PAVEL FILIPOVICH NILIN (CHUCHA)
Irkutsk-Imperio Ruso 1908-Moscú-URSS, 1981
Pavel F. Nilin, nació en Irkurs en
1908. Fue periodista, dramaturgo, novelista y guionista de cine. Entre sus obras
figuran: “Viaje a Moscú”, novela (1954); “Por este mundo”, obra de teatro
(1856), “Crueldad”, la última de sus obras publicadas. Fue también autor de
cuentos, como los que titula “Detalles de la vida”, “Chucha”, que se incluye a
continuación, vio la luz en 1956.
I
¡Qué deleitoso el olor
a hierba, en Zhujarí! Nonna Pávlovna bajó del tren y se sumió en la niebla de
la madrugada llena de aromas y frescor, antes del amanecer, como si entrara en
el mar.
Rechinó el tren; se
puso en movimiento con estrépito y se alejó pesadamente en la oscuridad,
despidiendo por las ventanillas pálidos reflejos y parpadeando con la luz roja
de su cola.
En la litera superior
del último vagón, está durmiendo el capitán Dudichev. Quizá no se llama así,
quizá ni siquiera es soltero. A todos los hombres les gusta papelonear cuando
van en tren.
Además, ¿qué le
importaba, a Nonna Pávlovna, ese casual compañero de viaje? ¡Cómo si hubiera
pocos como él! Aunque ése tenía en verdad algo especial. El día anterior le
había traído del vagón restaurante una botella de Oporto y una caja de bombones
de chocolate; recitaba versos, quizá compuestos por él mismo; jugaba con la
mirada y dos veces, al brindar con Nonna Pávlovna, dijo: “Por sus éxitos en el
arte.”
Probablemente le había
tomado por una artista de cine. No es de extrañar, Nonna Pávlovna va peinada a
la última moda. El capitán, algo le dijo de los cabellos. También los metió en
unos versos: “el humo cristalino de tus
cabellos y la fatiga de tus ojos”. No hay duda, lo había pensado él mismo. Se
le había ocurrido entonces. Sí, era un hombre agradable. La estuvo contemplando
todo el tiempo. Incluso el día que le gustaban sobre todo las rubias gorditas.
También se lo confirmó en verso, llamándola a ella una rubia interesante.
Nonna Pávlovna se
imaginaba cómo iba a despertarse el capitán dentro de poco en el vagón, mirarla
con ojos soñolientos desde su litera superior y ya no la vería. Pensará que
ella ha ido a lavarse, esperará unos minutos sin que ella vuelva. Ni volverá
nunca. Es posible que el capitán también componga versos sobre este caso,
versos que hablen de cómo se fue una rubia interesante. Sí, interesante,
todavía interesante.
Quizá se olvide de ella
en seguida. Seguramente la olvidará. Se encontrará con otras pasajeras. Tampoco
Nonna Pávlovna se afligirá mucho por él. ¿Por qué habría de afligirse? ¿Qué ha
representado este capitán para ella? Simplemente, un compañero de viaje, y nada más. El continúa viajando y ella ya ha
llegado. Está cerca de su aldea natal, donde viven sus familiares, que la
esperan. La están esperando, no hay duda. Prometieron venirla a buscar a la
estación. ¿Cómo podía ser de otro modo ¿Acaso tiene que recorrer andando la
distancia de la estación a su aldea como hace más de veinte años?
En otro tiempo habría
sido muy sencillo, se habría descalzado,
se habría doblado la falda y habría emprendido la marcha. Conoce muy bien el camino, unos quince kilómetros de
distancia. Ahora hasta sería ridículo que se quitara los zapatos de charol, las
medias de nylon y caminase por el barro descalza, peinada como Orlava, la
artista de cine, y llevando un vestido de crespón estampado. Hasta los
chiquillos se reirían de ella.
¿Qué necesidad tiene de
ir descalza? Puede sacar de la maleta unas sandalias, y también puede ponerse
una bata en vez del vestido. Es una pena que no
haya traído su bata vieja. La que lleva en la maleta es algo entallada,
con pajaritos estampados. No es agradable andar por un camino de aldea con esa
bata puesta. Además, da pena llevar las sandalias, en seguida se estropearían
con tanto barro. Seguro que el camino está intransitable como antes...
Nonna Pávlovna se hallaba
sola en el andén, sin decidirse a dejar sobre el húmedo suelo su pesada maleta
de cuero. Llevaba en ella golosinas y otros regalos. ¿Es posible que no haya
acudido nadie a esperarla? Quizá ni siquiera han recibido el telegrama.
Mientras el cartero de lugar va, con el telegrama, de la estación al koljós...
Estos son lugares perdidos, salvajes. Aparte de Nonna Pávlovna, nadie ha bajado
del rápido en la estación de Zhujarí. Nadie tiene nada que hacer aquí.
Nonna Pávlovna vuelve a
pensar en el capitán que está durmiendo en el tren y que quizá, la está viendo en
sueños. Por un instante tiene la sensación de que todo cuanto le es querido en
la vida se halla ligado no con esa estación perdida, que casi nadie conoce,
sino con el tren que se había alejado en la oscuridad y se había despedido
haciendo unos guiños con la pequeña lucecita roja.
La verdad es que casi
desconoce la estación. De lo que ahí había antes, no ha quedado nada. El
edificio era de troncos, ahora es de ladrillo. El andén estaba asfaltado. SI no
fuera por el letrero –Zhujarí -, podría creerse que Nonna Pávlovna ha sufrido
un error y que no ha bajado en la estación que debía.
Entre la bruma de
aquella hora cercana a la alborada, se destacaba un enorme edificio estrecho,
en cuya cúspide brillaban unas débiles lucecitas. ¿Qué edificio sería aquel? Está
claro, el depósito de granos. Ya se había empezado a construir entonces...
Realmente, no quedaba
nada de lo de antes. Tan sólo la fragancia de la hierba recién segada, tan
conocida, entrañable y conmovedora.
Nonna Pávlovna agita su
abundante cabellera y se decide a entrar en el edificio de la estación. ¿Qué
otra cosa podía hacer? Iba a cambiarse de vestido, se calzaría las sandalias e
iría andando a la aldea. No era cuestión de esperar allí a que amaneciera,
hallándose tan cerca de su lugar natal. ¿No habían acudido? Paciencia. No
confiaba mucho en que acudieran. Llegaría andando. No era una mujer enferma.
-¡Nastia! ¡Nastia,
espera!...
Nonna Pávlovna se
detuvo. Se le acercaba un hombre alto, ancho de hombros, con un abrigo de
cuero. De momento ella no lo reconoció.
-Buenos días, Filimón –
dio por fin, y mirándole fijamente añadió: - Filimón Kuzmich.
-Buenos día, Nastia – respondió él: era evidente que se
había apresurado, que estaba conmovido -. Perdóname, Nastia, Nastia
Pantaleimónovna. El reloj me ha jugado una mala partida. Hasta me asusté. Creí
no llegar a tiempo. Esto no es Moscú. Aquí no tenemos trolebuses ni taxis. Llegar
a la aldea no es fácil...
Le tomó la maleta y con
mucha delicadeza llevó a Nonna Pávlovna del brazo hasta la plaza de la
estación.
“Sabe cómo ha de
conducirse con una mujer, ha aprendido – se dijo ella, sonriendo-. Y era paleto
como él solo”.
-¿Cuántos años hacía
que no nos veíamos, Nastia?
Nonna Pávlovna se turbó
ligeramente.
-Yo qué sé... Ya he
perdido la cuenta. Por lo menos veinte años... o más...
-Será eso, por lo menos.
Salieron a la
plazoleta, más oscura aún que el andén. Un farol solitario alumbraba débilmente
un edificio largo, de poca altura, un almacén - Nonna Pávlovna tampoco lo
conocía -, unas casitas nuevas con tejado de plancha metálica y la pared del
granero que se elevaba a un lado.
Bajo el farol piafaba
un negro potro atado al poste y enganchado a una carretela de dos asientos. La
luz del farol caía perpendicularmente sobre su lomo, brillante, como si lo
tuviera laqueado.
-Me he olvidado ya de
cuándo monté por última vez en un carruaje tirado por caballos - dijo Nonna
Pávlovna.
-Espera, espera. – Su
acompañante la tomó con más fuerza del
brazo-. Aquí hay un charco. Que no te meta en el agua sin darme cuenta.
– Echó un vistazo as los zapatos de tacón alto que llevaba Nonna Pávlovna. –
Aquí no se viene con estos zapatos...
“La verdad, no es más
que un mujik – pensó ella, molesta – Aunque él fue mayor en la guerra, recuerdo
que me lo escribió Dasha. Pero no se le
puede ni comparar con ese capitán. Inesperadamente para sí misma, como
si no viniera a cuento, preguntó:
-Según dicen, fuiste
mayor, Filimón Kuzmich...
-Lo fui – le confirmó
él, conduciéndola alrededor del charco -. Acabé la guerra con el grado de
mayor.
-¿Y cómo la empezaste?
-Como tantos otros, de
soldado raso.
-¡Oh! – exclamó ella,
casi entusiasmada. Después de unos instantes de silencio, dijo: - A pesar de
todo volviste a estos lugares...
-¿Adónde querías que
volviera? – repuso él, sorprendido – Aquí tengo a la familia, a mi mujer y a
mis hijos. Además, toda la vida me he dedicado a la tierra, soy un campesino.
Sería bastante ridículo y tonto si yo...
-En esto tienes razón –
dijo ella, interrumpiéndole ; y para cambiar de tema, añadió, señalando el
farol con la cabeza: - Veo que la electricidad aquí escasea, como antes...
-Escasea – respondió
él, suspirando -. La construcción de la central en Zubov no marcha bien. Ya han
destituido a dos jefes de las obras por no estar a la altura de las
circunstancias...
Llegaron a la
carretela.
Filimón Kuzmich colocó
la maleta de Nonna Pávlovna, removió el heno y ayudó a subir a la recién llegada,
sosteniéndola por la cintura. De pronto se rió y dijo:
-En otro tiempo te
rondé. Veo que también ahora se te puede rondar. Estás gordita...
-¡Bah! – respondió
ella, bajando los ojos; pero le agradaba oír esas palabras. Le agradaba y le
desagradaba a la vez. Era desagradable que él recordara con tanta ligereza, sin
pena, incluso riendo, lo que había
pasado.
