SERGUÉI ANTONOV (TIEMPO DE LLUVIAS)

Leningrado-Rusia, 1915

Serguéi P. Antonov, nace en Leningrado en 1915. Terminados sus estudios en la escuela secundaria, trabaja de hormigonero, de cantero y de montador de armaduras metálicas. En 1932 ingresa en el Instituto de Caminos de Leningrado. Más tarde es profesor en la Escuela Técnica de Caminos de la misma ciudad. Empieza su actividad literaria como poeta (1944) En 1945 publica un drama ("Nuestra juventud") y en 1947 su primer libro de cuentos: "Primavera". Entre sus otras colecciones de cuentos y relatos figuran "Gente de paz" (1950). "Los automóviles van en caravanas" (1951), por la que Seguéi Petróvich Antónov obtuvo el premio Stalin. "Trenes expresos" (1951). "El primer empleo" (1952). "El valle verde (1954). Sus novelitas "Coplillas de Poddubki" (1950) y "Ocurrió en Penkov" (1956) han sido llevadas al cine. "Tiempo de lluvias", relato incluido a continuación, se publicó en 1951.
I
Entre los papeles que la tía Pasha había traído de Correo figuraba un sobre del ministerio. En el papel, con su correspondiente membrete, se decía:
"Al cam. Gúriev, jefe de las obras para la construcción del puente sobre el río Valovaia en el pueblo de Otrádnoie.
Respuesta a su comunicado 147/06 del 13 de junio del corriente año.
Durante el trimestre actual no se destinarán más camiones a sus obras.
Cálculos elementales demuestran que en las obras del puente sobre el río Valovaia se dispone de transporte automóvil más que suficiente para cumplir el plan (encima se había escrito a lápiz: y para rebasarlo si se quiere).
Sólo por falta de sentido de responsabilidad (encima, escrito a lápiz, se decía: y una despreocupación absoluta por la misión encomendada) puede explicarse que no se cumpla sistemáticamente el plan de acarreo de arena, casquijo y grava para la construcción del puente sobre el río Valovaia, con lo cual los trabajos de hormigón se prolongarán hasta el invierno y se corre el grave peligro de infringir los plazos de la obra.
Propongo que en el término de una semana se acabe con el intolerable retraso en el acarreo de arena, casquijo y grava a las obras del puente sobre el río Valovaia, para lo cual:
a) se empleará en el trabajo básico todo el transporte automóvil que se dispone;
b) se organizarán dos turnos en el trabajo de las canteras;
c) se aplicarán medios elementales de mecanización en los trabajos de carga y descarga;
ch) se utilizará plenamente el transporte animal de la localidad a tenor de las órdenes cursadas..."
Seguían todavía muchos otros puntos en los que se enumeraban operaciones sencillas y de fácil ejecución.
Valentina Gueórguievna, secretaria del jefe de las obras, leyó el papel hasta el final, anotó su entrada en el registro de correspondencia con las instancias superiores, y se quedó pensativa.
Se representaba mentalmente la incesante lluvia que mojaba la tierra, día y noche, desde hacía dos semanas; los caminos empapados, resbaladizos como el jabón; los camiones cargados de casquijo y grava dando tirones por las rodadas, con gemidos que desgarraban el alma; los rostros de los choferes, lívidos de frío y de insomnio; la pequeña figura de Iván Semiónovich, jefe de las obras, afectado por el asma, salpicado de barro de pies a cabeza; los representantes del Comité ejecutivo del Soviet del distrito, que no permitían sacar de las labores del campo los carros de los kojoses; la pequeña bomba -"rana" - que sacaba fuerzas de flaqueza en la cantera.
La mañana era triste. La lluvia tamborileaba sobre el tejado de la barraca provisional donde se hallaban instaladas las oficinas de la obra. Del otro lado del tabique llegaban las voces irritadas de Iván Semiónovich y del sobrestante de la orilla izquierda.
"El jefe ya tiene hoy bastantes disgustos -pensó Valentina Gueórguievna-, le informaré más tarde." Sacó del cajón una carpeta en la que se veía un rótulo estampado en letras doradas, que decía: "a informe". La había pagado de su bolsillo, en Riga, al terminar la guerra. Colocó en ella el papel y se puso a afilar lápices. A Iván Semiónovich le gustaba tener en la mesa muchos lápices de color bien afilados.
Desde el exterior empujaron la puerta de madera chapeada. Se abrió, vibrando como si titiritara de frío. En la pieza destinada a la recepción del personal entró una oven de unos dieciocho años, mojada la ropa y con un látigo metido en la caña de una de sus botas altas.
-¿Está el jefe? - preguntó.
-¿Y usted, quiénes? - preguntó a su vez Valentina Gueórguievna, sin dejar de hacer punta a un lápiz verde.
-Soy Olga Kurépova, responsable de la brigada de carreteros del koljós "Vía nueva". Diga al jefe que me extienda la certificación. Mañana nos vamos a casa.
-Por una cuestión como ésta no puedo distraer al jefe de las obras - repuso Valentina Gueórguievna entornando los ojos para subrayar el significado de estas últimas palabras.- diríjase al sobrestante.
-El sobrestante no entiende nada... No sabe lo que se pesca. Le explico que el presidente del koljós nos ha enviado por cinco días, y hace ya siete que estamos trabajando aquí. Pero él no nos da ninguna certificación. Nosotros necesitamos llevar estiércol al campo.
-De esto nada sé. Lo que le digo es que el jefe de las obras no puede entretenerse en este asunto. Está muy ocupado.
-Si está ocupado, esperaré.
La responsable de la brigada se sentó en un banco y se puso a exprimir el agua de la falda.
-Esto son unas oficinas y no es un corral, joven - le dijo, severa, Valentina Gueórguievna.
Lo mismo tienen que fregar el suelo - respondió la joven, sin dejar de exprimir la falda-. Fíjese lo manchado que está de barro. De una vez lo friegan todo.
Valentina Gueórguievna estaba afilando ya el cuarto lápiz, cuando del despacho salió el sobrestante de la orilla izquierda, quien, refunfuñando entre dientes, se dirigió a la obra.
"Ahora tendré que informar", pensó Valentina Gueórguievna, y entró en el gabinete.
La carta del ministerio disgustó profundamente a Iván Semiónovich, quien mandó llamar a Timoféiev, jefe de la sección de transporte, y le pidió que le presentara una nota del trabajo realizado por el transporte automóvil.
Timoféiev acudió sin afeitar, cansado e indiferente...
-Mire -dijo Iván Semiónovich, señalando la nota con el dedo-. De dieciséis camiones sólo están de servicio ocho. ¿Cómo se las arregla para que sea así?
-Los camiones que están de servicio son doce, Iván Semiónovich- repuso Timoféiev, contemplando por la ventana el cielo gris y esperando a que su jefe se cansara de aquel cómputo totalmente inútil.
-¡Qué me cuenta usted de doce camiones! - Iván Semiónovich se levantó, sacó un lápiz rojo del vaso de cobre ylo arrojó con fuerza sobre la nota. No sabía enojarse y tenía conciencia de esa debilidad suya-. Ocho transportan grava... ¿Cómo es esto, camarada Timoféiev?
-Kuzmichov y Kvaiev han ido al dispensario para la revisión profiláctica, Stepánov está en la ciudad con el encargado del comedor... Usted mismo dio el permiso...
-Así se hacen las cosas. Yo di permiso par aun solo viaje, y se van a la ciudad cada día...
Timoféiev callaba y se quedó mirando por la ventana, como si le importara un bledo lo que pudieran decirle.
-Bueno, son once - prosiguió el jefe de las obras -. ¿Dónde están los otros cinco camiones?
-Valor y Korkina se han quedado sin neumáticos- Ajapkin ha ido a buscar bencina... Pero de qué sirve contar los camiones... Con este tiempo hay que transportar la grava en barcas y no en camiones.
-Está bien. ¿Qué se ha hecho de los otros dos?
-El de tonelada y media está a disposición del sobre restante de la orilla izquierda... por orden d usted.
-¿Qué?
-Digo que por orden de usted mismo - repitió Timoféiev, irritado.
-¿Y el dieciséis?
