VSÉVOLOD MIJAÍLOVICH GARSHIN (LA FLOR ROJA)
Provincia de Yekaterisnoslav (actual Ucrania), 1855-San Petersburgo-Rusia, 1888
Vsévolod Mijáilovich Garshin, fue un escritor ruso, autor de relatos cortos y cuentos. Con menos de veinte años, en el año 1874, entró en la Escuela de Minas de San Petersburgo, aunque no finalizó esos estudios. Posteriormente, y a pesar de sus inclinaciones pacifistas, se alistó voluntariamente para la Guerra Ruso-Turca que tuvo lugar entre 1877 y 1878. En ella, Garshin fue herido en Bulgaria, por lo que pudo volver a San Petersburgo en el año 1882. Después se casó y empezó a trabajar en la RZhD. se suicidó saltando al hueco de una escalera con tan sólo treinta y tres años, murió pocos días después del incidente en un hospital de la Cruz Roja. Se encuentra enterrado en el cementerio de Volkovo, en San Petersburgo.
“En memoria de Iván
Sergeievich.”
Turgueniev
I
– ¡En nombre de Su Majestad el emperador Pedro I, anuncio la
inspección de este manicomio!
Estas palabras
fueron pronunciadas en
voz alta, sonora y m e t á l i c a
. El empleado de la casa de locos que anotaba a los enfermos en un libro grande
y deteriorado, levantó la mirada de la mesa manchada de tinta, con la
boca abierta en una sonrisa. Sin embargo, los dos jóvenes que
venían acompañando al loco no reían. Apenas podían mantenerse en pie, después
de los dos días con sus noches que llevaban en su compañía.
En la penúltima estación del ferrocarril en que viajaron, el
enfermo había sufrido un agudo ataque. Habían tenido que sacar la camisa de
fuerza y, gracias a la ayuda del gendarme y los guardias, se la pudieron poner.
De esta forma le condujeron hasta el manicomio.
El aspecto del loco era terrible. Su traje había quedado
hecho jirones durante el ataque. El saco de lienzo grueso dejaba al descubierto
un amplio torso, sobre el cual tenía las manos cruzadas y metidas en anchas
mangas que se cerraban con cordones atados fuertemente sobre la espalda. Sus
Sus ojos dilatados e inyectados en sangre (no había dormido durante los últimos
diez días) ardían con un brillo febril e inmóvil.
Un tic nervioso estremecía su labio inferior y los cabellos
revueltos le caían
en mechones desordenados sobre
la frente.
Caminaba por la oficina con pasos rápidos y pesados de un
rincón a otro, mirando con ávido interés los viejos armarios repletos de
papeles, las sillas forradas de hule. A veces, su mirada se detenía de modo
fugaz sobre sus acompañantes.
– Llévenlo al compartimento de la derecha.
– Ya lo sé, ya lo sé. Ya estuve aquí con ustedes el año
pasado, cuando inspeccionamos el hospital; por eso será difícil engañarme –dijo
el enfermo. Se dirigió hacia la puerta. El guardián la abrió de par en par
delante de él. Con el mismo paso rápido, pesado, decidido y la cabeza levantada
en un gesto nervioso, salió de la oficina. Casi corriendo se dirigió a la
derecha, a la sección de enfermos mentales.
Sus acompañantes a duras penas podían seguirle.
– Toca el timbre. Yo no puedo hacerlo porque vosotros me atasteis las manos.
El portero abrió y ellos entraron.
El edificio era grande, amplio, como son normalmente los
edificios municipales. Dos grandes salones; el uno comedor y el otro destinado
a sala para los enfermos pacíficos. Un amplio corredor con una puerta
acristalada daba al jardín en el que había parterres de flores; una veintena de
habitaciones para los enfermos ocupaban la planta baja. También allí se
hallaban
dos estancias oscuras; una revestida de colchones y otra de
tablas, a donde conducían a los enfermos rebeldes.
Hacia el final estaban los baños, en una sala grande y
sombría.
El piso alto estaba ocupado por las mujeres.
Un agitado bullicio, sólo interrumpido por gemidos y voces,
llegaba de arriba. El manicomio tenía capacidad de albergue para ochenta
personas, pero como debía atender las necesidades de varios municipios de la
región, se alojaban en él trescientos enfermos. En pequeños cuartos se
colocaban cuatro o cinco camas.
Durante el invierno, cuando a los enfermos
no les dejaban salir al jardín ni asomarse a las ventanas cubiertas de
rejas firmemente aseguradas, el ambiente del manicomio se volvía insoportable,
con un aire pesado y sofocante.
Al enfermo
recién llegado le condujeron a una
dependencia donde se hallaban instalados los baños. Hasta para un hombre
sano el efecto producido podía resultar deprimente. Mucho más aún en una mente
enferma y agitada. El lugar era grande y abovedado, con el piso sucio y
pegajoso. La luz penetraba por una única ventana situada en un rincón de la
estancia. Sobre el piso ennegrecido por la mugre, podían verse dos bañeras de
piedra, empotradas. Parecían dos pozos llenos de agua. Junto a la ventana, en
el rincón, había una enorme estufa con una caldera y una red de caños y
tuberías de cobre.
