GUEORGUI GUEORGUIEVICH. RADOV (EN LA CALLE DE LOS COSACOS)
Gueorgui G. Radov, figura como poeta y narrador entre los
jóvenes escritores soviéticos de la “nueva orientación”, que tienden a llevar
valientemente a sus obras los conflictos de la vida rusa de hoy tal como ellos
los ven. “En la calle de los cosacos”, se publicó
en 1955.
I
Elegido
secretario del comité del partido en el distrito, Stoliarov, se alojó en el
Hogar del Koljosiano, pero a los dos
meses ya se aburría de la soledad de su abtacioncita y decidió vivir con alguna
familia mientras esperaba la llegada de su mujer y de su hija. Le pareciió que
estaría bien en casa de Máxim Ilich Chernostán, jefe de una brigada de tractoristas,
y allí se trasladó, a una habitación que daba a la calle de los Cosacos.
El
exsecretario del comité, Kornéi Tijonovich Slépchenko, que con la llegada de
Dtoliarov pasó a ocupar el cargo de
secretario en el comité ejecutivo del
Soviet del distrito, aprobó la elección
de la vivienda.
-Es
una calle tranquila, donde los autos y los camiones no levantan polvo, y sobre
todo donde la gente es pacífica – al decir esto, Kornéi Tijonovich hizo
chasquear los dedos.
“La
gente es pacífica”, constituía el máximo elogio que podía hacer Slépchenko. Kornéi Tijonovich no soportaba las disputas,
las riñas o, como decía él, los “conflictos”, y si se enteraba de que en algún
koljós no reinaba la armonía entre el presidente y el vicepresidente, como
primera providencia mandaba a alguno de los que regañaban al lugar más apartado
de distrito; luego preguntaba: “¿Qué tal, ahora? ¿Vives tranquilo? Pues
cuidado, ¡que Dios te libre de meterte en conflictos!” La aprobación de Slépchenko tenía, pues, su sentido, Decir “la gente es pacífica” singificaba que en la
calle de los Cosacos se vivía bien, en paz y armonía.
A
ver la casa fueron juntos. Los recibió el dueño, en camiseta, con la navaja de
afeitar en la mano y huellas de jabón en la lisa cabeza. Al oír el claxon del
automóvil, se apresuró a abrir la puerta de la casa y dijo, atropelladamente:
-Ahora
mismo me marcho a la estepa, camarada secretario...
¡No
se enfade, Kornéi Tijonovich! ¡Tengo la moto a punto! ¿Qué ocurre?¿Se ha parado
alguna máquina segadora? ¿O algún tractor? ¡Voy corriendo!...
-Tranquilízate.
Venimos por cuestión de vivienda – refunfuñó Slépchenko.
-¡A-a-ah!
– exclamó Chernostán, como quien se quita un peso de encima-. ¡Está bien, eso
es otra cosa! ¡Eh, Motria! – gritó autoritariamente -. ¡Ata los perros!
Tres
perros bien cebados, grandes como terneritos, vagaban por el patio arrastrando
sendas cadenas. Mientras el ama de la casa, pequeñita y vivaracha, metía a los
perezosos canes en sus perreras, Stoliarov preguntó:
-¿Para
qué quieres tres perros, Máximi Ilich?
-¿Para
qué? – Chernostán, desconcertado, miró a los perros como si se diera cuenta de
su existencia por primera vez, y soltó: - ¡El diablo lo sabe, para qué! ¡Eh,
Motria! El camarada secretario pregunta para qué queremos tres perros.
-¡Pues
para que me guarden a mí! – respondió como si tal cosa el ama de la casa -. Tú
te vas a la estepa, y yo soy joven.
-¡Vaya
ocurrencia, la tuya! – replicó Chernostán, y, dirigiéndose hacia los recién
llegados, añadió: -¡Paveo Ivánich! ¡Kornéi Tijonovich! ¡Pasen, pasen!
La
casa de Chernostán, muy espaciosa, con dos terrazas y dos cocinas, se levantaba
en el fondo del patio. El dueño y su esposa ocupaban la mitad de la derecha; en
la mitad izquierda, vivían la hermana de Máxim Ilich, Zinaida, con su marido y
sus hijos. Se pusiero de acuerdo en lo de
la habitación para Stoliarov y salieron
a la calle. Era ancha, como suelen serlo en las poblaciones del Kubán, y
estaba casi cubierta de correhuela. En frente, por encima de la valla, se
alzaba una casa nueva con tejado de plancha metálica.
-Es
de Evséi Pasiut, un pariente – aclaró Chernostán -; es jefe de brigada del
koljós. A la izquierda, vive mi hermana mayor, Ana, y en la otra casa, mi
concuñada... ¿Ve usted, más lejos, una valla alta? Pues allí vive otro pariente, Luka Legkostup,
agrónomo. Estamos entre familia...
-Es
pacífica – comentó Slépchenko.
Al
día siguiente, Stoliarov transportó a su nueva vivienda una cama, una maleta y una
escopeta, trabó conocimiento con todos los de la casa y notó que vivían con
holgura, contentos y sin discordias. Máxim Ilich, pequeñito, regordete, llevaba
un ancho cinturón muy apretado, se afeitaba la cabeza y cuidaba con esmero de
sus mostachos, le gustaba darse postín y alardear de dotes de mando, y en su
casa se proclamó primera autoridad. Aquella misma noche ya acompañó a Stoliarov
por el jardín, vanagloriándose de que tenía una cepa de muy buena calidad. La
estuvo buscando a lo largo de la valla, haciendo luz con un farol de petróleo,
y no la encontró.
-Pero
si la cepa se perdió en invierno – le dijo el ama de la casa-; no la acollaron,
y el frío la mató.
-¿En
qué pensábais entonces? – replicó Máxim Ilich, enojado -. ¡Cómo si no hubieseis
podido acollarla! ¡Vaya ama de casa!
Se
apartó de la valla haciendo oscilar el farol; su mujer lo alcanzó y le dijo:
-Es
mejor que entres en casa y que enseñes a Pavel Ivánovich los papeles que te han
dado en premio de tus trabajos. ¡Bonita cosa se te ha ocurrido, alabarte de una
parra! Esos papeles te los has ganado bien.
-¡Papeles!
– repitió malhumorado el patrón-. También a ti te los dieron por haber cuidado
los terneros...
Así
era Chernostán en su casa. En el trabajo parecía otro. Verdad es que en su
juventud se hizo famoso entre los tractoristas por sus travesuras. Fue él quien
subió montado en el tractor a la tumba del Atamán, túmulo acabado en punta, y todavía
hoy en el afelpado cuerpo gris del túmulo puede verse una cicatriz que recuerda
la herida abierta de un sablazo, y es el surco de Máxim. La gente no sale de su
asombro: ¡cómo pudo trepar hasta alli ese temerario!