Valentina Gueórgievna esperaba inquieta que la conversación recayera sobre el camión dieciséis. Dos días atrás, el porfiado Timoféiev, pese a la prohibición del jefe de las obras, lo envió con un amigo su yo a cambiar la "rana" por una bomba de mayor potencia para la cantera. El viaje era largo, y a causa de las lluvias el camión se atascó, no sabían exactamente dónde, y se habían quedado sin camión y sin bomba. Valentina Gueórgievna miraba a su superior -hombre de poca estatura, robusto, de cara hinchada, contraída por la irritación; de bondadosos ojos azules, como los de un niño - y a Timoféiev, peludo e indiferente. Contemplaba a los dos hombres que tenían plena conciencia, como ella misma, de que el problema no estaba en los camiones, sino en el tiempo, y en el fondo de sus almas comprendían la inanidad de aquella conversación. Ambos le dieron lástima.
-Bueno, ¿dónde está el dieciséis? -repitió Iván Semiónovich.
-El dieciséis está trabajando. Aquí se han equivocado en la anotación.
-Ahora lo comprobaremos. Valentina Gueórgievna, traiga los partes de los sobrestantes, haga el favor.
No menos consternada que su jefe, Valentina Gueórgievna volvió a su sitio de trabajo. La responsable de los carreteros, con su arrugada falda, no se había movido del banco.
-No me iré sin que me den la certificación - dijo -. ¿Se cree usted que no conocemos las leyes? Ya sabemos de qué pie cojean estos jefes tan ocupados, no es el primero que nos echamos en cara. Vino un delegado para los cupos de patatas y quería disponer a su antojo de nuestros caballos. ¿Sabes? Le dimos...
-Le ruego que tenga cuidado al elegir las palabras - la interrumpió Valentina Gueórgievna, profundamente dolida de que confundieran a un ingeniero experimentado, dirigente de importantes trabajos, con un delegado cualquiera para el cupo de patatas.
-¿Qué pasa? - preguntó Iván Semiónovich apareciendo en la puerta.
-Ya ve usted, no me dejan entrar en su despacho. - dijo la joven-. Se ha terminado el plazo de nuestro trabajo, hemos consumido las raciones, tenemos que llevar estiércol a los campos y el sobrestante no nos da la certificación.
-¡Cómo es posible! - repuso Iván Semiónovich 
-Es la pura verdad. Dice que no hemos cumplido la tarea... ¡Pero qué tarea ni qué ocho cuartos puede haber si hay que ir a buscar la grava a siete kilómetros! Cuando subimos la cuesta después del barranco, tenemos que enganchar dos caballos... No pueden con estos caminos.
-¡Pero qué dice usted! . volvió a exclamar Iván Semiónovich.
-Como que hay Dios, la verdad. Y ya ve, a unos dos kilómetros, camarada jefe, a estas horas ya habríamos cumplido más de dos planes. ¿Cree que nos gusta mucho estar viendo la hormigonera parada?
-No se puede emplear cualquier grava, guapa moza - le dijo afablemente Iván Semiónovich-. Sólo podemos traer la que tiene bastante dureza. La blanda, la caliza, no sirve.
-Si no sirve, que no sirva. Pero usted mismo me escribirá la certificación, a mano o a máquina.
-Espera un poco, preciosa. -Iván Semiónovich le dio torpemente unas palmaditas al hombro, como si las diera a una estufa puesta al rojo vivo. -Nos pondremos de acuerdo,como buenos amigos: quedaos unos tres días más.
-¿Tres días más? ¡Qué se figura usted, camarada jefe!
-Escucha, escucha. ¿Eres del Komsomol? Juzga tú misma lo que pasa: el trabajo queda a medio hacer y desertáis. Los komsomoles no obran así. Sería una vergüenza.
-De ningún modo, no tenemos de qué avergonzarnos.
-Cómo eres así... En tu lugar, yo no me iría hasta que se terminaran las obras. ¿Has visto qué mozos tenemos aquí? Especialistas, albañiles, choferes, jóvenes y guapos...
-Para qué quiero yo sus choferes. Yo ya tengo mi mujik - replicó tranquilamente la responsable de los carreteros-. Si no nos da la certificación, nos iremos sin ella.
Valentina Gueórgievna se daba cuenta de que el jefe de las obras, a quien esperaba un montón de problemas, procuraba pacientemente de convencer a la responsable de los carreteros sin decir una palabra acerca de la difícil situación en que se encontraba su empresa, ni del documento ofensivo e injusto que había recibido de la capital; le oía cómo se esforzaba por convencer, picar el amor propio, bromear, a pesar de qué no sabía gastar bromas, como tampoco sabía enojarse; miraba su cabeza blanca, su confusa sonrisa, y sentía elevarse en su interior una sorda irritación contra aquella joven.
Por fin, Iván Semiónovich hizo un ademán de fatiga y añadió, cansado:
- Valentina Gueórgievna, escriba la certificación, que se vayan... Qué le vamos a hacer - y entró en su despacho.
-¡Cómo no le da vergüenza! - le dijo colérica Valentina Gueórgievna, no bien la puerta se cerró tras él-. Usted misma ve que llueve, que los camiones patinan, que el jefe de las obras le han salido cabellos blancos durante estos días, y vosotros, dale con la certificación... A quien hace falta el puente es a vosotros, y no a nosotros... - Los labios le temblaron.
-Está bien, está bien... - repuso la joven, sorprendida e impresionada-. Aún trabajaremos mañana, pero extienda la certificación.
Se oyó un golpe en el tabique. Valentina Gueórgievna entró en el despacho del superior, que estaba escribiendo y, por lo visto, se había olvidado del camión dieciséis. Timoféiev no estaba.

-Hago la lista... – dijo Iván Semiónovich haciendo grandes pausas, sin dejar de escribir – de los documentos que me ha de preparar... para esta noche. Me voy a Moscú hoy mismo – y arrojó decidido al lápiz -. He de demostrarles que ahora hay que transportar el material no en camiones, sino en barcas.
2
Poco después de la salida de Iván Semiónovich, hizo buen tiempo, brilló el sol, y por fin Valentina Gueórguievna pudo ir a la oficina llevando los zapatos blancos que tanto le gustaban.
El gabinete de Iván Semiónovich había quedado vacío, y parecía una caja de resonancia. Unas flores secas de la ventana dejaban caer sus hojas en el antepecho.
Del vaso de cobre sobresalían unos lápices cuidadosamente afilados.
Cuando Iván Semiónovich salía de viaje, Valentina Gueórguievna se ponía de mal humor. Entonces resultaba notorio que si los empleados se interesaban por ella era sólo por su condición de secretaria del jefe de las obras. Casi no tenía nada para pasar a teléfono. Además, Valentina Gueórguievna estaba preocupada por lo que pudiera ocurrir en Moscú estando Iván Semiónovich solo; ¿quién le buscaría los datos que necesitara?
A la hora de comer ya había despachado todos los asuntos de trámite, recordó a las secciones que debían presentar el correspondiente informe decenal y se fue a buscar flores.
El puente se construía aproximadamente a kilómetro y medio de las oficinas, y desde la orilla alta se veía la armazón de los pilares sobresaliendo por encima de las tranquilas aguas del río. Junto a una de dichas armazones no había nadie. En las otras dos, hormigueaba la gente. Valentina Gueórguievna recordó la frase que había escrito hacía poco tiempo al dictado de Iván Semiónovich: “Dada la escasez de materiales, los trabajos de hormigón se centrarán ante todo en los pilares segundo y tercero.”
Sobre el río se extendía un puentecillo provisional sostenido por pilotes amarillentos sin descortezar. Iván Semiónovich trazó el proyecto de este puentecillo en diez minutos, sobre una caja de cigarrillos “Kazbek”. Entonces a Valentina Gueórguievna le pareció que un puente como aquel tenía que hundirse irremisiblemente. Mas por él estaban llevando en vagonetas, hasta los pilares, piedra, hormigón, barras para la armazón, grapas, clavos y muchos otros materiales cuyos nombres apenas cabían en las dieciocho páginas de la solicitud cursada por la sección de abastecimiento. Transportaban, asimismo, tablones recién aserrados, de una pulgada de espesor, lisos y amarillentos, los mismos tablones por los cuales, hacía unos días, la propia Valentina Gueórguievna casi se quedó sin voz al transmitir por teléfono un telegrama que decía: “Enviad urgentemente tablones de pulgada; se interrumpen trabajos hormigón.”
Cuanto más se acercaba al puente, tanto más netamente distinguía Valentina Gueórguievna en el confuso y alentador ruido de las obras, sonidos particulares: el golpe claro del hacha que brillaba en el segundo pilar, y que se percibía, retardado, desde que se comenzaba a introducir el clavo hasta que que se remachaba, con ensordecedor y victorioso batacazo; el canto de la sierra en el tercer pilar, primero suave y desacompasado, cuando había que dirigir la terca lámina por el buen camino con el dedo pulgar, luego sonoro y ondulante cuando la sierra se deslizaba obediente y despedía el serrín a chorros; el sordo chapoteo de la máquina movida por un motor diesel y que calvaba pilotes junto a la orilla derecha; el chirrido desgarrador de la grava granítica al ser vencida por el acero del tambor de la hormigonera; el batir de un pequeño motor al otro lado del terraplén, ya apagándose, ya recobrando fuerza, como si el motorcito corriera hacia alguna parte y regresara luego; el retumbar inesperado de los troncos descargados en la orilla derecha.