El ambiente era lúgubre, incitando al desvarío y agravado
por la presencia de un loquero corpulento, que, con su rostro impasible y
grave, y su perpetuo mutismo, aumentaba la tensión del lugar, produciendo en la mente enferma un efecto
devastador. Cuando le
condujeron hasta ese
lúgubre recinto para que tomara el baño reglamentario, según el
sistema implantado por el director del hospital, con chorros de agua aplicados
en la nuca, el
terror y la
rabia se apoderaron
del enfermo. Terribles
pensamientos invadieron su cerebro. “¿Qué es esto? ¿La inquisición? ¿Es acaso
el lugar de torturas donde mis enemigos piensan acabar conmigo? ¿O quizá el
propio infierno?” La idea de que debía tratarse de eso último arraigó en él y comenzó
a destacarse en el laberinto de sus pensamientos. A pesar
de su desesperada resistencia lograron desvestirlo. Con
energías redobladas por su terrible enfermedad, se zafaba fácilmente de las
manos de los loqueros que le sujetaban, derribándolos al suelo. Al fin, entre
cuatro de ellos consiguieron dominarlo y cogiéndolo por los brazos y las piernas
lo arrojaron en el agua tibia. Le pareció que hervía y por su mente atravesó la
idea, vaga y cortocircuitada, de que lo estaban torturando con agua hirviente y
un hierro puesto al rojo.
Casi ahogándose en el agua, agitando desesperadamente brazos
y piernas, gritaba frases inexpresivas, maldecía y oraba, trabándosele las
palabras. Gritó hasta quedar exhausto y por último, con lágrimas ardientes que
descendían por sus mejillas, y sin la menor relación con sus
anteriores exclamaciones frenéticas,
dijo:
– ¡Santo mártir Jorge! ¡En tus manos deposito mi cuerpo,
pero no el espíritu!
A pesar de que se había calmado, los loqueros siguieron
sujetándole. El baño tibio y la bolsa de hielo que después se le aplicó sobre
la cabeza hicieron su efecto. Y cuando
en estado casi inconsciente fue retirado
de la bañera y colocado sobre un taburete para aplicarle la ventosa en la nuca,
el resto de sus fuerzas y sus desordenados pensamientos estallaron por última
vez:
– ¿Por qué? ¿Por
qué? –gritaba–. Yo no
quise hacer mal a nadie. ¿Por
qué matarme? ¡O-o-ooh!, oh Jesús!
¡Oh, vosotros que habéis sufrido tanto, os lo suplico, liberadame,
liberadme!
Al sentir sobre su
nuca el contacto ardiente, se estremeció, revolviéndose como si
hubiera sufrido una calambre. Los
loqueros no conseguían dominarle y estaban indecisos.
– No hay nada que hacer –dijo el enfermero que estaba
llevando a cabo la operación–. Hay que borrar...
Estas simples
palabras causaron un efecto
terrible en el e n f e r m o .
– ¡Borrar! ¿Borrar qué? ¿A quién van a borrar? ¿A mí? –pensó
cerrando los ojos bajo el efecto de un terror mortal.
El enfermero, mientras tanto, había cogido por las dos
extremidades una gruesa toalla, y apretándola con fuerza la pasó por su nuca,
arrancando la ventosa y con ella la piel
de la parte superior dejando una marca roja e inflamada.
El dolor que le produjo esa operación, insoportable incluso
para una persona sana, colmó la paciencia del enfermo. En un arranque
desesperado se apartó de los cuidadores y rodó sobre el piso de piedra creyendo
que lo habían decapitado. Quiso gritar y no pudo.
Como estaba sin
sentido se lo
llevaron en una
camilla. Un sueño profundo, de
muerte, se apoderó de él.
II
Cuando volvió en sí era de noche. Estaba rodeado de un
silencio absoluto. Tan sólo se percibía, de la habitación vecina, la
respiración de los enfermos. Desde lejos llegaba una voz monótona y rara de
alguien que hablaba de sí mismo dentro del oscuro cuarto donde estaba
encerrado; desde arriba, y como algo lejano, la voz enronquecida de una mujer
cantaba una funesta canción.
Sentía en todos sus miembros una gran debilidad. El cuello
le dolía atrozmente.
“¿Dónde estoy? ¿Qué
está sucediendo conmigo?” –se preguntaba mentalmente–. Y de pronto
surgió la aguda y clara visión de que era el último mes de su vida, que estaba
enfermo y que padecía.
Evocó toda una serie de pensamientos y hechos irracionales; se
estremeció aterrado.
– A Dios gracias, todo eso terminó –murmuró quedando
adormecido de nuevo.
La ventana abierta y enrejada con barrotes de hierro daba a
un sendero rodeado de grandes edificios y una muralla de piedra.
