NIKOLÁI LESKOV (CHERTOGÓN)
San Petersgurgo (Rusia), 1831-1895
Nilolái Leskov provenía de una familia de la
nobleza de Orel, Rusia. Abandonó sus estudios a los quince años y se trasladó a
Kiev, donde en un principio trabajó como funcionario, pero después prefirió
emplearse como guía de viajes, lo que le permitió conocer a fondo las distintas
formas de vida del hombre ruso. Sus primeros escritos fueron crónicas
costumbristas sobre los colones que él mismo
había encaminado en distintos periplos. Más tarde se trasladó a San
Petersburgo, y se dedicó al periodismo. Su obra más conocida es la novela breve
“Lady Macbeth de la comarca de Mtsenk”. Sus cuentos publicados en revistas
literarias. Considera a la literatura como un género artesanal, en el que las
palabras e historias se enlazan. Walter Benjam+in en “El narrador”, célebre
ensayo dedicado a Leskov y al arte de narrar, lo distingue como un maestro de
la talla de los eutores épicos, debido a la importancia de las experiencias
orales que trasnmite. “Leskov fue el primero en exponer las deficiencias del
progreso económico (...) Es curioso que se lea tanto a Dostoievski (...) En
cambio, no termino de comprender por qué no se lee a Leskov”.
I
Se trata de algo que sólo puede presenciarse en Moscú, y
eso, teniendo mucha suerte y buenas aldabas.
Yo presencié una vez esta especie de rito, desde el comienzo
hasta el final, gracias a una feliz coincidencia, y quiero describirlo para los
verdaderos entendidos y amantes de todo lo serio y grandioso que tiene sabor
popular.
Aunque por una rama pertenezco a la nobleza, por la otra
estoy cerca del «pueblo»: mi madre desciende de una familia de comerciantes. Al
casarse abandonaba una casa muy rica, pero no hacía una boda de conveniencias,
sino que se marchaba por amor a mi padre. Mi difunto padre era famoso por sus
galanteos y siempre lograba lo que se proponía. Lo mismo le sucedió con mi
madre. Sólo que, debido a esta habilidad, mis abuelos no dotaron a mi madre y
sólo le dieron, como es natural, sus vestidos, la ropa de cama y las arras, que
recibió a la vez que su perdón y su bendición eterna. Mis padres vivían en
Oriol, con estrechez, pero también con dignidad, sin pedirles nada a los
acaudalados familiares de mi madre ni mantener tampoco trato con ellos. Sin
embargo, cuando llegó para mí el momento de marcharme a estudiar a la
Universidad, me dijo mi madre:
-Haz el favor de visitar a tu tío Ilyá Fedoséievich y
saludarlo de mi parte. No es una humillación, pues se debe respetar a los
parientes de más edad. Ilyá es hermano mío, y un hombre muy piadoso, además,
que goza de gran consideración en Moscú. Él presenta el pan y la sal siempre
que se recibe a algún personaje... siempre está delante de todos con la bandeja
o con una imagen... Frecuenta la casa del gobernador general y del
metropolita... Puede aconsejarte bien.
Y aunque por entonces yo no creía en Dios después de
estudiar el catecismo de Filaret, como le profesaba gran cariño a mi madre me
dije un día: «Llevo ya cerca de un año en Moscú, y todavía no he cumplido el
encargo de mi madre. Ahora mismo voy a casa del tío Ilyá Fedoséievich. Le haré
una visita, le transmitiré los saludos de mi madre y veré si me da
efectivamente buenos consejos.»
Desde niño me habían inculcado el hábito de mostrarme
deferente con las personas mayores, cuanto más si eran conocidas del
metropolita y de los gobernadores.
Con que, me puse en pie, me cepillé la ropa y fui a ver al
tío Ilyá Fedoséievich.
II
Serían las seis de la tarde aproximadamente. Hacía un tiempo
tibio, suave, algo nublado... Muy buen tiempo, en fin. La casa de mi tío -una
de las principales de Moscú- era conocida de todo el mundo. Sólo que yo nunca
había estado en ella ni tampoco había visto a mi tío, ni siquiera de lejos.
Sin embargo, me puse en camino tan campante, pensando: «Si
me recibe, bien; si no me recibe, allá él.»