Pero
de esto hace ya mucho tiempo. Con los años, Máxim Illich se ha vuelto una
persona muy cuerda y la impetuosidad queda ceñida dentro de sus cauces
normales. Ese jefe de brigada, de cincuenta años, ya no se dedica a hacer
travesuras, sino que procura inventar nuevas cosas, lanza una novedad tras otra
y aún se queja:
-Mirad,
otra vez se me ha metido una espina en el tiesto... Y me pica, me pica...
Máxim
Ilich también clavó una de sus “espinas” en la cabeza de Stoliarov antes de que
se trasladara éste a la calle de los Cosacos. Fue durante la siega. Las segadoras-trilladoras
no daban abasto: Stoliarov se inquietaba, temiendo que se cayera el grano de la
espiga. Uno de aquellos días se le presentó
Kornéi Slépchenko, muy irritado, arrojó el portapapeles sobre el diván y
dio rienda suelta a su mal humor:
-¡Este
Chernostán es un insensato! Está haciendo el tonto... ¡No dejará trigo para las
segadoras-trilladoras! Se ha metido en el campo con simples segadoras. No
quiere escuchar a nadie...
-¿Con
simples segadoras? – Hacía tiempo que Stoliarov no oía hablar de estas máquinas
en el Kubán.
Fueron
a la estepa. En torno, las grandes segadoras-trilladoras flotaban en la co lina,
y sólo a través del macizo asignado a Chernostán un potente tractor diesel
tiraba de una ancha segadora corriente, una windrower.
Cortaba a ras de tierra el trigo tumbado por el viento y lo arrojaba al suelo
como si fuera hierba, extendiendo tras sí como una pequeña ola grusa e
ininterrumpida. En el extremo del campo se encontraba el propio Chernostán,
alegre, en jarras, con la gorra de plato inclinada sobre las cejas, con
pantalones de montar ribeteados de cuero, con unas excelentes botas altas...
-¡Pero,
qué estás haciendo! – le increpó Slépchenko -. ¿Estás volviendo a los años
treinta? ¿De la segadora-trilladora pasas a la simple segadora? Hasta ahora
podíamos incluir en los informes que utilizábamos todas las
segadoras-trilladoras, el ciento por ciento. ¿Qué cuentas vamos a rendir,
ahora?
Chernostán
miró compasivamente a Kornéi,y le
contestó tranquilizador:
-Rendiremos
cuentas con el trigo, Kornéi Tijonovich! – Volviéndose hacia Stoliarov, le
preguntó con cierto aire de orgullo y señalando con la cabeza hacia la
segadora: - ¿Comprende la esencia de la cuestión, camarada secretario?
-No
llego a comprenderlo – confesó éste.
El
propio Stoliarov más de una vez había pensado en lo que se podría hacer para
evitar la pérdida de trigo por desgrane de la espiga. ¿Segarlo antes de que
madurara por completo? ¿Echar mano de las viejas segadoras? La idea le parecía
un arcaísmo fuera de lugar... El trabajo sería doble: segar y luego recoger las
mieses y trillar. ¡Doble gasto de combustible para las máquinas!
-¡Compensará
este gasto! –dijo convencido Chernostán, adivinando las dudas de Stoliarov-.
¡El combustible quedará compensado con creces! ¿Qué extensión tiene el campo
que he de segar¡ Mil doscientas hectáreas. ¿De cuántas máquinas
segadoras-trilladoras dispongo? De tres. Cuánto tiempo necesitan para acabar.
¿Dos semanas? Dos semanas no bastan, necesitamos tres. Podremos informar de que
hemos segado todo el trigo con segadoras-trilladoras es cierto, ¿pero cuánto
grano se habrá caído? ¡Calcúlelo! ¡Un trigo antes de que esté completamente
maduro y luego pasaré con la segadora-trilladora y el colector por las cambas
ya secas. No perderé ni un grano...
Desde
entonces, Stoliarov se hizo amigo del jefe de brigada, audaz y calculador, y a menudo se encontraban para hablar de sus
preocupaciones. ¡No hace un papel brillante, el distrito, ni mucho menos! Según
los informes que llegan del campo, las labores se han mecanizado en un ciento
por ciento, pero cuando empiezas a reflexionar entonces te das cuenta de que el
trigo se cae de la espiga, falta maquinaria para recoger la cosecha en plazos
breves, faltan aperos para cultivar el maíz, en las granjas...
-¡Tenemos
pocas máquinas! –asentía Chernosán -. ¡Pocas máquinas! Es Kornéi Tijonovich quien exagera diciendo
“llegamos a la mecanización de todos los trabajos del campo”. ¡Estamos muy lejos
aún de tanta belleza! Los ingenieros constructores no se dan prisa, ni las fábricas,
ni nosotros...
-¿Acaso
la salvación está sólo en las máquinas? – preguntaba Stoliarov.
-¡Sólo
en las máquinas! - respondía Chernostán acalorado -. Tengo una espina clavada
en el tiesto...
Chernostán
estaba siempre lleno de “espinas”, y no les tenía ningún miedo, le servían de
espolones para su trabajo. Pero había una circunstancia que ponía en guardia a
Stoliarov; todas las “espinas” de Máxim se referían al “hierro” – a las
máquinas, al metal – y no a la tierra. Chernostán llevaba veinticinco años arando
la tierra, y la tierra no le decía nada. El tractorista no se había convertido
en labrador.
.¿Quién
de los tuyos es labrador? – le preguntó Stoliarov.
-Mira
– respondió Chernostán, señalando al otro lado de la calle -. Mi pariente
Evséi.
Evséi
solía visitar a Chernostán durante la plácida hora en que el dueño de la casa y
su huésped, terminada la cena, se concedían un rato de sola: Stoliarov, sentado
al pie de una morera, leía el periódico; Máxim Ilich, que por fin lograba dejar
la brigada donde todo el mundo le requería, colocaba una hoja de crujiente
papel sobre la mesa y procuraba “arrancarse del tiesto” la “espina” de la
temporada.
A
esa hora se abría silenciosamente la puerta de la valla y entraba en el patio
Evséi, corpulento, alto pecoso, arrastrando con los pies algo torcidos las
hojas de álamo caídas al suelo. Saludaba, se acomodaba en un taburete detrás de
Chernostán, contemplaba el diseño por encima del hombro de su pariente, y
se informaba:
-¿Cavilando,
Máxim?
-Cavilando
– asentía el otro.
-¿Ideando
un dispositvo automático para el grano?
-Eso
es.
-¡A
ver!
Máxim
Ilich se lo mostraba, passando el dedo por el papel, y el otro le seguía con el
suyo, amarillo de nicotina.