Había pasado algo muy
serio, triste, amargo, tanto para ella como para él. Problablemente para él más
aún que para ella. No había duda, él estaba más apenado. Ella recuerda –él,
probablemente, tampoco lo ha olvidado- la víspera de su partida, del día que se
fue de Zhujari; estuvieron en la orilla del río, sentados al pie de un
montículo, por la noche. La hierba segada despedía la misma fragancia
turbadora. El le apretaba las manos con mucha fuerza y hablaba, hablaba sin
cesar... No, no era un paleto, como Nonna Pávlovna acababa de pensar. Lo más
probable es que entonces no le tuviera por paleto. Era sencillamente un mozo
guapo. Ella le quería. Claro, no tanto como él a ella. El la amaba más profundamente.
Ella recuerda como él, entonces, lloró; en sus frías manos caían las ardientes
lágrimas del joven. La noche era fresca. Nastia tan pronto sentía calor como
frío, cuando él la abrazaba. El le suplicó que no se fuera. Nastia le propuso
que se fuera con ella, y repetía una y otra vez: “No puedo renunciar a la vida.
Además, ya he firmado el contrato de trabajo. A ti qué te cuesta. Vámonos
juntos...” Pero él, de pronto, se secó las lágrimas y dijo, como si actuara en el
círculo de aficionados al teatro representando una obra de la época de la
Comuna de París:
-Sería ridículo y
tonto. ¿Soy acaso un hombre tan ruin que sin más ni más puede huir de aquí en un
tiempo tan difícil? Mi conciencia de komsomol no me permite...
Entonces se levantó de
la hierba con expresión de orgullo, como si no hubiera derramado una sola
lágrima.
Sin embargo, él,
entonces, no la censuró. Durante mucho tiempo le escribió pidiéndole que
regresara.
Al principio ella contestó
a sus cartas . Luego dejaron de escribirse. Es posible que las cartas de él no
llegaran a su destino. Ella tan pronto trabajaba en una localidad como en otra.
Es posible que las cartas se perdieran. Pero Nastia recuerda muy bien la
última. El le escribía: “Nastia, tesoro mío, bien mío, eternamente querida Nastia.
Te manda un ardiente saludo de komsomol y te
besa al vuelo, por el aire, en tus labios de carmín, si no te opones, tu
inconsolable amigo Ovchínnikov Filimón Kuzmich, para ti simplemente
Filka-Filimón, como me decías para hacerme rabiar cuando éramos pequeños. No
puedo vivir sin ti, Nastia. Mis triste ojos no quieren mirar a nadie...”
Por lo visto, él lo ha
olvidado. El viento ha barrido de tal modo su corazón, que aquel joven enamorado
es capaz ahora de recordar los sentimientos de antaño riéndose y sin decir más
que: “te rondé en otro tiempo”.
Esto, naturalmente, no
era del agrado de Nonna Pávlovna. No agradaría a ninguna mujer. Pero, al mismo
tiempo, a toda mujer le agrada oír decir – sobre todo cuando llega a la
cuarentena – que aún se le puede hacer la corte, como se lo había dicho con
brusquedad al cubrirle los hombros con el abrigo de cuero.
II
El potro corría al
encuentro del amanecer. A ambos lados del camino se veían pilares de piedra,
blancos, y se agitaba el espeso follaje de gruesos álamos que Nonna Pávlovna no
recordaba. Tampoco antes el camino era tan recto. Se veía que lo habían rehecho
y arreglado.
Nonna Pávlovna y
Ovchínnikov estaban sentados uno al lado del otro, apretaditos (no era posible
estar sentados de otro modo en la carretela). Pero hablaban de los temas más
apartados de su pasado, de los días juveniles sin retorno, de aquella última
noche en el montículo, junto al río.
Después de haber
alabado al potro por su buen trote, Nonna Pávlovna preguntó, como sin darle
importancia:
-¿Trabajas como
antes... de presidente?
-¡Que va! No soy el
presidente.
-Pero tú lo eras. Me lo
escribió Dasha...
-De esto hace mucho. Antes de agrupar a los koljoses
pequeños en koljoses grandes. En “El labrador rojo” yo era el presidente. Luego,
cuando nos agrupamos, eligieron a otro...
-¿A quién? Es
interesante...
-A Berneve Yákov. No le
conoces...
Nonna Pávlovna se
sonrió.
-Si en la guerra fuiste
mayor y ahora no eres presidente, el que tenéis debió ser, por lo menos,
coronel...
-No, ¿por qué? – repuso
Ovhínnikov sonriendo -. Nuestro presidente aún es joven. Ni siquiera estuvo en
la guerra. Es especialistas en zootecnia. Se trata de un mozo muy sensato...
-¿De qué trabajas,
ahora? – preguntó ella.
-¿Yo? Soy jefe de
brigada. Ahora te llevo a casa y en seguida me iré al campo. Por la noche
podremos hablar cuánto queramos...
En ese momento Nonna
Pávlovna se dio cuenta de que su conversación no había comenzado por donde
debía. Lo primero que tenía que haber hecho ella era preguntar por la hermana,
por Dasha. ¿Cómo estaba?
-Está bien –respondió
él-. Vivimos como todos, trabajamos, los hijos crecen, estudian.
-Vuestra hija mayor, Nastia,
según me parece, habrá cumplido ya los quince años, ¿no? –calculó Nonna
Pávlovna.
-Diecisiete – rectificó
Ovhínnikov, y levantándose un poco del asiento dio unos latigazos al potro.
Probablemente le dio más fuerte de lo que se proponía, y tiró de las riendas
con tanta energía, que el potro se puso a correr al galope.
De debajo de las ruedas
no sólo se levantaron remolinos de polvo, sino que volaron, además, trocitos de
grava y piedras.
-¿Por qué lo haces
galopar? preguntó- Nonna Pávlovna, a la que el viento obligó a
contraer los músculos de la cara.
-No te preocupes. Que
corra un poco - respondió Ovhínnikov, señalando al potro con la cabeza -. Que
corra, está bien cebado, lustroso...
A pesar de todo, los
recuerdos debieron de alterar el ánimo de Ovhínnikov. Seguía levantándose del
asiento y, a la vez que azuzaba al caballo con el látigo, decía:
-¡Venga, Burán!
¡Venga!....
Sólo al llegar ante la
dirección misma del koljós, Burán, como dicen los choferes, quitó gas.
Entonces, Ovhínnikov, clavando por primera vez la vista en los ojos de Nonna
Pávlovna, dijo:
-Este otoño nuestra
Nastia ha cumplido diecisiete años. Diecisiete. Los mismos que tú tenías.
¡Recuerdas?
-Recuerdo - contestó
Nonna Pávlovna, como si se sintiera culpable de alguna cosa.
-Y se te parece mucho -
continuó Ovhínnikov, mirándola fijamente-. Es una Samokúrova, como tú.
-Malo - repuso Nonna
Pávlovna, algo confusa-. Para ser feliz, la hija ha de parecerse al padre, como
todo el mundo dice.
-Si será feliz o no, lo
veremos más tarde. Eso dependerá sobre todo de ella misma, diga lo que diga la
gente - repuso Ovhínnikov -. Por de pronto se parece a ti. Parecéis salidas del
mismo molde. Tu hermana y yo decidimos llamarla Nastia en honor tuyo...
A Nonna Pávlovna le
resultaba incómodo decir a Ovhínnikov que ahora no la llaman Nastia y que
incluso en el documento de identidad se ha hecho cambiar el nombre. No podido
modificar el apellido, mas ella se presenta no como Panteleimónovna, sino como
Pávlovna. De este modo es más hermoso. ¿Pero cómo iba a poder decirle todas
estas cosas, incluso si hubiese deseado contárselas? Durante todo el camino él
ni siquiera le ha preguntado cómo vive, cómo se encuentra, en qué trabaja...
Después de ese extraño
arrebato, después de esa repentina llamarada, él se calló y permaneció
silencioso en todo lo que quedaba de camino.
-Ya hemos llegado –
dijo cuando la carretela se detuvo ante una pequeña casa de alto soportal, en
el que ya desde lejos habían divisado a una mujer que llevaba una chaqueta
color frambuesa.
La mujer bajó ágilmente
los peldaños del soportal y con lágrimas en los ojos empezó a abrazar a Nonna
Pávlovna sin darle tiempo, apenas, de saltar del carricoche.
Nonna Pávlovna reconoció perfectamente a su
hermana, pero quedó desconcertada al ver que Dasha no era, ni con mucho, tal
como se había figurado: resulta que Dasha había envejecido, tiene canas, el
rostro ajado y lleva una chaqueta desteñida por las lavaduras. ¿No habría
podido vestirse mejor para celebrar nuestro encuentro? ¿O no tiene otra cosa
qué ponerse?
III
Nonna Pávlovna abrazó a su hermana y también derramó unas
lágrimas.
-Hemos llegado –
repitió Ovhínnikov, mirando a las dos hermanas; sacó la maleta de la carretela,
la puso en el soportal y se fue sin decir nada.
-Ha de ir al trabajo –
dijo Dasha, como disculpando al marido, a la vez que se secaba las lágrimas con
su atezada mano.
Nonna Pávlovna se sacó
del escote un pañuelito de encaje y, después de aplicárselo a sus propios ojos,
empezó a secar las lágrimas de su hermana.
Entraron luego en la
casa, que olía a madera recién cepillada, a tablas recién fregadas, a cal, a
ceniza y a arcilla recalentadas, pues habían encendido la gran estufa rusa. Y
aunque aquella casa antes no existía, de sus paredes llegó, de pronto, hasta Nonna
Pávlovna un hálito tan entrañable, conocido desde tanto tiempo, que las
lágrimas se le asomaron otra vez a los ojos y le quedaron prendidas en sus
hermosas pestañas.
-Dasha, querida – dijo,
profundamente impresionada -. ¿Qué te ha pasado?
-¿Qué me ha pasado?
¿Qué me ha pasado? – preguntó rápidamente como si se asustara, Dasha.
-No sé, no lo
comprendo, te encuentro envejecida. Y eres más joven que yo...
-Soy más joven, más
joven – repitió Dasha -. Casi tres años más joven. Pero ya ves, los niños, las
preocupaciones. En cambio tú aún estás muy hermosa. Da gusto contemplarte...
Nonna Pávlovna se miró disimuladamente en el gran espejo
colocado en la puerta del armario guardarropa, y, después de arreglarse los
cabellos con el dedo meñique, preguntó:
-¿Qué tal vivís?
-No vivimos mal – Dasha
empezó a poner el mantel en la mesa. – Podemos decir, incluso que vivimos bien.
Vivimos mejor que antes.
-¿Con el marido, todo marcha
bien?
Nonna hizo esta pregunta
tal como corrientemente se hace no ya entre hermanas, sino entre amigas. No
tenía nada de sorprendente, pero Dasha, de pronto, como si se pusiera alerta,
preguntó a su vez, sosteniendo un plato en alto:
-¿En qué sentido?
