PAVEL FILIPOVICH NILIN (CHUCHA)

Irkutsk-Imperio Ruso 1908-Moscú-URSS, 1981

Pavel F. Nilin, nació en Irkurs en 1908. Fue periodista, dramaturgo, novelista y guionista de cine. Entre sus obras figuran: “Viaje a Moscú”, novela (1954); “Por este mundo”, obra de teatro (1856), “Crueldad”, la última de sus obras publicadas. Fue también autor de cuentos, como los que titula “Detalles de la vida”, “Chucha”, que se incluye a continuación, vio la luz en 1956.
I
¡Qué deleitoso el olor a hierba, en Zhujarí! Nonna Pávlovna bajó del tren y se sumió en la niebla de la madrugada llena de aromas y frescor, antes del amanecer, como si entrara en el mar.
Rechinó el tren; se puso en movimiento con estrépito y se alejó pesadamente en la oscuridad, despidiendo por las ventanillas pálidos reflejos y parpadeando con la luz roja de su cola.
En la litera superior del último vagón, está durmiendo el capitán Dudichev. Quizá no se llama así, quizá ni siquiera es soltero. A todos los hombres les gusta papelonear cuando van en tren.
Además, ¿qué le importaba, a Nonna Pávlovna, ese casual compañero de viaje? ¡Cómo si hubiera pocos como él! Aunque ése tenía en verdad algo especial. El día anterior le había traído del vagón restaurante una botella de Oporto y una caja de bombones de chocolate; recitaba versos, quizá compuestos por él mismo; jugaba con la mirada y dos veces, al brindar con Nonna Pávlovna, dijo: “Por sus éxitos en el arte.”
Probablemente le había tomado por una artista de cine. No es de extrañar, Nonna Pávlovna va peinada a la última moda. El capitán, algo le dijo de los cabellos. También los metió en unos versos: “el  humo cristalino de tus cabellos y la fatiga de tus ojos”. No hay duda, lo había pensado él mismo. Se le había ocurrido entonces. Sí, era un hombre agradable. La estuvo contemplando todo el tiempo. Incluso el día que le gustaban sobre todo las rubias gorditas. También se lo confirmó en verso, llamándola a ella una rubia interesante.
Nonna Pávlovna se imaginaba cómo iba a despertarse el capitán dentro de poco en el vagón, mirarla con ojos soñolientos desde su litera superior y ya no la vería. Pensará que ella ha ido a lavarse, esperará unos minutos sin que ella vuelva. Ni volverá nunca. Es posible que el capitán también componga versos sobre este caso, versos que hablen de cómo se fue una rubia interesante. Sí, interesante, todavía interesante.
Quizá se olvide de ella en seguida. Seguramente la olvidará. Se encontrará con otras pasajeras. Tampoco Nonna Pávlovna se afligirá mucho por él. ¿Por qué habría de afligirse? ¿Qué ha representado este capitán para ella? Simplemente, un compañero de viaje,  y nada más. El continúa viajando y ella ya ha llegado. Está cerca de su aldea natal, donde viven sus familiares, que la esperan. La están esperando, no hay duda. Prometieron venirla a buscar a la estación. ¿Cómo podía ser de otro modo ¿Acaso tiene que recorrer andando la distancia de la estación a su aldea como hace más de veinte años?
En otro tiempo habría sido muy sencillo, se  habría descalzado, se habría doblado la falda y habría emprendido la marcha. Conoce muy bien  el camino, unos quince kilómetros de distancia. Ahora hasta sería ridículo que se quitara los zapatos de charol, las medias de nylon y caminase por el barro descalza, peinada como Orlava, la artista de cine, y llevando un vestido de crespón estampado. Hasta los chiquillos se reirían de ella.
¿Qué necesidad tiene de ir descalza? Puede sacar de la maleta unas sandalias, y también puede ponerse una bata en vez del vestido. Es una pena que no  haya traído su bata vieja. La que lleva en la maleta es algo entallada, con pajaritos estampados. No es agradable andar por un camino de aldea con esa bata puesta. Además, da pena llevar las sandalias, en seguida se estropearían con tanto barro. Seguro que el camino está intransitable como antes...
Nonna Pávlovna se hallaba sola en el andén, sin decidirse a dejar sobre el húmedo suelo su pesada maleta de cuero. Llevaba en ella golosinas y otros regalos. ¿Es posible que no haya acudido nadie a esperarla? Quizá ni siquiera han recibido el telegrama. Mientras el cartero de lugar va, con el telegrama, de la estación al koljós... Estos son lugares perdidos, salvajes. Aparte de Nonna Pávlovna, nadie ha bajado del rápido en la estación de Zhujarí. Nadie tiene nada que hacer aquí.
Nonna Pávlovna vuelve a pensar en el capitán que está durmiendo en el tren y que quizá, la está viendo en sueños. Por un instante tiene la sensación de que todo cuanto le es querido en la vida se halla ligado no con esa estación perdida, que casi nadie conoce, sino con el tren que se había alejado en la oscuridad y se había despedido haciendo unos guiños con la pequeña lucecita roja.
La verdad es que casi desconoce la estación. De lo que ahí había antes, no ha quedado nada. El edificio era de troncos, ahora es de ladrillo. El andén estaba asfaltado. SI no fuera por el letrero –Zhujarí -, podría creerse que Nonna Pávlovna ha sufrido un error y que no ha bajado en la estación que debía.
Entre la bruma de aquella hora cercana a la alborada, se destacaba un enorme edificio estrecho, en cuya cúspide brillaban unas débiles lucecitas. ¿Qué edificio sería aquel? Está claro, el depósito de granos. Ya se había empezado a construir entonces...
Realmente, no quedaba nada de lo de antes. Tan sólo la fragancia de la hierba recién segada, tan conocida, entrañable y conmovedora.
Nonna Pávlovna agita su abundante cabellera y se decide a entrar en el edificio de la estación. ¿Qué otra cosa podía hacer? Iba a cambiarse de vestido, se calzaría las sandalias e iría andando a la aldea. No era cuestión de esperar allí a que amaneciera, hallándose tan cerca de su lugar natal. ¿No habían acudido? Paciencia. No confiaba mucho en que acudieran. Llegaría andando. No era una mujer enferma.
-¡Nastia! ¡Nastia, espera!...
Nonna Pávlovna se detuvo. Se le acercaba un hombre alto, ancho de hombros, con un abrigo de cuero. De momento ella no lo reconoció.
-Buenos días, Filimón – dio por fin, y mirándole fijamente añadió: - Filimón Kuzmich.
-Buenos día,  Nastia – respondió él: era evidente que se había apresurado, que estaba conmovido -. Perdóname, Nastia, Nastia Pantaleimónovna. El reloj me ha jugado una mala partida. Hasta me asusté. Creí no llegar a tiempo. Esto no es Moscú. Aquí no tenemos trolebuses ni taxis. Llegar a la aldea no es fácil...
Le tomó la maleta y con mucha delicadeza llevó a Nonna Pávlovna del brazo hasta la plaza de la estación.
“Sabe cómo ha de conducirse con una mujer, ha aprendido – se dijo ella, sonriendo-. Y era paleto como él solo”.
-¿Cuántos años hacía que no nos veíamos, Nastia?
Nonna Pávlovna se turbó ligeramente.
-Yo qué sé... Ya he perdido la cuenta. Por lo menos veinte años... o más...
-Será eso, por lo menos.
Salieron a la plazoleta, más oscura aún que el andén. Un farol solitario alumbraba débilmente un edificio largo, de poca altura, un almacén - Nonna Pávlovna tampoco lo conocía -, unas casitas nuevas con tejado de plancha metálica y la pared del granero que se elevaba a un lado.
Bajo el farol piafaba un negro potro atado al poste y enganchado a una carretela de dos asientos. La luz del farol caía perpendicularmente sobre su lomo, brillante, como si lo tuviera laqueado.
-Me he olvidado ya de cuándo monté por última vez en un carruaje tirado por caballos - dijo Nonna Pávlovna.
-Espera, espera. – Su acompañante la tomó con más fuerza del  brazo-. Aquí hay un charco. Que no te meta en el agua sin darme cuenta. – Echó un vistazo as los zapatos de tacón alto que llevaba Nonna Pávlovna. – Aquí no se viene con estos zapatos...
“La verdad, no es más que un mujik – pensó ella, molesta – Aunque él fue mayor en la guerra, recuerdo que me lo escribió Dasha. Pero no se le  puede ni comparar con ese capitán. Inesperadamente para sí misma, como si no viniera a cuento, preguntó:
-Según dicen, fuiste mayor, Filimón Kuzmich...
-Lo fui – le confirmó él, conduciéndola alrededor del charco -. Acabé la guerra con el grado de mayor.
-¿Y cómo la empezaste?
-Como tantos otros, de soldado raso.
-¡Oh! – exclamó ella, casi entusiasmada. Después de unos instantes de silencio, dijo: - A pesar de todo volviste a estos lugares...
-¿Adónde querías que volviera? – repuso él, sorprendido – Aquí tengo a la familia, a mi mujer y a mis hijos. Además, toda la vida me he dedicado a la tierra, soy un campesino. Sería bastante ridículo y tonto si yo...
-En esto tienes razón – dijo ella, interrumpiéndole ; y para cambiar de tema, añadió, señalando el farol con la cabeza: - Veo que la electricidad aquí escasea, como antes...
-Escasea – respondió él, suspirando -. La construcción de la central en Zubov no marcha bien. Ya han destituido a dos jefes de las obras por no estar a la altura de las circunstancias...
Llegaron a la carretela.
Filimón Kuzmich colocó la maleta de Nonna Pávlovna, removió el heno y ayudó a subir a la recién llegada, sosteniéndola por la cintura. De pronto se rió y dijo:
-En otro tiempo te rondé. Veo que también ahora se te puede rondar. Estás gordita...
-¡Bah! – respondió ella, bajando los ojos; pero le agradaba oír esas palabras. Le agradaba y le desagradaba a la vez. Era desagradable que él recordara con tanta ligereza, sin pena, incluso riendo, lo que  había pasado.