Valentina Gueórguievna tenía algo que ver con toda aquella febril agitación, con todos aquellos ruidos, golpes y estrépitos que surgieron después de muchos días de cálculos, discuiones, reuniones y resoluciones por voluntad de Iván Semiónovich, entonces de viaje en Moscú. La alegraba sentirse una parte de aquel mundo. Caminaba por la elástica capa de las virutas aplastadas, por los leves troncos, tercos en rodar bajo los pies, por la huella reciente de los camiones-volquete de cinco toneladas, y se encontraba con algunas personas que la saludaban, sin que ella las reconociera. Subió por la cuesta que daba acceso a la orilla izquierda, desmoronadiza, y siguió caminando por delante de las barcazas dispuestas para transportar por el agua el material de los tramos. Se dirigía a su pradera favorita, donde creían los ranúnculos, la manzanilla y otras florecillas, encarnadas, cuyos nombres Valentina Gueórguievna desconocía.
La praderita se hallaba entre un estrecho brazo del río y un soto de abetos formado por árboles jóvenes terminados con ramitas en cruz. Cuando soplaba el viento, las flores se movían como si jugaran al escondite y los pequeños abetos se hacían divertidas reverencias. El ruido de las obras casi no llegaba hasta aquel lugar, y sólo algún que otro trozo de madera en cuyo extremo se veía alguna cifra escrita con tiza pasaba de tarde en tarde arrastrado por las aguas y recordaba el trabajo que no lejos de allí se llevaba a cabo.
Mientras recogía las flores, Valentina Gueórguievna dejaba volar libremente sus pensamientos, soñaba que nombraban jefe de negociado a Iván Semiónovich, quien tendría un despacho con cortinas de seda y un timbre para llamar a la secretaria. En la sala de espera habría armarios, todos iguales, y en cada uno de ellos carpetas también iguales entre sí con cierres automáticos; en la tapa de las carpetas, Valentina Gueórguievna pegará números que recortará de los calendarios del año anterior. Habrá tantas carpetas, que Iván Semiónovich, por la noche, la enviará a buscar a ella en coche para que le facilite el documento necesario. De esta suerte soñaba Valentina Gueórguievna, mientras que a su lado volaban tontamente las mariposas como pedazos de papel arrastrados por el viento. Hacía más de ocho años que Valentina Gueorguiévna trabajaba con Iván Semiónovich, y no podía imaginarse a otro jefe en su lugar. Antes trabajó unos diez años de mecanógrafa en una editorial de libros sobre técnica. Durante la guerra, cuando se suprimió la sección de mecanografía de la editorial, se presentó a una unidad militar y pidió que la emplearan en un servicio cualquiera. La destinaron como secretaria-mecanógrafa a las órdenes del capitán Gúriev, del cuerpo de Ingenieros, y desde entonces viajó con él de una obra a otra.
El aspecto serio y reservado de Valentina Gueorguiévna le impedía franquearse con sus compañeros de trabajo. Su única pasión terminó de manera muy rara. En un periódico del frente vio un día la fotografía de un marino parecido a Chkáov, e impresionada por la hazaña que ése había realizado, le escribió una carta a máquina, de la que se quedó con copia, y se la envió a la dirección del periódico. Se cartearon. Valentina Gueorguiévna prestaba entonces sus servicios en la Dirección militar de Caminos, cerca de Tijoven; el marino luchaba en las inmediaciones de Leningrado. Se escribían con frecuencia, regularmente. En una de las cartas él le pidió la fotografía. Valentina Gueorguiévna la recortó del cuadro de honor y se la envió. En espera de esa carta la correspondencia. Iván Semiónovich, que estaba al corriente de los infantiles secretos de Valentina Gueorguiévna, procuró convencerla de que el marino había muerto, aunque él no estaba convencido, ni mucho menos, de lo que decía.
Cortadas las flores, Valentina Gueorguiévna se acercó a la orilla y se sentó en un tocón, no sin haber mirado previamente si había por allí alguna lagartija.
El brazo de río parecía sin fondo por el reflejo de las esponjosas nubes y del color azul del cielo. En la mansa superficie del agua, entre las tersas hojas de los nenúfares, se formaban de vez en cuando lentos círculos, como producidos por la caída de una gota, y se estremecía una florecilla blanca al roce de un pez. Las libélulas se perseguían con crujir de alas a ras de agua. El aire cálido ponía un leve cendal sobre la orilla opuesta del río y el lejano bosque.
Sin prestar atención a ninguna de estas cosas, Valentina Gueorguiévna elegía con grave semblante las flores, una a una, para componer un ramo. Tan absorbida estaba en su ocupación, que no oyó los pasos de Timoféiev.
-¿Son para el jefe? – preguntó Timoféiev, mirando las flores.
-Sí. Para el despacho del jefe – rectificó Valentina Gueorguiévna mirando a Timoféiev por encima del hombro.
-¿Regresará pronto?
-Sí, dentro de unos dos días.
-Podrá darle una alegría. En el transporte de grava casi hemos recuperado el tiempo perdido y ya no nos falta mucho para cumplir el plan. Vea usted lo que significa el que no llueva.
-Sí; según el parte meteorólogico, mañana tampoco lloverá.
-¿Cómo se da tan poca maña para entresacar las flores, Valentina Gueorguiévna?
-Me duelen los dedos, no sé si es de los nervios o de la máquina - respondió Valentina Gueorguiévna, enternecida por su atención.
Timoféiev se sentó en el suelo, recogió cuidadosamente los ranúnculos que a ella se le habían caído y se los dio.
-¿Por qué va siempre sin afeitar? –le preguntó Valentina Gueorguiévna, sonrojándose levemente y temerosa de que él le mirase la cara.
-¿Para quién quiere que me afeite?
-Para usted mismo.
Timófeiev se quedó un momento pensativo y suspiró.
-Ni hay por qué ni tengo tiempo. Trabajamos a la buena de Dios. El punto débil está ahora en traer combustible, y los últimos litros de ligroína se han dado a los tractores. Los tractores pueden trabajar haga el tiempo que haga, mientras que para los camiones estos minutos valen lo que el oro. Mañana estarán parados.
-¿De veras? -preguntó Valentina Gueorguiévna, percibiendo en las palabras de Timófeiev un reproche a Iván Semiónovich.
-Así es. Sabemos trabajar, pero lo hacemos sin orden ni concierto. Damos, no con el puño, sino con los cinco dedos de la mano extendidos. Nos falta un hombre que sepa mandar. Por esto nos duelen los dedos.
-Muchas gracias. Basta con las flores escogidas – dijo irritada Valentina Gueorguiévna.
-Si basta, que baste.
Timófeiev se levantó y se dirigió al puente.
Valentina Gueorguiévna esperó a que él desapareciera tras la colina y se encaminó también a su trabajo. Por la tarde tuvo poco que hacer y regresó a la aldea muy temprano; se planchó la blusa, leyó a Chéjov y se acostó pronto.
De golpe, estando ya medio dormida, le pareció que la nota escrita por encargo del jefe de las obras, antes de que partiera éste hacia Moscú, había puesto ciento siete metros cúbicos de hormigón en vez de los ciento veintisiete que se habían colocado. Saltó de su cama plegable, se vistió a toda prisa y, amedrentada por la oscuridad, se fue corriendo a las oficinas para revisar la copia. Todo resultó perfecto: había escrito ciento veintisiete metros cúbicos.
3

Dos días más tarde regresó Iván Semiónovich, acompañado de un hombre desconocido. Con la llegada de su superior, Valentina Gueorguiévna tuvo que ocuparse de muchos asuntos, importantes unos, de detalle otros, y no tuvo tiempo de pararse a examinar al recién llegado. Notó tan sólo que éste inclinaba la cabeza al cruzar el umbral de la puerta y se le veía el chaleco debajo de la chaqueta. Al día siguiente el desconocido, desde primera hora de la mañana, se presentó otra vez en las oficinas acompañado de Iván Semiónovich. Valentina Gueorguiévna se fijó en él más detenidamente. Era un hombre alto y fuerte, de unos treinta y cinco a cuarenta años, al que empezaba a apuntar la calivice. Llevaba una chaqueta negra descolorida, un chaleco de la misma tela y pantalones metidos en la caña de las botas altas. Del bolsillo del chaleco le sobresalía una pequeña regla de cálculo. Tenía el rostro y las manos –muy velludas- fuertemente bronceados por el sol, como si acabara de llegar de vacaciones.
