SERGUEI KONSTANTINOVICH NIKITIN (RELATO SOBRE EL PRIMER AMOR)

Kovrov-Rusia, 1926

Serguei Konstaninovich Nikitin, pertenece a los literatos rusos de la joven generación.  Nace en 1926, en la ciudad de Kovrov (región de Vladimir), donde termina la Escuela Técnica de transporte ferroviario y comienza a escribir en la prensa local desde 1948. En 1952 acaba sus estudios en el Instituto Gorki de Literatura Universal (Moscú). Desde esta fecha ha publicado varias colecciones de relatos, entre ellos “El regreso”, “Siete elefantes”, “Una vez, en verano”, “Relato sobre el primer amor”  (1955), “En una noche de insomnio”, premiado con medalla de oro en un concurso literario, etcétera.
Cuando mi hermano, carpintero por tradición familiar, se marchó al frente, me quedó solito no ya en la ciudad populosa, abarrotada de gente que la guerra había arrojado de sus hogares, sino en el mundo entero.
Hombre taciturno, de pocas palabras, antes de partir me dijo:
-Te quedarás con una buena familia. No dejarán que te descarríes.
Me llevó a un barrio extremo de la ciudad, a una casa rodeada por una calle tras de la cual crecía la malva. Me entregó a una mujer vieja, de rostro tan arrugado que parecía una manzana asada. La mujer arrojaba de su boca las palabras como si escupiera cáscaras de girasol.
-Con nosotros estarás bien – me dijo al acompañarme a la habitación, pero yo presentí, confusamente, que sería todo lo contrario.
Acostumbrado  a la libertad de las brigadas móviles de carpinteros, me inspiraban poca confianza las casas que olían a estufa, que tenían gatos somnolientos, pirámides de almohadas de distinto tamaño sobre las camas y nopales decorativos, diríase que de cera, en los rincones.
Al despedirse, mi hermano me estrechó entre sus brazos como a un igual.
-No te doy dinero. Lo entregaré todo a la patrona. Los domingos te dará un billete de diez rublos. No pierdas el tiempo, y estudia.
Se fue por la anchurosa calle del arrabal, sin volver la cabeza. Se fue de mi vida para siempre.
Desde los primeros días resultó que en la casa tras de la valla se condenaban los actos más sencillos y naturales. No se podía tener encendida por mucho tiempo la lamparita eléctrica, no se debía hablar en voz alta, ni reír,ni mucho menos invitar a los amigos a pasar el rato.
Me alegré mucho de que convirtieran nuestra escuela en hospital. Desde entonces tuvimos las clases en el edificio de una escuela técnica sin acabar, al otro extremo de la ciudad, en la colonia obrera. Así permanecía menos tiempo en la desagradable casa. Terminadas las clases, regresábamos sin prisas, dando algún rodeo. Por el camino nos entreteníamos jugando con niños que no conocíamos o me llegaba con Senka Braguin hasta el río, hasta el mercado, hasta el parque o hasta la estación.
Yendo de obra en obra, primero con mi padre y luego con mi hermano, había visto muchas ciudades, mas ninguna me había gustado tanto como ésta. Por su mucho verdor, por la animación de sus calles y por el temperamento de sus habitantes, recordaba las ciudades marítimas del Sur. Cuando, al atardecer , sobre la parte baja del valle se extendía la niebla en todo lo que alcanzaba la vista, esa impresión era total. Me sentía arrastrado por una fuerza misteriosa a deambular por las calles –un desconocido entre desconocidos-, tropezando con los transeúntes, mirando por las ventanas de las casas, corriendo alucinado tras los soldados que marcaban el paso cantando sus canciones. Me encantaba permanecer en el puente del ferrocarril, notar el acre olor de los gases de carbón y ver cómo, abajo, habría dicho que en un apretado hoyo, se movían, silbaban, crepitaban con voces distintas las moles oscuras de las locomotoras.
En esta ciudad quedó truncada mi infancia, casi de modo repentino y descorazonador. Presionado por los acontecimientos, caminé a grandes pasos hacia la juventud prematura de los tiempos de guerra.
Recuerdo un hermoso día del veranillo de San Martín, de aire transparente, con hilos de araña volando por las calles, con susurro de hojas caídas sobre el asfalto. Fue el día en que el Comité local de la organización juvenil nos llamó a los alumnos de las clases octava y novena.