-¡Muy
bien! –comentaba Evséi-. ¡Cavila, pariente, cavila! Los dispositivos
automáticos son nuestros triunfos en el juego. Lo que tú quieres es que la mano
no deba tocar el grano, ¿no es esto?
-¡Exacto!
-¡Muy
bien! – añadía Evséi -. Tienes una cabeza que vale lo que no pesa.
Cuando
Evséi hablaba, los cordoncitos del gorro le hacían cosquillas en el macizo
cuello, y el hombre movía la cabeza para librarse de ellos como si se sacudiese
las moscas. Pero no se desprendía del gorro.
-¿Por
qué no se quita usted el gorro, con el calor que hace? – le preguntó Stoliarov.
-¡Me
defiendo contra el sol! La cabeza comienza a fallarme, camarada secretario.
Cada tres por cuatro me duele...
-¡Cavila
más! – le aconsejó Chernostán -. Te la fortalecerás si la obligas a trabajar.
-¿Acaso
la hago trabajar poco? –repuso Evséi -. ¡Si estoy pensando todo el día en lo
que he de hacer para seguir viviendo en este mundo! ¿No significa cavilar,
esto?
En
el campo Evséi solía comportarse como si él fuera allá la autoridad. Stoliariov
salía con frecuencia; a Chernostán lo encontraba por lo común ocupado en sus
máquinas, con algún tractor o alguna sembradora; pero Evséi casi siempre estaba
por allí, con Máxim Ilich, fumando y
jugando con el látigo.
-¡Pariente!
– dijo en cierta ocasión Máxim Ilich a Evséi-.
¿Qué haces aquí parado? ¿Has visto cuánto estiércol hay en la cuadra?
¿Cuando lo recogerás? Tendría que darte vergüenza que la gente lo vea...
-¡Ay-ay-ay!
– se lamentaba Evséi , contemplando el montón de estiércol que se había
acumulado bajo el techo de la cuadra -. ¡Cuánto! ¡Una montaña! ¿Crees que ha de
sacarse de ahí?
-¡Si
no quieres ponerlo en conserva!
-Tienes
razón. Hay que sacarlo – asintió Evséi, mirando indeciso a Chernostán-. ¿Y
si...eso? – continuó, haciendo sonar los dedos -. ¿Y si lo mecanizamos, eh?
¿Qué dices, pariente? Tu cabeza vale lo que no pesa...¡Inventa alguna máquina
para cargar el estiércol!
-¡Te
sobran medios, Evséi! – le contestó moscado el otro - ¡Te sobran! ¡Tienes
ciento cincuenta koljosianos a tus órdenes, bueyes y caballos...
-¿Caballos?
– se rió Evséi -. ¿Se da cuenta, camarada secretario? ¡Pero si mis caballos no
están enseñados! Aún no saben lo que es una collera. Los bueyes tampoco
entienden nada. ¡Escucha, pariente! Manda a este tractor que es tan rápido. Que
vaya a buscar paja para mis caballos...
-¡Te
has vuelto loco, Evséi! - replicó Máxim
Ilich -. ¿Quieres que las máquinas sirvan en todo a tus caballos? ¡Quítatelo de
la cabeza! ¡Y pensar que antes tú eras uno de los koljosianos más
emprendedores!
Los
tractoristas recordaban muy bien que
Evséi era realmente un koljosiano muy activo, pero desde que Máxim Ilich ara la tierra, la siembra, la
cultiva, siega, trilla, acarrea la paja y con sus máquinas llena las zanjas
destinadas a silos, desde entonces, Evséi ha perdido su agilidad. Ahora se
asusta cuando ha de preocuparse de alguna cosas.
Muerto
de risa, Máxim Ilich explicó a Stoliarov cómo, en invierno, Evséi llamó por teléfono a la Estación de
Máquinas y tractores.
-“¡Estación!
¡Estación! – gritó Máxim Ilich, remedando a su asustado pariente -La nieve me
está sepultando la cuadra. ¡Mandadme un bulldozer!...
¿Qué si es mucho el trabajo? Hay tres montones de nieve... ¿Qué? ¿Con palas?
¡Qué es eso de palas! ¿No lo mecanizamos todo?...”
Aquellas burlas no hacían ninguna mella en el ánimo de
Evséi.
-¡Y
qué! – replicó este último, encogiéndose de hombros -. Con una máquina es más
cómodo sacar la nieve. ¿No eres partidario de la mecanización, tú? Pues yo
también, y la defiendo desde que era joven. ¡Toco la misma flauta que tú!
-¡La
misma flauta! – exclamó Máxim Ilich
dando una palmada -. Yo cavilo, me esfuerzo, y de mis esfuerzos te aprovechas
para pasarte el tiempo tumbado a la bartola... ¡Con la misma flauta, dices! En
otoño y en invierno yo me dedico a reparar la maquinaria y a tenerla a punto
para cuando llegue la primavera. Tú matas el tiempo yendo de visita. Para ti no
es época de trabajo, sino de vacaciones. En primavera y en verano estoy pendiente
de las máquinas. Tú has dejado que yo labre toda la tierra. Hasta a los ayudantes
para la siembra y la siega has puesto a mis órdenes. Das una vuelta por el
campo después de haber desayundado no muy temprano, hundes el látigo en los
surcos, y a descansar. A la hora del sol echas una siestecita, ¡y hasta otro
rato, amigos tractoristas! ¡Arad, sembrad, que Evséi ya se ha ganado su jornada
de trabajo! Sólo despiertas cuando el trabajo de los otros comienza a dar
fruto. Entonces, cuando te lo sirven todo en bandeja, eres el koljosiano que se
interesa por la hacienda. Hasta a tus hombres les has hecho perder el gusto por
el trabajo. Los tractoristas están al servicio del koljós todo el año. ¿Y tu
gente? ¿trabaja cien días al año? ¿Setenta? ¿Que aristocracia es la vuestra? ¿O
cómo se llama esto? ¿Colaboración entre agricultores y tractoristas? ¡Valiente
colaboración! Máxim dando el callo y Evséi
a caballo...
Evséi contemplaba a su pariente con vivo
interés. Dijo:
-¿Qué
quieres hacerle, compadre? Así son los tiempos.
-¿Tiempos
de qué? ¿De pasear?
-¡No!
Tiempos de paso – repuso Evséi levantando el dedo-. Tiempos de paso: de la
mecanización incompleta a la mecanización completa.
Máxim
Ilich se quedó perplejo contemplando a Evséi, que a todo encontraba salida.
Luego hizo un gesto de indiferencia y se fue, considerando, por lo visto, que
aquel pariente era una calamidad tan fatal como un pedrisco o una sequía.
Stoliarov miraba también, sorprendido, a Evséi. ¿Qué individuo era aquél?
¿Cómo había llegado al puesto que
ocupaba? ¿Quién lo habría aupado?