Cuando llegué esperaban delante de la entrada principal unos
magníficos caballos moros, con las crines sueltas y el pelo lustroso como el
raso, enganchados a una calesa.
Subí al balcón y dije que era fulano de tal, sobrino del
señor, estudiante, y quería que me anunciaran a Ilyá Fedoséievich. Los criados
contestaron:
-El señor baja ahora mismo. Va a dar un paseo en coche.
Y apareció un personaje de aspecto muy corriente, muy ruso,
aunque bastante majestuoso. A pesar de que tenía en los ojos cierto parecido
con mi madre, la expresión era distinta: la mirada de lo que se dice un hombre
de peso.
Me presenté. Mi tío me escuchó en silencio, me tendió la
mano lentamente y dijo:
-Sube. Daremos un paseo.
Yo quería negarme, pero me quedé algo cohibido y subí al
coche.
-¡Al parque! -ordenó mi tío.
Los caballos arrancaron, partieron como flechas haciendo
rebotar ligeramente el coche y, ya fuera de la ciudad, aceleraron aún más su
carrera.
Así íbamos, sin decir ni una palabra, pero advertí que mi
tío se había encajado el sombrero de copa hasta las mismas cejas y tenía en el
rostro una mueca de aburrimiento.
Mi tío miraba a un lado, miraba a otro, y una vez me lanzó a
mí una ojeada y profirió, sin venir a cuento:
-¡Fastidio de vida!
No sabiendo qué contestar, callé por toda respuesta.
El coche seguía rodando, yo me preguntaba adónde me llevaría
y empezaba a parecerme que me había embarcado en algún lío.
De pronto, como si hubiera encontrado solución a lo que iba
cavilando, mi tío se puso a dar órdenes al cochero:
-A la derecha, a la izquierda. ¡Para en el Yar!
Vi que desde el restaurante acudían hacia el coche muchos
criados, todos haciendo grandes reverencias a mi tío; pero él, sin moverse ni
apearse, mandó llamar al dueño. Fueron corriendo en su busca. Se personó el
francés, también con mucha deferencia; pero mi tío, como si tal cosa, siguió
pegándose en los dientes con el puño de hueso del bastón, y luego dijo:
-¿Cuántos extraños hay?
-Unas treinta personas en las salas y tres gabinetes
ocupados.
-¡Todos fuera!
-Muy bien.
-Ahora son las siete -continuó mi tío, después de consultar
su reloj-. Vendré a las ocho. ¿Estará listo?
-Para las ocho, será difícil... muchos han hecho ya el
pedido... Pero, si tiene a bien venir a las nueve, no habrá en todo el
restaurante ni un solo extraño.
-Bueno.
-¿Qué se prepara?
-Etíopes, naturalmente.
-¿Algo más?
-Música.
-¿Una orquesta?
-Mejor, dos.
-¿Mandamos recado a Riabika?
-Naturalmente.
-¿Señoritas francesas?
-No hacen falta.
-¡De la bodega...?
-Completa.
-¿Y de la cocina?
-¡La carta!
Trajeron el menú del día.
Mi tío le echó una ojeada y me parece que sin fijarse
siquiera o quizá sin querer fijarse, pegó en la cartulina con el bastón y dijo:
-De todo esto, para cien personas.
Con estas palabras, dobló el menú y se lo guardó en el bolsillo.
El francés estaba encantado e inquieto al mismo tiempo.
-No podría servir de todo para cien personas -objetó-.
Figuran aquí platos muy caros y en todo el restaurante sólo hay ingredientes
para cinco o seis.
-¿Y cómo voy yo a establecer categorías entre mis invitados?
-Que haya de todo lo que se le ocurra pedir a cada uno.
¿Entiendes?
-Entiendo.
-Mira que, de lo contrario, de nada te servirá siquiera
Riabika. ¡Tira!
Dejamos el restaurante con sus criados a la puerta y nos
marchamos.
En este punto llegué al total convencimiento de que aquel
barco no era para mí y quise despedirme, pero mi tío ni siquiera me oyó.
Parecía absorto. Conforme rodábamos por las calles iba parando a distintos
caballeros.
-¡A las nueve, en el Yar! -decía lacónicamente.