-Quiero decir, si te
trata bien.
-¿Por qué no ha de
tratarme bien? Yo también trabajo...
-Todo el mundo trabaja
– repuso Nonna Pávlovna -. Pero los hombres ahora son demasiado orgullosos. Por
todas partes oigo decir...
Mas no explicó qué cosas
eran las que oía decir. Abrió la maleta, sacó una cajita de plástico con polvos
para los dientes, una toalla y jabón.
-Tengo que lavarme.
-Claro, claro – exclamó
Dasha, presurosa -. Y yo, tonta de mí, primero quería darte de comer...
-Ahora no quiero comer
- dijo Nonna Pávlovna-. No como tan temprano...
-¿Temprano?... – Dasha
miró el reloj de pesas-. Si ya son más de las seis.
-Para nosotros esto es
temprano. - Nonna Pávlovna se echó la toalla sobre el hombro.
Dasha la acompañó al
pequeño patio de la casa, donde había un recipiente de agua clavado en un
poste, debajo un escuálido serval; se apretaba con la mano hacia arriba una válvula y salía el agua para
lavarse. Pero Nonna Pávlovna habia perdido la costumbre de usar lavabos y Dasha
se dispuso a echarle agua con el jarro. De pie, con el jarro en la mano, dijo:
-Tienes la piel de la
cara como una doncella, blanca, muy blanca. Como si te lavaras con leche. No
envejeces nada. Sölo que te has puesto más gruesa. Estás más joven que yo.
Dasha pronunció estas
palabras sin sombra de envidia. ¿Por qué iba a tener envidia? Antes, en la
juventud, Nastia, frente a su hermana, tenía la ventaja de ser mayor. A Nastia
ya le rondaban los mozos, la rondaba Filimón, cuando Dasha aún era tenida por
una niña. Ahora Nastia está también en ventaja porque parece más joven que su
joven hermana. Es de suponer, pues, que Nastia es más feliz que Dasha. Sus
destinos han sido muy distintos. Pero sería interesante saber de qué modo
Nastia ha sabido ponerse a salvo de la maléfica acción del tiempo. Los años
pasados no han sido fáciles, no lo han sido para nadie. ¡Cuánto se sufrido
durante los veinte años y pico que han transcurrido sus vidas, cuánta salud se
llevó la guerra. ¿Cuántos bienes perdidos, destrozados! Además hubo otros sufrimientos,
otras preocupaciones que agarrotaban el corazón y han secado el cuerpo. ¿Acaso
Nastia pudo librarse de todo ello? Ahora se ha quitado por la cabeza el vestido
ligero, aéreo, de grandes flores. Se le ve bien el cuello blanco, como de
alabastro, sin una sola arruga; los hombros lisos, como en las estatuas, y los
senos abultados, en el sostén ingenioso. ¿No será que ha descansado después de
todo lo sufrido y ha recobrado su fuerza y su lozanía en algún sanatorio?
Dasha quería
preguntarle todas estas cosas a su hermana, y se disponía a hacerlo al echar el
agua del jarro para que Nonna Pávlovna se lavara, cuando apareció en la puerta
una niña y, como si fuera una mujer, preguntó, quisquillosa:
-¿Pero qué hace usted,
Dasha? ¿Dónde se ha metido? La gente ya se ha reunido...
-¡Ah, es verdad! ¡En
qué estaré pensando!... – Dasha puso el jarro en un taburete. – La verdad, he
de irme corriendo. Ahora voy, ahora mismo, Lizabeta – aseguró a la niña. Y
mirando las ventanas de su casa, añadió: - Mis hijos aún duermen...
-No te preocupes,
Dasha. Les daré de comer yo misma - Nonna Pávlovna comenzó a secarse con una
toalla felpuda.- Vete adónde tengas que ir...
-He de irme a trabajar
– dijo Dasha -. Y se me olvidaba que no está nuestra Nastia. Ayer se fue al
Comité del distrito a arreglar su documentación. Nastia, mi mano derecha para
cuidar de los pequeños se nos va...
Dasha se marchó sin
tener tiempo de explicar con claridad adónde se iba su hija mayor.
IV
Se despertaron los
niños, Víktor y Serguéi, de siete años y ocho años, de pómulos salientes como
su padre, de ojos azules como su madre; se despertó Tania, la chica de doce
años, paliducha, alta. No se sorprendieron de ver a su tía en la casa. Ya
sabían que vivía en Moscú y que debía presentarse de un día a otro. En seguida
la llamaron tía Nastia.
Nonna Pávlovna les
distribuyó los regalos: a los chicos un cortaplumas y una caja de lápices de
color para cada uno; a la niña, un bolso. Tania dio las “gracias” y riñó con los
hermanitos por no saber aceptar los regalos con la misma cortesía. Luego Nonna
Pávlovna tomó dos cuchillos y, dando a su rostro una expresión de suma
gravedad, los afiló uno con otro, para cortar finas rebanaditas de salchichón
que habia traído de Moscú. También abrió con el cuchillo un pote de mermelada y
una cajita de caviar.
Los pequeñuelos apenas
disimulaban su satisfacción a la vista de esos manjares de fiesta, pero
comieron con dignidad, sosegadamente, sin darse prisa, como deben comer, sin
duda los hombres de verdad.
Tania limpió un arenque
y puso sobre la mesa un pequeño perol con patatas hervidas, sin pelar. No tocó
las viandas de la ciudad e incluso se esforzó por no mirarlas, como si quisiera
dar a entender que ya no era pequeña para comer cosas tan finas en los días
laborables.
Nonna Pávlovna pasó
revista a los vestidos de los pequeños, a la casa, a los objetos, y llegó a la
siguiente conclusión: “No les luce mucho el pelo, pero – añadió después de
reflexionar un poco – viven mejor de lo que en otro tiempo vivimos nosotros. La
casa es grande; tienen radio, gramófono, una buena cama, mantas de buena
calidad, libros...”.
-¿Quién de vosotros lee
estos libros?
-Todos – respóndió
Tania -. Bueno, todos no – rectificó-. Vitka aún no lee. Le leo los libros yo.
Pero ya conoce las letras. Este año lo inscribiremos en la escuela...
-¿Mamá también lee?
-Mamá también – contestó
Tania-. Sólo que casi siempre lee cosas que tratan de terneros, y papá se
enfada...
-¿Por qué se enfada?
-Se enfada porque mamá
sólo lee libros que explican cómo se han de criar los terneros. Papá dice:
“Tienes hijos”. Y le ha mandado leer “La recolección”, de Galina Nikoláievna.
-¿Lo ha leído?
-Todavía no..
-¿Y tu padre se enfada
mucho?
-Mucho...
Nonna Pávlovna quería enterarse por los
pequeños de cómo vivían sus padres; preguntar a los niños es más fácil. Pero de
pronto llegó Nastia.
En verdad, era muy
hermosa y se parecía a la Nonna Pávlovna de la juventud. Era esbelta, flexible,
de rostro alegre y atezado, iluminado por unos ojos radiantes; la trenza,
gruesa; los movimientos, vivos. El vestido de percal que llevaba, rojo con lunares
blancos, ya le estaba pequeño. Por lo visto, los vestidos de su madre no le
sentaban bien: era más robusta que la madre.
Nonna Pávlovna había
traído para su sobrina mayor una chaqueta, mas al ver a la joven cambió de
pensamiento y decidió regalarle un vestido de crespón: “Que se acuerde de su
tía”.
-A ver, Nastia, cómo te
sienta.
El vestido regalado
transformó en seguida a Nastia. Aún parecía más hermosa; la joven estrecho a su
tía entre los brazos y la besó en las dos mejillas hasta hacerle salir manchas
rojas.
-¡Qué buena eres, tia
Nastia! ¡Eres la más buena del mundo!
La tía se sentió tan
conmovida por estas palabras, que también regaló a la sobrina un collar de
ámbar, cosa fuera de sus cálculos. –Quiero que me acompañes por la aldea – dijo
la tía -. Ahora aquí soy casi una extraña...
-Te acompañaré, te
acompañaré – le prometió Nastia, hablando apresuradamente, como a veces hablaba
su madre -. Te acompañaré sin falta. Pero he de llegarme antes hasta la granja.
Tengo que hacer allí. Volveré enseguida. Dire a Frosia que no se enfade, ya que
ha llegado mi tía...
Nastia pasó al otro
lado de la estufa y allí se cambió de ropa. No se puso el viejo vestido de
percal rojo con lunares blancos – por lo visto, aquel vestido, a pesar de todo,
servía para endomingarse-, sino una falda sencilla y una chaqueta de color
frambuesa pardusca, desteñida también por las lavaduras, como la de su madre.
Volvió de la granja, no
al instante, como había prometido, sino unas dos horas más tarde.
Entretanto, Nonna
Pávlovna tuvo tiempo de echar un sueño y de lavarse otra vez con agua fría del
pozo. Quiso que su sobrina se pusiera el vestido que le había regalado. Nastia
protestó:
-¿Cómo voy a ponerme un
vestido de fiesta? Me engalanaré como si fuera domingo, y por todas partes la
gente trabaja...
La tía no supo qué
replicar.
Sin embargo, Nonna Pávlovna decidió o ponerse el vestido de
todos los días. Salió a la calle como había llegado, llevando un vestido
elegante, zapatos de charol y un bolso laqueado de color rojo colgando del
hombro.
V
La calle, polvorienta,
alumbrada por el sol del mediodía, le pareció de momento vacía. Mas en una esquina,
junto a la tienda, había un grupo de mujeres.
-Se venden telas de
algodón – dijo Nastia, imitando a la vendedora.
La puerta de la tienda
estaba abierta de par en par. Se notaba, por ella, un hálito de frescor; olía a
cubos de hojalata, a tejidos, y, sobre todo, a petróleo.
Las mujeres miraron con
curiosidad a Nonna Pávlovna, mas por lo visto nadie la reconoció. Tampoco ella
conoce ahí a nadie. Han pasado los años. Ha nacido y crecido mucha gente nueva.
Las muchachas se han convertido en mujeres. Las mujeres se han hecho viejas.
Claro que si se detiene en la tienda, encontrará algún conocido.
Pero Nonna Pávlovna no se detuvo. Deseaba llegar
hasta el río. En la orilla, unos mozos estaban embreando una barca grande.
Tampoco allí reconocieron a Nonna Pávlovna.
Unicamente el viejo
Zhutéiev, ocupado en arreglar un carro, lanzó de pronto una exclamación de
sopresa al verla:
-¡Nastia! ¡Válgame
Dios! Te estaba contemplando y me preguntaba quién sería esa artista que ha
venido por aquí, cuando de pronto lo he adivinado: ¡si es Nastia Samokúrova!...
