MIJAIL ZOSCHENKO (LA PSIQUIATRÍA)
San Petersburgo-Rusia, 1895-Leningrado, 1958
Mijaíl Zóschenko representó, junto a escritores como Ilf y Petrov, una respuesta humorística en los tiempos más pavorosos del estalinismo. Como ellos, llegó a ser un narrador inmensamente popular. Leía en público sus cuentos, escritos en la estela de Chéjov y Gógol, y su auditorio se fue haciendo cada vez más amplio. Diversos testimonios recuerdan cómo aquel hombre de tez oscura, que leía con cara circunspecta sus breves narraciones, provocaba un coro de auténticas y sonoras carcajadas. En aquella época fue una eficaz válvula de escape para un público que al fin y al cabo podía reírse de sí mismo. Su capacidad para poner el dedo en los aspectos risibles humanos lo convierte en un escritor tan fascinante como intemporal.
Mijail Zoschenko nació en 1895. Pertenecía a una familia noble de origen ucraniano. En 1914 se incorporó al ejército y, después de ganar medallas en la guerra, terminó como teniente. Su salud se hallaba entonces minada por los incidentes del conflicto bélico. Desde 1921 se instala en Petrogrado y se dedica a escribir. Siendo discípulo de Zamiatin, siguió la tendencia humorística y satírica que era tan apreciada en la época. En un breve plazo alcanzó popularidad. En Amauta únicamente apareció un relato suyo: `Una noche terrible`.16 El relato se iniciaba con una entradilla titulada `Autorretrato` en donde ya el propio autor muestra este distanciamiento de los demás escritores en tanto que no sigue ninguna ideología a pesar de su espíritu renovador ante los nuevos tiempos.
Ayer estuve en la clínica para curarme. Había un enorme
gentío. Casi como en el tranvía. Lo más curioso de todo era ver la hilera de
gente que quería consultar al psiquiatra. Yo le dije a mi vecino:
– ¿Sabe usted? Lo que me asombra es la cantidad de gente que
está enferma de los nervios. Forman una mayoría abrumadora .
Un ciudadano bastante
gordo, que posiblemente
había sido antes un verdulero o
quién sabe qué demonios, dijo:
– ¿Qué tiene eso de
extraño? La humanidad quiere
comerciar, y aquí lo único que puedes hacer es mirar. Por eso yo estoy enfermo.
Otro, de semblante ceroso, seco, con
una vieja guerrera, salta y dice:
– Oiga usted, cuidado con lo que dice, porque, de lo
contrario, voy a telefonear a donde corresponde y ya le darán a usted
humanidad.
Un hombre con bigote gris pretendió aplacar los ánimos.
– ¿Qué le importa a usted esa gente? –dijo, dirigiéndose al
del rostro ceroso–. Son simplemente
ignorantes. No saben nada. No; las enfermedades nerviosas tienen causas
mucho más profundas. La humanidad está desbordada. La razón del auge de las
enfermedades nerviosas está en la ciudad, en los tranvías, los balnearios...
la civilización, en suma.
Nuestros antepasados de la Edad de Piedra vivían y bebían a placer, y
hacían esto y aquello sin resentirse de los nervios. Hasta creo que entonces ni
siquiera tenían médicos.
Y el de la cara cerosa dice:
– ¡Ah!, no le gusta la civilización, ¿eh? ¿No le gusta
nuestra administración? Bonita manera
de hablar, dentro de un
establecimiento soviético. No mezcle usted la ciencia con sus opiniones
burguesas. ¿Sabe usted cómo se arreglan esas opiniones?
En este momento llama el médico:
– El siguiente.
Y el hombre de rostro ceroso, con su vieja guerrera, se
apresura, sin terminar la frase, y desaparece detrás del biombo.
Al poco rato oímos que al otro lado del biombo el enfermo
dice:
– En realidad, estoy completamente bien; lo único que
padezco es de insomnio. Duermo mal. Recéteme
algunas gotas o algunas píldoras.
El médico le contesta:
– No, píldoras no le receto. No hacen más que perjudicar. Yo
me atengo a los modernos métodos terapéuticos. Yo busco la causa de la
enfermedad y la ataco en su raíz. Ese es mi método. Usted tiene el sistema
nervioso deshecho. Y ahora le pregunto: ¿Ha sufrido usted alguna emoción?
Piense bien.
En un principio, al enfermo le cuesta comprender; luego
suelta diferentes sandeces, y, por fin, afirma que no ha sufrido nunca emoción
alguna.
– Piense usted bien –insiste el médico–. Es muy importante recordar la
causa. Ya la encontraremos, la
analizaremos, y quizá vuelva usted a recobrar la salud.
El enfermo repite:
– No, no he sufrido emociones.
– Está bien –dice el médico–; quizá se ha excitado por algo.
Alguna excitación violenta, algún trauma, ¿eh?
– Sí, una vez tuve una emoción, pero hace ya mucho tiempo, quizá
diez años.