Y los interpelados, todos hombres de edad y de aspecto
respetable, se quitaban el sombrero y contestaban con idéntico laconismo:
-Encantado, Fedoséich. No recuerdo a cuántos habíamos parado
de esta manera, aunque pienso que serían unos veinte, cuando, al filo de las
nueve, nos dirigimos de nuevo al Yar. Un tropel de criados acudió a nuestro
encuentro. Ayudaron a mi tío a apearse y, en el balcón, el propio francés le
sacudió el polvo del pantalón con una servilleta.
-¿No hay nadie? -preguntó mi tío.
-Un general se ha retrasado un poco y ruega encarecidamente
que le dejen terminar en su gabinete...
-¡Fuera ahora mismo!
-Terminará en seguida.
-No quiero. Bastante tiempo le he dado. Ahora, que termine
de cenar sobre el césped.
Ignoro cómo habría terminado aquello; pero el general salió
en ese momento en compañía de dos señoras, subió a su coche y se marchó cuando
empezaban a llegar uno tras otro los caballeros invitados por mi tío a cenar en
el parque.
III
El restaurante, puesto con elegancia, estaba recogido y
libre de visitantes. Sólo en una sala estaba sentado un gigante que se adelantó
hacia mi tío en silencio y, sin decirle tampoco una palabra, tomó el bastón de
sus manos y fue a dejarlo en alguna parte.
Inmediatamente después de entregarle el bastón al gigante
sin la menor protesta, mi tío puso también en sus manos la billetera y el
portamonedas.
Aquel corpulento hombretón, de pelo entrecano, era el mismo
Riabika a quien, sin que yo comprendiera con qué finalidad, debía mandar recado
el dueño del restaurante. Se le designaba como «maestro para niños», pero
también allí se encontraba, evidentemente, para el desempeño de algún menester
particular. Resultaba allí tan imprescindible como los gitanos, la orquesta y
todo el servicio que, instantáneamente, se presentó al completo. Sólo que yo no
comprendía cuál podría ser el papel del maestro: todavía era pronto, debido a
mi inexperiencia.
El restaurante, brillantemente iluminado, entraba en
funcionamiento: sonaba la música, los gitanos iban sentándose después de tomar
algún fiambre mientras mi tío inspeccionaba el local, el jardín, la gruta y las
galerías. Miraba en todas partes, cerciorándose de que no había «ningún
indeseable», acompañado paso a paso por el maestro. Pero cuando volvieron al
salón principal, donde se habían congregado todos los comensales, pudo
advertirse una gran diferencia entre ellos: el maestro estaba fresco, tal y
como había salido, y mi tío totalmente ebrio.
¿Cómo había podido ocurrir en tan poco tiempo? Lo ignoro,
pero el caso es que estaba de excelente humor. Ocupó la presidencia de la mesa,
y allá empezó la francachela.
Las puertas fueron cerradas, de modo que nada de fuera
pudiese llegar hasta nosotros, ni nada nuestro salir al exterior. Nos aislaba
un abismo, un abismo de todo: de bebidas, de manjares... Pero, sobre todo, un
abismo de desenfreno -no quiero decir indecente, pero sí salvaje, frenético-
tal que no podría describirlo. Ni tampoco hay que pedírmelo porque, al verme
encerrado allí y aislado del mundo, me quedé sobrecogido y me apresuré a
emborracharme. De manera que no voy a pintar cómo transcurrió aquella noche
porque mi pluma no es capaz de describir todo eso. Sólo recuerdo dos episodios
épicos y el final; pero precisamente ellos encerraban lo más terrible.
IV
Un criado anunció la presencia de cierto Iván Stepánovich,
que resultó ser un fabricante y comerciante moscovita de mucho fuste.
Se produjo una pausa.
-He dicho que no entre nadie -contestó mi tío.
-Insiste mucho.
-¿Y dónde estaba antes? Que se marche por donde ha venido.
El criado fue a llevar la respuesta, y volvió diciendo
tímidamente:
-Iván Stepánovich me manda decir que se lo ruega muy
encarecidamente.
-Pues, no. No quiero.
Se oyeron voces de: «Que pague una multa».
-¡No! ¡Que le echen! Ni multa, ni nada...
Pero, volvió el criado más encogido todavía:
-Dice que está dispuesto a pagar cualquier multa, pero que,
a sus años, le duele mucho verse apartado de los suyos.