Entro en el despacho de Iván Semiónovich, quien se asomó por la puerta entornada y advirtió que no dejara pasar a nadie.
-Está bien -respondió Valentina Gueorguiévna. En las obras a menudo se presentaban inspectores y revisores del ministerio, y la secretaria estaba acostumbrada a visitas semejantes.
Después de la comida, mientras copiaba a máquina unas instrucciones de seguridad contra incendios, se le acercó Timoféievy le preguntó a media voz, señalando la puerta con la cabeza:
-¿Qué le ha parecido el nuevo?
-¿A qué nuevo se refiere usted? –contestó la secretaria, sin comprender.
-¡Pero cómo! ¿No se da cuenta? – replicó Timoféiev, sorprendido- Iván Semiónovich hace entrega de la dirección de las obras.
Entonces Valentina Gueorguiévna comprendió de golpe que Iván Semiónovich había pedido la documentación relativa al proyecto técnico, las actas acerca de los trabajos de prospección, los balances de la contabilidad, y por qué le había dicho que no dejara pasar a nadie al despacho. Intentó seguir escribiendo a máquina; pero en cada línea se equivocaba, y lo dejó.
No era la primera vez que trasladaban de obra a Iván Semiónovich, pero siempre lo había sabido antes que nadie Valentina Gueorguiévna. A qué la llamaba a su despacho y le comunicaba que en tal fecha se irían a tal lugar, y le advertía que, por el momento, no debia decir nada a nadie, y le daba instrucciones con vistas a la partida.
Valentina Gueorguiévna se sintió ofendida de haberse enterado por Timoféiev de la marcha de Iván Semiónovich. Esperó a que el nuevo jefe saliera del despacho y entró decidida, sin llamar de antemano, como tenía por costumbre.
Iván Semiónovich se hallaba sentado a la mesa, pero no en su lugar habitual, sino a un lado, en un taburete. Estaba escribiendo. Miró a Valentina Gueorguiévna y, sin decir palabra, prosiguió su labor, inclinando más aún la cabeza poblada de canas.
-Iván Semiónovich, ¿nos vamos? – preguntó ella.
El se incorporó lentamente, la miró un poco turbado y dijo:
-Sí, no hay más remedio... Qué le vamos a hacer... Me nombran jefe de la sección técnica del departamento. Dicen que ya soy viejo para trabajar en las obras... Qué le vamos a hacer... Lo malo es que nosotros mismos no nos damos cuenta de que nos hacemos viejos...
Se sonrió con triste sonrisa.
-¿Cuándo tenemos que estar dispuestos para salir?
-Verá usted, Valentina Gueorguiévna -respondió Iván Semiónovich, acabando cuidadosamente las letras en el papel a medio escribir-. Esta vez he de irme solo... El jefe del departamento ha dado la orden de que no me lleve a un solo trabajador de las obras... Qué le vamos a hacer...
-¿Y qué voy a hacer yo? – repuso sorprendida Valentina Gueorguiévna.
-No se preocupe, no se preocupe... - Iván Semiónovich se levantó del taburete y le dio unas palmaditas en el hombro, con tan poca gracia como en el caso de la responsable de los carreteros-. Trabajará usted un poco más aquí y yo la reclamaré desde allá... Ahora resultaría violento... Además, a santo de qué va a ir usted tras un viejo como yo, a una ciutad tan sofocante...
-Claro –respondió maquinalmente la estupefacta Valentina Gueorguiévna.
-Aquí en las obras la cosa es distinta... –continuó apesadumbrado Iván Semiónovich -. Río, bosque, campos... Aire puro...
Al día siguiente, Iván Semiónovich se quedó a arreglar el equipaje y el nuevo jefe, cuyo extraño apellido era Nepeivoda 1, se instaló en el despacho. Ya estaba allí cuando llegó a las oficinas Valentina Gueorguiévna. La puerta del despacho se hallaba abierta de par en par.
-¡Valentina Gueorguiévna! – gritó desde el despacho el nuevo jefe de las obras, pronunciando fuerte y distintamente cada una de las letras.
“Válgame Dios, ya conoce mi nombre y patronímico”, pensó la secretaria, estremeciéndose , y entró en el despacho, procurando no apresurarse en lo más mínimo.
Nepeivoda estaba sentado, los velludos brazos puestos sobre la mesa escritorio, que pareció a Valentina Gueorguiévna mucho más pequeña que cuando la ocupaba Iván Semiónovich. El nuevo jefe miró a la secretaria inclinando levemente la cabeza a un lado, lo cual daba la impresión de que la contemplaba con una punta de ironia.
-¿Diga? – contestó secamente Valentina Gueorguiévna.
Nepeivoda seguía contemplándola fijamente, clavando la mirada escrutadora en el puente de la nariz de Valentina Gueorguiévna, hasta el punto de que ésta sintió picazón en ella.
-Retire estos lápices de color, tenga la bondad –dijo Jepivoda – Aquí no tendré tiempo de dedicarme a hacer dibujos. Me basta un lápiz.
-Está bien – respondió Valentina Gueorguiévna.
-Otra cosa. Mande poner un lavabo aquí, en un ángulo.
-¿Qué?
-Un lavabo. Ese mecanismo sirve para lavarse. –El jefe de las obras se levantó, alto como era, y la sombra de su cuerpo cayó a los pies de Valentina Gueorguiévna. La secretaria se hizo a un lado, apartándose de la sombra-. Además, haga traer un lebrillo o uncubo. Del jabón y de la toalla me encargo yo mismo.
-¿De dónde quiere que saque el lavabo?
-Vaya problema. No sabe dónde encontrar un lavabo. En último caso tráigame una lata de aceite secante y un clavo de seis pulgadas. Yo mismo me lo haré.
-Está bien – dijo Valentina Gueorguiévna.
-Después pase a máquina esto, en forma de orden – le dio un trozo de papel con una nota escrita a vuela pluma -, y envíela a los puestos de trabajo. Hoy mismo.
Sus ojos decían: “nada más”, y Valentina Gueorguiévna salió.
Se sentó a su mesita, se puso dedales de goma y comenzó a copiar:

“ORDEN N.° 69

Pueblo de Otradnoe 26 de junio de 19...
Desde el día de hoy me hago cargo de la dirección de las obras para la construcción del puente sobre el río Valovaia.
Motivación: Orden del jefe de la Dirección General de Puentes, fechada a 21 de junio del año en curso y registrada con el N.° 3751/OK.”

Valentina Gueorguiévna se sacó los dedales de goma, escribió en tres ejemplares “Conforme con el original”, firmó, y prorrumpió en llanto.
4

Después de la marcha Iván Semiónovich, todo fue patas arriba. Al sobre restante de la orilla izquierda le retiraron el camión de tonelada y media, le trasladaron de sitio y, desde entonces le llamaron sobrestante de los trabajos de hormigón; se interrumpieron los trabajos de explanación en los accesos de la orilla derecha; al sobrestante de la orilla derecha lo mandaron a hacerse cargo de los trabajos de cantera y enviaron a unos sesenta obreros a reparar los caminos que llevaban a esta última. Pararon los tractores y algunos otros mecanismos, pues el nuevo jefe mandó poner en reserva cinco toneladas de combustible y de la adminisración del resto se encargó Timoféiev, quien sólo abastecía a sus camiones. De algún modo se enteró Nepeivoda de que existía una cantera abandonada en la orilla del río – por lo visto, la misma de que había hablado la responsable de los carreteros-, trajo de allí un saco de arena y de guijarros, lo echó en un rincón del despacho y ordenó que se enviara a analizar una muestra. El nuevo recorría las canteras y los puestos de trabajo desde el amanecer. Regresaba sucio, cubierto por el polvo de la piedra triturada y del cemtno, se desnudaba hasta la cintura en el despacho y se lavaba, salpicando de agua las paredes. Durante las pocas horas que permanecía allí, tenía la puerta abierta de par en par y recibía a todo el mundo, sin excepciones de ninguna clase y sin necesidad de que se le anunciaran las visitas. Tampoco daba golpes al tabique, como solía hacer Iván Semiónovich, sino que gritaba a voz en cuello: “¡Valentina Gueorguiévna!” cuando necesitaba algún dato. Empezaron a acudir nuevas personas a la oficina: empleados del Comité ejecutivo del Soviet del distrito y delegados del Comité de distrito del Partido. Nepeivoda entró en seguida en excelentes relaciones con unos y con otros. A menudo llamaba por teléfono al centro del distrito y se reía con el auricular en la mano.