-Buenos días, Anísim
Sávvich – dijo Nonna Pávlovna, algo cohibida.
-¿De dónde sales,
Nastia? – le preguntó Zhutéiev.
Antes de que Nonna
Pávlovna tuviera tiempo de responder, otro viejo, sentado tras el carro,
comentó, riendo:
-¡Que de dónde sale?
Pues de la misma puerta que la demás gente...
A ese otro viejecito, Nonna
Pávlovna también lo conocía. Era el padre de Filimón. Así que aún vivía. Y
seguía siendo tan impertinente en sus burlas como antes. Quizá está ofendido
contra ella por el hijo.
Nonna Pávlovna le
saludó, sin acercársele, y continuó hablando con Zhutéiev.
-He venido a pasar aquí
las vacaciones, a ver a mi hermana.
-Se nota que ocupas un
buen cargo – dijo Zhutéiev, contemplándola -. ¿Has decidido descansar en el
campo? ¿Así que te atrae aún el lugar donde naciste?
-Como a todo el mundo -
respondió evasiva Nonna Pávlovna, y notó que de pronto se ruborizaba.
-¿Vienes de Moscú?
-De Moscú
-Muy bien – le dijo el
viejo Zhutéiev como si la felicitara -. Nosotros también somos curiosos cuando
viene alguien de Moscú. Ya nos contarás. Iremos a verte por la noche en casa de
Filimón...
-Encantada - contestó
Nonna Pávlovna, y al apartarse de allí pensó: “¿Pero qué voy a contarle yo al
viejo?.
No lejos del río, en una
elevación, se ve una casa grande. Tiene la primera planta de madera y la
segunda de troncos.
-Es nuestro club. Hace
poco que los hemos construido, después de la guerra – le explicó la sobrina.
Entraron en el
edificio, en una sala espaciosa, con las paredes recubiertas de carteles, de
diagramas, y gran número de sillas y bancos.
-Aquí bailamos –
continuó la sobrina -. Suele haber representaciones teatrales e informes. Casi
siempre nosotros mismos representamos las obras. Tenemos un círculo de
aficionados...
Ni el club ni el
círculo de aficionados tenían por qué sorprender a Nonna Pávlovna. Círculo de
aficionados al teatro lo había ya en su juventud. Ella misma había desempeñado
el papel de Lipochka en el drama de Ovstroski “Todo queda en casa, no vamos a reñir”. Todavía recuerda algunas
palabras de la obra. También se acuerda de quién los dirigía. Se llamaba Boris
Grigórievich Vecherni. Era un hombre desdichado. Tenía un empleo en la estación
de Zhujarí y además iba por las aldeas y
organizaba espectáculos. Le daban por ello harina y otros productos. Fue él
quien dijo una vez a Nastia Samokúrova: “Usted, madonna, con su hermosura
llegará lejos, si no la cede por poca cosa”.
-Sí, el club está muy
bien – dijo Nonna Pávlovna, suspirando.
Cuando salió del
edificio, una sombra de tristeza se le puso en el rostro.
La sobrina le mostró
desde lejos otros edificios.
-Allí está el corral
para los terneros – y al decir esto señaló hacia una construcción alargada y
baja, con pequeñas ventanitas -. Allí trabaja mamá. Creía que la mandarían a la
exposición, a Moscú, pero algo falló. El distrito no ha estado a la altura...
Nonna Pávlovna casi no
escuchaba a su sobrina. De repente, sin tener idea clara de por qué, se sentía
invadida por una profunda tristeza.
Se le habían pasado las
ganas de recorrer la aldea. Se detuvo en el improvisado puentecillo tendido
sobre un riachuelo y, apoyándose en la
baranda de abedul sin cepillar, se quedó pensativa. Pero la sobrina, sin
darse cuenta del estado de ánimo de su tía, continuaba hablando de las
novedades que habían surgido allí durante los últimos años.
Señala hacia la lejania, en dirección a un seto de abedules, tras el que se está construyendo, de ladrillo, el nuevo edificio de la Estación de Maquinaria Agrícola. Hacia un lado del soto, ahí donde se agita al viento una bandera desteñida por el sol, el año pasado levantaron la escuela; al lado de la escuela (“vamos”, dijo la sobrina) a construir un estadio.
Señala hacia la lejania, en dirección a un seto de abedules, tras el que se está construyendo, de ladrillo, el nuevo edificio de la Estación de Maquinaria Agrícola. Hacia un lado del soto, ahí donde se agita al viento una bandera desteñida por el sol, el año pasado levantaron la escuela; al lado de la escuela (“vamos”, dijo la sobrina) a construir un estadio.
La sobrina hablaba con
entusiasmo juvenil y recordaba cómo ellos, los escolares, trabajaron durante
los días de fiesta para que la escuela estuviera rodeada de jardín. De repente,
suspiró. Como si imitara a su tía:
-¡Si supiera qué pocas
ganas tengo de irme!
-¿Por qué te vas? –
preguntó indiferente la tía, que continuaba en sus pensamientos y mordisqueaba
una hierbecilla seca con sus blancos dientes.
-No hay más remedio, he
de irme – respondió la joven -. Ingreso en la escuela técnica...
-¿Ah, sí? – exclamó
Nonna Pávlovna, como sorprendida -. ¿En una escuela técnica? Está muy bien...
-Claro que está bien –
asintió la sobrina-. Yo misma lo he querido. Pero ahora me duele. ¿Cómo voy a
dejar a mi madre y todo eso?
Nonna Pávlovna se
sonrió y, extendiendo perezosamente su rollido brazo, dio unas palmaditas en la
sonrosada mejilla de su sobrina.
-¡Ah, Nastia! Aún eres
una niña. Ahora te parece difícil irte. Luego te irás y lo olvidarás todo:
estos pinos, estos abetos, esta Estación de Maquinaria Agrícola e incluso a tu
misma madre. Cuando hayas vivido en la ciudad y hayas estudiado, aquí no te
harán volver ni a palos...
-¡Ah, no! – protestó la
joven -. Volveré, sin falta. Vendré también durante las vacaciones. Sin falta.
¿Acaso soy una desertora yo? Ante todo, mi honor de komsomol no me permite
en ningún caso...
Nonna Pávlovna volvió a
apoyarse en la baranda de abedul y clavó la vista en la turbia agua del
riachuelo, cubierto de plantas flotantes. Luego levantó la cabeza, se arregló
los cabellos y dijo inesperadamente irritada:
-Ya lo veremos. Ya
veremos si regresas...
-Volveré sin falta –
volvió a afirmar Nastia -. A mí me mandan a estudiar para que luego vuelva.
Entonces: ¿habré de portarme como una egoísta?
-Es una tontería lo que
dices. Una solemne tontería. - Nonna
Pávlovna se sonrojó, presa de repentina agitación interior -. Razonas como una
vieja. Hay circunstancias que no puedes prever. Figúrate que en la ciudad encuentras
a un hombre del que te enamoras... ¿Acaso es posible adivinarlo de antemano?
-Es posible – respondió
Nastia.
Nonna Pávlovna, por
primera vez, observa que la joven se parece a su padre, no sólo por la
terquedad, sino también por el rostro. Tiene los pómulos algo pronunciados,
como él. La verdad, no es tan hermosa como le había parecido antes. Tiene la
barbilla poco femenina, un si es no varonil, pesada. Los ojos le brillan con
cierto reflejo acerado. Cosa rara: a la tía hasta le resulta agradable, ahora,
pensar que en la hermosura de su sobrina descubre serios defectos.
-Bueno, esta bíen –
dijo Nonna Pávlovna, haciendo con la mano un movimiento de indiferencia -. No
vamos a discutir por esto. Me duele la cabeza.
-¿No quieres ver
nuestra escuela? – preguntó Nastia.
-Ahora no. Vamos a
dejarlo para mañana.
-Mañana me voy -
suspiró Nastia.
-¿Mañana? – exclamó Nonna
Pávlovna, arqueando sus finas cejas depiladas. Mas no se apenó. Ni siquiera
procuró hacer ver que la marcha de Nastia la apenaba.
Ahora su sobrina le
resultaba agradable. De golpe, Nonna
Pávlovna siente habler regalado un vestido tan bueno. Bastaba la chaqueta.
Sobre todo, el collar de ámbar no tenía qué habérselo regalado. Había sido una
estupidez.
Mucho antes de
emprender el viaje, Nonna Pávlovna lo había calcula todo: qué regalos debía
llevar, cuánto dinero tenía que gastar en ellos, qué impresión producirían los
regalos... y qué beneficio iba a sacar ella misma de ese viaje a su aldea
natal, donde iba a descansar bien y sin
gastar mucho, menos que en cualquier casa de descanso.
A finales de invierno
se había escrito con su hermana, lo había aclarado y meditado todo. Parecía que
las cosas iban saliendo como ella se había figurado. Mas de pronto tuvo la
impresión de que no había ido todo bien. No tenía que haber regalado el
vestido a esa muchacha caprichosa. Seguramente lo mejor habría sido no haber
emprendido el viaje. Le va a ser difícil descansar bien en la aldea.
Nonna Pávlovna se puso
al fin de muy mal humor. La cabeza le
dolía de verdad. Quizá se debía al calor. Quién se atreve, después de un viaje
tan largo, a pasear a la hora de más sol!....
VI
De vuelta a la casa,
volvió a acostarse. Vagos pensamientos le impidieron descansar. La inquietaban
unos pensamientos confusos, inexpresables. Recordaba la infancia, la juventud.
En la memoria se embrollaba todo y en el alma iba creciendo la vaga zozobra.
En estos casos lo mejor
es dormir bien. Nonna Pávlovna cerró los ojos, pero no tuvo
tiempo de conciliar el sueño: en el patio de la casa resonaron de pronto alegres
voces masculinas y Dasha exclamó asolada:
-¡Siempre pasa lo
mismo, siempre pasa lo mismo! No avisa con tiempo y reúne a la gente. Yo acabo
de llegar del trabajo. No tengo nada preparado...
Nonna Pávlovna se
levantó de la cama, se miró en el espejo y le supo mal ver que tenía la cara
soñolienta. No había dormido, pero por
el rostro parecía que acababa de dormir.
Se frotó rápidamente la
cara con las fuertes palmas de las manos, se empolvó y se fue a la cocina,
donde su hermana estaba atareada.
Filimón no la había
advertido de que iba a llamar a tanta gente y estaba enojada, mas no parecía que
a Dasha la hubiera encontrado desprevenida la presencia de los invitados. Se
había puesto un vestido nuevo de cuello redondo, blanco; llevaba los cabellos
lisos, peinados hacia atrás y atados sobre la nuca en forma de moño, grande y
hermoso. “Aún tiene la cara fresca, tersa, aunque muy castigada por el viento –
pensó Nonna Pávlovna mirando a su hermana -. Si se la cuidara... Pero cómo va a
cuidársela aquí...
