de propaganda, se derrama Crimea: las leyendas de los blancos muros destacados sobre un fondo de añil; la sombra crepuscular de los palacios, tras los cuales se extienden el mar y las flores de la tierra ardiente. De esos paraje van llegando hasta nosotros automóviles con personas que tomarán el tren de la noche, personas apresuradas, curtidas por el sol y el aire, con el polvo de la rocosa costa en el rostro. ¡Qué acongojadora impresión, la que producen! ¡Ya tienen que alejarse del mar!
El camarada Yákovlev habla conmigo como con un antiguo conocido, mientras su mujer cambia de ropa a las criaturas. Hace tiempo que soñaba con trasladarse a Crimea. Aquí encuentra el aire de la tierra natal, aquí los hijos se criarán, y el servicio en las milicias del orden público no fatiga. ¡Qué acontecimientos pueden producirse aquí! Y tanto él como su mujer han de ocuparse de su instrucción. Ya hace tiempo que deberían de haber empezado.
-Hoy vamos a ver su cueva - le digo con fingida indiferencia.
Del modo que me mire y responda depende algo que me acongoja. El mozo se sonríe por encima de mi cabeza, mirando al cielo.
Y no dice nada.
En el automóvil, la rubia y yo nos acomodamos en lso asientos delanteros. Me habría gustado ver a todos los pasajeros ante mí. Pero no importa, ahora puedo verles el rostro cuando me haga falta.
La rubia, en seguida, se muestra simpática e incluso le alegra ver las calvas montañitas de las afueras de la ciudad.
-Es magnífico, es maravilloso - musita; sus carnes se agitan aparatosamente al compás del motor.
Nuestro automóvil corre por el húmedo valle de Balaklava. sobre él se cierne una nubecita, las aldeas de la derecha se hallan sumidas en la penumbra de la frondosa vegetación. Allí es donde se encuentra el paraíso azul. Subimos en espiral. El chofer cambia de marcha, el motor rechina acongojado, como si la altitud le afectara también el corazón. Las cimas de las montañas se van acercando cada vez más con sus vertientes calizas, grises y rizosas. Ya no es posible subir más: a nuestros pies tenemos el aire, matas de arbustos,y largos valles en profundidades que provocan el vértigo. Ahora mismo doblamos hacia allí.
-¡A-ah! - grita bromeando desde los asientos posteriores Grigori Ivánich, si bien algo asustado.
Bajamos en el vacío, silbaban las ramas de los arbustos, falta aire en los pulmones. Vuelvo la cabeza, Zhenechka se estrecha contra Grigori Ivánich agarrándole del brazo, indefensa, olvidadas todas las habitaciones y todas las mamás. Los ojos de Grigori Ivánich se encuentran con los míos, pero no ven nada, rebosantes de felicidad.
Descansamos en Baidar. Huele a noche cercana, llovizna un poquito, después de lo cual aparecen el sol y el viento sobre los pinos de las alturas. Parece que nuestro viaje no tiene fin... como en sueños.
Sí, en sueños. Ahí está el desfiladero por donde en otro tiempo pasaron los guerrilleros. Una vuelta más de la carretera, y unos ojos adivinarán y se clavarán en la sombría hendidura debajo de los pinos en la verde sima cortada a pico. Ya aparece la parte posterior de las montañas; por la otra vertiente, los arbustos azules descienden al sesgo. He ahí bruma del vacío al borde de la carretera. Yo también espero: percibo a mi espalda la angustia ajena, la percibo repentinamente, como si fuera un cuchillo. Siento que una luz triunfante y terrible, venida del pasado, brilla de repente de otro modo y muestra la vida con otra faceta. ¿Pero, quizá sólo me lo ha parecido a mí? Vuelvo la cabeza para mirar los rostros, conturbados de dos personas. Los busco, pero en vez de esos rostros veo a Grigori Ivánich, con la sonrisa horrible que le desfigura la cara; veo decenas de ojos que se asustan y de pronto se vuelven azules.
¡Bajamos ala puerta de Baidar! Las paredes de las montañas se abren de par en par. El chofer nos gasta una broma y lleva el coche sobre el borde del precipicio, junto al vacío, que obliga al corazón a encogerse. Ni ante nosotros, ni debajo de nosotros, vemos nada que no sea el cielo y el oscilante color azul que cruz, triunfante, por todo el mundo.
Es el mar.
En el automóvil chillan, balbucean, se agitan. La rubia es la primera en bajar, como un fardo, al suelo y corre con pasos diminutos hacia el abismo.
-¡Cuánta belleza!... ¡Dios mío, cuánta belleza!...
Grigori Ivánich mira con pícaros ojos, saca el revólver del bolsillo y miente diciendo que acaba de ver una zorra en el barranco.
-¡No dispare, no dispare! - le grita Zhénechka, que echa a correr tras él carretera abajo.
He de ver inmediatamente a los camaradas Yákovlev. Oigo que ella pregunta al chofer, ami espalda, si tendrá tiempo de dar el pecho ala criatura: "Sí, tiene tiempo", le responde el chofer. Pero no puedo apartar la vista de aquel mundo, de infinita belleza, que acaba de surgir ante nosotros. El mar llega de lejanías remotas; del mismo modo llegaba ayer, cuando nosotros no lo veíamos, como hace mil años, siempre portador del mismo silencio salvaje y bullente. En la sima verde, bajo nuestros pies, parece que se divisan ciudades y un monasterio. Focos se ve como esculpido en la cima mortal de una pétrea aguja. Centellea el raudo vuelo de la golondrina... Y a pesar de todo, yo he de verlos.
...Veo la nuca de la mujer, cuidadosamente inclinada, y sus tiernos cabellos despeinados, que le caen sobre el cuello. En la montaña hace frío; la mujer lleva sobre las espaldas un abrigo hecho de un capote, abrigo en cuyos pliegues se conserva el hálito de años tumultuosos e inolvidables. El mozo está de pie a su lado. Con las manos en los bolsillos, le mira atentamente el pecho. Al mirar, bajo las pestañas en cariñoso semicírculo. La luz y el sosiego del mar se reflejan en ellas.
Volví la cabeza y contemplé el milagro infinito creado por la vida, hecho con las piedras y el agua de la eternidad. La gordita con su falda de seda,estaba intranquila junto al automóvil y preguntaba a todos por Zhenechka. ¿Pero a quién importaba nada Zhenechka? Sólo yo veía que Grigori Ivánich corría hacia abajo, entre los arbustos, al borde del abismo y, riendo, llevaba en brazos a la joven.

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