Había pasado algo muy serio, triste, amargo, tanto para ella como para él. Problablemente para él más aún que para ella. No había duda, él estaba más apenado. Ella recuerda –él, probablemente, tampoco lo ha olvidado- la víspera de su partida, del día que se fue de Zhujari; estuvieron en la orilla del río, sentados al pie de un montículo, por la noche. La hierba segada despedía la misma fragancia turbadora. El le apretaba las manos con mucha fuerza y hablaba, hablaba sin cesar... No, no era un paleto, como Nonna Pávlovna acababa de pensar. Lo más probable es que entonces no le tuviera por paleto. Era sencillamente un mozo guapo. Ella le quería. Claro, no tanto como él a ella. El la amaba más profundamente. Ella recuerda como él, entonces, lloró; en sus frías manos caían las ardientes lágrimas del joven. La noche era fresca. Nastia tan pronto sentía calor como frío, cuando él la abrazaba. El le suplicó que no se fuera. Nastia le propuso que se fuera con ella, y repetía una y otra vez: “No puedo renunciar a la vida. Además, ya he firmado el contrato de trabajo. A ti qué te cuesta. Vámonos juntos...” Pero él, de pronto, se secó las lágrimas y dijo, como si actuara en el círculo de aficionados al teatro representando una obra de la época de la Comuna de París:
-Sería ridículo y tonto. ¿Soy acaso un hombre tan ruin que sin más ni más puede huir de aquí en un tiempo tan difícil? Mi conciencia de komsomol no me permite...
Entonces se levantó de la hierba con expresión de orgullo, como si no hubiera derramado una sola lágrima.
Sin embargo, él, entonces, no la censuró. Durante mucho tiempo le escribió pidiéndole que regresara.
Al principio ella contestó a sus cartas . Luego dejaron de escribirse. Es posible que las cartas de él no llegaran a su destino. Ella tan pronto trabajaba en una localidad como en otra. Es posible que las cartas se perdieran. Pero Nastia recuerda muy bien la última. El le escribía: “Nastia, tesoro mío, bien mío, eternamente querida Nastia. Te manda un ardiente saludo de komsomol y te  besa al vuelo, por el aire, en tus labios de carmín, si no te opones, tu inconsolable amigo Ovchínnikov Filimón Kuzmich, para ti simplemente Filka-Filimón, como me decías para hacerme rabiar cuando éramos pequeños. No puedo vivir sin ti, Nastia. Mis triste ojos no quieren mirar a nadie...”
Por lo visto, él lo ha olvidado. El viento ha barrido de tal modo su corazón, que aquel joven enamorado es capaz ahora de recordar los sentimientos de antaño riéndose y sin decir más que: “te rondé en otro tiempo”.
Esto, naturalmente, no era del agrado de Nonna Pávlovna. No agradaría a ninguna mujer. Pero, al mismo tiempo, a toda mujer le agrada oír decir – sobre todo cuando llega a la cuarentena – que aún se le puede hacer la corte, como se lo había dicho con brusquedad al cubrirle los hombros con el abrigo de cuero.
II
El potro corría al encuentro del amanecer. A ambos lados del camino se veían pilares de piedra, blancos, y se agitaba el espeso follaje de gruesos álamos que Nonna Pávlovna no recordaba. Tampoco antes el camino era tan recto. Se veía que lo habían rehecho y arreglado.
Nonna Pávlovna y Ovchínnikov estaban sentados uno al lado del otro, apretaditos (no era posible estar sentados de otro modo en la carretela). Pero hablaban de los temas más apartados de su pasado, de los días juveniles sin retorno, de aquella última noche en el montículo, junto al río.
Después de haber alabado al potro por su buen trote, Nonna Pávlovna preguntó, como sin darle importancia:
-¿Trabajas como antes... de presidente?
-¡Que va! No soy el presidente.
-Pero tú lo eras. Me lo escribió Dasha...
-De esto  hace mucho. Antes de agrupar a los koljoses pequeños en koljoses grandes. En “El labrador rojo” yo era el presidente. Luego, cuando nos agrupamos, eligieron a otro...
-¿A quién? Es interesante...
-A Berneve Yákov. No le conoces...
Nonna Pávlovna se sonrió.
-Si en la guerra fuiste mayor y ahora no eres presidente, el que tenéis debió ser, por lo menos, coronel...
-No, ¿por qué? – repuso Ovhínnikov sonriendo -. Nuestro presidente aún es joven. Ni siquiera estuvo en la guerra. Es especialistas en zootecnia. Se trata de un mozo muy sensato...
-¿De qué trabajas, ahora? – preguntó ella.
-¿Yo? Soy jefe de brigada. Ahora te llevo a casa y en seguida me iré al campo. Por la noche podremos hablar cuánto queramos...
En ese momento Nonna Pávlovna se dio cuenta de que su conversación no había comenzado por donde debía. Lo primero que tenía que haber hecho ella era preguntar por la hermana, por Dasha. ¿Cómo estaba?
-Está bien –respondió él-. Vivimos como todos, trabajamos, los hijos crecen, estudian.
-Vuestra hija mayor, Nastia, según me parece, habrá cumplido ya los quince años, ¿no? –calculó Nonna Pávlovna.
-Diecisiete – rectificó Ovhínnikov, y levantándose un poco del asiento dio unos latigazos al potro. Probablemente le dio más fuerte de lo que se proponía, y tiró de las riendas con tanta energía, que el potro se puso a correr al galope.
De debajo de las ruedas no sólo se levantaron remolinos de polvo, sino que volaron, además, trocitos de grava y piedras.
-¿Por qué lo haces galopar?  preguntó-  Nonna Pávlovna, a la que el viento obligó a contraer los músculos de la cara.
-No te preocupes. Que corra un poco - respondió Ovhínnikov, señalando al potro con la cabeza -. Que corra, está bien cebado, lustroso...
A pesar de todo, los recuerdos debieron de alterar el ánimo de Ovhínnikov. Seguía levantándose del asiento y, a la vez que azuzaba al caballo con el látigo, decía:
-¡Venga, Burán! ¡Venga!....
Sólo al llegar ante la dirección misma del koljós, Burán, como dicen los choferes, quitó gas. Entonces, Ovhínnikov, clavando por primera vez la vista en los ojos de Nonna Pávlovna, dijo:
-Este otoño nuestra Nastia ha cumplido diecisiete años. Diecisiete. Los mismos que tú tenías. ¡Recuerdas?
-Recuerdo - contestó Nonna Pávlovna, como si se sintiera culpable de alguna cosa.
-Y se te parece mucho - continuó Ovhínnikov, mirándola fijamente-. Es una Samokúrova, como tú.
-Malo - repuso Nonna Pávlovna, algo confusa-. Para ser feliz, la hija ha de parecerse al padre, como todo el mundo dice.
-Si será feliz o no, lo veremos más tarde. Eso dependerá sobre todo de ella misma, diga lo que diga la gente - repuso Ovhínnikov -. Por de pronto se parece a ti. Parecéis salidas del mismo molde. Tu hermana y yo decidimos llamarla Nastia en honor tuyo...
A Nonna Pávlovna le resultaba incómodo decir a Ovhínnikov que ahora no la llaman Nastia y que incluso en el documento de identidad se ha hecho cambiar el nombre. No podido modificar el apellido, mas ella se presenta no como Panteleimónovna, sino como Pávlovna. De este modo es más hermoso. ¿Pero cómo iba a poder decirle todas estas cosas, incluso si hubiese deseado contárselas? Durante todo el camino él ni siquiera le ha preguntado cómo vive, cómo se encuentra, en qué trabaja...
Después de ese extraño arrebato, después de esa repentina llamarada, él se calló y permaneció silencioso en todo lo que quedaba de camino.
-Ya hemos llegado – dijo cuando la carretela se detuvo ante una pequeña casa de alto soportal, en el que ya desde lejos habían divisado a una mujer que llevaba una chaqueta color frambuesa.
La mujer bajó ágilmente los peldaños del soportal y con lágrimas en los ojos empezó a abrazar a Nonna Pávlovna sin darle tiempo, apenas, de saltar del carricoche.
Nonna Pávlovna reconoció perfectamente a su hermana, pero quedó desconcertada al ver que Dasha no era, ni con mucho, tal como se había figurado: resulta que Dasha había envejecido, tiene canas, el rostro ajado y lleva una chaqueta desteñida por las lavaduras. ¿No habría podido vestirse mejor para celebrar nuestro encuentro? ¿O no tiene otra cosa qué ponerse?
III
Nonna Pávlovna  abrazó a su hermana y también derramó unas lágrimas.
-Hemos llegado – repitió Ovhínnikov, mirando a las dos hermanas; sacó la maleta de la carretela, la puso en el soportal y se fue sin decir nada.
-Ha de ir al trabajo – dijo Dasha, como disculpando al marido, a la vez que se secaba las lágrimas con su atezada mano.
Nonna Pávlovna se sacó del escote un pañuelito de encaje y, después de aplicárselo a sus propios ojos, empezó a secar las lágrimas de su hermana.
Entraron luego en la casa, que olía a madera recién cepillada, a tablas recién fregadas, a cal, a ceniza y a arcilla recalentadas, pues habían encendido la gran estufa rusa. Y aunque aquella casa antes no existía, de sus paredes llegó, de pronto, hasta Nonna Pávlovna un hálito tan entrañable, conocido desde tanto tiempo, que las lágrimas se le asomaron otra vez a los ojos y le quedaron prendidas en sus hermosas pestañas.
-Dasha, querida – dijo, profundamente impresionada -. ¿Qué te ha pasado?
-¿Qué me ha pasado? ¿Qué me ha pasado? – preguntó rápidamente como si se asustara, Dasha.
-No sé, no lo comprendo, te encuentro envejecida. Y eres más joven que yo...
-Soy más joven, más joven – repitió Dasha -. Casi tres años más joven. Pero ya ves, los niños, las preocupaciones. En cambio tú aún estás muy hermosa. Da gusto contemplarte...
Nonna Pávlovna  se miró disimuladamente en el gran espejo colocado en la puerta del armario guardarropa, y, después de arreglarse los cabellos con el dedo meñique, preguntó:
-¿Qué tal vivís?
-No vivimos mal – Dasha empezó a poner el mantel en la mesa. – Podemos decir, incluso que vivimos bien. Vivimos mejor que antes.
-¿Con el marido, todo marcha bien?
Nonna hizo esta pregunta tal como corrientemente se hace no ya entre hermanas, sino entre amigas. No tenía nada de sorprendente, pero Dasha, de pronto, como si se pusiera alerta, preguntó a su vez, sosteniendo un plato en alto:
-¿En qué sentido?