Mi tío se levantó con los ojos relampagueantes, pero en ese
momento, con toda su corpulencia, se colocó Riabika entre él y el criado:
apartó al criado, como si fuera un polluelo, con un ligero movimiento de la
mano izquierda, mientras con la derecha volvía a sentar a mi tío en su sitio.
Algunos comensales salieron en defensa de Iván Stepánovich:
que entrara, que pagara cien rublos de multa para los músicos y entrara luego.
-El viejo es uno de los nuestros, un hombre piadoso. ¿Adónde
va a ir ahora? Suelto por ahí, es capaz de armar un escándalo delante de
gentuza de poca monta. Hay que comprenderlo.
Después de oírles dijo mi tío:
-Si no ha de ser como yo quiero, que tampoco sea como
ustedes quieren, sino como Dios quiera: consiento que entre Iván Stepánovich, pero
con la condición de que toque el bombo.
El criado fue con el recado y volvió:
-Dice que le pongan mejor una multa.
-¡Al diablo! Si no quiere tocar el bombo, allá él: que se
largue adonde le dé la gana.
Al poco rato, Iván Stepánovich no resistió más y mandó a
decir que aceptaba tocar el bombo.
-Que venga.
Entró un caballero de estatura aventajada y de aspecto
respetable: tenía un aire grave, los ojos sin brillo, el espinazo doblado y la
barba entrecana enmarañada. Intentó bromear y saludar a los presentes, pero en
seguida lo atajaron.
-¡Luego luego! Eso, después -le gritó mi tío-. Ahora, ¡dale
al bombo!
-¡Dale al bombo! -corearon otros.
-¡Música! ¡Algo que le vaya al bombo!
La orquesta atacó una pieza estrepitosa, y aquel respetable
anciano agarró los palillos y se puso a pegar con ellos, unas veces al compás y
otras no.
Los gritos y el alboroto eran infernales. Todos estaban
encantados y gritaban:
-¡Más fuerte!
Iván Stepánovich arreciaba.
-¡Más fuerte, más fuerte! ¡Más!
El anciano pegaba con todas sus fuerzas como el rey Negro de
Freiligrath, hasta que llegó la culminación: se produjo un horrible crujido en
el bombo, reventó la badana, todos estallaron en carcajadas, el estruendo se
hizo inverosímil y a Iván Stepánovich le aligeraron de quinientos rublos de
multa en favor de los músicos por haber roto el bombo.
Iván Stepánovich pagó, se enjugó el sudor, tomó asiento a la
mesa y, cuando todos alzaban las copas a su salud, descubrió con horror a su
yerno entre los comensales.
Más risas, más alboroto, y así hasta que yo perdí toda
noción. En los raros destellos de lucidez, recuerdo que vi bailar a las gitanas
y a mi tío agitando las piernas sin moverse de su asiento, luego le vi
levantarse engallándose con alguien, pero inmediatamente se interpuso Riabika,
y ese alguien salió despedido hacia un lado mientras mi tío volvía a ocupar su
sitio a la mesa, en cuyo tablero había dos tenedores clavados delante de él.
Entonces comprendí el papel de Riabika.
Pero en esto, penetró por la ventana el frescor del amanecer
moscovita y yo volví a cobrar un poco conciencia de las cosas, aunque me parece
que sólo lo necesario para dudar de mi sano juicio. Estaba en medio de una
batalla campal y una tala de árboles: se oían crujidos y trastazos, oscilaban
los árboles, unos árboles frondosos y exóticos, y tras ellos se apiñaban
rostros morenos en un rincón mientras que del lado nuestro, junto a las raíces,
relampagueaban unas hachas terribles, manejadas por mi tío, por el anciano Iván
Stepánovich... Un cuadro verdaderamente medieval.
Era que estaban «apresando» a las gitanas refugiadas en la
gruta, detrás de los árboles. Los gitanos no las defendían, sino que las
dejaban valerse por sus propias fuerzas. Resultaba difícil establecer una
diferencia entre lo que era broma y lo que iba en serio: por los aires volaban
platos, sillas y piedras arrojadas desde la gruta, y los hombres seguían a
hachazo limpio con el bosque, siendo los más esforzados Iván Stepánovich y mi
tío.
La fortaleza cayó al fin: las gitanas fueron apresadas,
besuqueadas, manoseadas, cada uno le deslizó a cada una un billete de cien
rublos por el escote, y se acabó el asunto...