Dasha se ató el
delantal y se puso a cortar carne fría, hervida, sobre la tabla de la cocina.
-Voy a ayudarte – le
dijo Nonna Pávlovna.
Se sujetó una toalla a
la cintura y comenzó a cortar remolacha, patatas, pepinos y cebolla. Cortaba
los pepinos a lo largo, luego a través, al sesgo, y colocaba los trocitos en
los platos de modo que recordaban la forma de un corazoncito.
-Así lo preparan en los
restaurantes – explicó a su hermana, a la vez que aguzaba el oído escuchando
las voces de los hombres, que se oían por la ventana.
Se notaba que aquellas
voces la animaban Todo lo que decía de las ensaladas y de las salsas originales
que se preparan en los restaurantes de Moscú, parecía dicho pensando en los
hombres que pasaban junto a la ventana de la cocina. También se reía sin
motivo, para que su risa los impresionara.
Pero los hombres no
entraban aún en la casa. El anfitrión les mostraba de qué modo cuidaba los
manzanos plantados el año anterior. A lo largo de todos ellos abría zanjas, que
llenaba con un abono especial al llegar el invierno.
Vitka entró corriendo
en la cocina y comunicó a su madre que el abuelo no vendría.
-Dice que ha de
arreglar las botas, que a ella ya ha tenido ocasión de verla, que le basta y le
sobra...
-¡Cállate, cállate,
mocoso! – le gritó la madre.
Pero el pequeño ya lo
había dicho todo. Nonna Pávlovna lo había comprendido. El abuelo era el padre
de Filimón. El orgulloso viejo no quería verla. A Nonna Pávlovna esto no la
preocupó mucho. Frunció levemente el ceño, mas en seguida, se puso alegre al
notar que los invitados entraban en la casa.
Es sumamente interesante
contemplar personas a las que no se ha visto durante veinte años o más. Todas
han cambiado. Claro, Nonna Pávlovna también ha cambiado.
-Si la hubiera visto en
la calle no la habría reconocido por nada del mundo – le dijo, estrechándole
efusivamente la mano, el herrero Poiarkov, Fedka Fonar, como le llamaban en la
infancia, para hacerle rabiar, por su ancha cara y sus cabellos pelirrojos. Le
quedaba ya poco pelo en la cabeza y parecía que la cara se le había secado al
lado de la fragua.
-Yo tampoco la habría
reconocido – dijo Burkov Prokofi, contemplando a Nonna Pávlovna. En la guerra
había perdido una pierna y ahora, al andar, le rechina la ortopedia que le han
puesto.
-¿Tanto ha envejecido?
– exclamó riéndose Nonna Pávlovna, a la vez que enarcada de modo sorprendente
sus finas cejas.
-No, todavía no – le
dijo con la mirada Pável Chichagov,
hombre alto, guapo, vestido a lo moscovita, con una corbata brillante,
una camisa de color rojo oscuro y un traje gris bien cortado-. Como suele
decirse, no le falta ni un detalle.
Esto es lo más
importante, lo que colma a Nonna Pávlovna de entusiasmo juvenil.
Como es natural, a la
mesa despertó el interés de todos los presentes. La verdad es que se habían
reunido en su honor.
-A ver, moscovita,
cuenta – dijo el viejo Zhutéiev, fijando en ella la mirada a la vez que se
apoyaba el rostro en la áspera palma de la mano -. Cuenta, queremos oírte: nos
intersea lo que puedas decirnos.
-Primero vamos a
brindar – dijo Filimón, levantando el vaso y mirando de modo significativo a
Nonna Pávlovna-. En tu honor, Nasta; por los éxitos que debes haber tenido.
A Nonna Pávlovna
aquella mirada le pareció de fuego. “Probablemente todavía me ama”, le vino a
la cabeza. Incluso él le pareció más hermoso que por la mañana. Los pómulos, aunque algo
pronunciados, no le afean el rostro. Al contrario, aún le dan un aspecto de
mayor virilidad. De pronto, Nonna Pávlovna recordó los fuertes brazos que en
otro tiempo la ciñeron. Parece que aún
se han hecho más fuertes. ¡Y que hombros! Todo él parece sacado de un
molde para metal fundido. Los cabellos blancos que se le destacan entre el pelo
negro no le hacen viejo, sino que, en cierto modo, subrayan su fuerza y su
robusta madurez. ¡Ah, Filimón, Filimón!...
Se levantó, como todos;
primero hizo chocar su vaso con el de su hermana, luego con todos los demás
huéspedes, y, por último, con Filimón; al brindar con él, bajó los ojos.
Los huéspedes se animaron
después del primer vaso. A él siguieron pronto el segundo y el tercero.
Nonna Pávlovna bebió y
comió el arenque sin remilgos, levantando hábilmente con el tenedor las rodajas
de cebolla aliñadas con aceite, haciendo crujir, al morderlos, los pepinos recién
salados, y saboreando en particular la carne hervida fría, con un poco de
mostaza, uno de sus platos preferidos desde la infancia.
Se puso colorada, le
brillaron los ojos; sus movimientos adquirieron la grácil desenvoltura con que
se danza, se corta leña y se baña la gente en el río.
De vez en cuando miraba
a Filimón, no directamente, sino de reojo; tenía la impresión de que le
bastaría mover las cejas para arrastrarlo tras ella adonde quisiera. Claro es
que Nonna Pávlovna no hará tal cosa.
¿Acaso quiere mal a su hermana? Claro, no lo hará nunca. Sin embargo, le
agradaba, le era agradable la mera sensación de su poder.
Todos los presentes
estaban sentados alrededor de una mesa redonda, pero a Nonna Pávlovna
–levemente achispada- le parecía que ella en cierto modo se elevaba por encima
de los huéspedes y que todas las miradas, sobre todo las miradas de los varones,
se dirigían exclusivamente hacia ella. Era normal que fuera así. Al fin y al
cabo no era una persona cualquier quien había venido de Moscú, sino ella, Nonna
Pávlovna.
Chichágov, aunque
sentado al lado de Vasilisa Lúshnikova, casa no hacía mucho con el presidente
del Soviet local, no hablaba con ella, sino con Nonna Pávlovna. Ofrecía el
plato con el yantar ante todo a Nonna Pávlovna, hacía chocar su vaso, primero,
con el de Nonna Pávlovna, como subrayando la superioridad de la recién llegada.
Filimón la miraba cada vez con mayor frecuencia. Y Prokofi Burkov, haciendo
crujr su pierna artificial y golpeando con ella el suelo, por dos veces dio la
vuelta a la mesa sólo a fin de hacer chocar su vaso con el de ella.
Todo esto la enardeció
y la impelía a hablar y a reírse constantemente. Pensaba que, de otro modo, al
instante se esfumaría el regocijo. Hablaba de todo. Al fijarse en la nuca
rapada del mozo que estaba sentado junto a su sobrina Nastia, observó que el
barbero de la aldea no sabía rebajar bien el pelo. Resulta que rebajar bien el
pelo es poco menos que lo más importante en el arte barberil. Podía creerse que
la propia Nonna Pávlovna trabajaba de barbero Pero cuando dijeron que ese mozo
quería ser aviador, Nonna Pávlovna comunicó novedades interesantes acerca de
los aviones a reacción. ¿Acaso ha volado o vuele en tales aviones? Del metro de
Moscú, de los cines, de los restaurantes, de la educación en los jardines de la
infancia, e incluso de enfermedades habló de tal modo que no era difícil creer
en su mucha cultura. Al compás de sus palabras, Chichágov movía la cabeza. Sólo
cuando se puso a hablar de la especial severidad de la guardia urbana de Moscú,
la cual según Nonna Pávlovna, detenía por la calle a las personas sin afeita,
Chichágov se sonrió y dijo:
-Usted cuenta
maravillas.
-Pues vaya a usted a
Moscú y véalo – le aconsejó Nonna Pávlovna .
-¿Por qué tengo que ir?
– se rió Chichágov -. He vivido casi veinte años en Moscú. No hace ni un año
que he regresado.
-Pues a usted no le he
encontrado por allí – replicó Nonna Pávlovna , enarcando las cejas.
-¿Dónde quería usted
encontrarme? – dijo Chichágov-. Yo trabajaba de cerrajero enla fábrica
“Dinamo”, y usted, probablemente... La verdad, no sé dónde ha trabajado
usted...
Nonna Pávlovna se llenó
el vaso de kvas frío y lo bebió en
pequeños sorbos, porque hace daño a los dientes. Quizá por esta razón no
contestó a Chichágov y no le dijo dónde trabajaba.
Entretanto la conversación
se desvió hacia otro tema. Hablaba el herrero Poiarkov. Tomó pie de unas
palabras de Filimón para declarar que llegaría hasta el comité del distrito del
partido si no le hacían caso y no
trasladaban la herrería a Veshniaki.
-Después de la guerra yo
estuve aquí, como quien dice, solo; era el único mecánico. Ahora ha venido
gente de toda clase y sólo sabe mandar...
Estas palabras tuvieron
la virtud de acalorar a todos los presentes. Se pusieron a hablar todos a la
vez. Nonna Pávlovna no comprendía por qué, de pronto, se desencadenaron las
pasiones, por qué se exaltaron la sumisa Dasha, que hasta entonces había
permanecido callada, y Nastia, la sobrina, el joven que llevaba los cabellos
demasiado rapados, Filimón, el inválido Burkov, Vasilisa Lúshnikova y el atento
Chichógov.
Nonna Pávlovna, aún sin
proponerse entender en qué consistía la esencia de la discusión, quiso dejar
oír su voz, pues le aburría estar sentada sin abrir la boca; dijo:
-No comprendo a quién
puede estorbar la herrería donde está. No tiene ninguna casa cerca. Hoy...
-Tú no lo entiendes –
le replicó Filimón moviendo la mano, como si se enojara, y añadió, dirigiéndose
a Vasilisa Lúshnikova: - Lo que tú dices es justo, Vasilisa Semiónovna. Tu
opinión es muy importante.
Nonna Pávlovna recordó
que esa misma Vasilisa – entonces aún llevaba el apellido de su padre,
Krasílnikova – se había ido de Zhujarí con ella. Se fueron a trabajar juntas,
hacía más de veinte años. Hicieron juntas el viaje en tren. Juntas trabajaron en
la construcción de una línea de ferrocarril. Parece que incluso llevaron juntas
una misma parihuela con arena. Luego Vaislisa, por lo visto, regresó a su
aldea, estudió agronomía en alguna ciudad y ahora su opinión se tiene por muy importante.