Quien más rapapolvos tenía que soportar era Timoféiev, a pesar de que se había convertido en uno de los prinicpales personajes de las obras. En cierta ocasión el jefe vio un barril de chapa de hierro lleno de combustible puesto al sol. Llamó a Timoféiev y le ordenó escribir un letrero que dijera: “De un barril puesto al sol se evapora en un día tanto combustible como necesita un camión de tres toneladas para recorrer diez kilómetros”, y se lo hizo colgar en el depósito de bencina ylegroína. Timoféiv no creía que fuera verdad, pero hizo escribir el letrero y lo colgó él en persona. Más tarde, Nepeivoda se enteró del cambio hecho con la “rana” de la cantera. Mandó recuperar la bomba, y el valor del combustible gastado para ello lo descontó del salario de Timoféiev. Este se le presentó inmediatamente para discutir el asunto, mas el nuevo jefe le dijo que no hablaría con él mientras no se afeitara. Timoféiv se afeitó, el jefe habló con él, pero no modificó la orden dada.
A Valentina Gueorguiévna le parecía que los trabajadores de las obras, como ella misma, estaban descontentos del nuevo jefe y recordaban con nostalgia a Iván Semiónovich. Ella lo echaba mucho de menos, y el día que en un diseño recién llegado de Moscú vio la firma de Iván Semiónovich bajo su nuevo título de “Jefe de la sección técnica”, se alegró como si de él hubiera recibido carta. Estuvo pensando con quién compartir su alegría, y por fin llamó a la tía Pasha.
-¿Reconoce usted esta firma? – le preguntó con aire enigmático.
La tía Pasha no la reconoció.
-¡Es la firma de Iván Semiónovich! Ahora trabaja en Moscú y envía proyectos a todas las obras.
-¡Mira, pues!... –respondió vagamente la tía Pasha, y después de pensar un poco, añadió: -¿Cuándo he de fregar el suelo? ¿Ahora o más tarde?
Valentina Gueorguiévna se ofendió y escondió el diseño, pero cuando entró Timoféiev no pudo contenerse y lo sacó otra vez.
-¿Reconoce la firma? – le preguntó.
-Cómo no. Ahora el viejo está en su sitio. A ver, muéstreme... – empezó a examinar atentamente un diseño. –Mire qué grosor ha proyectado para el asfalto. ¡Qué mosca les ha picado alli? ¡Doce centímetros! Aún habrá que acarrear materiales para este asfalto sin llegar nunca al fin.
-Esto quiere decir que así debe de ser, según las condiciones técnicas de la obra –replicó severa Valentina Gueorguiévna -. Iván Semiónovich sabe lo que hace.
-Está bien; si las condiciones técnicas lo requieren, lo acarrearemos –contestó Timoféiev, conciliador-. Ahora avanzamos más aprisa.
-Ahora se va más aprisa porque ha dejado de llover – replicó Valentina Gueorguiévna, sin poderse dominar.
-Ha dejado de llover y trabajamos mejor. Ashora todos los recursos se han concentrado en el transporte, en el punto neurálgico.
-A usted le es fácil juzgar así de las cosas. Ahora todo elmundo está pendiente de usted. Pero escuche lo que dicen los sobrestantes.
-Los sobrestantes ahora no dicen nada. Antes sí, hablaban mucho; pero ahora no tienen tiempo, han de trabajar.
Las palabras de Timoféiev dejaron estupefacta a Valentina Gueorguiévna. Si alguien tenía que recordar con afecto y nostalgia a Iván Semiónovich, no podía ser otro que Timoféiev, a quien se le había acabado la vida sosegada con la venida del nuevo jefe. Y ahora se afeita, se sonríe y no duda de que en sus dieciséis camiones acarreará todo lo que desee.
Aquel mismo día, sin saber cómo, Valentina Gueorguiévna tuvo una mala idea: deseaba que de nuevo se pusiera a llover. Las condiciones eran demasiado dispares para que fuera posible comparar al nuevo jefe con el viejo. Si vuelve a llover, los camiones se atascarán en los caminos, la cantera quedará encharcada, dejará de trabajar la hormigonera y entonces para todo el mundo resultará notorio que Iván Semiónovich es mejor que Nepeivoda.
Valentina Gueorguiévna empezó a esperar que lloviera.
En la isba donde vivía junto con los dueños, koljosianos, y dos mujeres delinantes, dijeron que si los gansos se paran sobre una sola pata, puede afirmarse que hará frío y lloverá.
Por la mañana, al dirigirse a las oficinas, Valentina Gueorguiévna salía al patio y miraba los gansos, aun despreciándose en el fondo del alma por lo que hacía; cuando se les acercaba, los gansos se ponían a hablar suavemente entre sí, como si tuvieran noticia de los secretos pensamientos de ella.
Un día, al despertarse, vio que los dueños de la isba se desayunaba a la luz de una lámpara. La habitación estaba sombría. Medio adormilada aún, Valentina Gueorguiévna tuvo la impresión de que todavía era de noche. Lo primero que vio al mirar por la ventana fue un grajo. El pájaro había buscado refugio bajo el alero del soportal de la casa de enfrente y se sacudía como un perro. Caía una grisácea lluvia cerrada. La dueña de la casa, malhumorada, sacaba de un baúl botas altas y galochas. Valentina Gueorguiévna se vistió, abrió el paraguas y se dirigió al trabajo canturreando.
El despacho del jefe de las obras estaba repleto de gente.
A los jefes de equipo los mandaban a los caminos. Destacaban los tractores a los puntos difíciles – utilizaban el combustible del depósito de reserva – para sacar del atolladero a los camiones. Se ordenó levantar un techado sobre los pilares en construcción, a fin de que no se interrumpieran los trabajos bajo ningún pretexto. El jefe intentaba hablar por teléfono a Moscú, pero la línea estaba estropeada. Era tal el barullo, que a Valentina Gueorguiévna le dio jaqueca. Finalmente, el jefe de las obras se marchó, las oficinas quedaron sin gente y la secretaria pudo ocuparse de su labor.
Unas dos horas más tarde, salpicado de barro y chorreando agua, volvió Nepeivoda, quien de nuevo intentó llamar por teléfono a Moscú sin resultado alguno. Entonces comenzó a lavarse, mientras dictaba a Valentina Gueorguiévna el texto del siguiente telegrama:
-Urgente. Al jefe de sección obras del departamento. ¿Lo ha escrito? A pesar de haber enviado a laboratorio muestras grava cantera orilla Valovaia, hace una semana, desconocemos resultado análisis. ¿Lo ha escrito? Por examen visual la grava es adecuada para hormigón, responde a condiciones técnicas. Ruego comuniquen telegráficamente resultados análisis –continuó Nepeivoda, salpicando suelo y paredes con el agua – o comenzaré utilizarla en construcción. Punto.No puedo seguir al paso de sus calmosos trabajadores.
-¿Escribimos al departamento? –preguntó Valentina Gueorguiévna, procurando, con tacto, llamar la atención del jefe de las obras sobre los términos duros del telegrama.
Mas el jefe no entendió la alusión.
-Al departamento, ¿por qué? –dijo, llegando a salpicarle las medias.
-Por nada – respondió la secretaria, pensando: “al fin y al cabo, a mí que me importa” -. Así, pues, he escrito: “calmosos trabajadores...”
-Está bien. Escriba: En adelante ruego ayudar eficientemente y no mediante circulares. Nepeivoda. Nada más. Y llame al jefe de la sección técnica.
“Empezmaos bien – pensó Valentina Gueorguiévna al ponerse a la máquina de escribir-. No bien ha empezado a llover, manda un telegrama a Moscú de cien rublos.” Pasado el texto a máquina, entró en el despacho para la firma. Nepeivoda tomó el lápiz para firmar, pero se quedó pensativo y dijo al jefe de la sección técnica:
-Si se han demorado tanto como usted dice en el análisis, todos nuestros telegramas son inútiles. Dentro de una semana lo que necesitamos no son análisis, sino pilares acabados. ¿No sabe usted cuándo sacaron grava de esta cantera por última vez?
El jefe de la sección técnica no lo sabía.
-¿Usted tampoco lo sabe?
Valentina Gueorguiévna tampoco tenía idea.