Nadie pasaba por allí. El sendero estaba cubierto de cardos,
de arbustos silvestres y lilas que en aquella época del año estaban en flor.
Entre las ramas y frente a la misma ventana se veía el alto cerco. Y detrás de
esa valla podían verse las copas de los árboles de un gran parque vecino,
bañado por la luz de la luna. A la
derecha se alzaba el edificio del hospital. Las
ventanas, detrás de las rejas, aparecían iluminadas. A la izquierda, la
blanca pared, más blanca aún por la luz de la luna, del cementerio. La luna
penetraba también a través del enrejado –en la habitación del enfermo– y sus
rayos caían sobre el piso iluminando parte de la cama y su pálido rostro con
los ojos cerrados.
Viéndole dormido nada había de anormal en su aspecto. Sólo se
desprendía, de su sueño profundo y pesado, que era un hombre enfermo. Por unos
instantes había despertado como hombre sano, pero a la mañana siguiente se
levantaría de nuevo como una pobre víctima de la terrible enfermedad.
III
– ¿Cómo se encuentra? –le preguntó el médico al día siguiente.
El enfermo acababa de despertarse y estaba aún tapado por las
sábanas.
– Admirablemente –respondió levantándose de un salto; luego se
calzó las zapatillas y le
tendió la mano al médico–.
Admirablemente, menos esto de aquí –y mostró su nuca–. No puedo
volver la cabeza sin sentir un fuerte dolor. Pero no significa nada; todo
está bien, si
uno se da
cuenta de eso,
si lo entiende...
– ¿Sabe usted dónde se encuentra?
– Sí, doctor; en un manicomio. ¿y qué importa eso?
El médico le miraba fijamente a los ojos. Su bello y cuidado
rostro, enmarcado por una barba de color rubio dorado y tranquilos ojos azul
claro, miraban a través de lentes de montura de oro. Estaba inmóvil, impasible.
Observaba.
– ¿Por qué me mira usted tan atentamente? No conseguirá jamás
leer dentro de mi alma –dijo el enfermo–; pero yo, en cambio, leo claramente en
la suya. ¿Por qué practica usted el mal? A mí eso me es indiferente, porque lo
entiendo todo y estoy tranquilo. Pero, ¿para qué tantos sufrimientos? Al hombre
que ha llegado a formarse una idea general de la vida, lo mismo le da el lugar
en que viva o sienta. Hasta le es indiferente el vivir o no vivir. ¿No es
cierto?
– Quizá –contestó el médico sentándose en una silla que
había en un rincón de la pieza; de esa manera podía observar al enfermo que se
desplazaba con pasos agitados de un lado a otro de la estancia, haciendo ruido
con sus enormes pantuflas de anca de potro y dejando flotar su amplio batín de
algodón con rayas rojas y grandes flores estampadas.
El ayudante del médico y un loquero permanecían en pie en el
umbral.
– ¡La tengo, la tengo! ¡La idea ya está! –continuó el
enfermo–.
Y cuando la sentí en mí, me noté cambiado, resurgido. Mis
sentimientos se volvieron más sensibles, mi cerebro trabajó como nunca lo había
hecho antes. Lo que apenas conseguía comprender tras complicadas deducciones y
adivinaciones, hoy lo capto intuitivamente. En realidad, llegué a la misma
conclusión que la filosofía. Yo vivo y siento que el tiempo y la distancia son cosas
ficticias. Yo vivo en todos los siglos. Vivo sin el espacio en todas o en
ninguna parte. Y por eso me resulta indiferente que me tengan ustedes encerrado
aquí, que esté atado o que camine
libremente. Pude reconocer
que en esta
casa hay otros como yo, pero para
ellos tal situación es terrible. ¿Por qué no los dejan en libertad?
– Usted ha dicho –le interrumpió el médico– que vive fuera
del tiempo y el espacio. Sin embargo no podrá negar que ambos nos hallamos en
la misma habitación y que ahora –el médico extrajo el reloj de su bolsillo– son
las diez horas treinta minutos del día 6 de mayo del año mil ochocientos. ¿Qué
dice usted a eso?
– Nada. Me es indiferente dónde estar o dónde vivir. Siendo
así, ¿no significa acaso que estoy siempre y en todas partes?
El médico sonrió.
– Es una lógica original –dijo levantándose–. Quizá tenga
usted razón. Hasta luego. ¿Puedo ofrecerle un cigarro?
– Muchas gracias (hizo un alto en su movimiento, cogió el cigarro
y con los dientes, nerviosamente, le quitó la punta). Esto ayuda a pensar –dijo
el enfermo–. Es el mundo,
el microcosmos. De un lado están los ácidos, del otro los básicos. Así
ocurre también con el equilibrio del mundo, en el que se neutralizan los
contrastes. Adiós, doctor.
El médico salió. La mayoría de los enfermos le esperaban de pie,
al lado de sus camas. No hay nadie que respete tanto a su jefe como respetan a
los psiquiatras sus pacientes.