Chichágov también le hace coro. Cuando habla Vasilisa, la mira, como si Nonna
Pávlovna no estuviera presente.
-La verdad es que más
de cuatro veces hemos metido la pata en el campo – dice, por fin, apartando el
plato -. Todo ello es consecuencia de un error de cálculo, como suele decirse.
Nuestras máquinas necesitan campos grandes, y romperemos vallas y obstáculos.
Para mí, como obrero de la Estación de Maquinaria Agrícola, esto está perfectamente
claro. La misma historia se produjo en Jurbínova esta primavera...
Nonna Pávlovna no
entiende ni se interesa por esa historia. La discusión que se ha levantado
alrededor de la mesa la fatiga. Nota que una trasnpiración pegajosa le cubre el
rostro, el cuello y sus desnudos hombros rollizos.
Mueve la silla y pasa a
otra habitación. Quiere tomar el fresco y darse unos toques de polvos.
La hermana – nadie más
– se da cuenta de su ausencia y sale tras ella.
VII
Dentro de la maleta
tiene Nonna Pávlovna otra, pequeñita, con profusión de frascos y frasquitos,
tubos y pomos. Los maneja con gran habilidad, se pone unas gotas de agua de
colonia en la palma de la mano y se frota la cara y cuello; luego se empolva.
-Toma, para ti – dice a
su hermana, ofreciéndole dos tubos.-. Es muy bueno para el cutis. Si te haces
un masaje por la noche antes de acostarte, todos los días, siempre tendrás la
piel fresca...
-¡Madre mía! – exclamó
Dasha, sorprendida -. ¡Cuántos potingues!
-Hay que cuidar el cutis
– dice Nonna Pávlovna -. Para una mujer la cara lo es todo.
Dasha se limita a
suspirar.
-¡Cuánto has visto! –
dijo conun deje de admiración, después de unos instantes de silencio -. Al
oírte hablar a la mesa, pensaba que has estado en todas partes. Y empezaste
trabajajando en la línea del ferrocarril; Vasilisa me lo contó...
-Allí trabajé poco
tiempo. Unos dos meses, según me parece – recuerda Nonna Pávlovna. Parece que
la cabeza le da vueltas. Se sienta en el alféizar de la ventana abierta -. A la
vodka le añadís algo. No estoy acostumbrada a estas mezclas.
-Claro, claro –asiente
Dasha -. Aquí todo es sencillo, a lo aldeano.
Entró Filimón, sin que
las hermanas se dieran cuenta. Se puso en cuclillas ante una mesita para elegir
unas placas de gramófono; se las acercaba a los ojos a fin de poder leer los
títulos.
Nonna Pávlovna, estaba
sentada a la ventana, continuaba hablando de sí misma. La cabeza seguía dándole
vueltas. Notaba la caricia suave del viento fresco que le movía agradablemente
los rizos de la cabellera sobre el cuello, y parecía evocarle el pasado.
Era sorprendente,
recordaba sin pena incluso lo que antes había sido triste y amargo. Lo
recordaba hasta con satisfacción.
Quizá se debía a que
entonces era joven de verdad, y tan hermosa, que los mozos todos se la quedaban
mirando, abriendo los ojos como rueda de molino, palabra de honor. Hasta los
ancianos volvían la cabeza. Ello a pesar de que entonces Nonna Pávlovna no
llevaba vestidos hermosos, no se depilaba las cejas ni se pintaba los labios.
Sencillamente, era hermosa por naturaleza, y sobre todo, era joven.
En las obras de la
línea férrea, un jefe brigada, Setpán Miákishev, mozo también bastante guapo,
algo parecido a Filimón, procuraba divertirse con ella, mas al comprender que
por aquel camino no llegaba a ninguna parte, le hizo proposiciones serias de
matrimonio. Claro, a ella también le gustaba aquel mozo; mas, pensó: ¿para qué?
¿Por qué iba a casarse con él? ¿Para vivir en una de las tiendas de las obras o
en una barraca? ¿Qué vida familiar iban a poder llevar? Tanto más cuanto que a
él no le desagradaba beber. ¡Qué podía esperar de aquel matrimonio? Llegarían
los hijos. Haría falta lavarlos, coserles la ropa, limpiarles los mocos. Además,
tendría que seguir trabajando en las obras, llevando arena en las parihuelas,
empujando una carretilla o algo por el estilo. No, muchas gracias. Hermosa como
era; encontraría otra solución mejor. Se rumoreó entonces que en un hospital de
reciente construcción necesitaban personal auxiliar, al que instruirían, y si
alguien lo deseaba podría llegar a ser incluso practicante o enfermera. Sin pensarlo
mucho, se despidió de ese Miákishev y pasó a trabajar en el hospital.
Allí conoció a un
artista de varietés, a quien operaron de apendicitis. Era un hombre de cierta
edad, rizoso, que sabía tratar a las mujeres. Se llamaba Arkadi Muar. Fue él
quien empezó a llamarla Nonna, en vez de Nastia, y le demostró que era una tontería
llamarse Nastia siendo tan hermosa. También debía cambiarse el apellido y
llamarse Pávlovna en vez de Panteleimónovna. En pocas palabras, a los pocos
días la convenció para que se fuera con él a Moscú. Se dio la casualidad de que
cuando más insistía él en su propósito de llevársela a la capital, murió en el
hospital un vejete. A ella y a otra empleada para servicios auxiliares les tocó
conducirlo en una camilla al depósito de los muertos. Se quedó horrorizada. Por
la noche soñó con aquel muerto. Y no iba a ser el último, pensaba. No todos los
enfermos de los hospitales se curan. ¿Qué trabajo iba a ser éste para ella?
Muar se la llevó a
Moscú, per no la tomó por esposa, a pesar de que le compró dos vestidos,
zapatis, le prometió un abrigo y también encontrarle una buena colocación,
quizás en el teatro. Los teatros en Moscú son magníficos...
-¿Sigue contando
fábulas? – dijo alguien en la puerta, riéndose. Nonna Pávlovna no logró
distinguir quién era, en la penumbra de la habitación. Sólo reconoció al inválido Burkov cuando oyó el crujir de la
pierna ortopédica -. Fábulas, sabemos contarlas nosotros mismos – añadió,
acercándose a la ventana - . Me he dado cuenta de que todos los de la casa se
habían escondido. Y habían prometido tocar algunas placas.
-¡Madre mía! ¿Cómo es
esto? – exclamó Dasha, confusa -. Si nos habíamos olvidado por completo de los
invitados. Filimón, ¿dónde estás?
-Ahora tocaremos el
gramófono – respondióle su marido -. Ahora mismo. He estado buscando las
placas...
Por fin se oyó la música,
pero las dos hermanas no se movieron de la ventana.
-¿Qué te pasó luego? –
preguntó Dasha, casi temblando de impaciencia -. Cuéntamelo todo. No te dejes
nada.
-En fin, que tuve mis
buenos quebraderos de cabeza a causa de ese Muar. Menos mal que una mujeres me
dieron la mano. Si no, que me quedo con un crío a cuestas – dijo Nonna Pávlovna,
suspirando, y se quedó pensativa.
También Dasha se quedó
cavilosa. Luego se acercó a su hermana, la abrazó y dijo en voz baja:
-Quizá habría sido lo
mejor, Nastia. Habria crecido. Ahora te tendría casi veinte años...
-¿Quién? - exclamó
Nonna Pávlovna, estremeciéndose.
-Pues el crío... que tú
te hiciste perder, ¿no?
-¿Para qué lo quería
yo? – repuso Nonna Pávlovna, irritada -.
Muar no tenía ninguna intención de casarse conmigo...
-Da lo mismo – replicó
Dasha-, de todos modos el crío habría sido tuyo. Una criatura propia es lo que
más se quiere en el mundo.
-¡Para qué recordar
ahora estas cosas! -dijo Nonna Pávlovna, haciendo un movimiento de cansancio
con la mano, y volvió a quedarse pensativa.
-¿Y después? ¿Cómo
viviste después?
-¿Después? - repitió
Nonna Pávlovna, y se echó a reír -. Después viví mejor. Espabilé...
Hizo de taquillera en
uncine, de conductora de tranvía, de cajera en una peluquería, incluso trabajó
de educadora en un jardín de la infancia...
-¿Y durante la guerra?
– insistió la hermana -. ¿Dónde estuviste durante la guerra?
-¿Durante la guerra?
Evacué. En el Asia Central hay una ciudad que se llama Samarcanda. Allá fui,
con el jardín de la infancia de la fábrica.
-¡Ah! –exclamó Dasha,
como sorprendida, sin saber por qué -. Dicen que allí hace mucho calor. Todo es arena...
-La arena es lo de
menos –repuso evasiva Nonna Pávlovna-. Además, allí viví poco tiempo. Tan
pronto como dejaron de bombardear Moscú, volví a la capital...
-¿Otra vez con el
jardín de la infancia?
-¡Para qué quería yo el
jardín de la infancia! Conocí a un hombre formal. Me colocó en Moscú en un
almacén de distribución de víveres. Entonces tenía lo que quería...
Nonna Pávlovna contó,
satisfecha, cómo vivió durante la guerra, cómo distribuía los productos, qué
vestidos se hizo, qué personas trabaron conocimiento con ella y hasta cómo la
adulaban. Pero este relato no causó mucha impresión a Dasha.
-Creía que durante la
guerra estuviste en el frente – comentó Dasha-. Hoy has hablado de aviones y llegué
a pensar si no te habías hecho aviadora. Pues ahora también hay mujeres
aviadoras...
-¿Para qué iba a
hacerme aviadora? – otra vez Nonna Pávlovna movió la mano con gesto de fatiga
-. ¿Acaso no me estimo la vida? Lo de los aviones lo sé porque me lo han
contado. Tengo tales conocidos, que ni un general los tiene mejores. Durante la
guerra, ante una chica sencilla como yo, se deshacían en cumplidos tales
personas, en el almacén de distribución, que yo misma me sorprendía...
De nuevo volvió a
hablar de las amistades que había
adquirido durante la guerra, en el puesto de distribución de víveres. Conoce a
artistas famosas y a directores de teatro y de cine. Incluso querían
convencerla de que se dejase filmar. Un director cinematográfico le ofreció –
sólo teniendo en cuenta su hermosura – el papel de princesa en el reino de las
aguas submarinas. Otro, por el contrario, quería que representara el papel de
mujer de un soldado. Ella surtía generosamente a ese director, que estaba muy
contento. Pero al poco tiempo metieron en la cárcel al jefe de almacén de
distribución y cambiaron casi a todos los empleados. Ella quiso recurrir al
director cinematográfico que le había hablado de representar de mujer de un
soldado, pero este director hizo como si no la conociera. Además, tampoco
empezaron a rodar el film...