-¿A quién podría mandar a la aldea para que se enterara? –preguntó Nepeivoda – Cuanto antes.
Se quedaron pensando a quién mandar. Pero como hacía mal tiempo, casi todos los hombres estaban arreglando los caminos. El delineante que se había quedado en la sección técnica estaba rehaciendo el proyecto de trabajo correspondiente al mes de junio. Ya lo llevaban retrasado. Toda la gente estaba ocupada.
El jefe de las obras levantó la mirada hacia Valentina Gueorguiévna , y de repente le preguntó:
-¿Monta usted a caballo?
-¿Qué?
-No, qué va a montar a caballo usted – prosiguió, decepcionado-. Me figuré que en el ejército había aprendido.
-En el ejército siempre iba en camión. Iván Semiónovich siempre me dejaba subir a la cabina – y al decir estas palabras entornó significativamente los ojos.
-Pero ahora no hay manera de ir en camión. –El jefe de las obras miró por la ventana. -¿No podría usted ir andando hasta la aldea y enterarse de lo que necesitamos saber acerca de esta cantera? Pregunte a la gente del lugar o al presidente del koljós. ¿Eh?
-Está bien - respondió Valentina Gueorguiévna, pensando que si los ingenieros se habían puesto a arreglar caminos, bien podía ella hacer de ordenanza.
-Pero usted tendrá que ir andando.
-Naturalmente.
Pasó a la sala de espera, escuchó el ruido de la lluvia, se calzó las botas altas de agua, se vistió elleve abrigo, se levantó el cuello, tomó el parguas y se dispuso a salir.
- Valentina Gueorguiévna – dijo el jefe.
Ella se volvió ligeramente, evitando encontrar su mirada.
-¿Piensa usted ir de este modo?
-¿Cómo quiere usted que vaya?
-Quedará empapada como una esponja. Espere.
Sacó de su despacho un gran impermeable de lona dura, con botones de uniforme militar y un número de varias cifras estampado con tinta roja en el pliegue. Olía a tabaco.
-Póngaselo –dijo Nepeivoda abriendo el impermeable.
Resultó grande,incluso para una mujer alta como Valentina Gueorguiévna. El jefe de las obras se lo abrochó de arriba a abajo, le dobló las mangas y le caló la endurecida capucha.
-Ahora va bien. Y deje el paraguas... Si en la aldea no están enterados, lléguese hasta la otra. Espero que tenga éxito.
Valentina Gueorguiévna se metió en el bolsillo el emparedado que había traído para desayunarse, envuelto en un papel fino, y salió.
Caía una lluvia regular, molesta, sin truenos ni rayos, densa y opaca. A escasa distancia las cosas ya no se distinguían bien. El río parecía blanco, como si hirviera, a causa de las gotas que caían. El camino estaba empapado, se había uesto resbaladizo, y Valentina Gueorguiévna saltó la cuneta para caminar por la hierba. Así avanzaba con mayor facilidad. A su paso, saltaban las mojadas ranas, semejantes a pepinos salados. La lluvia, al caer sobre la capucha, resonaba como si golpeara sobre un tejado; pero ni una gota de agua atravesaba el impermeable, y a Valentina Gueorguiévna incluso le pareció agradable caminar de aquel modo por el campo encharcado. “Es como si estuviera en una glorieta”, pensó, encogiéndose.
Los dueños de su isba se extrañaron al verla a aquella hora insólita. No pudieron facilitarle ningún dato acerca de la cantera; ni siquiera sabían que existiera. Por lo visto, hacía mucho tiempo que de ella no se sacaba piedra. Le aconsejaron que preguntara al peón caminero, hombre joven y alegre, que vivía en el extremo de la aldea. Este tomó el plano de la carretera, cuidadosamente diseñado en un papel milimetrado, halló el signo convencional de la cantera, junto al que se indicaba a cuánto ascendían las reservas calculadas (unos cinco mil metros cúbicos de grava), y dijo que no la usaban. No sabía cuándo habían extraído piedra de la cantera ni para qué. Aseguró que nadie en la aldea lo sabía, pero añadió:
-En el koljós vecino, “La espiga”, aún viven ancianos que antes de la revolución trabajaron en la construcción de la línea del ferrocarril; ésos probablemente arrancaron piedra de dicha cantera.
Valentina Gueorguiévna se dirigió a “La espiga.”
El camino hasta dicho koljós era mucho más difícil. Había que subir una cuesta, bajar un barranco. A ambos lados del resbaladizo camino en pediente estaban arados los campos, y no bien hubo recorrido medio kilómetro, Valentina Gueorguiévna apenas podía arrastrar las botas, a las que se le adherían porciones de arcilla, pesadas como plomo. El calzado se le pegaba en el barro, se le salían los pies de las botas de goma. El impermeable había llegado a humedecerse por el forro y le pesaba sobre los hombros. Valentina Gueorguiévna caminaba cada vez más irritada por el absurdo encargo que le habían hecho, y en su interior iba adquiriendo más cuerpo la sospecha de que Nepeivoda la había enviado bajo la lluvia para vengarse de la actitud hostil que ella adoptaba.
Pronto sintió deseos de comer. Recordó que tenía el bocadillo; se detuvo para ver si podía sentarse en algún sitio, pero en torno sólo negreaba la blanda tierra arada, veía algunos raros arbustos y la carretera hecha un barrizal. Además, el bocadillo se le había convertido en una masa amarrillenta, mezcla de pan, papel y partículas de tabaco, y no tuvo más remedio que tirarlo. “¡Si Iván Semiónovich me viera en esta situación!”, pensaba Valentina Gueorguiévna prosiguiendo el camino. Lo largo del trayecto empezaba a inquietarla. El joven le había dicho que del trayecto distaba unos cinco kilómetros de la aldea, y a Valentina Gueorguiévna le parecía haber andado no menos de ocho.
“¿No me habré extraviado?”, pensaba, temiendo confesarse que en la bifurcación de dos caminos siempre elegía el que le parecía más fácil de seguir. Se detuvo unos instantes, con la esperanza de ver a alguna persona, pero como nadie aparecía, siguió caminando y decidió tomar hacia la izquierda en todas las bifurcaciones. Así fue avanzando todavía alrededor de otra hora, hasta que, por fin, divisó la borrosa silueta de unos corrales, cruzó los huertos de una aldea y llamó a la primera isba que encontró. Le respondieron que entrara. Pasó por el oscuro zaguán, donde las gallinas habían buscado refugio contra la lluvia, y penetró en una amplia habitación. Sentadas a la mesa, estaban comiendo tres personas: una anciana, una joven y un mozo, de ojos muy parecidos a los de la anciana. El mozo se levantó y ayudó a la recién lelgada a quitarse el impermeable, rígido hasta tal punto que parecía iba a sostenerse si se le ponía derecho en el suelo. La vieja trajo unas altas botas de fieltro y aconsejó a Valentina Gueorguiévna que se cambiase de calzado.
-¡Dios mío, ya son más de las cuatro! – exclamó Valentina Gueorguiévna echando una mirada al reloj de pared.
-¿De dónde viene usted con este tiempo? – preguntó la joven, y al ver la corbata del hombre, exclamó: - Alexéi, ¡si es la mujer de las obras!
Valentina Gueorguiévna se fijó en ella y reconoció a la responsable de los carreteros que había ido a buscar una certificación.
-Sí, sí, es la de las obras – prosiguió la joven-. ¿Otra vez viene a pedir carros?
-No, no... ¿Cómo se llama usted? ¿Olga, no es así?
-Sí – respondió la joven, riendo-. Con la de gente que la visita, y se ha acordado de mi nombre... Le presento a mi marido, Aléxei. No le tema. Sólo el aspecto tiene un poco fiero. En realidad es muy pacífico. Esta es la abuela.
Alexéi, que tendría unos veintidós años, si bien había adquirido ya maneras propias de un jefe de familia, dejó el plato y dijo:
-¿No te das cuenta que viene de camino? Primero dale de comer y luego charla lo que quieras.
-No, no... Muchas gracias... – respondió Valentina Gueorguiévna, temerosa de que los dueños hicieran caso de sus palabras.
Mas la vieja ya había sacado de la alacena un plato antiguo, procurando no rozar tazas y copitas. Olga se apoyó contra el pecho una hogaza de pan y cortó unos trozos grandes y prososos.
-¿Qué la trae por aquí? – preguntó esta última.
-Me he extraviado. He de ir a “La espiga”.
-Necesita ir a “La espiga” y nosotros somos del “Vía nueva”. ¡La vuelta que ha dado usted! –exclamó la anciana desde la cocina.