Salí de aquella reunión como si, de golpe, hubiera adquirido varios años de experiencia. Se nos confió la misión de vigilar el camuflaje de la luz por toda la ciudad. No se trataba de un juego ni de un trabajo social de poca importancia, sino de desempeñar el cargo de ayudante del Estado mayor para la defensa antiaérea de la ciudad. El jefe del Estado mayor nos entregó el correspondiente documento a nuestro nombre, un pase para poder circular por la noche. Se nos concedió el derecho de poder imponer una multa a los infractores, lo cual nos daba una mayor conciencia de que la misión que se nos encomendaba era de responsabilidad y seria.
Al guardar los  nuevos documentos, metí la mano en el bolsillo y toqué con los dedos... el tiratacos. Lo saqué. Lo tenía  barnizado con laca amarilla; había hecho adornos de talla en el mango. La goma era fuerte, de color rojo. Como si efectuara un rito de despedida con la infancia, lo arrojé disimuladamente a la papelera.
La vigilancia nocturna me ligó aúnmás estrechamente con Senka Braguin. Ahora teníamos una segunda vida, invisible para los demás, y  esa vida, como secreto compartido entre los dos, daba aún más consistencia a nuestra amistad.
Quien ha visto la ciudad sin luces depués del toque de queda sólo por casualidad – por  haber prolongado una visita a los amigos y haber regresado luego a su casa a escondidas-, quizá tenga la impresión de que, en esas circunstancias, la ciudad está vacía y ofrece un aspecto hostil y tenebroso. Nosotros, empero, la percibíamos de otro modo. Al pasar por las calles donde resonaban nuestros pasos, divisábamos, a veces, el brillo súbito del farol de una patrulla; otras veces, en un momento de quietud, cuando no soplaba el viento, llegaba hasta nosotros un retazo de conversación sostenida por los servidores de las piezas antiaéreas en los tejados de las casas; o bien nos deteníamos, asustados por el ruido insólito que emitía un guarda de turno después de bostezar dulce y convulsivamente.  En este tiempo, nosotros, dos muchachos enfundados en abrigos raquíticos y raídos, a la par de todos cuantos prestaban servicios de defensa por la noche, formábamos parte del grupo de custodios con que contaba la ciudad. Con plena conciencia de nuestro deber, golpeábamos con los dedos ateridos las ventanas de casas y tiendas, repitiendo: “¡Ciudadanos, alerta!”
Junto a la estación, al lado de los depósitos de trigo y otras mercancías, sobre una alta base de piedra blanca, se levantaba una casa alargada, de una sola planta. Por dos veces encontramos una de sus ventanas iluminada, cual brecha de luz en la tenebrosa noche. Al instante tomamos las correspondientes medidas: Senka se me subió a hombros y golpeó conel puño el marco de la ventana. Se notaba movimiento tras los cristales y caía, desenrollándose, el papel de camuflaje. La tercera vez, decidimos levantar acta por infracción de las normas de  enmarascamiento. Entramos en el zaguán, buscamos a tientas la puerta forrada de hule y llamamos. Probablemente teníamos aspecto de muy pocos amigos, pues la muchacha que nos abrió la puerta retrocedió hacia el fondo de la habitación y gritó asustada:
-¡Papá!
De pronto pareció como si la sangre se me agolpara en la cabeza, dejándome la conciencia embotada. Todo lo que después sucedió, lo percibí como a través de un velo, obediente a la voluntad de Senka, que de modo inesperado se manifestó inquebrantable, por lo que yo, más tarde, sentí una simpatía aún más profunda hacia mi amigo.
Cuando de la habitación inmediata salió un hombre de anchos hombros, con la guerrera de ferroviario desabrochada, Senka le mostró su documentación y le explicó a qué habíamos ido.
-Estoy muy cansado, muchachos, y me olvido de  bajar el papel de camuflaje de mi habitación – dijo aquel hombre.
No se justificó, ni en el tono de voz se notaba el menor ruego para ganarse nuestra condescendencia, con lo cual fácilmente nos sentimos inclinados en su favor. Pero Senka, con integridad glacial dijo:
-Tenga  la bondad de traer papel y tinta, camarada ferroviario.
Levantó acta según las indicaciones que nos había dado el jefe del Estado mayor de la Defensa Pasiva, la firmó, me la dio a mí para que la firmara, luego la pasó a la firma del dueño de la casa y nos fuimos.
Sólo en la calle salí de mi aturdimiento y miré con respeto al pequeño Senka , estremecido de frío, que a diferencia de mí, se había mostrado tan firme y práctico.
-¿Te has fijado en la muchacha? Es de nuestra escuela – comentó Senka displicentemente.