En cuanto al enfermo, una vez se hubo quedado solo, continuó
caminando nerviosamente de un rincón al otro de la pieza. Le trajeron té en un
tazón, que se bebió en dos sorbos sin ni siquiera sentarse; del mismo modo
comió un trozo grande de pan blanco.
Luego salió de la habitación y durante varias horas, sin
detenerse, se desplazó con pasos rápidos y pesados de un extremo al otro del
edificio. El día era lluvioso y a los internados no les dejaban salir al
jardín.
El practicante buscó al nuevo enfermo y le indicaron que se hallaba
en el fondo del corredor. Allí estaba, apoyando el rostro en los cristales de
la puerta que daba al jardín, mirando fijamente el parterre de flores. Su
atención estaba absorbida por una flor de un rojo vivísimo, una de las
variedades de la amapola.
El ayudante le tocó en el hombro.
– Venga a pesarse, por favor –le dijo.
Pero cuando el enfermo se volvió para mirarle, el ayudante
del médico retrocedió espantado; tal era el odio y la furia salvaje que ardían
en los ojos que le miraron. Sin embargo, al reconocer al practicante, la
expresión de su rostro cambió inmediatamente y le siguió sumiso, sin pronunciar
palabra, como bajo el efecto de un pensamiento profundo y trascendente.
Entraron en el consultorio del médico. El enfermo subió
sobre la plataforma de la báscula. El practicante tomó el peso y anotó luego en
un libro: sesenta kilogramos. Al día siguiente eran sólo cincuenta y ocho; al
tercer día cincuenta y siete.
– Si continúa así no durará mucho –dijo el médico, y ordenó que
se le alimentase lo mejor posible.
Pero a pesar de la buena alimentación y del apetito voraz
del enfermo, el peso seguía disminuyendo. El enfermo adelgazaba cada día más y
el practicante anotaba diariamente un peso menor. El paciente casi no dormía,
pasándose días enteros en continuo movimiento.
IV
Tenía plena conciencia de que se hallaba en una casa de locos. Hasta sabía que estaba
enfermo. A veces, como en la primera noche, se despertaba en medio del silencio
después de un día de movimiento agotador
y sentía que todos sus miembros estaban
doloridos; sentía un peso terrible
en la cabeza, pero todos sus sentidos
estaban despiertos. Tal vez fuera la falta de impresiones y la escasa luz
en medio del silencio nocturno; tal vez
el pobre funcionamiento del cerebro en un hombre que acaba de despertarse. Lo
cierto es que en tales momentos se daba cuenta cabal de su situación, como si
repentinamente se hubiera curado de su dolencia.
Y llegaba el día. Con los rayos luminosos que penetraban en
el edificio, las impresiones
le invadían nuevamente;
el cerebro enfermo no conseguía
dominarlas; y otra vez era un loco. Su mente se confundía en una rara mezcla de
pensamientos lógicos e ideas irracionales. Sabía perfectamente que estaba
rodeado de enfermos, pero en cada uno de ellos veía a una persona que se
escondía, que antes había conocido, o había leído, o había oído hablar de ella.
En su opinión, el hospital estaba habitado por gentes de todas las épocas y
todos los países. Existían allí vivos y muertos. Famosos personajes y soldados
que murieron en la última guerra y que luego habían resucitado. Se veía en un
gran círculo encantado que contenía todas las fuerzas de la tierra, y con
orgullosa exaltación se consideraba el centro de ese círculo.
Todos sus compañeros del manicomio estaban reunidos en ese
lugar para cumplir un fin gigantesco, que vislumbraba vagamente y que consistía
en el exterminio del mal en la tierra. Él desconocía cómo
podría llevarse a cabo
tal propósito; sólo sabía que tenía las fuerzas suficientes
para realizar la empresa. Leía en el pensamiento de las demás personas. Los
objetos le contaban sus historias. Los frondosos olmos del jardín del manicomio
le narraban leyendas del pasado. El propio edificio que había sido construido hacía bastantes años, lo
atribuía a Pedro el Grande. Estaba
convencido de que el zar había vivido en la época de la batalla de Poltava, y
que, según él, lo había descifrado de las paredes de la casa, del estuco caído
y de los restos de ladrillos que había en el jardín. Aseguraba que toda la historia
de la casa y del jardín estaba escrita en ellos.
El pequeño edificio del cementerio llenaba su imaginación
con el espectáculo de centenares de muertos agrupados desde hacía años. Miraba
fijamente el pequeño ventanuco del sótano,
que daba al rincón del
jardín, pensando distinguir en el nervioso reflejo de luz que caía sobre el
sucio y empañado vidrio, rasgos familiares que había hallado a través de su
vida, observados en los retratos.