Estaban
en septiembre. Los campos habían quedado vacíos. El desagradable viento que
subía por Stavropol barría la estepa desnuda y sólo podía cebarse en los campos
de maíz: rompía las hojas secas, despeinaba las panojas y arrancaba la camisa a
las mazorcas, de grandes dientes amarillos...
-¿No
está preocupado por el maíz, tu pariente? – preguntó un día Stoliarov al dueño
de la casa.
-¿Por
qué ha de estar preocupado? – le repuso Máxim Ilich , encogiéndose de hombros
-. ¡El es un hombre que está al cabo de la calle! Lee la prensa y sabe que las
autoridades no permitirán que el maíz se pierda. Mandrán brigadas de ayuda.
-¿Qué
brigadas de ayuda quieres que le manden? ¿Para que se acostumbre mal?
-¡Ya
lo verá! – replicó Chernostán, sonriendo astutamente.
Una
semana después de esta conversación, Stoliarov entró en el local del Soviet del
distrito para visitar a Kornéi Slépchenko, y encontró al secretario del Soviet
con el auricular del teléfono en la mano.
-¿Mil?
–gritaba Kornéi Tijonovich -. ¡Mil son pocos! ¿Los vecinos? Nosotros tenemos
más extensión de maíz...
Colgó
el aurixular y dijo, satisfecho:
-Me han prometido mil quinientas personas...
-¡Eres
como Evséi! – Stoliarov dio una vuelta alrededor de Slépchenko -. ¡Como salido
exactamente del mismo molde! El distrito rebosa de gente, los koljosianos se
pasan el tiempo en el mercado y tú quitas el descanso a los trabajadores de la
ciudad. ¡Hace falta no tener conciencia!
-¡Echales
un galgo a los que andan por los mercados! –contestó evasivamente Slépchenko -.
Los de la ciudad son más organizados. Además, no es el primer año. Se
acostumbran... Si no fallara la disciplina en las aldeas...
-¿Por
qué falla? ¡Cuánta ayuda no se ha prestado a los koljoses! ¡Cuántos privilegios
no se les han concedido! Y la disciplina falla.
¿No será que la tierra del Kubán ha resultado demasiado generosa para
alguien? ¿No será que deba introducirse algún cambio en las aldeas, que deban
hacerse las cosas de otro modo?
-¡No
hay que cambiar nada! – respondió Kornéi Tijonovich, mirando de reojo el
teléfono.-. Lo único que podría hacerse sería obligar a esta gente a
trabajar... – Levantó la vista y preguntó a a Stoliarov: -¿Así, ya conoces también a Evséi? Era un koljosiano que sabía lo que se hacía.
¿Qué tal se lleva con Chernostán?
-Viven
en paz – respondió cáustico Stoliarov.
Pero
Kornéi Tijonovich no percibió la burla.
-¡Gracias
a Dios!... Oír que entre estos agricultores y los tractoristas siempre hay
disputas... Apenas has tenido tiempo de reconciliarlos cuando ya empiezan a
reñir otra vez.
-Lo
que éstos necesitan ya no es hacer las paces...
Se
miraron, y pensando cada uno en lo suyo, se pusieron a hablar del maíz.
II
Apenas
había tenido tiempo Stoliarov de comprender la mentalidad de Evséi, cuando se produjo una riña en el patio
de Chernostán. Ocurrió ello poco antes del anochecer. Stoliarov leía. Evséi
fumaba, el dueño de la casa se entretenía con su sobrinito, al que sostenía en
las rodillas; la hermana de Máxim Ilich, la vivaracha Zinaida, de finas cejas,
luciendo sus azafranadas pantorrillas, ponía a secar la ropa. Se oyó el claxon
de un automóvil y entró en el patio un pequeño auto gris.
-¡Eh,
pariente! ¡Aqui tienes a tu cuñadito! – dijo Evséi de buen humor, y añadió, dirigiéndose a
Stoliarov: -Es el marido de Zinaida.
Evséi
se frotó las manos de satisfacción, como regocijándose de antemano de algo
agradable para sí. Bajó del auto un hombre de unos treinta y cinco años,
pelirrojo, chato, fuerte, quien saludó con la cabeza a Evséi a la vez que
dirigía una mirada circunspecta a Stoliarov. Zinaida se apresuró a salir al
encuentro del recién llegado, arreglándose de paso los cabellos. Pero su
marido, sin hacerle mucho caso, abrió la puertecita del coche y descargó un saco.
-¡Este
sí sabe vivirt! – dijo Evséi , no sin envidia.
-¿Es
koljosiano?
-¡Claro!
Trabaja en mi brigada.
-¿Y
es usted quien lo ha educado así?
Evséi
hizo un gesto negativo con la cabeza: “A éste no lo he educado yo”. Contó que el marido de
Zinaida antes empuñaba el arado, y ahora es carpintero y hojalatero; pero no se
mata trabajando en el koljós. En mes o mes y medio se hace el mínimo anual de
jornadas de trabajo y luego se va por las aldeas, donde los koljoses le pagan
lo que pide por el trabajo que realiza. O se da la gran vida llevando en su
automóvil a algún acaparador.
-¡Y
en casa tiene una mujer que de las piedras saca pan! - dijo Evséi -. La eligió
no por los ojos, sino por las manos. ¡Es una excelente ordeñadora! Salió en el
periódico: obtuvo dos toneladas de leche. ¡Vaya premio que se ganó! ¿Y sabe
para qué sirvió el dinero del premio? Pues para dar mayor regalo a su marido, a
Filka. Evséi carraspeó pensando en el
“premio”, y se volvió a Máxim Ilich: ¿Te das cuenta, pariente? ¿Me llamaste a
mí aristócrata? ¡Qué aristócrata ni ocho cuartos! ¿Aquí tienes la aristocracia,
mira!
Máxim
Ilich no respondió. Se limitó a apretar
contra sí al sobrinito. Filka llamó a su pequeño:
-¡Ven
aquí, hijo!
El
pequeño volvió la cabeza, pero Máxim
Ilich lo retuvo y dijo en alta voz:
-¡Eh,
pequeño! ¿Has comido ya? ¿Qué te han dado? ¿Ganso o cerdo? Dime, ¿trabajarás
tú?
-¡Mu-u!
– hizo el pequeñín.
-¡Tú
trabajarás! – continuó Máxim Ilich
-¿Vaya
modo de hablar al pequeño! ¡Como si le entendiera! – dijo Filka, sonriendo -.
¡Y qué cosas le está metiendo en la cabeza!
-¡Tú
trabajarás! – insistió, terco, Máxim
Ilich -. ¿Qué voy a hacer de ti? ¿Un tractorista? ¡Serás tractorista! ¡Vas a
ser un buen trabajador, para que tiemblen los enemigos! – dijo estas palabras
casi gritando, a la vez que lanzaba una mirada hostil a su cuñado.