-¡Estás bueno! ¿Cómo no iba a darme cuenta de Alia Reutova?
Entonces todos nosotros – lo mismo yo que Senka y que la mitad o más de los muchachos de nuestra clase – estábamos secretamente enamorados de Alia Reutova, alumna de la novena clase. En todas las escuelas existe la joven que se apodera de los pensamientos de los muchachos, sin sospechar siquiera que despierte tan unánime admiración. En presencia de aquella muchacha de pícaros ojos semientornados, dejábamos de ser nosotros mismos. Unos se volvían tímidos, callados. Otros, en cambio, se animaban y alborotaban de modo exagerado. Durante los recreos, al pasar por delante de la novena clase, sólo teníamos ojos para mirar a Alia Reutova. Bastaba, empero, que en uno de nosotros se detuviera la mirada de aquellos ojos semientornados para que el elegido se pusiera instantáneamente como la púrpura  y diera la vuelta. Este juego era atormentador y dulce. Los días en que por algún motivo ella no venía a la escuela, era, para nosotros, días melancólicos, de incomprensible apatía y dispersión.
“Ahora los dos hemos quemado nuestras naves”, pensé, y contra lo que podía esperar, esta idea despertó en mí una sensación de alivio y de cierta renovación, como si mi vida hubiera dado un rotundo viraje por un camino mejor.
A la mañana siguiente me encaminé hacia la escuela orgulloso de mi independencia, llevando en los labios una sonrisa despectiva para quienes todavía no  habían comprendido la alegría de sentirse libre frente a la poderosa atracción de los ojos entornados de Alia Reutova, para quienes, deslumbrados, aún encontraban pícaros aquellos ojos, mientras que para mí eran sencillamente miopes. Yo no sospechaba que aquella visión terrena de su figura me descubriría nuevos aspectos de   Alia Reutova, iluminaría nuevos encantos, le conferiría una fuerza de atracción aún más irresistible, de suerte que aquella joven no pasaría por mi vida sin dejar huella, como habría ocurrido de haber seguido siendo la Alia inasequible y celestial, aureolada de virtudes, que nosotros mismos imaginábamos.
Ese mismo día, durante el descanso más largo, Alia se me acercó y declaró, categóricamente:
-Le inscribo en el círculo dramático.
Yo podía esperar que hablara conmigo de la visita nocturna, pero jamás habría imaginado que me propusiera entrar en el círculo dramático, y por esto me puse en guardia.
-No sé declamar – respondí circunspecto, sintiendo, no obstante, que se me encendía la cara.
-Aprenderá –repuso Alia con decisión-. Sólo hace falta identificarse con el papel que se representa. Le inscribo.
Yo sabía que la propia Alia quería ser actriz; que, según ella, no existe vocación más elevada que la de servir al arte escénico, y que, por tanto, no admitiría réplica alguna ni siquiera de un joven desgarbado, larguirucho, de grandes cejas y manos como las de un obrero. Accedí.
MI amigo Senka, comentando mi iniciación en el arte de la escena, dijo:
-Llevas pantalones remendados, las botas de fieltro cosidas con alambre... ¡y quieres ser ar-tis-ta!
Se me dio el papel de Lopajin en “El jardín de los cerezos”.
-¡Que toque la música! ¡Que se haga todo como yo deseo!  ¡Aquí está el  nuevo propietario del jardín de los cerezos! ¡Puedo pagar por todo! – gritaba yo agitando las manos, vehemente, tal como hacía en otro tiempo mi padre cuando había bebido algo más de la cuenta.
Alia representaba el papel de Ranévskaia y yo tenía que estrecharle la mano. Sus dedos eran tan delicados que podía aplastárselos, como si se tratara de un racimo de uvas. Con paso incierto (Lopajin estaba borracho) me acercaba a la mesa en que ella se apoyaba impotente, tomaba aquellos dedos en mi manaza y decía, con voz suave, llena de ternura:
-¿Por qué no me hizo caso? ¿Por qué? Pobrecita paloma mía, ahora ya no es posible volver atrás.
Según opinión del director de escena, lo de voz suave, llena de ternura, no me salía bien...
Poco a poco me habitué a la presencia de Alia y ya no permanecía como alelado ante ella. Perdí la timidez y surgió entonces el deseo irresistible de estar siempre a su lado, de oír su voz, de contemplar sus movimientos airosos, un poco afectados; ahora levanta el brazo, ahora se sujeta un mechón rebelde, ahora se sienta, se pone en pie, se va...