-¿Y ahora? ¿Cómo vives
ahora?
-¿Ahora? Ahora otra vez
estoy bien. Trabajo en el saturador...
-¿Qué es esto? ¿Alguna
máquina?
-Algo parecido – contestó
sonriendo Nonna Pávlovna.
-Muy bien – exclamó
Dasha, contenta. Y abrazó a su hermana, como se abraza a una persona salvada de
alguna desgracia-. Trabajar en una máquina, Nastia, en nuestros días, es lo mejor,
es lo mejor. Hasta aquí, en la aldea, todos procuran...
Nonna Pávlovna se
sintió un poco turbada.
-Eres una tontuela,
Dasha – dijo, después de unos momentos de silencio -. No se trata de una máquina.
Es una especie de aparato para poner el agua gaseosa. Además, vendo cerveza, cuando hay. Pero casi siempre trabajo
en el saturador...
-Bueno, eso tampoco
está mal – prosiguió Dasha -. De todos modos, te has especializado en algún
trabajo. Aquí, en la aldea, la gente procura especializarse. ¿Cómo no? Mira,
Chichágov ha venido de Moscú a nuestra Estación de Maquinaria Agrícola. Ya sabes
cómo le estiman. Es mecánico...
-Yo no soy ningún
mecánico - repuso Nonna Pávlovna, riéndose -. Sencillamente mi trabajo es
cómodo. El sueldo es poco, la verdad; pero no es esto lo que me importa.
-Ni ha de importarte –
asintió Dasha -. La felicidad no está en el dinero. Esto ya lo decían antes...
-Lo que antes decían no
lo recuerdo - replicó Nonna Pávlovna -. Pero el trabajo que tengo es bueno en
el sentido de que dispongo de una habitación independiente, con todo confort. Y
durante el día de descanso puedo ganar más de lo que gana en dos meses el mejor
de los mecánicos.
-¡Madre mía! – exclamó
Dasha, sorprendida.
-Así es - prosiguió
Nonna Pávlovna, sonriéndose -. Durante mi día de descanso recorro todos los
almacenes de Moscú, y a algunos hasta voy en taxi, para ganar tiempo. Donde venden
algo que escasea, lo compro. Luego, naturalmente, lo puedo ceder a quien lo
desee, claro que a otro precio...
-¿Y no tienes miedo? –
preguntó Dasha en voz muy baja -. Esto es como si hicieras un sabotaje... Un
sabotaje al estado y a todos los demás...
-“¿Sabotaje?” – repitió
burlona Nonna Pávlovna -. Tendrías que ver cómo me reciben cuando voy por las
casas. Y el estado no se hace ni mucho menos más pobre por esto. Nuestro Estado
no es pobre...
-Esta es la cuestión –
replicó Dasha, como asintiendo -. El Estado no es pobre, por cierto. No va a
durar siempre eso de que algunas mercancías escaseen . Y cuando todo marche
bien, ¿qué vas a hacer tú?
-Por mí no te preocupes
- respondió Nonna Pávlovna, frunciendo el ceño -. Sabré encontrarme... – De
pronto se quedó cortada al ver otra vez a Filimón.
Probablemente había
vuelto para elegir otras placas de gramófono, y estaba de pie en medio de la
habitación. También Dasha le vio. Pareció incluso que se asustaba al verle.
-¿Qué buscas, Filimón?
– le preguntó -. ¿Qué buscas?
-Nada –respondió él con
voz rara, sorda -. Sencillamente he entrado...
-A ver si por lo menos
pones algún baile – le pidió Dasha, ya totalmente desconcertada.
-Lo pondré – contestó
él, y volvió despacio a la habitación donde estaban los invitados.
A Nonna Pávlovna le
pareció que acababa de despertar de unsueño angustioso. ¿Por qué se había
enternecido de aquel modo y había hablado tanto, como si hubiera vuelto al
revés su interior? ¿Ha sido el alcohol lo que le ha revuelto la cabeza? ¿O es
que todo el mundo quiere, por lo menos una vez en la vida, hablar sinceramente
de sí mismo y de sus obras, cualesquiera que hayan sido? Hablaba nada menos que
con su hermana, con Dasha. Ya en la infancia y en los primeros años de la
juventud, a veces dormían juntas, en el
henil, y, abrazadas, se confiaban los secretos de sus ensueños. Qué
cercano y qué lejos estaba todo aquello...
Nonna Pávlovna saltó de
la ventana como una muchacha, pero hizo retemblar el suelo con su mucho peso.
Su cuerpo aún no parece demasiado macizo cuando ella anda, contoneándose
levemente, calzada con zapatos de tacón alto; aún resulta esbelto, flexible,
fuerte. Nonna Pávlovna percibe la potencia seductora de su cuerpo, se arregla
el vestido, segura de sí misma, entra en la habitación donde se divierten los
invitados y el gramófono toca una dulce canción de amor.
No había ocurrido nada especial. Chichágov,
achispado, desbordante de alegría, le tiende la mano. Es a ella, a Nonna Pávlovna, antes Nastia Samokúrova, a
quien saca a bailar, y no a Vasilisa Lúshinkova, antes Vasilisa Krasílnikova.
Ella se sonríe, cautivadora, y con un gesto de fatiga pone la rolliza mano en
el poderoso hombro de él. El inválido Burkov se la queda mirando con los ojos
encandilados y le dice:
-Si no me estorbara mi
pierna de encargo, yo mismo la sacaría a bailar. Qué buena está usted, por todos
los capítulos...
VIII
Después del baile,
cuando los invitados se hubieron retirado a sus casas, Nonna Pávlovna no sentía
ganas de dormir.
Se desnudó, pero no se
acostó en seguida; se quedó sentada en la cama, escuchando lejanos silbidos,
los golpes de algún motor – probablemente de la Estación de Maquinaria Agrícola
– y el resuello de alguna máquina que ella desconocía. Tampoco dormían los
dueños de la casa, en la otra habitación, separada de la que ocupaba Nonna
Pávlovna por un delgado tabique cubierto con un empapelado de colores
chillones. Hablaban en voz baja. Nonna
Pávlovna pensó que Filimón la estaría recordando interiormente. Al fin y al
cabo, a él debía dolerle que la vida le hubiera llevado a unirse con Dasha y no
conella, con Nonna Pávlovna. ¿Qué importa que Dasha sea más joven? A quien él
quería de verdad no era a Dasha. Ahora, al ver a su primer amor, no podía dejar
de sentirlo. Nonna Pávlovna recordó de
qué modo se le había alegrado el corazón a él cuando volvían de la estación,
cuando él habló de su hija, Nastia, y le dijo que la hija le parecía a la tía,
cuando de pronto, acalorándose azotó el potro y la miró a ella a los ojos como
estremecido. ¡Ah, Filimón, Filimón!...
Nonna Pávlovna comenzó
a quitarse una media de nylon, transparente y resbaladiza, y en ese instante
distinguió la voz apagada, levemente irritada, de Filimón, que decía:
-¿Con qué te has
untado?
Se lo preguntaba a
Dasha.
-Es una crema especial
para el cutis –respondió Dasha, sumisa -. Me la ha dado Nastia. ¿Tienes algo en
contra?
-¡Qué más me da a mí!
-Yo qué sé, yo qué sé.
¿Te desagrada quizá? Es para el cutis. Nastia dice que es necesario cuidarse la
cara...
-Eso es - respondió
Filimón.
Podía adivinarse que al
otro lado del tabique se había sonreído, enojado. Nonna Pávlovna podía
imaginarse la cara severa, de pómulos salientes, que pondría él al pronunciar
esas palabras.
-Ahora se llama Nonna – explicó Dasha.
-¿Cómo?
- Nonna.
-¿Por qué?
-Así se lo aconsejó un
ciudadano, algo así como su antiguo marido.
-¡Ah, bueno! Quién mejor
que él para aconsejarla – prosiguió Filimón, sonriéndose otra vez -. Pero lo
mejor sería llamarla Chucha. En realidad lo es. Es una chucha que por
casualidad se ha metido en una casa que no es la suya. Se pone a servir a quien
la llama. Por una buena tajada...
Silencio. No se oye una
palabra durante mucho rato. Luego, Dasha, ofendida, dice:
-Tú la llamaste ¡y de
qué modo!, y no te hizo caso...
-Es que no supe
llamarla – replica Filimón, suspirando.
Suspira y probablemente vuelve a sonreír -. Por lo visto, entonces no tenía en
la mano ninguna buena tajada. Ni veía yo de dónde sacarla. Ya se sabe qué hace
falta para atraer a una chucha...
-¡Chucha, chucha! – se
enojó Dasha -. ¡No sé cómo no te da vergüenza decir esto! Al fin y al cabo, es
mi hermana.
-¡Tu hermana! ¿Qué quieres, que lloremos ahora por
ella? - Filimón se revuelve en la cama, la hace crujir con su peso -. La gente
trabaja para que el estado sea fuerte, y todos esos chuchos sólo se preocupan de
encontrar un buen pesebre. Ella lo ha dicho: trabajo en el saturador. Ahí se queda, pese a nuestra vida. La vida sigue su
camino sin ella. Ella sólo va a las ganancias.
-¿Es posible que
no haya quedado nada de tus
sentimientos, Filimón? – pregunta Dasha con la voz entrecortada por la emoción
-. ¿Es posible que tengas el corazón de roca pura, como el de un ídolo
cualquiera? ¡Tú la quisiste, a Nastia! Responde: ¿la quisiste? Responde, te
digo...
-La quise – contestó Filimón,
con voz sorda -. Creo que la quise. Creía que llegaría a ser una persona. La
gente se va, estudia, aprende. ¿Y en qué emplea ella la inteligencia?
-¿Lo ves? A pesar de
todo tú la quisiste...
-Y ahora te quiero a
ti. Sólo a ti. Y lo que es más importante: te respeto. Te respeto por todo. Y
el desgraciado que no se hace digno de respeto...
Se le oyó soplar por el
cristal de la lámpara de petróleo, que se apagó con un ruido semejante al
bufido de un gato.
Nonna Pávlovna se quedó como petrificada. Luego, de golpe,
una insoportable oleada de calor le subió a la cara y le recorrió todo el
cuerpo. Se ahogaba.
Con un movimiento
inconsciente volvió a subirse las medias, y por primera vez notó que la casa
olía a tabaco. Los invitados fumaron, lo
llenaron todo de humo y se fueron. Hacía falta airear la habitación antes de
acostarse.