-Quiero decir, si te trata bien.
-¿Por qué no ha de tratarme bien? Yo también trabajo...
-Todo el mundo trabaja – repuso Nonna Pávlovna -. Pero los hombres ahora son demasiado orgullosos. Por todas partes oigo decir...
Mas no explicó qué cosas eran las que oía decir. Abrió la maleta, sacó una cajita de plástico con polvos para los dientes, una toalla y jabón.
-Tengo que lavarme.
-Claro, claro – exclamó Dasha, presurosa -. Y yo, tonta de mí, primero quería darte de comer...
-Ahora no quiero comer - dijo Nonna Pávlovna-. No como tan temprano...
-¿Temprano?... – Dasha miró el reloj de pesas-. Si ya son más de las seis.
-Para nosotros esto es temprano. - Nonna Pávlovna se echó la toalla sobre el hombro.
Dasha la acompañó al pequeño patio de la casa, donde había un recipiente de agua clavado en un poste, debajo un escuálido serval; se apretaba con la mano  hacia arriba una válvula y salía el agua para lavarse. Pero Nonna Pávlovna habia perdido la costumbre de usar lavabos y Dasha se dispuso a echarle agua con el jarro. De pie, con el jarro en la mano, dijo:
-Tienes la piel de la cara como una doncella, blanca, muy blanca. Como si te lavaras con leche. No envejeces nada. Sölo que te has puesto más gruesa. Estás más joven que yo.
Dasha pronunció estas palabras sin sombra de envidia. ¿Por qué iba a tener envidia? Antes, en la juventud, Nastia, frente a su hermana, tenía la ventaja de ser mayor. A Nastia ya le rondaban los mozos, la rondaba Filimón, cuando Dasha aún era tenida por una niña. Ahora Nastia está también en ventaja porque parece más joven que su joven hermana. Es de suponer, pues, que Nastia es más feliz que Dasha. Sus destinos han sido muy distintos. Pero sería interesante saber de qué modo Nastia ha sabido ponerse a salvo de la maléfica acción del tiempo. Los años pasados no han sido fáciles, no lo han sido para nadie. ¡Cuánto se sufrido durante los veinte años y pico que han transcurrido sus vidas, cuánta salud se llevó la guerra. ¿Cuántos bienes perdidos, destrozados! Además hubo otros sufrimientos, otras preocupaciones que agarrotaban el corazón y han secado el cuerpo. ¿Acaso Nastia pudo librarse de todo ello? Ahora se ha quitado por la cabeza el vestido ligero, aéreo, de grandes flores. Se le ve bien el cuello blanco, como de alabastro, sin una sola arruga; los hombros lisos, como en las estatuas, y los senos abultados, en el sostén ingenioso. ¿No será que ha descansado después de todo lo sufrido y ha recobrado su fuerza y su lozanía en algún sanatorio?
Dasha quería preguntarle todas estas cosas a su hermana, y se disponía a hacerlo al echar el agua del jarro para que Nonna Pávlovna se lavara, cuando apareció en la puerta una niña y, como si fuera una mujer, preguntó, quisquillosa:
-¿Pero qué hace usted, Dasha? ¿Dónde se ha metido? La gente ya se ha reunido...
-¡Ah, es verdad! ¡En qué estaré pensando!... – Dasha puso el jarro en un taburete. – La verdad, he de irme corriendo. Ahora voy, ahora mismo, Lizabeta – aseguró a la niña. Y mirando las ventanas de su casa, añadió: - Mis hijos aún duermen...
-No te preocupes, Dasha. Les daré de comer yo misma - Nonna Pávlovna comenzó a secarse con una toalla felpuda.- Vete adónde tengas que ir...
-He de irme a trabajar – dijo Dasha -. Y se me olvidaba que no está nuestra Nastia. Ayer se fue al Comité del distrito a arreglar su documentación. Nastia, mi mano derecha para cuidar de los pequeños se nos va...
Dasha se marchó sin tener tiempo de explicar con claridad adónde se iba su hija mayor.
IV
Se despertaron los niños, Víktor y Serguéi, de siete años y ocho años, de pómulos salientes como su padre, de ojos azules como su madre; se despertó Tania, la chica de doce años, paliducha, alta. No se sorprendieron de ver a su tía en la casa. Ya sabían que vivía en Moscú y que debía presentarse de un día a otro. En seguida la llamaron tía Nastia.
Nonna Pávlovna les distribuyó los regalos: a los chicos un cortaplumas y una caja de lápices de color para cada uno; a la niña, un bolso. Tania dio las “gracias” y riñó con los hermanitos por no saber aceptar los regalos con la misma cortesía. Luego Nonna Pávlovna tomó dos cuchillos y, dando a su rostro una expresión de suma gravedad, los afiló uno con otro, para cortar finas rebanaditas de salchichón que habia traído de Moscú. También abrió con el cuchillo un pote de mermelada y una cajita de caviar.
Los pequeñuelos apenas disimulaban su satisfacción a la vista de esos manjares de fiesta, pero comieron con dignidad, sosegadamente, sin darse prisa, como deben comer, sin duda los hombres de verdad.
Tania limpió un arenque y puso sobre la mesa un pequeño perol con patatas hervidas, sin pelar. No tocó las viandas de la ciudad e incluso se esforzó por no mirarlas, como si quisiera dar a entender que ya no era pequeña para comer cosas tan finas en los días laborables.
Nonna Pávlovna pasó revista a los vestidos de los pequeños, a la casa, a los objetos, y llegó a la siguiente conclusión: “No les luce mucho el pelo, pero – añadió después de reflexionar un poco – viven mejor de lo que en otro tiempo vivimos nosotros. La casa es grande; tienen radio, gramófono, una buena cama, mantas de buena calidad, libros...”.
-¿Quién de vosotros lee estos libros?
-Todos – respóndió Tania -. Bueno, todos no – rectificó-. Vitka aún no lee. Le leo los libros yo. Pero ya conoce las letras. Este año lo inscribiremos en la escuela...
-¿Mamá también lee?
-Mamá también – contestó Tania-. Sólo que casi siempre lee cosas que tratan de terneros, y papá se enfada...
-¿Por qué se enfada?
-Se enfada porque mamá sólo lee libros que explican cómo se han de criar los terneros. Papá dice: “Tienes hijos”. Y le ha mandado leer “La recolección”, de Galina Nikoláievna.
-¿Lo ha leído?
-Todavía no..
-¿Y tu padre se enfada mucho?
-Mucho...
 Nonna Pávlovna quería enterarse por los pequeños de cómo vivían sus padres; preguntar a los niños es más fácil. Pero de pronto llegó Nastia.
En verdad, era muy hermosa y se parecía a la Nonna Pávlovna de la juventud. Era esbelta, flexible, de rostro alegre y atezado, iluminado por unos ojos radiantes; la trenza, gruesa; los movimientos, vivos. El vestido de percal que llevaba, rojo con lunares blancos, ya le estaba pequeño. Por lo visto, los vestidos de su madre no le sentaban bien: era más robusta que la madre.
Nonna Pávlovna había traído para su sobrina mayor una chaqueta, mas al ver a la joven cambió de pensamiento y decidió regalarle un vestido de crespón: “Que se acuerde de su tía”.
-A ver, Nastia, cómo te sienta.
El vestido regalado transformó en seguida a Nastia. Aún parecía más hermosa; la joven estrecho a su tía entre los brazos y la besó en las dos mejillas hasta hacerle salir manchas rojas.
-¡Qué buena eres, tia Nastia! ¡Eres la más buena del mundo!
La tía se sentió tan conmovida por estas palabras, que también regaló a la sobrina un collar de ámbar, cosa fuera de sus cálculos. –Quiero que me acompañes por la aldea – dijo la tía -. Ahora aquí soy casi una extraña...
-Te acompañaré, te acompañaré – le prometió Nastia, hablando apresuradamente, como a veces hablaba su madre -. Te acompañaré sin falta. Pero he de llegarme antes hasta la granja. Tengo que hacer allí. Volveré enseguida. Dire a Frosia que no se enfade, ya que ha llegado mi tía...
Nastia pasó al otro lado de la estufa y allí se cambió de ropa. No se puso el viejo vestido de percal rojo con lunares blancos – por lo visto, aquel vestido, a pesar de todo, servía para endomingarse-, sino una falda sencilla y una chaqueta de color frambuesa pardusca, desteñida también por las lavaduras, como la de su madre.
Volvió de la granja, no al instante, como había prometido, sino unas dos horas más tarde.
Entretanto, Nonna Pávlovna tuvo tiempo de echar un sueño y de lavarse otra vez con agua fría del pozo. Quiso que su sobrina se pusiera el vestido que le había regalado. Nastia protestó:
-¿Cómo voy a ponerme un vestido de fiesta? Me engalanaré como si fuera domingo, y por todas partes la gente trabaja...
La tía no supo qué replicar.
Sin embargo,  Nonna Pávlovna decidió o ponerse el vestido de todos los días. Salió a la calle como había llegado, llevando un vestido elegante, zapatos de charol y un bolso laqueado de color rojo colgando del hombro.
V
La calle, polvorienta, alumbrada por el sol del mediodía, le pareció de momento vacía. Mas en una esquina, junto a la tienda, había un grupo de mujeres.
-Se venden telas de algodón – dijo Nastia, imitando a la vendedora.
La puerta de la tienda estaba abierta de par en par. Se notaba, por ella, un hálito de frescor; olía a cubos de hojalata, a tejidos, y, sobre todo, a petróleo.
Las mujeres miraron con curiosidad a Nonna Pávlovna, mas por lo visto nadie la reconoció. Tampoco ella conoce ahí a nadie. Han pasado los años. Ha nacido y crecido mucha gente nueva. Las muchachas se han convertido en mujeres. Las mujeres se han hecho viejas. Claro que si se detiene en la tienda, encontrará algún conocido.
Pero  Nonna Pávlovna no se detuvo. Deseaba llegar hasta el río. En la orilla, unos mozos estaban embreando una barca grande. Tampoco allí reconocieron a Nonna Pávlovna.
Unicamente el viejo Zhutéiev, ocupado en arreglar un carro, lanzó de pronto una exclamación de sopresa al verla:
-¡Nastia! ¡Válgame Dios! Te estaba contemplando y me preguntaba quién sería esa artista que ha venido por aquí, cuando de pronto lo he adivinado: ¡si es Nastia Samokúrova!...