Llegaron días buenos
y despejados. Los enfermos
pasaban todo el tiempo al aire libre, en el parque. El jardín estaba
florido. Las flores se encontraban plantadas en todos los rincones de tierra
disponibles. El guardián hacía trabajar en esas tareas a los enfermos más o
menos aptos. Pasaban el día limpiando y esparciendo arena,
arrancando las malas
hierbas que nacían entre las
plantas y las flores, extrayendo para el consumo los pepinos, las sandías y los
melones, irrigando la tierra que cuidaban y labraban.
Un lugar del jardín estaba ocupado por los cerezos. Al
costado, los paseos estaban poblados de olmos. En el centro de uno de esos
paseos, sobre un pequeño terraplén, se encontraba el parterre más hermosos del
jardín. A su alrededor crecían flores de vivos colores y en la suave pendiente,
se erguía, refulgiendo, una dalia gigante, exótica, de color amarillo salpicada
de rojo. A esta planta que cubría el centro del jardín y se elevaba por encima
del parterre, los enfermos le atribuían un significado misterioso.
Al nuevo enfermo también le pareció esta flor poco común,
una especie de icono del edificio y del jardín.
A lo largo de los senderos los enfermos habían plantado
flores. Eran de todos los tipos que suelen adornar los jardines rusos. Dalias
blancas, altos rosales, petunias de vivos colores, plantas de tabaco con
pequeñas flores rosadas, peperina, campanillas y amapolas. Cerca de la entrada
del edificio principal, crecían tres plantas de amapola de una variedad
especial, exótica. Eran más pequeñas que las comunes y se distinguían por el
color excepcionalmente vivo de sus flores. Fueron las que impresionaron
profundamente al enfermo cuando, en los primeros días de su internamiento en el
hospital, las descubrió a través de la puerta acristalada.
Cuando bajó por vez primera al jardín, lo primero que hizo,
aun sin haber terminado de descender
los escalones, fue mirar estas
flores de vivísimo color. Sólo había dos. Y habían crecido separadas de las
demás en un sitio sin desbrozar, rodeadas de cardos y armuelles.
Los locos iban saliendo uno a uno por la puerta donde el
enfermero les entregaba un gorro blanco, alto, de algodón y con una cruz roja
en el centro. Esos gorros habían sido usados durante la guerra por los que
pertenecían al cuerpo de sanidad y adquiridos por el hospital a precios de
saldo.
El enfermo le atribuyó a esa cruz roja un significado
especial y cabalístico. Se quitó el gorro, observó la cruz y luego las últimas amapolas,
que tenían un color más vivo.
– Él está venciendo –dijo–, pero ya veremos...
Bajó de la galería. Echó una mirada en torno y, sin
advertir la presencia del enfermero
que estaba detrás
de él, dio
unos pasos hacia el parterre y extendió la mano hacia la flor sin
decidirse a arrancarla. Sintió como una oleada de fuego que atravesaba su brazo
extendido; sensación que luego se comunicó por todo su cuerpo, como si una
corriente poderosa y desconocida, partiendo de los carmíneos pétalos, hubiese
penetrado en su organismo. Se aproximó más y tendió nuevamente su mano, pero le pareció que la flor
se defendía exhalando un aliento venenoso
y mortal. Se sintió mareado, pero realizando un último y desesperado esfuerzo,
la cogió casi desde el tallo; en ese momento, una mano pesada se
clavó en su hombro.
Era el enfermero.
– Está prohibido arrancar las flores –dijo el viejo
ucranio–. No suba tampoco al parterre. Aquí, entre ustedes, hay muchos enfermos;
y si cada uno fuera a arrancar una flor, se llevarían todo el jardín –agregó
con voz grave y a la vez convincente, sin soltar el hombro.
El enfermo le miró a la cara. Sin decir palabra se libró de
su mano y, turbado, se encaminó por el sendero.
“¡Oh, infelices! –pensaba–. No ven, están cegados al extremo
de no darse cuenta y lo defienden. Pero yo acabaré con él cueste lo que cueste.
Si no es hoy será mañana; vamos a medir nuestras
fuerzas. Y si muriese en la lucha, qué más da.”
Caminó por el jardín hasta el anochecer, mezclándose con sus
compañeros en desgracia y sosteniendo con ellos extrañas conversaciones en las
que cada uno de sus interlocutores no escuchaba
otra cosa que sus propios y
frenéticos pensamientos, compuestos
de palabras misteriosas y delirantes.
De ese modo, caminando con uno y otro de los internados, el enfermo
se convenció finalmente de que “todo estaba listo”, como se dijo a sí mismo.
Pronto, muy pronto se derrumbarían las rejas de hierro y todos los recluidos
saldrán volando por el mundo, mientras éste, estremecido, se arrancaría su capa
exterior, vieja, y se mostraría con un aspecto nuevo y hermoso. Casi se había
olvidado de la flor. Sin embargo, al regresar
del jardín y subir hasta la galería, vio dos rojos carboncillos entre tanto
verdegay, y advirtió que estaba oscureciendo y caía el rocío. Fue entonces cuando el enfermo, dejando pasar a los demás,
se colocó detrás del enfermero esperando el momento oportuno.