-¿Qué necesita usted de “La espiga?” – insistió Olga.
-Quiero preguntar por la cantera de que habló usted la otra vez.
-Vamos. Ahora tomarán grava de aquella cantera... Nada enseña tanto como la necesidad.
-¿Cuándo aprovecharon la piedra de allí? – preguntó Valentina Gueorguiévna, hundiendo la cuchara en la espesa sopa de coles.
-Hace tiempo que no la aprovechan – dijo Lga-. La brecha se ha recubierto de arbustos.
-Me parece que de allí sacaron grava para la línea del ferrocarril – añadió la anciana desde la cocina.
-¿Cuándo fue?
-Antes de la guerra.
-¿Antes de qué guerra?
-Aún antes de la otra, de la tranquila. En tiempos del zar.
-¿Y después?
-Después me parece que sacaron para la carretera.
-Abuela, si no te consta, no embrolles las cosas – dijo Alexéi, levantándose de la mesa y poniéndose el abrigo-. Para la carretera tomamos la grava de la barranca. La cantera de que hablan está a unos quince kilómetros de aquí. ¿Qué necesidad tenemos de ir tan lejos a buscar la piedra?
-¿Quién me lo podría decir con exactitud? – preguntó Valentina Gueorguiévna -. Me hace mucha falta saberlo.
-En nuestra aldea no hay nadie que se lo pueda decir – añadió Alexéi, cavilando.
-De esta cantera me hablaron los que vinieron en busca de minerales – le interrumpió Olga -; ahora están en la capital del distrito; el vejete que los dirige me habló de ella.
-¿El vejete también está en la capital del distrito?
-Creo que sí...
-¿Cómo se llama?
-No me acuerdo del apellido...
-¿El manco? ¿No es Moshkarov? – terció la vieja desde la cocina -. Me parece que se llama Moshkarov.
-No embrolles las cosas, abuela – replicó Alexéi -. Si no estás segura, calla. ¿es el manco que se hospedó en casa de los Evgrafov? – añadió, dirigiéndose a su mujer.
-El mismo.
-Un momento, se lo preguntaré a Evgrafov.
Alexéi salió. A los diez minutos regreaba acompañado de un hombre barbudo, que se había echado un capote a los hombros.
-Se llama Komarov – explicó Alexéi -, Vasili Ingátevich.
-Espera, se lo contaré yo mismo – le interrumpió el hombre barbudo, que después de quitarse el capote se secó con él sus mojadas manos y se sentó a la mesa -. ¿Es usted quien viene del puente? – preguntó cortés -. Pues tome papel y escriba, para que no se le olvide. Escriba: Komarov Vasili Ignátevich, ingniero de caminos. Es un hombre extraordinario. Conoce la región palmo a palmo, la tierra, los caminos y hasta los puentes más insignificantes. Le informará sobre cualquier cuestión que le interese. Ahora vive en la capital del distrito, no lejos de la plaza de los Soviets. Pasado el cine, en la segunda calle, la cuarta o quinta casa, a la dercha, la que tiene chapa de hierro en el soportal...
El hombre barbudo explicó con todo detalle de qué modo se podía encontrar a Komarov, como si lo necesitara él más que Valentina Gueorguiévna.
-¿A cuántos kilómetros está ded aquí el centro del distrito? – preguntó ella.
-Por la carretera se calcula que a unos diecihocho kilómetros...
-Muy bien, ahora mismo me vuelvo y se lo contaré al jefe de las obras.
-Yo ahora voy a la Estación de Máquinas y Tractores –dijo Alexéi - ¿quiere usted que la lleve hasta allí en el carro. Le viene de paso.
Cuando Alexéi hubo enganchado los caballos, Valentina Gueorguiévna se despidió y salió al patio. Eran ya más de las ocho de la noche. La lluvia ya no caía a raudales, sino que se desplomaba en gotas separadas, frías y penetrantes, y en la oscuridad el ruido de la lluvia se percibía más que durante el día. Valentina Gueorguiévna halló a tientas el carro y se sentó en la húmeda paja. Alexéi le dijo: “Recoja las piernas, ahora encontraremos un poste, y emprendieron la marcha. El hombre barbudo caminaba a su lado, puesta una mano en el carro, y seguía explicando cómo podía encontrarse a Komarov, a pesar de que Valentina Gueorguiévna ya le había dado las gracias y le había dicho que lo comprendía todo. Por fin, el hombre se quedó atrás. Valentina Gueorguiévna recorrió más de la mitad de su camino con el callado Alexéi, pero se cansó tanto como si hubiera ido andando, peus el carro se inclinaba ya hacia un lado, ya hacia otro, y casi se tumbaba. Los cinco o seis kilómetros restantes los hizo a pie, pensando que había terminado la jornada, que en la isba caliente la esperaba un buen jarro de leche recién ordeñada, una cómoda gandula pelgable y el librito de Chéjov.
A lo lejos divisó las luces de las oficinas. La luz eléctrica hendia la difusa tiniebla con densos rayos, como despedidos por un reflector. Al entrar en la sala de espera, que por primera vez le pareció entrañable y acogedora, Valentina Gueorguiévna se quitó las botas de goma, se puso zapatos y pasó a ver al jefe de las obras.
-Qué, ¿se ha enterado? - preguntó Nepeivoda impaciente, dejando de escribir.
-No, no lo sabe nadie.
-¡Malo! -Exclamó el jefe, interrumpiéndola y prosiguiendo la escritura.
-En el centro del distrito hay un tal Komarov, ingeniero – continuó Valentina Gueorguiévna, mirando las velludas manos de Nepeivoda -, que, según me han contado, ha trabajado muchos años al frente de un grupo de prospección en busca de minerales...
-¿Qué dice Komarov?
-Le digo que está en el centro del distrito.
-Entonces usted no lo ha visto.
-Claro que no.. En la aldea sólo me han explicado dónde vive.
-Hay que ir a verle – dijo el jefe, pensativo.
-Está bien.
-Ahora mismo mandaré preparar un camión.
-¿Que vaya ahora? - exclamó Valentina Gueorguiévna, sorprendida -. Pero...
-¿Pues cuándo? Hasta el centro del distrito hay buena carretera. Centralilla, póngame con la base del transporte...Una hora para ir y otra para volver. Además, irá usted en la cabina... ¿Hallo? ¿Quién es? ¿El camarada Timoféiev? Ordene preparar el camión pequeño... Sí... Al centro del distrito – colgó el auricular -. Si trae usted informes favorables, Valentina Gueorguiévna, prestará a las obras una ayuda mayor que la de todos nuestros camiones. ¿Lo comprende?
-Sí – respondió Valentina Gueorguiévna, y fue a quitarse los zapatos y a calzarse de nuevo las botas de goma.
El chofer que la llevó resultó ser un joven que hablaba por los codos, sin cansarse nunca. Explicaba uno tras otro los argumentos de las películas que había visto y aprecía que no iba a terminar jamás. Valentina Gueorguiévna, al principio le escuchaba con atención, luego se quedó adormilada, más tarde despertóse y volvió a escuchar.
Seguía lloviendo y a la luz de los faros habríase dicho que las gotas caían sobre el radiador como balas.
Iban aprisa. En los baches retumbaba la rueda de recambio que llevaban en la caja del camión. Cuando llegaban a la ciudad había pasado ya la medianoche. Casi no se veía a nadie por las calles.
-¿Ahora, hacia dónde? – preguntó el chofer.
-Ni yo misma lo sé – respondió Valentina Gueorguiévna, media dormida -. Hacia la plaza de los Soviets.
El chofer abrió la portezuela y gritó a un viandante: “¡Eh, buen hombre!”. Y durante largo rato estuvo preguntando al peatón, cuyas facciones se perdían en la oscuridad. Continuaron avanzando, y finalmente, llegaron a una plaza donde, a la luz de los faroles, se veían una peluquería cerrada, una tienda de comestibles, un estudio fotográfico y un cine, también cerrados.
Junto a la puerta del cine había un cartel sobre una tabla chapeada.
La lluvia había desteido las letras azules. En una de las ventanas de una casa de dos pisos, tras una cortina, se veía, iluminada, una agradable lámpara color naranja. Sin saber por qué, Valentina Gueorguiévna creyó adivinar que en aquella habitación estaban jugando a la lotería.
-¿Hacia dónde vamos ahora?- volvió a preguntar el chofer.
-Desde el cine, a la segunda calle, y allí en alguna de las casas vive el ingeniero Komarov – contestó fatigada Valentina Gueorguiévna -. La verdad, no sé cómo podremos dar con él en plena noche.