-Buenos días, Anísim Sávvich – dijo Nonna Pávlovna, algo cohibida.
-¿De dónde sales, Nastia? – le preguntó Zhutéiev.
Antes de que Nonna Pávlovna tuviera tiempo de responder, otro viejo, sentado tras el carro, comentó, riendo:
-¡Que de dónde sale? Pues de la misma puerta que la demás gente...
A ese otro viejecito, Nonna Pávlovna también lo conocía. Era el padre de Filimón. Así que aún vivía. Y seguía siendo tan impertinente en sus burlas como antes. Quizá está ofendido contra ella por el hijo.
Nonna Pávlovna le saludó, sin acercársele, y continuó hablando con Zhutéiev.
-He venido a pasar aquí las vacaciones, a ver a mi hermana.
-Se nota que ocupas un buen cargo – dijo Zhutéiev, contemplándola -. ¿Has decidido descansar en el campo? ¿Así que te atrae aún el lugar donde naciste?
-Como a todo el mundo - respondió evasiva Nonna Pávlovna, y notó que de pronto se ruborizaba.
-¿Vienes de Moscú?
-De Moscú
-Muy bien – le dijo el viejo Zhutéiev como si la felicitara -. Nosotros también somos curiosos cuando viene alguien de Moscú. Ya nos contarás. Iremos a verte por la noche en casa de Filimón...
-Encantada - contestó Nonna Pávlovna, y al apartarse de allí pensó: “¿Pero qué voy a contarle yo al viejo?.
No lejos del río, en una elevación, se ve una casa grande. Tiene la primera planta de madera y la segunda de troncos.
-Es nuestro club. Hace poco que los hemos construido, después de la guerra – le explicó la sobrina.
Entraron en el edificio, en una sala espaciosa, con las paredes recubiertas de carteles, de diagramas, y gran número de sillas y bancos.
-Aquí bailamos – continuó la sobrina -. Suele haber representaciones teatrales e informes. Casi siempre nosotros mismos representamos las obras. Tenemos un círculo de aficionados...
Ni el club ni el círculo de aficionados tenían por qué sorprender a Nonna Pávlovna. Círculo de aficionados al teatro lo había ya en su juventud. Ella misma había desempeñado el papel de Lipochka en el drama de Ovstroski “Todo queda en casa,  no vamos a reñir”. Todavía recuerda algunas palabras de la obra. También se acuerda de quién los dirigía. Se llamaba Boris Grigórievich Vecherni. Era un hombre desdichado. Tenía un empleo en la estación de Zhujarí  y además iba por las aldeas y organizaba espectáculos. Le daban por ello harina y otros productos. Fue él quien dijo una vez a Nastia Samokúrova: “Usted, madonna, con su hermosura llegará lejos, si no la cede por poca cosa”.
-Sí, el club está muy bien – dijo  Nonna Pávlovna, suspirando.
Cuando salió del edificio, una sombra de tristeza se le puso en el rostro.
La sobrina le mostró desde lejos otros edificios.
-Allí está el corral para los terneros – y al decir esto señaló hacia una construcción alargada y baja, con pequeñas ventanitas -. Allí trabaja mamá. Creía que la mandarían a la exposición, a Moscú, pero algo falló. El distrito no ha estado a la altura...
Nonna Pávlovna casi no escuchaba a su sobrina. De repente, sin tener idea clara de por qué, se sentía invadida por una profunda tristeza.
Se le habían pasado las ganas de recorrer la aldea. Se detuvo en el improvisado puentecillo tendido sobre un riachuelo y, apoyándose en la  baranda de abedul sin cepillar, se quedó pensativa. Pero la sobrina, sin darse cuenta del estado de ánimo de su tía, continuaba hablando de las novedades que habían surgido allí durante los últimos años.
Señala hacia la lejania, en dirección a un seto de abedules, tras el que se está construyendo, de ladrillo, el nuevo edificio de la Estación de Maquinaria Agrícola. Hacia un lado del soto, ahí donde se agita al viento una bandera desteñida por el sol, el año pasado levantaron la escuela; al lado de la escuela (“vamos”, dijo la sobrina) a construir un estadio.
La sobrina hablaba con entusiasmo juvenil y recordaba cómo ellos, los escolares, trabajaron durante los días de fiesta para que la escuela estuviera rodeada de jardín. De repente, suspiró. Como si imitara a su tía:
-¡Si supiera qué pocas ganas tengo  de irme!
-¿Por qué te vas? – preguntó indiferente la tía, que continuaba en sus pensamientos y mordisqueaba una hierbecilla seca con sus blancos dientes.
-No hay más remedio, he de irme – respondió la joven -. Ingreso en la escuela técnica...
-¿Ah, sí? – exclamó Nonna Pávlovna, como sorprendida -. ¿En una escuela técnica? Está muy bien...
-Claro que está bien – asintió la sobrina-. Yo misma lo he querido. Pero ahora me duele. ¿Cómo voy a dejar a mi madre y todo eso?
Nonna Pávlovna se sonrió y, extendiendo perezosamente su rollido brazo, dio unas palmaditas en la sonrosada mejilla de su sobrina.
-¡Ah, Nastia! Aún eres una niña. Ahora te parece difícil irte. Luego te irás y lo olvidarás todo: estos pinos, estos abetos, esta Estación de Maquinaria Agrícola e incluso a tu misma madre. Cuando hayas vivido en la ciudad y hayas estudiado, aquí no te harán volver ni a palos...
-¡Ah, no! – protestó la joven -. Volveré, sin falta. Vendré también durante las vacaciones. Sin falta. ¿Acaso soy una desertora yo? Ante todo, mi honor de komsomol no me permite en  ningún caso...
Nonna Pávlovna volvió a apoyarse en la baranda de abedul y clavó la vista en la turbia agua del riachuelo, cubierto de plantas flotantes. Luego levantó la cabeza, se arregló los cabellos y dijo inesperadamente irritada:
-Ya lo veremos. Ya veremos si regresas...
-Volveré sin falta – volvió a afirmar Nastia -. A mí me mandan a estudiar para que luego vuelva. Entonces: ¿habré de portarme como una egoísta?
-Es una tontería lo que dices. Una solemne tontería. - Nonna Pávlovna se sonrojó, presa de repentina agitación interior -. Razonas como una vieja. Hay circunstancias que no puedes prever. Figúrate que en la ciudad encuentras a un hombre del que te enamoras... ¿Acaso es posible adivinarlo de antemano?
-Es posible – respondió Nastia.
Nonna Pávlovna, por primera vez, observa que la joven se parece a su padre, no sólo por la terquedad, sino también por el rostro. Tiene los pómulos algo pronunciados, como él. La verdad, no es tan hermosa como le había parecido antes. Tiene la barbilla poco femenina, un si es no varonil, pesada. Los ojos le brillan con cierto reflejo acerado. Cosa rara: a la tía hasta le resulta agradable, ahora, pensar que en la hermosura de su sobrina descubre serios defectos.
-Bueno, esta bíen – dijo Nonna Pávlovna, haciendo con la mano un movimiento de indiferencia -. No vamos a discutir por esto. Me duele la cabeza.
-¿No quieres ver nuestra escuela? – preguntó Nastia.
-Ahora no. Vamos a dejarlo para mañana.
-Mañana me voy - suspiró Nastia.
-¿Mañana? – exclamó Nonna Pávlovna, arqueando sus finas cejas depiladas. Mas no se apenó. Ni siquiera procuró hacer ver que la marcha de Nastia la apenaba.
Ahora su sobrina le resultaba agradable. De golpe,  Nonna Pávlovna siente habler regalado un vestido tan bueno. Bastaba la chaqueta. Sobre todo, el collar de ámbar no tenía qué habérselo regalado. Había sido una estupidez.
Mucho antes de emprender el viaje, Nonna Pávlovna lo había calcula todo: qué regalos debía llevar, cuánto dinero tenía que gastar en ellos, qué impresión producirían los regalos... y qué beneficio iba a sacar ella misma de ese viaje a su aldea natal, donde iba  a descansar bien y sin gastar mucho, menos que en cualquier casa de descanso.
A finales de invierno se había escrito con su hermana, lo había aclarado y meditado todo. Parecía que las cosas iban saliendo como ella se había figurado. Mas de pronto tuvo la impresión de que no había ido todo bien. No tenía que haber regalado el vestido a esa muchacha caprichosa. Seguramente lo mejor habría sido no haber emprendido el viaje. Le va a ser difícil descansar bien en la aldea.
Nonna Pávlovna se puso al fin de muy mal  humor. La cabeza le dolía de verdad. Quizá se debía al calor. Quién se atreve, después de un viaje tan largo, a pasear a la hora de más sol!....
VI
De vuelta a la casa, volvió a acostarse. Vagos pensamientos le impidieron descansar. La inquietaban unos pensamientos confusos, inexpresables. Recordaba la infancia, la juventud. En la memoria se embrollaba todo y en el alma iba creciendo la vaga zozobra.
En estos casos lo mejor es dormir bien.   Nonna Pávlovna cerró los ojos, pero no tuvo tiempo de conciliar el sueño: en el patio de la casa resonaron de pronto alegres voces masculinas y Dasha exclamó asolada:
-¡Siempre pasa lo mismo, siempre pasa lo mismo! No avisa con tiempo y reúne a la gente. Yo acabo de llegar del trabajo. No tengo nada preparado...
Nonna Pávlovna se levantó de la cama, se miró en el espejo y le supo mal ver que tenía la cara soñolienta. No  había dormido, pero por el rostro parecía que acababa de dormir.
Se frotó rápidamente la cara con las fuertes palmas de las manos, se empolvó y se fue a la cocina, donde su  hermana estaba atareada.
Filimón no la había advertido de que iba a llamar a tanta gente y estaba enojada, mas no parecía que a Dasha la hubiera encontrado desprevenida la presencia de los invitados. Se había puesto un vestido nuevo de cuello redondo, blanco; llevaba los cabellos lisos, peinados hacia atrás y atados sobre la nuca en forma de moño, grande y hermoso. “Aún tiene la cara fresca, tersa, aunque muy castigada por el viento – pensó Nonna Pávlovna mirando a su hermana -. Si se la cuidara... Pero cómo va a cuidársela aquí...