Nadie se dio cuenta de ello cuando, saltando sobre el
parterre, arrancó la flor y se la escondió en el pecho, debajo de la camisa. Y
en el momento en que los pétalos humedecidos por el rocío rozaron su cuerpo,
palideció con una sensación mortal y los ojos se le desorbitaron, estremecido
de terror. Un sudor frío le inundó la frente.
En el hospital encendieron las luces. En espera de la
comida, la mayoría de los
enfermos se recostaba en
sus lechos, con excepción de algunos que deambulaban
inquietos por el corredor y las salas.
El enfermo, con su flor, estaba entre estos últimos. Caminaba con los
brazos apretados –en forma de cruz– convulsivamente contra
su pecho. Parecía como
si quisiera aplastar, deshacer
la flor escondida.
Al cruzarse con
los demás, evitaba cuidadosamente rozarlos con sus ropas.
– No se acerquen, no se acerquen... –les gritaba.
Sin embargo, en el hospital se prestaba poca atención a las exclamaciones
de esa naturaleza. Él caminaba cada vez más rápido, alargando sus pasos; así
continuó durante una y dos horas seguidas. Su obstinación era frenética.
– Te voy a cansar. Te voy a estrangular... –decía con voz
grave y enronquecida.
A veces le rechinaban los dientes.
En el comedor
sirvieron la comida. Sobre
largas mesas sin manteles
pusieron varias fuentes de madera pintada y dorada. Los enfermos se sentaron en
los bancos. Les sirvieron un trozo de pan negro a cada uno. Y con cucharas de
madera ocho hombres se servían de una misma fuente. A los que seguían un régimen
especial se les atendía aparte.
Nuestro enfermó engulló rápidamente la ración que le sirvió el
enfermero de su habitación, pero no satisfecho con ella se dirigió al comedor.
– Permítame que me siente a la mesa –dijo al encargado.
– ¿Acaso no ha comido ya? –inquirió éste, colocando
porciones suplementarias en la fuente.
– Estoy hambriento y necesito reponer fuerzas. Todo mi apoyo
está en la comida. Usted sabe que yo apenas duermo.
– Coma, coma usted todo lo que quiera. Taras, alcáncele una cuchara
y pan.
Se sentó ante la fuente de cebada y se comió un enorme
plato.
– Bien, basta, basta –dijo al fin el encargado, cuando todos
habían terminado de comer, excepto
nuestro enfermo, que seguía ante a la fuente manejando la cuchara con una mano y
apretándose el pecho con la otra–. Basta
ya, que
se va a i n d i g e s t a r .
– ¡Ah, si
supiera cuánta fuerza
necesito, cuánta! –le dijo
el enfermo, levantándose de la mesa y estrechando la mano del encargado–.
Adiós, Nikolai Nikolaievich; adiós...
– ¿A dónde va...? –preguntó el encargado con una sonrisa.
– ¿Yo? No voy a ninguna parte. Me quedo; pero tal vez mañana
no nos volvamos a ver. Le agradezco su bondad.
Estrechó de nuevo la mano del encargado. Su voz temblaba y las
lágrimas acudían a sus ojos.
– Cálmese, cálmese –le decía el encargado–. ¿Por qué esos pensamientos tan
sombríos? Vaya a acostarse y
duerma. Usted necesita descansar más.
Si durmiera bien, pronto estaría
curado.
El enfermo estaba llorando. El encargado ordenó a los
enfermeros que retiraran los restos de la comida. Media hora después todos
dormían en el edificio; todos menos uno.
Este yacía recostado en su camastro. Temblaba como si estuviera bajo los
efectos de una fiebre palúdica, apretándose convulsivamente el pecho que, según
creía, se estaba impregnando del terrible veneno mortal.
V
No pudo dormir en toda la noche. Había arrancado esa flor
porque veía en ello una hazaña que se sentía obligado a realizar personalmente.
Desde que miró por vez primera a través de la puerta
acristalada, los pétalos rojos habían atraído su atención, y desde entonces le
pareció que sabía cuál era su misión en la tierra. Todo el mal de nuestro mundo
estaba resumido en esa flor escarlata,
de color tan vivo.
Sabía que de las amapolas se extraía el opio. Y esa idea, al crecer y desarrollarse, había adquirido
formas espectrales.
Para el enfermo, esa flor había absorbido toda la sangre
inocente derramada por el mundo, y de ahí que fuera tan roja. estaba imbuida de
un ser misterioso, el antípoda de Dios, el Arimán que había adoptado un aspecto
humilde e inofensivo. Era necesario arrancarla y destruirla. Pero eso no
bastaba. Tenía que evitar que al expirar lograse derramar su ira por el mundo.