-¡Que
me lo deja sordo! – replicó sosegadamente el cuñado, y llamó otra vez, severo:
-¡Ven aquí, hijo!
El
pequeño se agitó el los brazos de su tío; pero entonces se acercó Zinaida y,
disgustada con su hermano, tomó al niño y lo llevó al marido. Máxim
Ilich se quedó confuso, se dio unas palmadas sobre la rodilla, escupió, se
levantó y entró en su casa.
Se
pasó una hora holgazaneando por la casa, jurando, con cierta sensación de
culpabilidad frente a Stoliarov. Por fin
se apretó el cinturón, tomó del zaguán una vara de cerezo y salió decidido al
patio. Un minuto más tarde llegaba por la ventana el ruido de un altercado.
Stoliarov se asomó. Chernostán y su cuñado estaban cara a cara en medio del
patio. Máxim Ilich, doblando la flexible vara, gritaba:
-¿Acabarás
con tus martingalas? ¿Acabarás? ¡Pones en vergüenza a toda la familia!
-No
se compare conmigo –replicó el cuñado-. Usted es un tractorista, un obrero; se
atiene a las leyes. Yo soy un campesino, me atengo a los estatutos del koljós.
-¡Tú
eres un zángano y no un campesino! ¡Eso eres!
-¡Está
usted de broma! ¡Soy un campesino!
Ustedes han de permancer al pie del cañón todos los días; nosotros tenemos un
mínimo de jornadas de trabajo al año...
-¿Qué?
¿Con este mínimo ya puedes montarte a nuestras espaldas? ¡Te voy a a...!
Zumbó
la vara; un momento más y se habría abatido sobre el cuñado, pero salió de la
casa Zinaida subiéndose las mangas de la blusa y corrió a interponerse entre
marido y hermano. Ordenó:
-¡Filka,
a casa! Ya me entenderé yo con él... –se acercó más al hermano y gritó: -¿Qué
es esto de meterte a dar órdenes en mi familia? ¿Quién eres tú para mi Filka? ¿Un padre? ¿El presidente del
koljós?
-¡Eh,
condenada! – repuso Máxim dando un paso
atrás-. Pero piénsalo un instante: ¿a quién llevas en la espalda?
-¿En
la espalda? –gritó Zinaida-. ¡Mira mis manos! – extendió las rojas palmas de
sus manos -. ¿Ves? Con mis manos soy capaz de dar de comer a una compañía. ¿Lo
has entendido? Y tú harías mejor si te
preocuparas de echar de tu propia espalda a Evséi... ¡Valiente mandón estás
hecho!
Evséi, perplejo, temiendo que de rebote no
saliera él perdiendo con toda aquella disputa, se apresuró a desfilar del
patio, mientras que la furiosa Zinaida, acorralando al hermano en el soportal
del edificio, declaraba:
-¡En
casa no hay qiuen me mande! – y se fue con revuelo de faldas, dejando corrido a
Máxim Ilich.
Aquella
noche tardaron en apagarse las luces de la casa de la calle de los Cosacos.
Cuando hubo oscurecido, se presentó Ana, la hermana mayor de Máxim Ilich, koljosiana, de la brigada de Evséi, mujer seca, lisa, tiesa. Habló unos
momentos con el ama de la casa y se sentó a la mesa con los hombres. Máxim Ilich, aturdido por su reciente derrota,
juraba, encogiéndose de hombros, como si por primera vez contemplara lo que
había tenido siempre ante los ojos.
-¿Cómo
es posible? – decía, razonando en voz alta -. ¿Uno da el callo y el otro se
hace el maula? ¡Zinaida lleva a cuestas a Filka y yo a Evséi? ¿Y adónde los
llevamos? – movía la cabeza, perplejo-. ¿Cómo ha sido posible esto? Kornéi
Tijonovich me decía un día y otro día: “Haz con tus máquinas todos los trabajos
que puedas, Chernostán, sin mirar atrás. Con Evséi procura mantener buenas relaciones.
¡Nada de conflictos!” He avanzado con los tractores, con las sembradoras, con
las cosechadoras... no he mirado atrás, y aquí tenéis las buenas relaciones...
Yo trabajo con toda el alma y Evséi se preocupa de ir a cuestas... ¿Por qué
razón? – Se volvió hacia el tabique que le separaba de su vecino -. Vivimos en
una misma casa y cada uno se rige por normas distintas. Yo, obrero, he de
prestar servicio todos los día; Zinaida y Motria, en la granja han de estar
ocupadas todo el año, ¿y a Filka ha de bastarle el mínimo anual? ¿Y a los de la
brigada de Evséi también? ¿ Y tú, Anita, y tus hijas – se dirigió a su hermana-, habéis de limitaros a este mínimo?
¿Por qué ha de ser así? Media aldea trabaja todos los días y la otra mitad sale
a trabajar sólo durante una temporada y cuando le parece mejor... ¿Es posible
seguir así? ¿No pueden modificarse los estatutos del koljós de modo que nadie
pueda hacer el remolón en la aldea? ¡Todo el mundo debería salir a trabajar
todos los días! ¿Eh? ¡A toque de campana!
Con
las manos apoyadas sobre las rodillas, como si fuera un hombre, Ana movía la
cabeza en señal de desaprobación.
-¡No
calas hondo, Máxim! ¿A toque de campana?
Colgar una campana cuesta muy poco. Atiende...
Acercó
su silla a la de Stoliarov y, clavando en él los ojos grises con reflejos
azulinos, prosiguió:
-¿Con
qué cultivamos el trigo ahora, camarada secretario? Con máquina. ¿Y el girasol?
También con máquinas. ¿Y cómo se reparte? Entre todas las jornadas de trabajo
del kojós. Esto es justo. Pero el Evséi ese, Karpóvich, y otros como él, se
interesan menos por lo que se da en pago de las jornadas de trabajo que por lo
que se paga en concepto de jornadas extras. El dulce está preparado: ¡a
repartirlo! Cuando lo veo, me indigno. Máxim y los de su brigada se parten el pecho
para mecanizar en todo lo posible las faenas. Kornéi Tijonovich informa a la
superioridad: Hemos ahorrado miles de jornadas de trabajo gracias al empleo de
las máquinas... ¿Y dónde está la economía? Al pasar el balance resulta que los Evséi han acumulado en las nóminas esas
jornadas extras...
-¿Pero
de qué jornadas extras estás hablando? – preguntó Stoliarov, sin comprender de
qué se trataba.