-Lo hallaremos – repuso convencido el chofer.
Entraron en una callejuela oscura. El chofer bajó del camión y se puso a llamar sin contemplaciones a la puerta de la casa inmediata. Encendieron la luz, se abrió una ventana, hablaron, y luego la ventana se cerró de golpe. El chofer siguió llamando a otras casas. “Despertará a toda la calle”, pensó Valentina Gueorguiévna, vencida por el sueño. Una sacudida la despertó.
-¿Adónde vamos? – preguntó asustada.
- A casa del ingeniero Komarov – le respondió el chofer-. Allí, donde las ventanas están iluminadas. Vaya usted, y yo, mientras tanto, limpiaré una bujía.
En el soportal, un vejete pequeño y vivaracho, con bata y gorro, la estaba esperando. Valentina Gueorguiévna le siguió por un pasillo donde el rígido impermeable se le enganchó con una bicicleta, conuna cesta y con un perchero; entraron en una habitación empapelada. En el centro se veía una mesa cubierta con un limpio tapete; juntoa la pared había un diván bajo, en el que Komarov tenía hecha la cama. Junto a la otra pared había un biombo, tras el cual se percibía la sosegada respiración de una persona dormida. Sobre la mesa se veía un plato con una boina mojada, tensa, para que se secara sin encogerse.
-Viene usted de las obras del puente sobre el Valovaia – le dijo en voz baja pero con viveza el ingeniero, entornando los ojos, todavía no acostumbrados a la luz -. Me alegro mucho... Siéntese, haga el favor. Perdone que no pueda invitarle al té... Mi mujer duerme... Yo también soy como usted, un poco nómada.
Valentina Gueorguiévna le explicó a media voz lo que necesitaba saber.
-Cómo no; recuerdo perfectamente la cantera –el viejo se sonrió.-. La descubrí siendo aún estudiante, cuando estaba de prácticas y me bañaba en el Valovaia con mi amigo, ahora profesor del Instituto de Ingenieros del Transporte en Leningrado. Por este descubrimiento el contratista que construía la liínea del ferrocarril regaló a este seguro servidor un cuarto de litro de vodka, y los antecesores de los actuales koljosianos le dieron una paliza que le dejaron medio muerto y le rompieron el brazo... Luego, mucho más tarde, debía de ser en mil novecientos veintiséis, siguiendo mi consejo, esta grava se utilizó pra la construcción de una carretera...
-¿Sirve para el hormigón?
-Por sus propiedades mecánicas, perfectamente; sólo que su composición granulométrica no responde a las exigencias técnicas. Mas esto es una pequeñez. Pásenla por la criba, añadan una fracción de mayor tamaño... Pero no hacen fralta tantas explicaciones. En nuestra carretera, en el kilómetro ciento noventa y cuatro, hay un puente de hormigón; no es tan hermoso como el que construyeron ustedes, es cierto, pero a pesar de todo tiene dos tramos de seis metros cada uno; pues está hecho con esta grava, y resiste a prueba de bomba... – murmuró el viejo.
-Y junto a las Cruces Blancas – dijeron inesperadamente desde detrás del biombo.
-Sí, sí – añadió Komarov, ya en voz alta, e inclinando la cabeza hacia el biombo-. Es en el kilómetro doscientos cuarenta y uno, Taisia Ivánovna, unos cuarenta o cincuenta hectómetros más allá, no recuerdo con exactitud.
-Muchísimas gracias - dijo Valentina Gueorguiévna, levantándose-. Ya me voy. Perdonen que los haya despertado.
-No importa, no importa. Vuelva cuando quiera si necesita algo más -.dijo el ingeniero, hablando maquinalmente otra vez en voz baja-. Aquí me tienen a su disposición...
Valentina Gueorguiévna salió y ocupó su lugar en la cabina.
El camión arrancó, salió de la ciudad y corrió veloz por la carretera hendiendo los charcos, iluminando con los faros las señales de la circulación, las hojas brillantes de los arbustos y los postes blanqueados con cal. Valentina Gueorguiévna se durmió. Soñó con la carretera, chorreando como si fuera un río, bajo las ruedas del camión; soñó con los postes y con los charcos; cuando llegó a las oficinas, le parecía que no había dormido nada.
Con todo el cuerpo dolorido, salió de la cabina y en la sala de espera se quitó el impermeable, mas ni fuerzas tuvo para quitarse las botas de goma, y calzada como iba se dirigió al despacho del jefe de las obras.
El jefe no estaba. En su lugar, la tía Pasha leía el periódico.
-¿Dónde está Nepeivoda? – preguntó Valentina Gueorguiévna.
-Ha ido a la cantera. Ha dejado dicho que le esperara.
-¿Y que haces aquí tú?
-Me ha mandado preguntar quién llama si suena el teléfono.
-Está bien. Puedes irte. Le esperaré. A propósito, ¿quién te ha dado permiso para tomar el periódico del jefe?
-¿Y qué? Supongo que no me va a arder en las manos el periódico...
“¡Hasta dónde he llegado! – pensó la fatigada Valentina Gueorguiévna, poco menos que cayendo sobre el taburete de la sala de espera-. Ni siquiera la tía Pasha me guarda la menor consideración. Ni siquiera la tía Pasha.” Tuvo lástima de sí misma; tomó rápidamente una hoja de papel, la puso en la máquina de escribir, se calzó los dedales de goma, y escribió:
“¡Muy respetado Iván Semiónovich!”
Deseaba escribirle que no podía continuar por más tiempo en la situación en que se encontraba, que se le hacía insoportable; que la trataban sin consideración, que no tenía amigos ni parientes, que le era difícil pasar a otro trabajo porque carecía de vivienda y que esperaba que él la reclamara a su lado; creía que a él le sería más fácil trabajar con ella que con ninguna otra secretaria.
Pero lo que le salió fue lo siguiente:
“Le recuerdo que no he cambiado de opinión en lo que respecta a trabajar con usted, naturalmente, siempre y cuando en mi puesto trabaje una persona que le satisfaga menos que yo. Además, no puedo trasladarme a Moscú si no se me facilita habitación. Le ruego me comunique urgentemente qué perspectivas existen sobre el particular, pues es muy probable que no me quede aquí para otoño y que pase a otra organización más estable. En cuanto a las obras, las novedades son las siguientes: hemos terminado de poner hormigón a los pilares segundo y tercero; terminamos el primero, y mañana empezamos a colocar la armazón de la estacada. Pronto comenzaremos a tomar grava de la cantera situada junto a la orilla. La utilización de los camiones en el trabajo es del noventa por ciento.
Con mucho respeto, Valentina Gueorguiévna.”
5

A eso de las tres de la madrugada, Nepeivoda reunió a los jefes de la secciones y los llevó al kilómetro ciento noventa y cuatro, halló el puente de que había hablado Komarov y a la luz de tres linternas de bolsillo se puso a golpear con un mazo de hierro, el ala del pilar, jadeando como un auténtico picador. El hormigón era más fuerte que el hierro. “Aquí tenéis la investigación del laboratorio, dijo Nepeivoda, y emprendieron el camino de regreso.
A las seis de la mañana mandaron un tractor a la cantera de la orilla y empezaron los trabajos de ruptura, la preparación de los accesos para los camiones, la instalación de cribas para el cernido de la grava, y al mediodía los primeros camiones llegaron a las obras con el nuevo material.
Al día siguiente se rebasó el plan diario de acarreo. Los choferes, a quienes hasta entonces se consideraba como los primeros culpables de los lentos ritmos de la construcción, se pusieron de buen humor, se entusiasmaron, discutían constantemente con los cargadores exigiendo que se llenaran los camiones hasta la tabla más alta de la caja, diciendo que si el camión está bien cargado patina menos.


Comentarios

  1. Cambia la foto, la que has subido es de un búlgaro que trató de atentar contra Juan Pablo II. Además, si te fijas bien, los policías a sus espaldas son carabineris italianos. Te paso enlace donde figura una foto del escritor:
    https://upload.wikimedia.org/wikipedia/ru/8/8b/Antonov_Serhey.jpg

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  2. Además, este autor y el relato ya lo habías subido en diciembre de 2011... ¡con la misma foto!

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  3. Te agradezco mucho tu crítica, este blog lo hago y lo corrijo en el tiempo que puedo. Yo no trabajo para nadie, ni nadie me paga para hacerlo. Si me equivoco con las fotos lo lamento, v se agradece dejar el nombre en el comentario para saber de quién se trata. y si me equivoco publicando dos veces lo mismo me da

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