Por eso la escondía en su pecho. Esperaba que por la mañana la flor hubiese
perdido sus fuerzas. La maldad que contenía se volcaría sobre su pecho y su
alma, y en esa contienda vencería o sería vencido. Si así fuera, él moriría
como un noble paladín; el primer paladín de la Humanidad; moriría por ella. Nadie,
antes que él, se había atrevido a arrancar el mal de raíz, en un solo impulso.
“Ellos no lo veían.
Yo sí. ¿Podía dejarla vivir? ¡No!
¡Antes la muerte!”, pensaba.
Y yacía en su lecho, desvaneciéndose en una lucha pectoral,
imaginaria pero agotadora.
Por la mañana, el ayudante del médico lo encontró casi
muerto, pero al poco rato la agitación lo reanimó y se puso en pie de un salto,
continuando sus nerviosos
desplazamientos por el hospital,
hablando con los enfermos y consigo mismo en voz alta, de un modo más
desconcertante que nunca.
El médico, en vista de que su peso iba disminuyendo
paulatinamente y que el enfermo se pasaba las noches sin dormir, ordenó
inyectarle una fuerte dosis de morfina. Por fortuna, el enfermo no se opuso.
Sus embrollados pensamientos coincidieron con
la operación. Pronto quedó
dormido. Cesó su agitación enloquecida y poco a poco la
melodía altisonante que le acompañaba, siempre surgiendo del ritmo frenético de
sus pasos, abandonó sus oídos. Quedó desvanecido y lo olvidó todo; hasta la
segunda flor que se había propuesto arrancar.
No obstante, posteriormente, cumplió sus propósito y arrancó
la segunda flor en presencia del viejo enfermero, quien no tuvo tiempo de
impedírselo. Corrió tras él, pero el enfermo, exhalando un verdadero alarido de
triunfo, penetró corriendo en el hospital, se dirigió rápidamente a su
habitación y escondió la flor en el pecho.
– ¿Por qué arrancas las flores? –le gritó el enfermero, que
corría en pos suyo.
Pero el enfermo se hallaba ya recostado en su cama con los
brazos cruzados sobre el pecho, y comenzó a decir tal sarta de disparates que
el enfermero sólo atinó a quitarle el gorro con la cruz roja, que no había
devuelto durante su fuga, y se m a r c h ó .
La lucha se había entablado de nuevo. Sentía emanar desde la
flor una especie de chorros o espirales en forma de reptiles, que representaban
el mal. Lo enredaban, lo envolvían, lo apretaban; estrangulaban sus miembros vertiendo dentro de su cuerpo el
terrible veneno. Lloraba, rogando a Dios
e intercalando en sus plegarias las maldiciones que dedicaba a su
enemigo.
Hacia la tarde, la flor se marchitó. El enfermo pisoteó sus
pétalos ennegrecidos, recogió del suelo los restos y se dirigió al baño con
ellos. Arrojó el deforme manojo dentro de la estufa con carbones ardientes y
permaneció largo rato escuchando el crepitar de su enemigo, observando cómo
poco a poco se convertía en un montón de cenizas blancas. Sopló sobre ellas, y
todo desapareció.
Al día siguiente, el enfermo empeoró. Terriblemente pálido,
con las mejillas hundidas y los ojos ardientes dentro de las órbitas, proseguía
su frenética deambulación, trastabillando a ratos y hablando sin cesar.
– No me gustaría hacer uso de la fuerza –dijo el médico jefe
a su ayudante–, pero hay que poner fin a eso. Hoy pesa cuarenta y cinco kilos.
Si sigue así, morirá dentro de dos días.
Después de decir estas palabras, el jefe se quedó pensativo unos
instantes.
– Ayer la morfina no produjo efecto alguno.
– ¿Morfina o cloral? –preguntó el ayudante con tono
inseguro.
– Que lo aten. Sin embargo, no creo que consigamos salvarlo.
VI
Fue atado. Estaba en su cama, amarrado por la camisa de
fuerza y con anchas franjas de lona contra los travesaños de hierro del lecho.
No obstante, su agitación y sus convulsos movimientos no disminuyeron sino que,
por el contrario, aumentaron.
En vano intentó durante muchas horas librarse de las
ataduras que le sujetaban. Finalmente, después de un terrible esfuerzo, consiguió
romper una de las ligaduras. El enfermo liberó sus piernas, y deslizándose
debajo de las
demás cuerdas logró ponerse en pie, comenzando a caminar
por la habitación con los brazos amarrados y enviando al aire salvajes e
incomprensibles exclamaciones.
– ¡Quieto! –gritó el loquero, entrando en el cuarto–. Ha de
ser el propio diablo quien te ayuda. ¡Grisko, Ivan, vengan; se libró de las
ligaduras!
Los tres enfermeros se abalanzaron sobre él y empezó una lucha
larga y extenuante para los loqueros, y mucho mayor aún para el enfermo, que
gastaba en ella los últimos residuos de sus fuerzas. Finalmente consiguieron
tenderlo sobre la cama y lo ataron más fuerte que antes.