Sí. De pronto se hizo el silencio... Todo había terminado.
Nadie dio la señal de parar, pero ya era bastante. Se notaba que, si bien la
vida era un fastidio antes de aquello, ahora bastaba ya.
A todos les parecía suficiente y todos estaban satisfechos.
Quizá influyera el hecho de haber anunciado el maestro que era su «hora de ir a
clase», aunque, lo mismo daba, la verdad: la noche de Walpurgis había pasado y
la vida volvía a su cauce.
La gente no se separaba, no se despedía, sino que
desaparecía sencillamente. No quedaban ya ni los músicos ni los gitanos. El
restaurante ofrecía un aspecto de total arrasamiento, sin una cortina ni un
espejo sanos; incluso la araña del techo yacía en el suelo hecha añicos, y sus
colgantes de cristal se partían bajo los pies de los criados, extenuados, que
apenas si podían tenerse. Mi tío bebía kvas, sentado él solo en medio de un
diván. Alguna cosa recordaba de vez en cuando, y entonces agitaba las piernas.
De pie a su lado, esperaba Riabika, impaciente por acudir a sus clases.
Trajeron la cuenta, breve, «sin detalles».
Riabika la leyó con atención y exigió una rebaja de mil
quinientos rublos. Sin meterse en discusiones con él, quedó ajustado el total,
que ascendía a diecisiete mil rublos y que Riabika declaró razonable después de
repasarlo. Mi tío pronunció lacónicamente «paga», luego se puso el sombrero y
me hizo ademán de que lo siguiera.
Advertí con horror que no se le había olvidado nada y que yo
no tenía la menor probabilidad de escabullirme de él. Me inspiraba auténtico
pavor, y no llegaba a imaginarme, debido al estado de exaltación en que se
encontraba, lo que sería de mí cuando nos quedásemos cara a cara los dos solos.
Me había hecho que lo acompañara, sin una palabra de explicación, y ahora me
llevaba de un lado para otro sin dejarme resquicio por donde escapar. ¿Qué
podría ocurrirme? De mi borrachera, no quedaba ni rastro. Lo único que me
pasaba era que le tenía sencillamente pánico a aquella terrible fiera salvaje,
con su inverosímil fantasía y su espantoso desenfreno. Entre tanto, íbamos a
marcharnos ya. En la antesala nos envolvió una nube de criados. Mi tío
dictaminó: «cinco por barba», y Riabika repartió el dinero. La propina fue
inferior para los guardas, barrenderos, guardias urbanos y gendarmes, cada uno
de los cuales, según resultó, nos había prestado algún servicio. Todos fueron
recompensados. Aquello representaba ya una buena cantidad; pero aún quedaban
los cocheros de punto, que ocupaban con sus carruajes todo el espacio
descubierto del parque, y todos nos esperaban también: esperaban al bátiushka
Ilyá Fedoséich «por si su señoría se dignaba mandarles algo».
Se calculó cuántos eran, se les repartieron tres rublos a
cada uno y mi tío y yo subimos al coche. Riabika le entregó entonces la
billetera a mi tío.
Ilyá Fedoséich sacó un billete de cien rublos y se lo
presentó a Riabika.
El hombre le dio unas vueltas entre los dedos y dijo:
-Es poco.
Mi tío añadió dos billetes de veinticinco.
-Tampoco es bastante: no ha habido ni una sola bronca.
Mi tío alargó un tercer billete de veinticinco, y entonces
el maestro le entregó su bastón y se despidió.
V
Nos quedamos los dos frente a frente en el coche, que partió
a toda velocidad hacia Moscú, seguido al galope, entre alaridos y traqueteos,
por toda la patulea de cocheros. Yo no acertaba a comprender lo que pretendían,
pero mi tío sí lo entendió. Era indignante: querían arrancarle otra propina de
despedida y, con el pretexto de darle una prueba de deferencia a Ilyá
Fedoséich, exponían su dignísima persona a la mofa general.
Estábamos ya muy cerca de Moscú, que aparecía ante nuestros
ojos, todo envuelto en la maravillosa luminosidad matutina, nimbado por la
tenues nubecillas de humo de los hogares, despertándose al plácido tañido de
las campanas que llamaban a misa.