Dasha se ató el delantal y se puso a cortar carne fría, hervida, sobre la tabla de la cocina.
-Voy a ayudarte – le dijo Nonna Pávlovna.
Se sujetó una toalla a la cintura y comenzó a cortar remolacha, patatas, pepinos y cebolla. Cortaba los pepinos a lo largo, luego a través, al sesgo, y colocaba los trocitos en los platos de modo que recordaban la forma de un corazoncito.
-Así lo preparan en los restaurantes – explicó a su hermana, a la vez que aguzaba el oído escuchando las voces de los hombres, que se oían por la ventana.
Se notaba que aquellas voces la animaban Todo lo que decía de las ensaladas y de las salsas originales que se preparan en los restaurantes de Moscú, parecía dicho pensando en los hombres que pasaban junto a la ventana de la cocina. También se reía sin motivo, para que su risa los impresionara.
Pero los hombres no entraban aún en la casa. El anfitrión les mostraba de qué modo cuidaba los manzanos plantados el año anterior. A lo largo de todos ellos abría zanjas, que llenaba con un abono especial al llegar el invierno.
Vitka entró corriendo en la cocina y comunicó a su madre que el abuelo no vendría.
-Dice que ha de arreglar las botas, que a ella ya ha tenido ocasión de verla, que le basta y le sobra...
-¡Cállate, cállate, mocoso! – le gritó la madre.
Pero el pequeño ya lo había dicho todo. Nonna Pávlovna lo había comprendido. El abuelo era el padre de Filimón. El orgulloso viejo no quería verla. A Nonna Pávlovna esto no la preocupó mucho. Frunció levemente el ceño, mas en seguida, se puso alegre al notar que los invitados entraban en la casa.
Es sumamente interesante contemplar personas a las que no se ha visto durante veinte años o más. Todas han cambiado. Claro, Nonna Pávlovna también ha cambiado.
-Si la hubiera visto en la calle no la habría reconocido por nada del mundo – le dijo, estrechándole efusivamente la mano, el herrero Poiarkov, Fedka Fonar, como le llamaban en la infancia, para hacerle rabiar, por su ancha cara y sus cabellos pelirrojos. Le quedaba ya poco pelo en la cabeza y parecía que la cara se le había secado al lado de la fragua.
-Yo tampoco la habría reconocido – dijo Burkov Prokofi, contemplando a Nonna Pávlovna. En la guerra había perdido una pierna y ahora, al andar, le rechina la ortopedia que le han puesto.
-¿Tanto ha envejecido? – exclamó riéndose Nonna Pávlovna, a la vez que enarcada de modo sorprendente sus finas cejas.
-No, todavía no – le dijo con la mirada Pável Chichagov,  hombre alto, guapo, vestido a lo moscovita, con una corbata brillante, una camisa de color rojo oscuro y un traje gris bien cortado-. Como suele decirse, no le falta ni un detalle.
Esto es lo más importante, lo que colma a Nonna Pávlovna de entusiasmo juvenil.
Como es natural, a la mesa despertó el interés de todos los presentes. La verdad es que se habían reunido en su honor.
-A ver, moscovita, cuenta – dijo el viejo Zhutéiev, fijando en ella la mirada a la vez que se apoyaba el rostro en la áspera palma de la mano -. Cuenta, queremos oírte: nos intersea lo que puedas decirnos.
-Primero vamos a brindar – dijo Filimón, levantando el vaso y mirando de modo significativo a Nonna Pávlovna-. En tu honor, Nasta; por los éxitos que debes haber tenido.
A Nonna Pávlovna aquella mirada le pareció de fuego. “Probablemente todavía me ama”, le vino a la cabeza. Incluso él le pareció más hermoso que por la  mañana. Los pómulos, aunque algo pronunciados, no le afean el rostro. Al contrario, aún le dan un aspecto de mayor virilidad. De pronto, Nonna Pávlovna recordó los fuertes brazos que en otro tiempo la ciñeron. Parece que aún  se han hecho más fuertes. ¡Y que hombros! Todo él parece sacado de un molde para metal fundido. Los cabellos blancos que se le destacan entre el pelo negro no le hacen viejo, sino que, en cierto modo, subrayan su fuerza y su robusta madurez. ¡Ah, Filimón, Filimón!...
Se levantó, como todos; primero hizo chocar su vaso con el de su hermana, luego con todos los demás huéspedes, y, por último, con Filimón; al brindar con él, bajó los ojos.
Los huéspedes se animaron después del primer vaso. A él siguieron pronto el segundo y el tercero.
Nonna Pávlovna bebió y comió el arenque sin remilgos, levantando hábilmente con el tenedor las rodajas de cebolla aliñadas con aceite, haciendo crujir, al morderlos, los pepinos recién salados, y saboreando en particular la carne hervida fría, con un poco de mostaza, uno de sus platos preferidos desde la infancia.
Se puso colorada, le brillaron los ojos; sus movimientos adquirieron la grácil desenvoltura con que se danza, se corta leña y se baña la gente en el río.
De vez en cuando miraba a Filimón, no directamente, sino de reojo; tenía la impresión de que le bastaría mover las cejas para arrastrarlo tras ella adonde quisiera. Claro es que  Nonna Pávlovna no hará tal cosa. ¿Acaso quiere mal a su hermana? Claro, no lo hará nunca. Sin embargo, le agradaba, le era agradable la mera sensación de su poder.
Todos los presentes estaban sentados alrededor de una mesa redonda, pero a Nonna Pávlovna –levemente achispada- le parecía que ella en cierto modo se elevaba por encima de los huéspedes y que todas las miradas, sobre todo las miradas de los varones, se dirigían exclusivamente hacia ella. Era normal que fuera así. Al fin y al cabo no era una persona cualquier quien había venido de Moscú, sino ella, Nonna Pávlovna.
Chichágov, aunque sentado al lado de Vasilisa Lúshnikova, casa no hacía mucho con el presidente del Soviet local, no hablaba con ella, sino con Nonna Pávlovna. Ofrecía el plato con el yantar ante todo a Nonna Pávlovna, hacía chocar su vaso, primero, con el de Nonna Pávlovna, como subrayando la superioridad de la recién llegada. Filimón la miraba cada vez con mayor frecuencia. Y Prokofi Burkov, haciendo crujr su pierna artificial y golpeando con ella el suelo, por dos veces dio la vuelta a la mesa sólo a fin de hacer chocar su vaso con el de ella.
Todo esto la enardeció y la impelía a hablar y a reírse constantemente. Pensaba que, de otro modo, al instante se esfumaría el regocijo. Hablaba de todo. Al fijarse en la nuca rapada del mozo que estaba sentado junto a su sobrina Nastia, observó que el barbero de la aldea no sabía rebajar bien el pelo. Resulta que rebajar bien el pelo es poco menos que lo más importante en el arte barberil. Podía creerse que la propia Nonna Pávlovna trabajaba de barbero Pero cuando dijeron que ese mozo quería ser aviador, Nonna Pávlovna comunicó novedades interesantes acerca de los aviones a reacción. ¿Acaso ha volado o vuele en tales aviones? Del metro de Moscú, de los cines, de los restaurantes, de la educación en los jardines de la infancia, e incluso de enfermedades habló de tal modo que no era difícil creer en su mucha cultura. Al compás de sus palabras, Chichágov movía la cabeza. Sólo cuando se puso a hablar de la especial severidad de la guardia urbana de Moscú, la cual según Nonna Pávlovna, detenía por la calle a las personas sin afeita, Chichágov se sonrió y dijo:
-Usted cuenta maravillas.
-Pues vaya a usted a Moscú y véalo – le aconsejó Nonna Pávlovna .
-¿Por qué tengo que ir? – se rió Chichágov -. He vivido casi veinte años en Moscú. No hace ni un año que he regresado.
-Pues a usted no le he encontrado por allí – replicó Nonna Pávlovna , enarcando las cejas.
-¿Dónde quería usted encontrarme? – dijo Chichágov-. Yo trabajaba de cerrajero enla fábrica “Dinamo”, y usted, probablemente... La verdad, no sé dónde ha trabajado usted...
Nonna Pávlovna se llenó el vaso de kvas frío y lo bebió en pequeños sorbos, porque hace daño a los dientes. Quizá por esta razón no contestó a Chichágov y no le dijo dónde trabajaba.
Entretanto la conversación se desvió hacia otro tema. Hablaba el herrero Poiarkov. Tomó pie de unas palabras de Filimón para declarar que llegaría hasta el comité del distrito del partido si no le  hacían caso y no trasladaban la herrería a Veshniaki.
-Después de la guerra yo estuve aquí, como quien dice, solo; era el único mecánico. Ahora ha venido gente de toda clase y sólo sabe mandar...
Estas palabras tuvieron la virtud de acalorar a todos los presentes. Se pusieron a hablar todos a la vez. Nonna Pávlovna no comprendía por qué, de pronto, se desencadenaron las pasiones, por qué se exaltaron la sumisa Dasha, que hasta entonces había permanecido callada, y Nastia, la sobrina, el joven que llevaba los cabellos demasiado rapados, Filimón, el inválido Burkov, Vasilisa Lúshnikova y el atento Chichógov.
Nonna Pávlovna, aún sin proponerse entender en qué consistía la esencia de la discusión, quiso dejar oír su voz, pues le aburría estar sentada sin abrir la boca; dijo:
-No comprendo a quién puede estorbar la herrería donde está. No tiene ninguna casa cerca. Hoy...
-Tú no lo entiendes – le replicó Filimón moviendo la mano, como si se enojara, y añadió, dirigiéndose a Vasilisa Lúshnikova: - Lo que tú dices es justo, Vasilisa Semiónovna. Tu opinión es muy importante.
Nonna Pávlovna recordó que esa misma Vasilisa – entonces aún llevaba el apellido de su padre, Krasílnikova – se había ido de Zhujarí con ella. Se fueron a trabajar juntas, hacía más de veinte años. Hicieron juntas el viaje en tren. Juntas trabajaron en la construcción de una línea de ferrocarril. Parece que incluso llevaron juntas una misma parihuela con arena. Luego Vaislisa, por lo visto, regresó a su aldea, estudió agronomía en alguna ciudad y ahora su opinión se tiene por muy importante. Chichágov también le hace coro. Cuando habla Vasilisa, la mira, como si Nonna Pávlovna no estuviera presente.