– Ustedes no saben lo que hacen –les gritaba el enfermo,
ahogándose–. ¡Morirán todos! He visto a la tercera, que estaba apenas abierta.
Dejen que termine mi obra. ¡Hay que matarla, matarla, matarla! Sólo así terminará todo. Todo estará salvado.
Les enviaría a ustedes; pero sólo yo
puedo hacerlo, porque ustedes morirían sólo con tocarla...
– ¡Cállese, señor, cállese! –exclamó el enfermero que
permanecía de guardia junto al lecho.
El enfermo calló de pronto. Había resuelto burlar a sus
guardianes. Estuvo atado todo el día y la noche siguiente. Después de haberle
traído la comida, el enfermero preparó su cama en el suelo y se acostó. Minutos
más tarde dormía profundamente, y el enfermo comenzó su tarea.
Se dobló completamente, en un supremo esfuerzo por alcanzar uno
de los barrotes de hierro de la cama, y tanteando con la
mano encerrada en la camisa, comenzó a frotar con violencia la
manga contra el
barrote. Poco después el
grueso lienzo había cedido y pudo
sacar el dedo índice. Entonces todo se produjo con más rapidez. Con una habilidad
imposible de concebir en una persona normal desató el nudo que aprisionaba sus brazos
por la espalda, después los cordones de la camisa: acto seguido se puso a
escuchar los ronquidos del enfermero, que dormía con un sueño pesado.
El enfermo se quitó la camisa con rapidez y saltó de la
cama. Estaba libre. Probó la puerta. Estaba cerrada por dentro y la llave,
probablemente, la tenía en su bolsillo el enfermero. No se atrevió a
registrarle por temor a despertarlo; resolvió salir del cuarto por la ventana.
La noche era impenetrable, serena y templada. La ventana estaba abierta, y se veían las
estrellas titilando en el cielo. El enfermo las contemplaba, pudiendo
distinguir las constelaciones conocidas y le pareció que le miraban con gesto comprensivo y solidario. Percibió
infinitos rayos que ellas le enviaban, y su obsesionante decisión se vio
reforzada. Era preciso torcer uno de los hierros de la reja y pasar por la
estrecha abertura que se produciría entre los dos barrotes, meterse en el
rincón que había oculto entre los matorrales, salvar de un salto la pared y
luego... la suprema lucha. Después podía llegar la muerte.
El enfermo trató
de doblar el hierro de la reja, pero
no cedía. Entonces, haciendo una soga
con las mangas de la camisa de fuerza, la enganchó al barrote y se colgó de
ella. Después de realizar unos esfuerzos
desesperados que casi le consumieron todas sus fuerzas, la punta
de lanza
cedió y quedó abierto un angosto
paso. Se metió en él tras retorcerse varias veces, arrancándose la piel de los
hombros, los codos y las rodillas. Atravesó los arbustos y llegó a la pared.
Dio un salto.
A su alrededor reinaba el mayor silencio. Del interior del
edificio salía una tenue luz que iluminaba vagamente el suelo. No se veía a
nadie en las ventanas. Nadie le observaba. El loquero que había montado la
guardia junto a su lecho continuaba, probablemente, con un sueño de plomo. Las
estrellas titilaban cariñosamente, penetrando con sus rayos hasta lo más hondo
del corazón del enfermo.
– ¡Voy hacia vosotras! –murmuró mirando al cielo.
El primer intento de salvar la pared le falló. Con las uñas
rotas y las manos y las rodillas sangrantes, comenzó a buscar un sitio más
fácil de saltar. Allí donde la pared se unía con el cementerio, habían caído
unos cuantos ladrillos. El enfermo aprovechó
los huecos, escaló el cerco y cogiéndose de las ramas del olmo que crecía
en el otro lado, se deslizó lentamente por el tronco hasta pisar la tierra en
el lado opuesto.
Luego echó a correr hacia el lugar conocido, junto a la
galería. La flor asomaba su oscura y pequeña cabeza con los pétalos muy juntos
y destacándose claramente entre el césped humedecido por el rocío.
– ¡Último!, último... –murmuró el enfermo–. Hoy será el día
de la victoria o de la muerte. Pero,
para mí, eso es indiferente.
Esperad –dijo mientras dirigía una mirada al cielo–. Pronto
me uniré con vosotros.
Arrancó la planta, la trituró pisoteándola y luego,
apretándola con su mano, regresó por el mismo camino a la habitación. El enfermero
dormía. El enfermo, arrastrándose con dificultad,
cayó desvanecido sobre el lecho.
A la mañana siguiente lo encontraron muerto. Su rostro
estaba tranquilo y sereno. Sus rasgos aparecían demacrados; los labios
delgados y sus ojos, muy hundidos,
reflejaban una honda felicidad.
Cuando le colocaron en la camilla trataron de abrirle la
mano para extraerle la flor escarlata encerrada dentro del puño. Fue en vano:
el trofeo le siguió a la tumba.
¡Muchas gracias! Encontré todo internet para este cuento.
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