La calzada estaba flanqueada a ambos lados por almacenes que
llegaban hasta la puerta de la ciudad. Mi tío mandó detener el coche delante
del primero, se llegó hasta un barrilillo de madera de tilo que había a la
entrada y preguntó:
-¿Es miel?
-Sí.
-¿Cuánto vale el barril?
-Vendemos al por menor, por libras.
-Pues me lo vendes al por mayor. Calcula lo que vale.
No recuerdo muy bien si fueron setenta u ochenta rublos lo
que se calculó.
Mi tío arrojó el dinero.
Los coches que nos seguían se habían detenido también.
-¿Qué, muchachos? Los cocheros de nuestra ciudad me quieren
bien, ¿no es cierto?
-¡Claro que sí! Nosotros, a vuestra excelencia, siempre...
-Me tienen cariño, ¿eh?
-Muchísimo.
-¡Fuera las ruedas de los coches!
Los cocheros se quedaron perplejos.
-¡Vamos, vamos! ¡Pronto! -ordenó mi tío.
Los más ágiles, unos veinte, rebuscaron debajo de los
asientos, agarraron las llaves y se pusieron a aflojar las tuercas.
-Bien -dijo mi tío-. Ahora, ¡a engrasar los ejes con miel!
-¡Bátiushka!...
-Ya lo han oído.
-¡Una cosa tan rica!... Mejor sería comérsela.
-¡A engrasar los ejes con ella!
Sin más, mi tío volvió a subir al coche y partimos a toda
velocidad dejando a los cocheros, con los vehículos sin ruedas, en torno al
barrilillo de miel que, a buen seguro, no emplearon para untar los ejes con ella,
sino que se la repartirían o se la revenderían al dueño del almacén. El caso es
que nos dejaron en paz y fuimos a parar a una casa de baños. Allí pensé que
había llegado para mí el fin del mundo y permanecí medio muerto dentro de una
bañera de mármol mientras mi tío se tendía en el suelo; pero no simplemente
tendido, ni en una postura normal, sino más bien apocalíptica. Toda la mole de
su obeso corpachón sólo tocaba el suelo con las yemas de los dedos de sus pies
y sus manos. Sostenido por tan endebles puntos de apoyo, su cuerpo rojo se
estremecía bajo los chorros de una lluvia fría dirigida contra él, y él rugía
con el rugido sofocado de un oso que estuviera arrancándose una espina. Aquello
duró una media hora, y durante todo ese tiempo estuvo él estremecido como un
flan sobre una mesa movediza hasta que, finalmente, se levantó de un salto,
pidió una jarra de kvas, y entonces nos vestimos y fuimos al bulevar Kuznetski,
«donde el francés».
Allí nos recortaron y nos rizaron ligeramente el cabello,
nos peinaron, y luego nos encaminamos a pie hacia el centro, a la tienda de mi
tío. Por lo que a mí se refiere, ni conversaba conmigo ni me dejaba marchar.
Sólo una vez dijo:
-Espera, que no todo se hace de golpe. Y lo que no
comprendes, con los años lo comprenderás.
En la tienda hizo sus oraciones, lo inspeccionó todo con el
ojo del amo y se instaló detrás de su pupitre. El exterior del recipiente ya
estaba limpio, pero dentro conservaba un gruesa capa de inmundicia que buscaba
ser depurada.
Yo me percataba de ello, y no sentía ya temor, pero sí
curiosidad. Deseaba ver qué castigo se imponía: ¿abstinencia o alguna buena
obra?
A eso de las diez comenzó a manifestar fastidio, espiando la
llegada de un tendero vecino suyo para ir a tomar el té, pues juntándose tres
personas salía cinco kopecs más barato. El vecino no apareció: se había muerto
de repente.
Mi tío se santiguó y dijo:
-Todos hemos de morir.
El hecho no lo afectó mayormente a pesar de que, durante
cuarenta años, habían ido juntos a tomar el té a Novotróitski.
Llamamos al vecino del otro lado, y con él fuimos varias
veces a reponer fuerzas con un tentempié, pero todo con sobriedad. Me pasé el
día entero al lado de mi tío y acompañándolo hasta que, a la caída de la tarde,
mandó en busca de su faetón para ir al convento de la Vsepetaia.
También era conocido allí y se le recibió tan
reverenciosamente como en el Yar.