-¡Es
una idea de Evséi! – explicó Ana -. Ya ve que las faenas del campo se han mecanizado
mucho, pero Evséi se opone a que se eleven las normas de
trabajo. Los cálculos se hacen con manga ancha. Con las normas de Evséi , el
más lerdo puede sumar jornadas de trabajo. ¿Y quién se las lleva? ¿Zinaida, la
ordeñadora? No, a ella se las cuentan según los litros de leche que ordeña. ¿A
Motria, que cuida de los terneros? ¡Tampoco! Para ella cuenta el aumento de
peso de los animales. ¿A las que escardamos el campo? ¡Tampoco! Nuestra norma
se calcula por el número de áreas escardadas. Quien se gana un buen puñado de
jornadas de trabajo es Filka. ¡Ese sí! Las jornadas extras se vierten como
lluvia de primavera en las hojas de pago por trabajos muchas veces innecesarios,
y también en las nóminas del personal administrativo. ¿Y las contratas con los
carpinteros, albañiles, etc.? ¿Y las jornadas extras que cobran los jefes? Pasa
por el patio de la dirección del koljós. ¡Cuántos autos y camiones! ¡Por todas
partes gente que dirige! ¡Las nubes de
polvo que levantan! ¡Como si golpearan el suelo con un cententar de varas! ¡Ni
en una feria! No hablemos de los que van montados a caballo ¿Y Cuántos van y
vienen a pie? Todos son hombres. La única mujer estaba al frente de la granja
de las aves de corral. En su lugar han puesto a uno que fue soldado de
caballería y que necesita dos docenas de huevos para hacerse una tortilla. Máxim,
con sus máquinas, saca a los mujiks del campo, y como muchos de ellos no tienen
ningún oficio, se meten a dirigir. Para dar órdenes en un molino y para
pasearse con una varita no se necesita ningún oficio. ¡Es ahí adonde va a parar
tu economía, Máxim!
Hizo
una pausa.
-Tú
ahorras mil jornadas de trabajo, y Evséi
las despilfarra regalándolas a sus parientes y amigos. Se presenta un
inspector. Como de costumbre, lo único que hace es revisar las nóminas. Y
también se cobra lo suyo en jornadas de trabajo. ¡Han sabido adaptarse! Cada
jornada de trabajo vale lo suyo. ¿Quién va a despreciarlas? ¿Y quién ha de acabar
con este desorden? ¿Kornéi Tijonovich? ¡El está muy apartado de todo esto! A él
lo que le importa es ver cuántas jornadas de trabajo se han economizado con el
empleo de las máquinas. Adónde van a parar las economías es cosas que no le
preocupa. ¿Y quién de nosotros ha de poner el remedio? ¿Evséi? ¡El mismo se aprovecha! ¿El
presidente? ¡Ah, para el presidente es peligroso poner coto a tales cosas él
solo! Esos Evséi no tienen pelos en la lengua. Son capaces de arrastrar a la
gente en una asamblea de koljosianos y hacer saltar a un presidente demasiado
riguroso. Y tú, Máxim , me sales con lo de la campana... Sólo con la campana no
vas a ninguna parte.
Dirigió
a su hermano una afectuosa mirada de reprobación, se arregló el pañuelo de la
cabeza y dijo:
-Hablas
de los estatutos del koljós. Estás en lo cierto. Han quedado polvorientos.
¿Cuándo se aprobaron? ¿Cuándo nos llegaron los primeros tractores de ruedas? En
las aldeas todo ha cambiado, pero las normas de organización son las mismas...
Hay que modificar los estatutos. Pero tampoco esto es suficiente. ¡Qué nos
censuras a mí y a mis hijas? ¡Qué trabajamos por temporadas? ¡Crees que es muy
agradable? Yo ya soy vieja, pero ¿y mis hijas? ¿Han de trabajar de modo que
cuando se acaba la temporada se queden seis meses con los huesos doloridos? ¡No
estamos en esos tiempos! El campesino puede estar ocupado todo el año ¡Que se
abran talleres! –Al decir estas palabras se dirigió hacia Stoliarov -. Mis
hijas son instruidas, han acabado la escuela; pero trabajan como koljosianas en
el campo, por temporadas. Están cansadas de no tener una ocupación regular, de
ir hoy a un sitio y mañana a otro. ¡Organizad algún taller!
“Sabe
lo que se dice, pensó Stoliarov, y, haciendo un movimiento de cabeza en
dirección al tabique, preguntó:
-Entonces,
¿Zinaida defiende a su marido? Pero si él...
-Es
el tercer marido – explicó Ana, suspirando.
-¿El
tercero?
-El
tercero. El primero murió en la guerra... Al segundo ella misma lo puso de patitas
en la calle. El segundo le resultó un acordeonista que tocaba al compás de las
jornadas de trabajo de su mujer. Ella lo echó y le rompió el acordeón en medio
de la calle. A éste lo mima. Tiene miedo de que si lo somete a un régimen
demasiado riguroso se le vaya y no lo vuelva a ver más...
Ana
se marchó. Los dueños de la casa se acostaron, pero nadie podía dormir. Al otro
lado del tabique tocaba la balalaica, y Zinaida se puso a cantar con voz fina y
muy bien modulada:
Lleva,
¡ay!, una camiseta azul,
Que
la cabeza me ha hecho perder...
A
través de la puerta entreabierta, llegaron hasta Stoliarov unas vivas palabras
de Máxim Ilich, dichas en voz baja:
-¡Motria!
¿Te das cuenta, Motria?... Tendré que fijarme en lo que hace Evséi . No hay más
remedio: lleva lo tuyo y vigila que nadie se te suba a la espalda. ¡Está bien,
está bien! ¡Ya le enseñaré lo que es bueno!
-¡Duerme,
duerme! – le tranquilizaba su mujer-. Hasta hoy has tenido paciencia y ahora te
alarmas. ¡Duerme!
“¡Oh,
sí! ¡En la calle de los Cosacos la gente es pacífica!”, recordó, impresionado,
Stoliarov, paseándose de un extremo a otro de la habitación.
III
Stoliarov
pasaba revista a la gente de su casa y a la de las casas vecinas, y no veía a
un campesino entregado con alma al trabajo de la tierra. En los campos de
aquellas aldeas se encontraban las mejores tierras del Estado. ¡Quién les hacía
ofrenda de sus desvelos? Máxim Ilich, enterado de las preocupaciones de su
huésped, le dijo:
-Espere
un poco, Pável Ivánich. Pronto volverá Marfa de Moscú, ella le explicará.
-¿Entiende
en cosas del campo?
-No
sé cómo decírselo... – le respondió pensativo el dueño de la casa -, es como
una espina.
-¿Por
el estilo de Zinaida?
-¡No!
Es de otro corte...