 Un día se presentó en nuestra escuela un mozo bisojo, de poca estatura, se quitó el gorro de grandes orejeras, preguntó por el despacho del director y subió presuroso al segundo piso rozando los peldaños de la escalera con el borde sul arga zamarra. Terminadas las clases, el director nos comunicó que los komsomoles de un sovjós cercano pedían a nuestro círculo que les diéramos una representación.
Nos trasladamos al sovjós en trineos arrastrados por caballos alazanes de largo pelo, que corrían a un trote siempre igual y que relinchaban bruscamente en las cuestas . Estábamos en marzo, mas aún no había comenzado el deshielo. Incluso de día, cuando el sol neblinoso flotaba en el frío cielo, soplaba, ululante, un viento que  calaba hasta los huesos, levantando la nieve seca y punzante.
El club del sovjós, largo tiempo cerrado, estaba hecho un témpano. Alia, hundiendo la barbilla en el suave cuello de piel de lobo de su abrigo, en medio de la escena polvorienta, fruncía el ceño despectivamente y se hacía la caprichosa. Cediendo a los antojos de su “prima”, los miembros del círculo dramático decidieron representar alguna pequeña pieza en lugar de “El jardín de  los cerezos”, y luego cantar y bailar alguna cosa.
Ni Alia ni yo teníamos ningún papel en la obrita, y nos quedamos entre bastidores. Arrebujada en su abrigo, recogidas las pineras, ella estaba sentada en un diván desvencijado, cavilosa, lejana, con los ojos fijos, sin pestañear, en la lucecita humeante de un quinqué. Lo probable es que ella tuviera frío y deseara regresar a su casa, pero (sobre todo después del campanazo que acababa de dar ante sus compañeros de círculo) a mí me parecía que la escena polvorienta, con sus trapos pintarrajeados en vez de decoraciones, el diván hundido, el mal olor del petróleo y yo mismo con con mis pantalones gastados y mis botas de fieltro cosidas con alambre, todo ello junto ofendía su sensible naturaleza artística. Yo estaba convencido de que nunca me decidiría a acercarme, tomarla de la mano y, fuera de la escena, decirle palabras tiernas y penetrantes, capaces de hacerle comprender que la amaba.
En aquellos años los exámenes eran sencillos y breves;: una redacción, un trabajo de control en matemáticas, y se abrían ante nosotros las largas vacaciones de estío, desde junio hasta octubre. No sé lo que habría hecho con aquella enorme cantidad de tiempo libre, de no habernos enviado otra vez al mismo sovjós, si bien ahora en calidad de ayudantes para las faenas del campo. Creo que desde entonces odié la papilla de mijo y me gustaron los sosegados crepúsculos de la aldea, con el croar de las ranas, el piar de los vencejos bajo el alero de los tejados, y el húmedo frescor que sube del río. A menudo permanecía solo, en el umbra del henil donde pernoctábamos, junto a la caballeriza, y prestaba oído atento a los sonidos del día que se acababa. Me era dificil creer que en algún otro lugar de esa misma tierra se levantaba el estruendo de la batalla, estallaban los obuses, danzaban las rojas llamas de los incendios y el negro humo se extendía sobre el suelo.
Pero la guerra, cruel y brutal, como siempre, nos obligó a todo a creer en ello. Irrumpió en nuestra ciudad con su trágico semblante habitual; con el polvo de las casas hundidas, con los lamentos de los heridos y las lágrimas por los muertos... No oímos las señales de alarma, apagadas por la distancia, y nos despertamos sólo cuando las tremebundas explosiones, que en nada se parecían a los estallidos de los disparos antiaéreos, conmovieron, de pronto, las paredes del henil. Agrupados en la puerta, mirábamos en silencio hacia la ciudad, y al ver un tembloroso reflejo en el cielo nublado, sin ponernos de acuerdo, nos dirigimos presurosos hacia aquella dirección pr el camino que las abundantes aguas pluviales acababan de maltratar.
Recuerdo mal esa noche. Probablemente porque estaba subyugado por una idea:  ver a Alia viva cuanto antes. Cuando en respuesta a mi frenética llamada abrió la puerta una mujer soñolienta con larga bata, probablemente la madre de la muchacha, sólo fui capaz de pronunciar una palabra:
-Alia...
La mujer se quedó mirándome, sorprendida, y me dijo:
-Está en la aldea, en casa de la abuela.
Quizá se debió al tono sosegado y sorprendido de estas palabras, quizá me parecieron entonces dolorosamente inútiles mis angustias de aquella noche, mas de pronto sentí  que  en algo muy importante para toda mi vida acababan de engañarme de modo descarado e injusto, poniéndome en ridículo.