-La verdad es que más de cuatro veces hemos metido la pata en el campo – dice, por fin, apartando el plato -. Todo ello es consecuencia de un error de cálculo, como suele decirse. Nuestras máquinas necesitan campos grandes, y romperemos vallas y obstáculos. Para mí, como obrero de la Estación de Maquinaria Agrícola, esto está perfectamente claro. La misma historia se produjo en Jurbínova esta primavera...
Nonna Pávlovna no entiende ni se interesa por esa historia. La discusión que se ha levantado alrededor de la mesa la fatiga. Nota que una trasnpiración pegajosa le cubre el rostro, el cuello y sus desnudos hombros rollizos.
Mueve la silla y pasa a otra habitación. Quiere tomar el fresco y darse unos toques de polvos.
La hermana – nadie más – se da cuenta de su ausencia y sale tras ella.
VII
Dentro de la maleta tiene Nonna Pávlovna otra, pequeñita, con profusión de frascos y frasquitos, tubos y pomos. Los maneja con gran habilidad, se pone unas gotas de agua de colonia en la palma de la mano y se frota la cara y cuello; luego se empolva.
-Toma, para ti – dice a su hermana, ofreciéndole dos tubos.-. Es muy bueno para el cutis. Si te haces un masaje por la noche antes de acostarte, todos los días, siempre tendrás la piel fresca...
-¡Madre mía! – exclamó Dasha, sorprendida -. ¡Cuántos potingues!
-Hay que cuidar el cutis – dice Nonna Pávlovna -. Para una mujer la cara lo es todo.
Dasha se limita a suspirar.
-¡Cuánto has visto! – dijo conun deje de admiración, después de unos instantes de silencio -. Al oírte hablar a la mesa, pensaba que has estado en todas partes. Y empezaste trabajajando en la línea del ferrocarril; Vasilisa me lo contó...
-Allí trabajé poco tiempo. Unos dos meses, según me parece – recuerda Nonna Pávlovna. Parece que la cabeza le da vueltas. Se sienta en el alféizar de la ventana abierta -. A la vodka le añadís algo. No estoy acostumbrada a estas mezclas.
-Claro, claro –asiente Dasha -. Aquí todo es sencillo, a lo aldeano.
Entró Filimón, sin que las hermanas se dieran cuenta. Se puso en cuclillas ante una mesita para elegir unas placas de gramófono; se las acercaba a los ojos a fin de poder leer los títulos.
Nonna Pávlovna, estaba sentada a la ventana, continuaba hablando de sí misma. La cabeza seguía dándole vueltas. Notaba la caricia suave del viento fresco que le movía agradablemente los rizos de la cabellera sobre el cuello, y parecía evocarle el pasado.
Era sorprendente, recordaba sin pena incluso lo que antes había sido triste y amargo. Lo recordaba hasta con satisfacción.
Quizá se debía a que entonces era joven de verdad, y tan hermosa, que los mozos todos se la quedaban mirando, abriendo los ojos como rueda de molino, palabra de honor. Hasta los ancianos volvían la cabeza. Ello a pesar de que entonces Nonna Pávlovna no llevaba vestidos hermosos, no se depilaba las cejas ni se pintaba los labios. Sencillamente, era hermosa por naturaleza, y sobre todo, era joven.
En las obras de la línea férrea, un jefe brigada, Setpán Miákishev, mozo también bastante guapo, algo parecido a Filimón, procuraba divertirse con ella, mas al comprender que por aquel camino no llegaba a ninguna parte, le hizo proposiciones serias de matrimonio. Claro, a ella también le gustaba aquel mozo; mas, pensó: ¿para qué? ¿Por qué iba a casarse con él? ¿Para vivir en una de las tiendas de las obras o en una barraca? ¿Qué vida familiar iban a poder llevar? Tanto más cuanto que a él no le desagradaba beber. ¡Qué podía esperar de aquel matrimonio? Llegarían los hijos. Haría falta lavarlos, coserles la ropa, limpiarles los mocos. Además, tendría que seguir trabajando en las obras, llevando arena en las parihuelas, empujando una carretilla o algo por el estilo. No, muchas gracias. Hermosa como era; encontraría otra solución mejor. Se rumoreó entonces que en un hospital de reciente construcción necesitaban personal auxiliar, al que instruirían, y si alguien lo deseaba podría llegar a ser incluso practicante o enfermera. Sin pensarlo mucho, se despidió de ese Miákishev y pasó a trabajar en el hospital.
Allí conoció a un artista de varietés, a quien operaron de apendicitis. Era un hombre de cierta edad, rizoso, que sabía tratar a las mujeres. Se llamaba Arkadi Muar. Fue él quien empezó a llamarla Nonna, en vez de Nastia, y le demostró que era una tontería llamarse Nastia siendo tan hermosa. También debía cambiarse el apellido y llamarse Pávlovna en vez de Panteleimónovna. En pocas palabras, a los pocos días la convenció para que se fuera con él a Moscú. Se dio la casualidad de que cuando más insistía él en su propósito de llevársela a la capital, murió en el hospital un vejete. A ella y a otra empleada para servicios auxiliares les tocó conducirlo en una camilla al depósito de los muertos. Se quedó horrorizada. Por la noche soñó con aquel muerto. Y no iba a ser el último, pensaba. No todos los enfermos de los hospitales se curan. ¿Qué trabajo iba a ser éste para ella?
Muar se la llevó a Moscú, per no la tomó por esposa, a pesar de que le compró dos vestidos, zapatis, le prometió un abrigo y también encontrarle una buena colocación, quizás en el teatro. Los teatros en Moscú son magníficos...
-¿Sigue contando fábulas? – dijo alguien en la puerta, riéndose. Nonna Pávlovna no logró distinguir quién era, en la penumbra de la habitación. Sólo reconoció al  inválido Burkov cuando oyó el crujir de la pierna ortopédica -. Fábulas, sabemos contarlas nosotros mismos – añadió, acercándose a la ventana - . Me he dado cuenta de que todos los de la casa se habían escondido. Y habían prometido tocar algunas placas.
-¡Madre mía! ¿Cómo es esto? – exclamó Dasha, confusa -. Si nos habíamos olvidado por completo de los invitados. Filimón, ¿dónde estás?
-Ahora tocaremos el gramófono – respondióle su marido -. Ahora mismo. He estado buscando las placas...
Por fin se oyó la música, pero las dos hermanas no se movieron de la ventana.
-¿Qué te pasó luego? – preguntó Dasha, casi temblando de impaciencia -. Cuéntamelo todo. No te dejes nada.
-En fin, que tuve mis buenos quebraderos de cabeza a causa de ese Muar. Menos mal que una mujeres me dieron la mano. Si no, que me quedo con un crío a cuestas – dijo Nonna Pávlovna, suspirando, y se quedó pensativa.
También Dasha se quedó cavilosa. Luego se acercó a su hermana, la abrazó y dijo en voz baja:
-Quizá habría sido lo mejor, Nastia. Habria crecido. Ahora te tendría casi veinte años...
-¿Quién? - exclamó Nonna Pávlovna, estremeciéndose.
-Pues el crío... que tú te hiciste perder, ¿no?
-¿Para qué lo quería yo? – repuso  Nonna Pávlovna, irritada -. Muar no tenía ninguna intención de casarse conmigo...
-Da lo mismo – replicó Dasha-, de todos modos el crío habría sido tuyo. Una criatura propia es lo que más se quiere en el mundo.
-¡Para qué recordar ahora estas cosas! -dijo Nonna Pávlovna, haciendo un movimiento de cansancio con la mano, y volvió a quedarse pensativa.
-¿Y después? ¿Cómo viviste después?
-¿Después? - repitió Nonna Pávlovna, y se echó a reír -. Después viví mejor. Espabilé...
Hizo de taquillera en uncine, de conductora de tranvía, de cajera en una peluquería, incluso trabajó de educadora en un jardín de la infancia...
-¿Y durante la guerra? – insistió la hermana -. ¿Dónde estuviste durante la guerra?
-¿Durante la guerra? Evacué. En el Asia Central hay una ciudad que se llama Samarcanda. Allá fui, con el jardín de la infancia de la fábrica.
-¡Ah! –exclamó Dasha, como sorprendida, sin saber por qué -. Dicen que allí  hace mucho calor. Todo es arena...
-La arena es lo de menos –repuso evasiva Nonna Pávlovna-. Además, allí viví poco tiempo. Tan pronto como dejaron de bombardear Moscú, volví a la capital...
-¿Otra vez con el jardín de la infancia?
-¡Para qué quería yo el jardín de la infancia! Conocí a un hombre formal. Me colocó en Moscú en un almacén de distribución de víveres. Entonces tenía lo que quería...
Nonna Pávlovna contó, satisfecha, cómo vivió durante la guerra, cómo distribuía los productos, qué vestidos se hizo, qué personas trabaron conocimiento con ella y hasta cómo la adulaban. Pero este relato no causó mucha impresión a Dasha.
-Creía que durante la guerra estuviste en el frente – comentó Dasha-. Hoy has hablado de aviones y llegué a pensar si no te habías hecho aviadora. Pues ahora también hay mujeres aviadoras...
-¿Para qué iba a hacerme aviadora? – otra vez Nonna Pávlovna movió la mano con gesto de fatiga -. ¿Acaso no me estimo la vida? Lo de los aviones lo sé porque me lo han contado. Tengo tales conocidos, que ni un general los tiene mejores. Durante la guerra, ante una chica sencilla como yo, se deshacían en cumplidos tales personas, en el almacén de distribución, que yo misma me sorprendía...
De nuevo volvió a hablar de las amistades que  había adquirido durante la guerra, en el puesto de distribución de víveres. Conoce a artistas famosas y a directores de teatro y de cine. Incluso querían convencerla de que se dejase filmar. Un director cinematográfico le ofreció – sólo teniendo en cuenta su hermosura – el papel de princesa en el reino de las aguas submarinas. Otro, por el contrario, quería que representara el papel de mujer de un soldado. Ella surtía generosamente a ese director, que estaba muy contento. Pero al poco tiempo metieron en la cárcel al jefe de almacén de distribución y cambiaron casi a todos los empleados. Ella quiso recurrir al director cinematográfico que le había hablado de representar de mujer de un soldado, pero este director hizo como si no la conociera. Además, tampoco empezaron a rodar el film...