María
Ivánova Shevchúkova, concuñada de Máxim Ilich, se presentó un martes. Stoliarov había pasado la noche en
el campo, con los tractoristas de turno, y regresó al amanecer. Se lavaba
refrescándose el atezado rostro con la fría agua del pozo, cuando oyó pasos de
hombre a su espalda. Se volvió. Quien pasaba por el patio, dándose leves golpes
con un junco en la caña de la bota, no era un hombre, sino una mujer. Miró a
Stoliarov con sus ojos sombreados por las pestañas, se acercó al dueño de la
casa y le dijo vivamente:
-¿Qué
vamos a hacer ahora los del Kubán, Máxim?
-¡Aquí
la tiene, Pável Ivánich! – exclamó Máxim Ilich, puestas las manos en el cinto-.
¡Aquí tiene a una auténtica mujer del Kubán! Ni buenos días ni nada, sino “¿Qué
haremos los del Kubán?” ¡Y basta!
-¡Ah!
– exclamó Marfa, un poco confusa -. ¡No había caído en la cuenta! ¡Qué
distraída soy! ¡Buenos días, camarada secretario!
Marfa
era una mujer de treinta a treinta y cinco años. Se peinaba los cabellos hacia atrás, y se los sujetaba a la
moda antigua, en apretado moño. Tenía la frente grande, limpia, atezada por el
viento y el sol de la estepa, lo mismo que las mejillas. En el labio superior
se le notaba una cicatriz.
-¿Pero
qué has visto ya en el Kubán que te desagrada, en esta hora tan temprana?
Marfa
tomó una ramita del suelo, la rompió por la mitad, arrojó una parte y contestó:
-¡Nos
vencen en toda la línea! Por la producción de leche nos ganan Vinnitsa y
Cheliabinsk; por el rendimiento en hortalizas...
-¡Pero
en trigo los ganamos nosotros! – exclamó Máxim Ilich, orgulloso.
-¿En
trigo? ¡Esta es la cuestión! ¡También en trigo nos dejan atrás a nosotros, los
primeros trigueros del país! Las compañeras de la residencia, en Moscú, no me
dejaban en paz: “¿Por qué tú, cosaca, no nos traes los mejores resultados en la
cosecha de trigo? Una siberiana llegó a los seiscientos puds ya antes de la
guerra. ¿Adónde habéis llegado vosotros? ¡Date una vuelta por la exposición!
¿Dónde están vuestros cuatrocientos y quinientos puds? Tenéis las mejores
tierras. ¿Por qué no vais en cabeza?” Esperan novedades en nuestra producción
de tirgo. ¿Qué vamos a hacer?
Stoliarov
se quedó con la vista clavada en la recién llegada, pero Marfa se apresuró a
entrar en la casa.
-¡Vaya
espina! – exclamó entusiasmado Máxim
Ilich, siguiendo a Marfa con la mirada.
Marfa
vivía sola. Terminó la escuela y se fue a la guerra, se hizo sanitaria – así se
lo había contado a Stoliarov el ama de la casa. Recorrió medio mundo, estuvo en Austria y en
Manchuria. En el frente conoció al que fue su marido, y en el frente lo perdió.
Luego se reunió con su suegra en un pueblo de la región del Volga; le construyó
una isba, siguió un curso de agronomía, pero no se quedó a vivir allí. Volvió
al Kubán.
Era
la encargada dela huerta del kojós. Stoliarvo pudo convencerse de que Marfa
realizaba su trabajo con interés, con inteligencia y tino; no se irritaba, era
paciente con sus compañeas, sabía lo que tenía entre manos. Pero en la calle de
los Cosacos la miraban con recelo. Tanto Máxim Ilich como la dueña de la casa y
Zinaida hablaban de Marfa con mucho respeto y estimación, pero sentían ante
ella cierto temor, como quien ve una bola de nieve y teme que le caiga encima
en el momento menos pensado. En cuando a Evséi, no podía ni oír hablar de ella.
Precisamente
aquellos días Stoliarov se ocupaba de Evséi, le abrumaba a preguntas. Evséi había llegado a recoger hasta ciento
cincuenta y doscientos puds por hectárea. ¿Cómo obtuvo estos resultados? ¿Qué
procedimientos agronómicos había aplicado?
Pero
Evséi, que tan dispuesto estaba siempre a hablar de las “espinas” de Máxim, hablaba con extraordinaria reticencia
de lo que le concernía más directamente: el cultivo del trigo.
-¿Qué
procedimientos agronómicos? – repitió estirando el cuello, como si algo se lo
apretara -. Pues nuestra agronomía es bien conocida... Cómo he de decírselo: se
trata de una agronomía compleja... Aquí todo se hace por complejos.
¿Comprendido?
-Pues
no lo comprendo, no – repuso Stoliarov.
-¿Que
no está claro? – replicó Evséi, sorprendido -. Kornéi Tijonovich lo dice así en
los informes: “compleja” y nada más, ¡sin detalles!
-¡No
me vengas con pamemas! ¡A ver, cuenta los detalles!
Pero
al llegar a este punto la memoria comenzó a fallarle a Evséi.
-Bueno...
–dijo, procurando recordar -. ¿Cómo sembramos? ¿En barbecho? ¿En campo arado en
otoño? ¡Después de enterrar la alfalfa? ¡Oh, qué memoría la mía!...
Si
durante la conversación aparecía Marfa, Evséi tomaba el gorro y declaraba que le reclamaba
algún trabajo urgente.
-Me
echas a rodar las conversaciones con Evséi, Marfa Ivánovna – se quejó
Stoliarov.
-¿Las
conversaciones con Evséi? – preguntó ella, entornando los ojos -. Será mejor
que le mande a mis pretendientes. Esos le contarán.
-¿Tus
pretendientes?
-¿Qué
tiene de particular? – repuso Marfa encogiéndose de hombros -. ¿O ya soy vieja?
¡Mis pretendientes! ¿Comprende usted? Se han quedado viudos y yo he de casarme
con ellos – añadió riéndose, mas prometió en serio -: ¡los traeré!
Y
los trajo. Dos día después se presentó Luka Legkstup, a quien Stoliarov ya
conocía. Luka Legkostup, sonrosado, cuidadoso en el vestir, parecía salido del
trono en que pulen las figuras de ajedrez. Preguntó por el motivo de la
llamada. Mientras Stoliarov procuraba recordar si el recién llegado se llamaba
realmente Legkostup, se abrió la puerta de la valla y Marfa, sonriente, hizo
entrar en el patio a otro cosaco, a Matvéi Chizha, que cuidaba de la cría del
ganado, hombre muy alto, huraño, de pelo negro, “¡Vaya pretendientes!”, pensó
Stoliarov.