Se levantó, se acercó
descalza a la ventana y la abrió sin hacer ruido. Se sintió envuelta por el
aire fresco. Se puso a tragar aquel aire como pez arrojado a la arena; era el
aire de la salvación y de la vida, colmado de olores de la hierba recién
segada, curativa y jugosa, impregnada de generosa savia y caldeada por el
todopoderoso sol.
Al pie de la ventana, a
lo largo de las zanjas abiertas en torno a los jóvenes manzanos, se divisaba la
sombra negra de la tierra recién cavada. Las hojas de los manzanos resecas por
los ardores del sol, susurraban soñolientas.
La luna alumbró de
lleno la faz de Nonna Pávlovna.
Esa luna aleana la
iluminaba del mismo modo cuando Nonna Pávlovna trodavía no era Nonna, sino Nastia,
cuando era una niña pequeña, delgadita, albina, de finas trenzas, y cuando fue
una muchacha hermosa, de mejillas sonrosadas y duras, a la que alabó por su belleza el director del círculo de
aficionados al teatro, Borís Becherni. Y también cuando en las noches de
insmonio se asomaba, como ahora, por la ventana y contemplaba la lejanía bañada
por la luz de la luna, sin pensar en nada concreto, como ahora, inquieta por el
presentimiento de la felicidad que en algún que otro lugar debía esperarla. Se
marchó de la aldea en busca de esa felicidad.
En las ciudades donde
había vivido, no paraba mientes en la luna. Tampoco veía las estrellas. Como si
no alumbraran las ciudades, como si desde allí no fueran visibles. Mas la luz
de la luna aldeana quedó para siempre, en ella, como la luz de los ensueños
felices. Como todos nosotros, se acostumbró a regresar mentalmente a su lugar
natal, donde quizá se acordaban todavía de ella y donde se sorprenderían, sin duda,
al verla, al recordar lo que que era y comprobar a dónde ha llegado.
Por desgracia, es propio
de toda persona pensar de sí misma de modo distinto a como de ella piensan los
demás. Nonna Pávlovna estaba convencida
de que su aspecto exterior bastaba para dejar boquiabiertos a todos los de su
aldea. En verdad, se parece a una artista de cine, y el capitán del tren, el que
seguramente se llama Dudichev, quedó convencido de que había tenido la suerte
de conocer a una artista de cine. Y resulta que ahora, de pronto, ese mujik,
Filimón – sí, claro: un mujik -, parecía que la había descubierto cometiendo un
robo y que la había puesto al desnudo con una sola palabra: “chucha”.
Es muy probable que si
se lo hubiera dicho a la cara, habría
sabido ella qué debía responderle. Le habria contestado con audacia, incluso
con insolencia, como sabe ella contestar. Pero ahora no puede decir nada. Es
como si él la hubiera reencontrado de improviso y hubiese provocado en su alma
tal confusión de sentimientos, que Nonna Pávlovna ya no podrá dormir, sin duda alguna, en toda la
noche.
IX
Se pone el vestido, se
calza los zapatos y salta por la ventana, olvidándose incluso de entornarla.
Pasa cautelosamente por delante de los arbustos de la empalizada y sale al
campo.
Los zapatos de tacón se
le hunden en la tierra blanda, pero ella camina, sigue caminando sin fin
alguno, con la sensación agobiante de que acaba de sufrir una gran desgracia y
sin espernaza de poderse librar de ella.¿Quizá había sufrido esa desgracia
hacía ya mucho tiempo y solo ahora la veía? ¿La acongoja, ahora, la idea de que
en otro tiempo se marchó de la aldea en vano? Pero no fue ella sola la que se
marchó. Marcharon de sus aldeas miles de personas. Se irán otras. Unas
regresarán y otras no volverán nunca. Los que no se han ido tampoco han vivido
siempre – ni viven-, en todos sentidos como es debido. ¿De qué es culpable,
ella? ¿Es posible que esta sola palabra, “chucha”, levante del fondo de su alma
tanta amargura que no pueda disiparla y le oprima el corazón? No, claro, no se
trata solo de una palabra.
Ya a la mesa, cuando
todo era alborozo y alegría, ocurrió algo que hizo levantar, de pronto a Nonna
Pávlovna y provocó luego su inesperado enternecimiento al hablar con Dasha.
Quería demostrar algo a su hermana, quería demostrárselo a sí misma, pero su
intento le salió distinto de lo que suponía. La verdad es que no se había propuesto
contar todas las peripecias de su vida a Dasha, pero se las contó. Y no sólo
las explicó a su hermana, y a Filimón,
que, por lo visto, se quedó escuchando, sino que se las contó a sí misma. Nonna Pávlovna tenía la impresión de oír por
primera vez todo lo que se refería a su vida.
Recuerda ahora la
velada hasta en los menores detalles. Recuerda que Chichágov –quien, al
principio, no le prestaba menor atención a su vecina de mesa, a Vasilisa –
cuando se pusieron a hablar de una herrería, se olvidó de que ahí estaba Nonna
Pávlovna y no hacía sino escuchar y mirar a Vasilisa Lúshnikova. Aunque luego,
al final de la velada, bailase con Nonna Pávlovna y no con la otra mujer, ello
en nada cambiaba los hechos.
Nonna Pávlovna no sabía
por qué esos mezquinos detallaes la oprimían.
Lo que le ocurría era
que con el alma insensibilizada y ahora siempre de sentimientos profundos, se
había acostumbrado a verlo todo en la vida como beneficio o pérdida, como
ganancia o falla. También ahora tiene una sensación de angustia como si debieran
castigarla por algo, como si hubiera robado algo a alguien. O le parece, por el
contrario, que la han desvalijado implacablemente, que la han desposeído de
ciertos derechos y ventajas de que gozaba aún una hora antes.
No hacía más de una
hora que Chichágov, mientras bailaban, sosteniéndola enlazada por la cintura,
le decía, sofocado, que era muy parecida a la artista de la película “Encuentro
en el Elba”. Una amiga suya, manicura, le dijo en cierta ocasión: “Nadie podrá
imaginarse que eres de aldea”. Nonna
Pávlovna estaba orgullosa de ello. Y aún se sentía orgullosa de algo más. A
ella le parecía haber alcanzado determinadas cumbres. Ahora Filimón acababa de
arrojarla de esas cumbres con una sola palabra. Quizá no había cimas de ninguna
clase. ¿En qué se fundaba ella para creerse en las alturas?
Humillada,
desconcertada e incluso asustada, seguía andando; titubeaba, se hundía en el
suelo removido. Las vedijas de los recuerdos se sucedían con vertiginosa
celeridad en su cabeza. Tan pronto le acudía a la memoria Arkadi Muar, como el
director cinematográfico que le proponía desempeñar el papel de la mujer de un
soldado, como, de nuevo, el capitán Dudichev, del vagón. Todos habían pasado de
largo, por delante de ella. O ella había pasado de largo por delante de
todos...
Se había quedado
completamente sola en la vida, y así se veía en ese campo desierto bajo la luz
de la luna. Nadie la necesitaba. Lo que se dice nadie.
Hasta su hermana,
Dasha, una simple aldeana que cuida de unos terneros, la desprecia. ¿O sólo se
lo ha parecido, a Nonna Pávlovna?...
Presa de confusa
zozobra y tristeza, cruzó todo el campo y se detuvo al pie de una colina, junto
al tocón, medio carcomido, de un viejo sauce.
Todo había cambiado
durante esos años, habían arado nuevos campos, habían construido nuevos
edificios, lo habían removido todo, y ese tocón casi podrido continuaba allí,
como antes.
Junto a él Nastia
Samokúrova se despidió, en otro tiempo, de Filimón Ovhínnikov. La luna brillaba
del mismo modo, de manera igualmente penetrante olía la hierba recién segada, y
del mismo modo chapoteaba el agua del río pedregoso al pie de la pequeña
elevación. ¿Qué había ocurrido desde entonces?
Con el ánimo totalmente
abatido, pero con movimiento habitual y automático, Nonna Pávlovna recogió el
vestido, para no arrugarlo, y se sentó en el tocón, como se había sentado en él
hacía algo más de veinte años. Entonces, a su lado estaba de pie Filimón Ovhínnikov, que también se sentó y le
abrazó las rodillas, enamorado, desconsolado, triste. Hoy el mismo Filimón la ha insultado con una palabra dura.
Ahora probablemente duerme tranquilo, sin que le inquiete la conciencia, al
lado de su mujer. Duerme, no hay duda, Nonna Pávlovna, en cambio, está sola, sentada
e nel tocón, y nota que los pies se le vuelven pesados.
Le pesan, porque la
arcilla se le ha pegado a los zapatos de charol. Ya no los podrá limpiar. La
piel del zapato se le estropeará. Se quedará sin zapatos, se le estropearán,
sin ninguna duda.
De pronto, al mirarse
los pies, Nonna Pávlovna se irrita. ¡Al diablo todo! ¡Y la familia también, al
diablo! ¡Fuera todos esos recuerdos! No se quedará aquí ni un día más. Se irá
hoy mismo y lo olvidará todo. ¡Vaya cosa, la aldea y su hermana! Sin ella ha
vivido veinte años y vivirán cuanto quiera. ¡Al diablo todos!
Se levantó y se puso a
andar con paso decidido por la hierba segada. Los zapatos le pesaban. El
sentimiento de inquietud interior no la abandonaba. Algo se le había quebrado,
se le había desgarrado en el corazón.
Cerca de un pinto alto
que se elevaba solitario en aquella pendiente, oyó unas voces ahogadas,
conmovidas. Se detuvo, aguzó el oído miró con atención, y en seguida vio la
cabeza redonda y pelada del mozo que estuvo sentado al lado de su sobrina Nastia durante la cena.
También vio a Nastia. Los jovenes se dieron cuenta asimismo de la presencia de
Nonna Pávlovna, y cuchichearon apresuradamente. Luego Nastia se levantó y fue
al encuentro de su tía. El mozo de la cabeza redonda, en cambio desapareció.
Habría bajado hacia el río.
Nastia se acercó a su
tía, la abrazó y le dijo:
-Mañana me voy. Nos
hemos despedido.
Y rompió a llorar, Nonna
Pávlovna, inesperadamente para sí misma, se puso a llorar como Nastia. Lloró
incluso con mayor desconsuelo. Lloró de tal modo, que Nastia se asustó e
hizo sentar a su tía en la hiebra. Sobre
el vestido de fiesta, que Nonna Pávlovna no tuvo tiempo de recoger.
No sólo el llanto,
sino, además, la cara de la tía sorprendieron a la sobrina. De pronto le
pareció vieja, pálida como la ceniza. ¿O era la luz de la luna la que le daba
tal color a la cara?
En torno, la hierba
segada despide su penetrante olor. Su fragancia es tanta, que desgarra el alma.
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