-¿Y ahora? ¿Cómo vives ahora?
-¿Ahora? Ahora otra vez estoy bien. Trabajo en el saturador...
-¿Qué es esto? ¿Alguna máquina?
-Algo parecido – contestó sonriendo Nonna Pávlovna.
-Muy bien – exclamó Dasha, contenta. Y abrazó a su hermana, como se abraza a una persona salvada de alguna desgracia-. Trabajar en una máquina, Nastia, en nuestros días, es lo mejor, es lo mejor. Hasta aquí, en la aldea, todos procuran...
Nonna Pávlovna se sintió un poco turbada.
-Eres una tontuela, Dasha – dijo, después de unos momentos de silencio -. No se trata de una máquina. Es una especie de aparato para poner el agua gaseosa. Además, vendo  cerveza, cuando hay. Pero casi siempre trabajo en el saturador...
-Bueno, eso tampoco está mal – prosiguió Dasha -. De todos modos, te has especializado en algún trabajo. Aquí, en la aldea, la gente procura especializarse. ¿Cómo no? Mira, Chichágov ha venido de Moscú a nuestra Estación de Maquinaria Agrícola. Ya sabes cómo le estiman. Es mecánico...
-Yo no soy ningún mecánico - repuso Nonna Pávlovna, riéndose -. Sencillamente mi trabajo es cómodo. El sueldo es poco, la verdad; pero no es esto lo que me importa.
-Ni ha de importarte – asintió Dasha -. La felicidad no está en el dinero. Esto ya lo decían antes...
-Lo que antes decían no lo recuerdo - replicó Nonna Pávlovna -. Pero el trabajo que tengo es bueno en el sentido de que dispongo de una habitación independiente, con todo confort. Y durante el día de descanso puedo ganar más de lo que gana en dos meses el mejor de los mecánicos.
-¡Madre mía! – exclamó Dasha, sorprendida.
-Así es - prosiguió Nonna Pávlovna, sonriéndose -. Durante mi día de descanso recorro todos los almacenes de Moscú, y a algunos hasta voy en taxi, para ganar tiempo. Donde venden algo que escasea, lo compro. Luego, naturalmente, lo puedo ceder a quien lo desee, claro que a otro precio...
-¿Y no tienes miedo? – preguntó Dasha en voz muy baja -. Esto es como si hicieras un sabotaje... Un sabotaje al estado y a todos los demás...
-“¿Sabotaje?” – repitió burlona Nonna Pávlovna -. Tendrías que ver cómo me reciben cuando voy por las casas. Y el estado no se hace ni mucho menos más pobre por esto. Nuestro Estado no es pobre...
-Esta es la cuestión – replicó Dasha, como asintiendo -. El Estado no es pobre, por cierto. No va a durar siempre eso de que algunas mercancías escaseen . Y cuando todo marche bien, ¿qué vas a hacer tú?
-Por mí no te preocupes - respondió Nonna Pávlovna, frunciendo el ceño -. Sabré encontrarme... – De pronto se quedó cortada al ver otra vez a Filimón.
Probablemente había vuelto para elegir otras placas de gramófono, y estaba de pie en medio de la habitación. También Dasha le vio. Pareció incluso que se asustaba al verle.
-¿Qué buscas, Filimón? – le preguntó -. ¿Qué buscas?
-Nada –respondió él con voz rara, sorda -. Sencillamente he entrado...
-A ver si por lo menos pones algún baile – le pidió Dasha, ya totalmente desconcertada.
-Lo pondré – contestó él, y volvió despacio a la habitación donde estaban los invitados.
A Nonna Pávlovna le pareció que acababa de despertar de unsueño angustioso. ¿Por qué se había enternecido de aquel modo y había hablado tanto, como si hubiera vuelto al revés su interior? ¿Ha sido el alcohol lo que le ha revuelto la cabeza? ¿O es que todo el mundo quiere, por lo menos una vez en la vida, hablar sinceramente de sí mismo y de sus obras, cualesquiera que hayan sido? Hablaba nada menos que con su hermana, con Dasha. Ya en la infancia y en los primeros años de la juventud, a veces dormían juntas, en el  henil, y, abrazadas, se confiaban los secretos de sus ensueños. Qué cercano y qué lejos estaba todo aquello...
Nonna Pávlovna saltó de la ventana como una muchacha, pero hizo retemblar el suelo con su mucho peso. Su cuerpo aún no parece demasiado macizo cuando ella anda, contoneándose levemente, calzada con zapatos de tacón alto; aún resulta esbelto, flexible, fuerte. Nonna Pávlovna percibe la potencia seductora de su cuerpo, se arregla el vestido, segura de sí misma, entra en la habitación donde se divierten los invitados y el gramófono toca una dulce canción de amor.
No  había ocurrido nada especial. Chichágov, achispado, desbordante de alegría, le tiende la mano. Es a ella, a  Nonna Pávlovna, antes Nastia Samokúrova, a quien saca a bailar, y no a Vasilisa Lúshinkova, antes Vasilisa Krasílnikova. Ella se sonríe, cautivadora, y con un gesto de fatiga pone la rolliza mano en el poderoso hombro de él. El inválido Burkov se la queda mirando con los ojos encandilados y le dice:
-Si no me estorbara mi pierna de encargo, yo mismo la sacaría a bailar. Qué buena está usted, por todos los capítulos...
VIII
Después del baile, cuando los invitados se hubieron retirado a sus casas, Nonna Pávlovna no sentía ganas de dormir.
Se desnudó, pero no se acostó en seguida; se quedó sentada en la cama, escuchando lejanos silbidos, los golpes de algún motor – probablemente de la Estación de Maquinaria Agrícola – y el resuello de alguna máquina que ella desconocía. Tampoco dormían los dueños de la casa, en la otra habitación, separada de la que ocupaba Nonna Pávlovna por un delgado tabique cubierto con un empapelado de colores chillones. Hablaban en voz baja.  Nonna Pávlovna pensó que Filimón la estaría recordando interiormente. Al fin y al cabo, a él debía dolerle que la vida le hubiera llevado a unirse con Dasha y no conella, con Nonna Pávlovna. ¿Qué importa que Dasha sea más joven? A quien él quería de verdad no era a Dasha. Ahora, al ver a su primer amor, no podía dejar de sentirlo.  Nonna Pávlovna recordó de qué modo se le había alegrado el corazón a él cuando volvían de la estación, cuando él habló de su hija, Nastia, y le dijo que la hija le parecía a la tía, cuando de pronto, acalorándose azotó el potro y la miró a ella a los ojos como estremecido. ¡Ah, Filimón, Filimón!...
Nonna Pávlovna comenzó a quitarse una media de nylon, transparente y resbaladiza, y en ese instante distinguió la voz apagada, levemente irritada, de Filimón, que decía:
-¿Con qué te has untado?
Se lo preguntaba a Dasha.
-Es una crema especial para el cutis –respondió Dasha, sumisa -. Me la ha dado Nastia. ¿Tienes algo en contra?
-¡Qué más me da a mí!
-Yo qué sé, yo qué sé. ¿Te desagrada quizá? Es para el cutis. Nastia dice que es necesario cuidarse la cara...
-Eso es - respondió Filimón.
Podía adivinarse que al otro lado del tabique se había sonreído, enojado. Nonna Pávlovna podía imaginarse la cara severa, de pómulos salientes, que pondría él al pronunciar esas palabras.
-Ahora se llama  Nonna – explicó Dasha.
-¿Cómo?
- Nonna.
-¿Por qué?
-Así se lo aconsejó un ciudadano, algo así como su antiguo marido.
-¡Ah, bueno! Quién mejor que él para aconsejarla – prosiguió Filimón, sonriéndose otra vez -. Pero lo mejor sería llamarla Chucha. En realidad lo es. Es una chucha que por casualidad se ha metido en una casa que no es la suya. Se pone a servir a quien la llama. Por una buena tajada...
Silencio. No se oye una palabra durante mucho rato. Luego, Dasha, ofendida, dice:
-Tú la llamaste ¡y de qué modo!, y no te hizo caso...
-Es que no supe llamarla – replica  Filimón, suspirando. Suspira y probablemente vuelve a sonreír -. Por lo visto, entonces no tenía en la mano ninguna buena tajada. Ni veía yo de dónde sacarla. Ya se sabe qué hace falta para atraer a una chucha...
-¡Chucha, chucha! – se enojó Dasha -. ¡No sé cómo no te da vergüenza decir esto! Al fin y al cabo, es mi hermana.
-¡Tu  hermana! ¿Qué quieres, que lloremos ahora por ella? - Filimón se revuelve en la cama, la hace crujir con su peso -. La gente trabaja para que el estado sea fuerte, y todos esos chuchos sólo se preocupan de encontrar un buen pesebre. Ella lo ha dicho: trabajo en el saturador. Ahí se queda, pese a nuestra vida. La vida sigue su camino sin ella. Ella sólo va a las ganancias.
-¿Es posible que no  haya quedado nada de tus sentimientos, Filimón? – pregunta Dasha con la voz entrecortada por la emoción -. ¿Es posible que tengas el corazón de roca pura, como el de un ídolo cualquiera? ¡Tú la quisiste, a Nastia! Responde: ¿la quisiste? Responde, te digo...
-La quise – contestó Filimón, con voz sorda -. Creo que la quise. Creía que llegaría a ser una persona. La gente se va, estudia, aprende. ¿Y en qué emplea ella la inteligencia?
-¿Lo ves? A pesar de todo tú la quisiste...
-Y ahora te quiero a ti. Sólo a ti. Y lo que es más importante: te respeto. Te respeto por todo. Y el desgraciado que no se hace digno de respeto...
Se le oyó soplar por el cristal de la lámpara de petróleo, que se apagó con un ruido semejante al bufido de un gato.
Nonna Pávlovna  se quedó como petrificada. Luego, de golpe, una insoportable oleada de calor le subió a la cara y le recorrió todo el cuerpo. Se ahogaba.
Con un movimiento inconsciente volvió a subirse las medias, y por primera vez notó que la casa olía a tabaco. Los invitados fumaron,  lo llenaron todo de humo y se fueron. Hacía falta airear la habitación antes de acostarse.