– Diga, diga –insiste el médico–. Eso le aliviará. Es decir,
que se ha estado atormentando durante diez años. De acuerdo con mi método,
tiene usted que contarme esa vivencia abrumadora. Y entonces se sentirá usted
más aliviado y podrá volver a dormir.
El enfermo carraspea un poco, reflexiona y empieza a contar:
– Acababa de regresar del frente. No había estado en casa desde
hacía medio año. Llego y subo la escalera. Mi ropa, naturalmente, se hallaba en
bastante mal estado. El capote y los pantalones. Por todas partes pululaban los
piojos. Y de este modo me llego hasta mi esposa, a quien no había visto desde hacía
medio año. Me dirijo, pues, hacia ella, pensando que no está bien presentarse
con un aspecto tan desastrado ante mi mujer. Entro en la habitación y veo que allí hay una mesa. Y sobre la mesa, vodka y
arenques. A la mesa está sentado mi sobrino
Mishka., el cual rodea con el
brazo el cuello de mi mujer. No,
no; esto no me soliviantó lo más
mínimo. No; yo pensé: “¿Acaso una mujer joven no puede dejarse abrazar?” En ese
momento, los dos me ven. Mishka coge rápidamente la botella de vodka y la
esconde debajo de la mesa. Mi mujer dice: “Buenos días.” Esto tampoco me excitó,
y le di los buenos días. Entonces me fijo en que Mishka lleva puesta mi
chaqueta. Mire usted, yo nunca he sido pendenciero ni he concedido demasiado
valor al derecho de propiedad, pero aquella conducta me hirió profundamente.
Sentí angustia y noté que el corazón me dolía. Mishka me dice: “Me he
puesto su chaqueta como un
disfraz, nada más. Sólo por broma.” Yo grité: “¡Quítate la
chaqueta, cerdo!” Mishka dice: “¿Cómo voy a desnudarme delante de una
dama?” Yo grito: “Aunque hubiese seis
damas, te quitas la chaqueta, cerdo.” De pronto Mishka coge la botella de vodka y me da con ella en
la cabeza...
En este punto el médico interrumpe el relato y dice:
– Ahora se comprende todo. Y desde ese momento padece usted
de insomnio y duerme mal.
– No –dice el enfermo–; entonces
todavía dormía bien.
Precisamente entonces dormía a pierna suelta.
El médico dice:
– ¡Ah! Pero cuando se acuerda de esa ofensa no puede dormir,
ahora lo veo claro: el solo recuerdo ya le soliviantaba.
El enfermo contesta:
– Bueno. En el primer momento, quizá. Pero, por lo demás, hace
mucho tiempo que lo he olvidado. Desde que me separé de mi mujer ya no he
vuelto a pensar en ello ni una sola vez.
– ¡Ah! ¿Está separado de ella?
– Sí, me separé. Y me casé con otra. Y luego con una
tercera, y después con una cuarta, y he dormido siempre admirablemente. Pero
desde que mi hermana llegó del pueblo y se instaló en mi habitación con todos
sus niños, he dejado de dormir. Llego del trabajo a casa, me echo, y no puedo
conciliar el sueño. Los críos andan alrededor, arman jaleo, juegan y se burlan
de mí. Y no puedo dormir.
– Un momento –dice el médico–; de modo que son los niños los
que no le dejan dormir.
– Naturalmente. Ellos son los que me molestan. Pero aun sin ellos
tampoco puedo dormir. La habitación es pequeña y, además, es un lugar de paso.
Y hay mucho trabajo. Y la alimentación es insuficiente. Uno está cansado. Pero
uno se echa y no puede dormir.
– Bueno, pero si no estuviesen los niños..., sí.
Supongamos... que hay silencio absoluto en la habitación.
– Tampoco puedo dormir. Durante las fiestas, mi hermana se marchó
al campo con los niños. Cuando empezaba a dormirme, llegó la vecina –esa mala
arpía–; llevaba unas brasas de carbón y pasó por mi cuarto. Tropezó y me echó
el carbón encima. Quiero dormir y me doy cuenta que no puedo hacerlo porque la
manta se quema. Y al lado, además, alguien toca la mandolina. Y los pies se me
abrasan.
– Oiga usted –dice
entonces el médico–, ¿a qué diablos viene a verme? Vístase. ¡Está bien, está bien! Le recetaré unas pastillas.
Detrás del biombo se oye suspirar y bostezar, y al poco rato
aparece el hombre del rostro ceroso.
– El siguiente –dice el médico.
El hombre gordo que antes se había mostrado tan preocupado
por el libre comercio, desaparece detrás del biombo. Pero mientras se dirige
hacia allí, hace un ademán de desilusión con la mano y murmura:
– No es un buen médico. Muy superficial. Este tampoco me curará.
Contemplo su cara y
veo que seguramente tiene razón. La medicina no podrá curarle.
Han borrado los sitios de literatura sovietica, que milagro que queda este.
ResponderEliminarMaravilla¡¡¡¡¡¡¡