Amanecía cuando andaba aún por las calles. En el transcurso de aquella noche habían cambiado, hasta el punto que era imposible reconocerlas.  El cambio no se debía precisamente  a los edificios derruidos, aún  humeantes, a los trozos de cristal que crujían bajo los pies, ni a que las ambulancias de socorro pasaran raudas tocando las sirenas, ni tampoco a que fueran soldados reguladores del tráfico, vestidos con sus capotes grises, en lugar de los guardias municipales de la circulación, los que les dejaran el paso libre. No. Lo que había cambiado era el espíritu mismo de la ciudad, y ello se reflejaba, como en un espejo, en los severos rostros de los peatones con que me cruzaba.
Si entonces yo hubiera tenido más experiencia de la vida y un conocimiento algo más profundo de mí mismo, habría comprendido lo que me hirió tan profundamente aquella mañana. El hecho era que  Alia el ser a quien más quería yo en la tierra, nunca se encontraba donde todos nosotros pasábamos dificultades y la amargura nos oprimía los corazones. ¿Era casual?  No lo sé...
Ante las ruinas del cine encontré a Senka.
-Senka –le dije-. Vámonos al frente, voluntarios.
-Vamos –respondió.
Sellamos la decisión con un solemne apretón de manos.
En la caja de reclutamiento de la ciudad se negaron, con abundancia de razones, a aceptar nuestra muy reiterada solicitud. El primero de octubre, de nuevo empezaron para nosotros las clases, con sus cuadernos, sus ecuaciones, sus notas, y, para mí, con el mismo enamoramiento de antes hacia  Alia Reutova.
Para poderla ver con más frecuencia seguí desempeñando celosamente mis obligaciones de actor. En cierta ocasión, después de un prolongado ensayo, salimos juntos de la escuela. Desde el primer momento procuré mantenerme a una distancia decorosa de medio paso, pero Alia me dijo con una nota burlona en la voz:
-Podrías cogerme del brazo. Se resbala tanto, que por lo menos de nada puedes romperte la crisma.
Por supuesto, aquello no era más que un ruego corriente entre camaradas, y ella lo habría dirigido a cualquiera de nosotros que, después del ensayo, hubiera seguido el mismo camino, pero yo lo recibí  como una gran felicidad.
Deshelaba. Por los vacíos oscuros de las calles soplaba un viento pesado que olía a nieve húmeda. Empezaba a apoderarse de mí una gran confusión. Menos mal que Alia hablaba sin cesar, de modo que yo tenía la posibilidad de callar o de responder con simples monosílabos de diversa entonación, cuyo significado podía ella interpretar a su gusto.
Junto a su casa,  Alia  se detuvo y dijo:
-Aún podríamos seguir hablando, pero ahora sin duda me llamarán.
En efecto, resonó la puerta, salió alguien al portal y la llamaron.
-Es mamá –murmuró confidencialmente. En la oscuridad le brillaron los ojos con reflejo verdoso-. ¿Te gusta leer?
-Me gusta.
-A mí también. ¿Sabes? Si  el final de un libro no me gusta, yo misma lo invento.
-¡Alia! – volvieron a decir desde el portal.
-¡Ya voy! – respondió ella caprichosa, y añadió en voz baja, para mí: -Seguiremos hablando otro rato... ¿eh?
Al  día siguiente, procurando disimular mi turbación, me quitaba la nieve del calzado en el zaguán de los Reutova. Contra mis esperanzas, el padre en seguida me reconoció y, mirándome con sus fatigados ojos, me dijo:
-Gracias a sus señorías, entonces me gané una multa de cien rublos.
De la cocina pasé a una habitación donde ardía, acogedora, una lámpara bajo una gran pantalla de tela azul con flecos, que oscilaba cada vez que se abría la puerta y hacía mover sobre la pared leves sombras. Ahí tomamos té y luego entramos en la habitación de  Alia, cuyas paredes se hallaban cubiertas de mapas, tapices,fotografías y cuadros.  Todo me gustaba en aquella casa espaciosa y con calefacción (sobre todo teniendo en cuenta que esta última particularidad entonces no se daba casi en ninguna vivienda y era tenida en muy alta estima). Yo procuraba tocar disimuladamente todos los objetos que rodeaban a  Alia, como si esperara poder llevarme conmigo una parte de su calor, de su pulcritud y, quién sabe si a ella misma.