Se levantó, se acercó descalza a la ventana y la abrió sin hacer ruido. Se sintió envuelta por el aire fresco. Se puso a tragar aquel aire como pez arrojado a la arena; era el aire de la salvación y de la vida, colmado de olores de la hierba recién segada, curativa y jugosa, impregnada de generosa savia y caldeada por el todopoderoso sol.
Al pie de la ventana, a lo largo de las zanjas abiertas en torno a los jóvenes manzanos, se divisaba la sombra negra de la tierra recién cavada. Las hojas de los manzanos resecas por los ardores del sol, susurraban soñolientas.
La luna alumbró de lleno la faz de Nonna Pávlovna.
Esa luna aleana la iluminaba del mismo modo cuando Nonna Pávlovna trodavía no era Nonna, sino Nastia, cuando era una niña pequeña, delgadita, albina, de finas trenzas, y cuando fue una muchacha hermosa, de mejillas sonrosadas y duras, a  la que  alabó por su belleza el director del círculo de aficionados al teatro, Borís Becherni. Y también cuando en las noches de insmonio se asomaba, como ahora, por la ventana y contemplaba la lejanía bañada por la luz de la luna, sin pensar en nada concreto, como ahora, inquieta por el presentimiento de la felicidad que en algún que otro lugar debía esperarla. Se marchó de la aldea en busca de esa felicidad.
En las ciudades donde había vivido, no paraba mientes en la luna. Tampoco veía las estrellas. Como si no alumbraran las ciudades, como si desde allí no fueran visibles. Mas la luz de la luna aldeana quedó para siempre, en ella, como la luz de los ensueños felices. Como todos nosotros, se acostumbró a regresar mentalmente a su lugar natal, donde quizá se acordaban todavía de ella y donde se sorprenderían, sin duda, al verla, al recordar lo que que era y comprobar a dónde ha llegado.
Por desgracia, es propio de toda persona pensar de sí misma de modo distinto a como de ella piensan los demás.  Nonna Pávlovna estaba convencida de que su aspecto exterior bastaba para dejar boquiabiertos a todos los de su aldea. En verdad, se parece a una artista de cine, y el capitán del tren, el que seguramente se llama Dudichev, quedó convencido de que había tenido la suerte de conocer a una artista de cine. Y resulta que ahora, de pronto, ese mujik, Filimón – sí, claro: un mujik -, parecía que la había descubierto cometiendo un robo y que la había puesto al desnudo con una sola palabra: “chucha”.
Es muy probable que si se lo hubiera dicho a  la cara, habría sabido ella qué debía responderle. Le habria contestado con audacia, incluso con insolencia, como sabe ella contestar. Pero ahora no puede decir nada. Es como si él la hubiera reencontrado de improviso y hubiese provocado en su alma tal confusión de sentimientos, que Nonna Pávlovna ya no  podrá dormir, sin duda alguna, en toda la noche.
IX
Se pone el vestido, se calza los zapatos y salta por la ventana, olvidándose incluso de entornarla. Pasa cautelosamente por delante de los arbustos de la empalizada y sale al campo.
Los zapatos de tacón se le hunden en la tierra blanda, pero ella camina, sigue caminando sin fin alguno, con la sensación agobiante de que acaba de sufrir una gran desgracia y sin espernaza de poderse librar de ella.¿Quizá había sufrido esa desgracia hacía ya mucho tiempo y solo ahora la veía? ¿La acongoja, ahora, la idea de que en otro tiempo se marchó de la aldea en vano? Pero no fue ella sola la que se marchó. Marcharon de sus aldeas miles de personas. Se irán otras. Unas regresarán y otras no volverán nunca. Los que no se han ido tampoco han vivido siempre – ni viven-, en todos sentidos como es debido. ¿De qué es culpable, ella? ¿Es posible que esta sola palabra, “chucha”, levante del fondo de su alma tanta amargura que no pueda disiparla y le oprima el corazón? No, claro, no se trata solo de una palabra.
Ya a la mesa, cuando todo era alborozo y alegría, ocurrió algo que hizo levantar, de pronto a Nonna Pávlovna y provocó luego su inesperado enternecimiento al hablar con Dasha. Quería demostrar algo a su hermana, quería demostrárselo a sí misma, pero su intento le salió distinto de lo que suponía. La verdad es que no se había propuesto contar todas las peripecias de su vida a Dasha, pero se las contó. Y no sólo las explicó a su hermana, y a  Filimón, que, por lo visto, se quedó escuchando, sino que se las contó a sí misma.  Nonna Pávlovna tenía la impresión de oír por primera vez todo lo que se refería a su vida.
Recuerda ahora la velada hasta en los menores detalles. Recuerda que Chichágov –quien, al principio, no le prestaba menor atención a su vecina de mesa, a Vasilisa – cuando se pusieron a hablar de una herrería, se olvidó de que ahí estaba Nonna Pávlovna y no hacía sino escuchar y mirar a Vasilisa Lúshnikova. Aunque luego, al final de la velada, bailase con Nonna Pávlovna y no con la otra mujer, ello en nada cambiaba los hechos.
Nonna Pávlovna no sabía por qué esos mezquinos detallaes la oprimían.
Lo que le ocurría era que con el alma insensibilizada y ahora siempre de sentimientos profundos, se había acostumbrado a verlo todo en la vida como beneficio o pérdida, como ganancia o falla. También ahora tiene una sensación de angustia como si debieran castigarla por algo, como si hubiera robado algo a alguien. O le parece, por el contrario, que la han desvalijado implacablemente, que la han desposeído de ciertos derechos y ventajas de que gozaba aún una hora antes.
No hacía más de una hora que Chichágov, mientras bailaban, sosteniéndola enlazada por la cintura, le decía, sofocado, que era muy parecida a la artista de la película “Encuentro en el Elba”. Una amiga suya, manicura, le dijo en cierta ocasión: “Nadie podrá imaginarse que eres de aldea”.  Nonna Pávlovna estaba orgullosa de ello. Y aún se sentía orgullosa de algo más. A ella le parecía haber alcanzado determinadas cumbres. Ahora Filimón acababa de arrojarla de esas cumbres con una sola palabra. Quizá no había cimas de ninguna clase. ¿En qué se fundaba ella para creerse en las alturas?
Humillada, desconcertada e incluso asustada, seguía andando; titubeaba, se hundía en el suelo removido. Las vedijas de los recuerdos se sucedían con vertiginosa celeridad en su cabeza. Tan pronto le acudía a la memoria Arkadi Muar, como el director cinematográfico que le proponía desempeñar el papel de la mujer de un soldado, como, de nuevo, el capitán Dudichev, del vagón. Todos habían pasado de largo, por delante de ella. O ella había pasado de largo por delante de todos...
Se había quedado completamente sola en la vida, y así se veía en ese campo desierto bajo la luz de la luna. Nadie la necesitaba. Lo que se dice nadie.
Hasta su hermana, Dasha, una simple aldeana que cuida de unos terneros, la desprecia. ¿O sólo se lo ha parecido, a Nonna Pávlovna?...
Presa de confusa zozobra y tristeza, cruzó todo el campo y se detuvo al pie de una colina, junto al tocón, medio carcomido, de un viejo sauce.
Todo había cambiado durante esos años, habían arado nuevos campos, habían construido nuevos edificios, lo habían removido todo, y ese tocón casi podrido continuaba allí, como antes.
Junto a él Nastia Samokúrova se despidió, en otro tiempo, de Filimón Ovhínnikov. La luna brillaba del mismo modo, de manera igualmente penetrante olía la hierba recién segada, y del mismo modo chapoteaba el agua del río pedregoso al pie de la pequeña elevación. ¿Qué había ocurrido desde entonces?
Con el ánimo totalmente abatido, pero con movimiento habitual y automático, Nonna Pávlovna recogió el vestido, para no arrugarlo, y se sentó en el tocón, como se había sentado en él hacía algo más de veinte años. Entonces, a su lado estaba de pie Filimón Ovhínnikov, que también se sentó y le abrazó las rodillas, enamorado, desconsolado, triste. Hoy el mismo  Filimón la ha insultado con una palabra dura. Ahora probablemente duerme tranquilo, sin que le inquiete la conciencia, al lado de su mujer. Duerme, no hay duda, Nonna Pávlovna, en cambio, está sola, sentada e nel tocón, y nota que los pies se le vuelven pesados.
Le pesan, porque la arcilla se le ha pegado a los zapatos de charol. Ya no los podrá limpiar. La piel del zapato se le estropeará. Se quedará sin zapatos, se le estropearán, sin ninguna duda.
De pronto, al mirarse los pies, Nonna Pávlovna se irrita. ¡Al diablo todo! ¡Y la familia también, al diablo! ¡Fuera todos esos recuerdos! No se quedará aquí ni un día más. Se irá hoy mismo y lo olvidará todo. ¡Vaya cosa, la aldea y su hermana! Sin ella ha vivido veinte años y vivirán cuanto quiera. ¡Al diablo todos!
Se levantó y se puso a andar con paso decidido por la hierba segada. Los zapatos le pesaban. El sentimiento de inquietud interior no la abandonaba. Algo se le había quebrado, se le había desgarrado en el corazón.
Cerca de un pinto alto que se elevaba solitario en aquella pendiente, oyó unas voces ahogadas, conmovidas. Se detuvo, aguzó el oído miró con atención, y en seguida vio la cabeza redonda y pelada del mozo que estuvo sentado al  lado de su sobrina Nastia durante la cena. También vio a Nastia. Los jovenes se dieron cuenta asimismo de la presencia de Nonna Pávlovna, y cuchichearon apresuradamente. Luego Nastia se levantó y fue al encuentro de su tía. El mozo de la cabeza redonda, en cambio desapareció. Habría bajado hacia el río.
Nastia se acercó a su tía, la abrazó y le dijo:
-Mañana me voy. Nos hemos despedido.
Y rompió a llorar, Nonna Pávlovna, inesperadamente para sí misma, se puso a llorar como Nastia. Lloró incluso con mayor desconsuelo. Lloró de tal modo, que Nastia se asustó e hizo  sentar a su tía en la hiebra. Sobre el vestido de fiesta, que Nonna Pávlovna no tuvo tiempo de recoger.
No sólo el llanto, sino, además, la cara de la tía sorprendieron a la sobrina. De pronto le pareció vieja, pálida como la ceniza. ¿O era la luz de la luna la que le daba tal color a la cara?
En torno, la hierba segada despide su penetrante olor. Su fragancia es tanta, que desgarra el alma.

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