-Quiero prosternarme a los pies de la Virgen y llorar mis
pecados. Y aquí les presento a mi sobrino, hijo de mi hermana.
-Pase, pase, por favor -instaban las monjas-. ¿Con quién
podría mostrarse la Virgen más misericordiosa que con su merced? Siempre ha
favorecido usted su santa casa. Llega muy a tiempo: se está celebrando el
servicio de vísperas.
-Esperaré a que termine. A mí me gusta que no haya gente y
que me acondicionen cierta penumbra, para recogerme.
Se hizo lo que pedía, apagando todas las luces, menos una o
dos lamparillas y la que ardía justo delante de la Virgen, en un vaso de
cristal verde, grande y profundo.
Mi tío no se hincó, sino que se desplomó de rodillas, luego
cayó de bruces golpeando el suelo con la frente, ahogó un sollozo y se quedó
inmóvil.
Las dos monjas y yo nos sentamos en un rincón oscuro, cerca
de la puerta. Hubo una larga pausa. Mi tío seguía tendido en el suelo, mudo y
quieto. Me pareció que se había quedado dormido, y así se lo dije a las monjas.
Una de las hermanas, la de más experiencia, se quedó pensando un instante,
luego sacudió la cabeza, encendió una vela muy fina y, con ella en la mano, se
encaminó sigilosamente hacia el penitente. Dio una vuelta a su alrededor,
despacito, de puntillas, y susurró muy agitada:
-Ya surte efecto.
-¿Cómo lo sabe?
La monja se inclinó, indicándome que yo hiciera lo mismo, y
dijo:
-Mire, justo a través de la llama, donde tiene los pies.
-Ya veo.
-¡Qué lucha! ¿Verdad?
Me fijé y advertí, efectivamente, cierto rebullir: mi tío
continuaba devotamente prosternado, sumido en sus oraciones, pero daba la
impresión de que a sus pies había dos gatos peleándose, arremetiendo
alternativamente el uno contra el otro y pegando saltos.
-¿De dónde han salido esos gatos? -pregunté a la hermana.
-Eso es lo que le parece a usted -contestó-; pero no son
gatos, sino tentaciones del maligno. ¿No ve que su espíritu se eleva ya hacia
el cielo, pero permanece todavía con los pies en el infierno?
Entonces vi que, en efecto, mi tío agitaba los pies como si
terminara de marcarse el baile de la víspera. Lo que faltaba por precisar era
si su espíritu se había elevado ya hacia el cielo.
Como en respuesta, mi tío exhaló de pronto un tremendo
suspiro y gritó a voz en cuello:
-¡No me levantaré mientras no me perdones! ¡Porque sólo tú
eres santo y todos nosotros somos malditos pecadores! -y prorrumpió en sollozos.
Sollozaba con tanto sentimiento que las monjas y yo rompimos
también a llorar, pidiéndole a Dios que atendiera su plegaria.
Y antes de que pudiéramos recobrarnos estaba ya a nuestro
lado, diciéndome en voz baja, con unción:
-Vamos. Tenemos que hacer.
Las monjas preguntaron:
-¿Ha tenido la ventura de ver el divino resplandor,
bátiushka?
-No. El resplandor no lo he visto -contestó-. Pero esto...
sí lo he notado...
Apretó el puño y lo levantó, como se levanta a los
chiquillos por el pelo.
-¿Lo ha levantado?
-Sí.
Las monjas empezaron a santiguarse, y yo las imité, mientras
mi tío explicaba:
-¡Ahora tengo su perdón! Desde lo más alto, desde la misma
cúpula, ha descendido su diestra abierta, me ha agarrado de todos los pelos
juntos y me ha puesto de pie...
Y no se sentía ya repudiado. Era feliz. Dejó una espléndida
limosna para el convento donde sus plegarias habían producido aquel milagro,
notó que la vida había dejado de ser un fastidio, envió a mi madre toda la dote
que le correspondía y a mí me inició en la buena creencia popular.
Desde entonces conocí el gusto de lo popular en la caída y
en la exaltación... Esto es lo que se llama chertogón, lo que hace salir a los
demonios del cuerpo. Pero, repito, Moscú es el único sitio donde puede
presenciarse, y eso si le acompaña a uno la suerte o goza del favor de algún
venerable anciano.
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