En cierta ocasión Alia me dijo que en verano iría a estudiar a Moscú. Desde entonces no pude librarme de la dolorosa idea de que íbamos a separarnos, y como por casualidad hablaba de que era posible estudiar también en nuestra ciudad, y recordaba los refranes poco halagadores para Moscú: “Moscú no cree en lágrimas”. “Lo que quiere Moscú es la bolsa llena”. Resultaba evidente, empero, que mi casuística diplomacia estaba condenada al fracaso.
Aún se examinaban los alumnos dela décima clase cuando los demás ya trabajábamos de nuevo en el sovjós. Calculé aproximadamente cuándo debía partir Alia, y me fui a la ciudad. Llegué a tiempo.
Al entrar en la conocida casa, vi los objetos revueltos, las maletas abiertas en el suelo, y los ojos llorosos de la madre de  Alia. Comprendí que se aproximaba lo terrible e irreparable que tanto había temido, secretamente, durante todo el último tiempo.
 Alia quitaba sus cuadritos de la pared.  No dije ni  una palabra. Sólo la miré y vi que ella también tenía los ojos llorosos y la punta de la nariz roja.
-Ya ves, me voy –dijo-.Ahora esto es un caos y todos estamos de mal humor... Vete. Nos veremos en la estación. ¿Irás a despedirme?
Se oyeron unos pasos que se acercaban.
-¡Pero vete ya! –dijo Alia imperiosa.
Salí. Me crucé con alguien en el comedor, me saludaron, pero yo no respondí. Me encaminé directamente a la estación y me senté en un banco.
Los ferroviarios iban y venían por caminitos de crujiente escoria, mirando sorprendidos y desconfiados a aquel jovenzuelo alto que llevaba botas altas y una chaqueta maltratada, que se estuvo sentado e inmóvil  hasta que oscureció. Entonces se le acercó una muchacha, también alta, pero muy delgada, vestida con sencillez, si bien con ropa de abrigo apropiada para ir de viaje, y dijo autoritaria:
-Vamos.
Nos pusimos a la sombre de los tilos, que dejaban caer una lluvia de flores consumidas cada vez que soplaba una ráfaga de viento.
-Te escribiré desde Moscú. Tú también me escribirás... ¿Por qué te callas? – preguntó Alia.
-No te vayas – le dije sordamente, expresando con toda claridad, por primera vez lo que hasta entonces había manifestado sólo con alusiones.
Alia se sonrió tristemente, tal como se sonreía cuando representaba el papel de Ranésvkaia.
-¿Cómo quieres que no me vaya?
-No lo sé. No te vayas...
En el círculo de luz difuminada por la pantalla de camuflaje, apareció la mamá de Alia. Miró impaciente en torno y gritó:
-¡Alia!
-Allí, delante de mis padres, resultará violento despedirse - dijo Alia.
Estábamos de pie, uno frente al otro, sin decidirnos a dar el paso que nos separaba. Ella fue la primera en acercarse, me tomó por los hombros y me besó en los labios...
Luego caminé por las traviesas hasta que perdí de vista la vacilante lucecita roja del último vagón. Me senté en el talud, sobre unas matas de ajenjo polvoriento, y prorrumpí en llanto.
“¿Por qué no me hizo caso? ¿Por qué? Pobrecita, paloma mía, ahora no es posible ya volver atrás...”
Cuando recuerdo mi vida, después de la partida de Alia, se me aparece como un denso grumo de acontecimientos apretados enun espacio de tiempo inconcebiblemente reducido. En unos tres meses recorrí el camino en apariencia sencillo y recto, pero en el fondo difícil y complejo, que lleva desde el aula de la escuela y de la visión semiinfantil del mundo, a la compañía de tiradores con sus severas normas de vida, escritas y sin escribir.
 El primer paso por este camino lo di al decidir trasladarme a Moscú, en pos de Alia, no bien recibiera su primera carta. Por aquel entonces yo tenía que romper definitivamente con los dueños de la casa en que vivía. A ellos no les gustaban mis ausencias nocturnas, la tardía llamada a la puerta,y a mí me repelía su vida mezquina, con el eterno suspiro por el pedazo de pan y con su intolerancia.  Propia de las personas limitadas, en lo tocante a la independencia de una persona que les era ajena como yo. Necesitaba buscar trabajo e ingresar en la escuela de formación profesional, “En este caso – me decía-, qué más da comenzar la nueva vida aquí o en Moscú...”
Mis preparativos fueron breves. Nunca me ha resultado difícil ponerme en marcha – algo ha debido de influir en ello la tradición de mi familia -, y no me asustaba ni el largo camino ni el desconocimiento de las nuevas ciudades.
Senka acudió a la estación a despedirme y me trajo sus objetos más valiosos: una guitarra y una caja de compases, enorme como un asador.
-Toma –me dijo, frunciendo el entrecejo-. Te lo pules por  el camino, si te encuentras apurado.
Ante nosotros comenzaron a deslizarse los vagones. Salté al estribo, y por encima del hombro del revisor miré como retrocedían en el espacio y en el tiempo los depósitos de la estación, la alargada casa sobre un alto pedestal de piedra blanca, y la pequeña figura de Senka, encorvada, azotada por el viento...
Guardo mal recuerdo del camino hasta Moscú. Sólo tenía billete hasta la estación inmediata y carecía del permiso que entonces se necesitaba para trasladarse a la capital. La mayor parte del viaje la pasé escondiéndome de las patrullas y de los revisores debajo de los bancos, en el estribo del vagón o tras las maletas ajenas en las literas superiores.
Encontré a Alia con facilidad. Vivía en una de las tortuosas callejuelas de Arbat, arrendando parte de una habitación a una ordenada viejecita que por las mañanas bebía café pasado por un filtro de plata y luego dedicaba el día a leer un “Libro de cocina, regalo a las jóvenes amas de casa”, o “La guerra  y la paz”.
 Alia se alegró mucho de verme cuando me presenté el día de mi llegada.
-Es mi paisano... Mírelo bien, mírelo, es paisano mío... Es de nuestra ciudad, paisano –repetía sin cesar, dirigiéndose a la viejecita; luego me preguntó si le había traído algún paquete de víveres o dinero de su casa.
Le dije que ni se me había ocurrido ir a ver a sus padres antes de partir.
-¡Qué cabeza , la tuya! – exclamó Alia, disgustada -, ¡Venir a Moscú y no traer provisiones de casa!
Al atardecer salimos a pasear. Jamás olvidaré el radiante asombro que se apoderó de mí cuando, de pronto, entre el retumbar de los cañones, se iluminaron sobre la ciudad los haces de los cohetes y, reflejándose en las aguas negroverdosas del río Moskova, se consumieron lentamente en lo alto. Estábamos en el puente de Crimea. A nuestro alrededor no había nadie, y en la oscuridad que siguió un nuevo estallido de luz, osado por el entusiasmo que me embargaba, besé a Alia en los ojos.
-Ahora todos los días hay salvas. Incluso dos y tres veces – dijo, enderezándose las pestañas que le había quedado aplastadas.
De repente me vino a la memoria el club helado del sovjós y la Alia fría, ajena, con la mirada fija en la llamita humeante del quinqué. ¿Por qué? Pero eran demasiadas las cosas que entonces requerian mi atención para que pudiera ocuparme de aquel interrogante.
Por la mañana cayó una lluvia helada y odiosa, como suele caer únicamente en Moscú por las raras particularidades meteorológicas del clima. Después de pasar la noche en la estación, pesada la cabeza con un vivo dolor de ojos y un desagradable sabor a desinfectante en la boca, caminé por las calles leyendo los anuncios en las “vitrinas” municipales. Por fin encontré lo que buscaba. Las oficinas de la empresa constructora (seguía una larga palabra inarticulable) admitían obreros de distintos oficios, entre ellos carpinteros. Abajo, con letra pequeña, se añadía: “A los sin familia se les proporciona residencia”. ¡Con qué fresca ironía me miraba esta palabra a mí, que empezaba a sentirme realmente sin familia, solo y perdido en aquella enorme ciudad, envuelta en el polvillo agudo de la lluvia!
 Tuve que ir en el tren eléctrico de las cercanías hasta un pequeño poblado de dachas donde se hallaban las oficinas de la empresa constructora, tras una valla compacta de tablas alabeadas. Por la tarde, después de pasar por la tortura de las medidas sanitarias,ya podía limpiarme el barro de las botas junto al umbral del edificio de madera, tipo barraca, que desde entonces era mi casa.
Casi todas las tardes veía a Ali. Siempre la encontraba deprimida e irritada. Incluso las buenas noticias me las comunicaba con sonrisa forzada e infausta.
-Hoy... – citaba el nombre de una artista famosa – ha dicho que tengo dotes muy originales para las que resulta difícil encontrar la correspondiente llave pedagógica. No está mal, pero nunca he de actuar en cine. ¡Qué absurdo!
Alia sólo se reanimaba cuando recibía dinero de su casa. Iba a las tiendas de lujo, compraba golosinas y manjares finos, se pasaba el día comiéndoselos, y una semana después me decía:
-¡Tienes dinero? Dámelo, haz el favor... O si no, toma: aquí tienes la cartilla del pan. Vete a buscármelo.
Feliz de poderme sacrificar por ella, le entregaba todo lo que tenía, y luego me daba cuenta, dolorido y apenado, que pronto volvería a perderla...
Héroe infortunado de los dramas de andén, de nuevo me encuentro en la estación. Es raro, pero los minutos más amargos de mi vida se hallan indefectiblemente vinculados al tumulto de las estaciones, a los insoportables resoplidos de las locomotoras, a la aguja de los relojes eléctricos en su convulsivo avance a saltos, al olor especial a andén en el que se mezclan los olores del fenol, del gas que despide el carbón, de los residuos del petróleo y el olor a metal... Noviembre toca a su fin. Cae una nieve muy fina, perceptible sólo bajo la pantalla de las farolas. Estamos de pie junto a la barra del vagón. Agarrándome a una última esperanza, balbuceo palabras sin brío sobre las dificultades del momento, sobre la fuerza de voluntad, sobre mi decisión de trabajar con todas mis fuerzas, más por la felicidad  que se refleja en el semblante de Alia  veo que ya no es mía, que ella se proyecta por completo a centenares de kilómetros de distancia, hacia la vida sosegada, confortable y sin dificultades de su casa paterna.
¡Adiós, Alia!
Unos días después me tocó inscribirme en la caja de reclutamiento del distrito. Allí mismo, los jóvenes de mi propia edad, mejor informados que yo, me enseñaron a no esperar a que me movilizaran, y me hice voluntario. A los movilizados los enviaban a  a escuelas de preparación militar; a los voluntarios, al frente sin dilaciones. Redactamos una instancia común y la entregamos seguida de una larga serie de firmas...
 Aquí podría poner término a mi relato, si la propia vida no lo hubiese prolongado hace poco tiempo.
Había acabado los estudios en la Academia Militar. Me enviaron a la unidad de infantería..., y para incorporarme a mi destino tenía que pasar por la ciudad donde comenzó mi juventud. ¡Cómo se había transformado, libre de su camuflaje de colores verdosos, obligada vestidura de la guerra! Parecía más extensa, más luminosa y más semejante, aún, a una ciudad meridional llena de temperamento.
Faltaban cuatro horas para la salida del tren. Compré unas flores y me dirigí al cementerio. Los llorones abedules de aquél lugar se inclinaban todos hacía una misma dirección, rumoreantes, movidos por el viento, y sus ramas finas se agitaban como cabellos sueltos. Leves sombras estivales corrían por el césped, por los montículos de las tumbas, por las viejas cruces, por las grises losas de piedras. El guarda, sordomudo, comprendió al fin lo que yo quería y me acompañó hasta el fondo del  recinto, junto a una cerca de hierro tras de la cual enterraron a los combatientes que fallecieron en los hospitales de la ciudad. Allí encontré un pequeño obelisco con una fotografía amarillenta colocada en un marco negro y la inscripción: “Al soldado de la Guardia Semión Alexándrovich Braguin. 1925-1944”.
Por un raro capricho del destino, Senka, herido, fue evacuado a su ciudad natal y murió en la escuela habilitada para atender a los heridos del frente, enla misma escuela donde en otro tiempo había abierto el silabario.
Naturalmente, también me acordé de Alia. Mejor dicho, el recuerdo de ese tímido primer amor siempre ha vivido en mí, porque ¿no es éste el recuerdo más dichoso, más tierno y encantador de la juventud?
Al regresar a la estación pasé por delante de su casa. En el portal había una mujer alta, de busto acusado. Apaleaba una alfombra colgada del pasamanos. Lo único que , quizá, hacía pensar en la antigua Alia, delgada y esbelta, era el modo de entornar los ojos miopes. Pasé por delante de ella sólo retardando levemente el paso. Tuve la impresión de que si me ponía a hablar con ella atentaría contra el luminoso recuerdo de mi juventud, un recuerdo limpio, como el inolvidable aroma de los tilos en flor, triste, como aquellas palabras ajenas que mi imaginación llenaba de un contenido distinto, peculiar: “¿Por qué no me hizo caso? ¿Por qué? Pobrecita, paloma mía, ahora ya no es posible volver atrás.

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  1. Enlace con foto de Serguei Nikitin: http://vgv.avo.ru/5/f/nikitin/nikitin_sk_2.jpg

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