Había
tenido ocasión de tratar a los dos. Legkostup le explicó de mil amores cuáles
eran las características de la tierra y del clima del distrito. Chasqueando los
dedos, comentaba: “¡Oh, como la región del Kubán no hay otra!”. Cuando abrieron
un pozo en la estepa, Legkostup bajó a él con un junco, midió el espesor de la
tierra negra, y mostrando a Stoliarov una medida de metro y medio, le dijo
satisfecho: “¡Buena capa, eh?”. A Legkostup le brillaron los ojos al decir
esto, como si él en persona hubiera extendido sobre el Kubán aquella poderosa
capa de tierra negra.
Chizha,
en cambio, era muy parco en palabras, y al acompañar a Stoliarov por la granja
actuaba más con los brazos que con la voz, lo cual era suficiente: Chizha tenía
la granja en perfecto estado, y aquello valía más que ninguna explicación.
Marfa,
contemplando burlonamente a sus pretendientes, les ofreció taburetes, les hizo
sentar y dijo:
-Matvéi
Fedórovich, hable del trigo, haga el
favor.
-¿Que
hable del trigo? – Chizha se quedó cortado –Pero si es una historia muy vieja,
María Ivánovna.
-¡Yo
me voy! – declaró Evséi, levantándose.
-¡Espere,
Evséi Kárpovich! – le replicó Marfa -.
Tiene tiempo. La verdad no está en los pies...
Hacer
hablar a Chizha no resultó fácil. Encendió éste un cigarro, y durante un buen rato
estuvo haciéndose el remolón, diciendo que no valía la pena tratar de cosas
pasadas; pero Marfa insistió y Chizha, por fin, dijo:
-¡Bueno!
¡Cosas peores se han visto! ¡Ahí va!
Y
contó viva y llanamente lo que había ocurrido cuando él y Luka estaban al
frente de sendas brigadas juntos con Evséi:
-Los
campos colindaban el mío y el de Evséi. ¿Entiende, camarada secretario? Hasta
la hondonada llegaba el de Evséi; el mío
comenzaba allí... Sembramos trigo de otoño. Sin complicaciones, sin química, al
estilo del Kubán: echa el grano a la tierra y que crezca. Invernó nuestro trigo
bajo la nieve, sacó espiga, y en el mejor momento, antes de la granación,
llovió. Cayó una lluvia tranquila, abundante, sin viento, sin granizo. Al
amanecer me planto en la estepa. ¿Qué ha ocurrido? El trigo de Evséi estaba limpio, exuberante;
era una gloria contemplarlo. El trigo de mi campo seguía tan lleno de polvo
como la víspera. ¡El profeta Elías me había dado un buen trancazo! Hasta la
hondonada empapó la tierra, y más allá de la hondonada no dejó caer ni una gota
de agua. Me disgusté, pero qué podía
hacer? Me conformé. ¿Quién podría reprocharme nada? ¡Nada se puede
contra los elementos de la naturaleza! En el koljós así lo comprendieron: pero
cuando hubimos trillado Kornéi Tijonovich pidió detalles y se agarró al caso!
¡Oh, la elocuencia de los datos!... La tierra era la misma, las brigadas
trabajaban en campos colindantes y la cosecha resultaba muy distinta... ¡Matvéi
recogía ochenta puds; y Evséi, ciento veinte! Kornéi Tijonovich llamó entonces
a Luka Vasilievich (entonces era el agrónomo del distrito) y le dio una orden:
¡fundamentar el caso y proponer para ascenso a Evséi!
-¡No
fue así! – saltó Luka Vasílievich, interrumpiéndole -. ¡No fue así, Matvéi
Fedórovich!
-¡Exactamente
como lo digo! – respondió, sosegado y con aplomo, Chizha -. Fundamentar el caso
y proponer el ascenso. Se presentó usted, Luka Vasilievich, a Evséi y le dijo:
“Cuénteme qué medidas ha tomado para obtener una buena cosecha.”
Chizha
pisoteó la colilla, miró a Marfa y
prosiguió:
-¡Hay
que decir la verdad! Hablaron con mucha política: Luka preguntó: “¿Dejaron el
campo en barbecho antes de sembrar?”. Evséi respondió: “¡Claro!” Luka: “¿Lo abonaron”?”. Evséi: “¡Claro!”.
“¿Tomaron medidas para que el viento no arrastrara la nieve fuera del campo?”
“¡Claro!” “¿Añadieron abonos químicos?” “¡Claro!” “¿Lo rastrillaron?” “¡Claro!”
Todo resultó “claro”. Ya estaba la explicación hallada. El trabajo mínimo de Evséi
se convirtió en un complejo de medidas agronómicas...
-¡No
fue así! – salió Luka Vasílievich -. ¡Evséi Kárpovich! Explique...
Pero
Evséi apartó la vista y respondió bostezando:
-No
lo recuerdo, Luka Vasiliévich...
-¡Camarada
Stoliarov! –Legkostup, desconcertado, pasó la vista por el rostro de los
presentes buscando una defensa.
-¡Esto
no es todo! – dijo Marfa, levantando la mano -. Matvéi Fedórovich ha contado un
caso. Pero Evséi es un cosaco de los finos. “¡Ahí (se dijo). También en el
Kubán puede vivirse a cuenta del profeta Elías. La tierra es generosa. Aunque
no todos los años, cada dos o tres, sin más que arar y arrojar el trigo al
surco, el de Gallos nos da una buena cosecha. ¡Sin más preocupaciomes! Y aún es
posible que cada cinco años, digamos, se dé una buena cosecha feliz y pueda
aspirarse a algún premio. A la buena cosecha, Luka ya encontrará explicación
por los procedimientos agronómicos puestos en práctica...! Y así han vivido. Evséi
no tiene por qué esforzarse. No se preocupa de aprovechar el agua que cae a la
tierra, ni alimentar el trigo con abonos químicos , sino que toma lo que se le
viene a la mano. Si alguna nube se queda a mitad de camino o llega con retraso.
Luka Vasílievich se encarga de echar sobre ella todas las culpas por la mala
cosecha. Si el año se da muy bueno, la operación que se realiza es otra:
explican el haber cosechado ciento treinta puds por la aplicación de tales y
cuales procedimientos de cultivo.Han tenido el ganado paciendo por los
rastrojos hasta el día que se ara el campo y escriben que se dejó la tierra en
barbecho. ¡Lo convierten en majadal y no en barbecho! ¿Estiércol? ¿Abonos? ¿Ha
olido nada de esto nuestra tierra? Si durante aquel año tan favorable se
hubiese cuidado la tierra ¿cuánto se habría cosechado? ¿No habrían sido
trescientos o cuatrocientos puds por hectárea, en vez de ciento treinta?
¡Labradores! Viví cerca de Gorki, en la región del Volga. Allí cuidan la tierra
de otro modo. Hasta treinta toneladas de estiércol...
-¿Qué
clase de tierra es aquélla? –preguntó Evséi.
-Podzol.
-¡Las
tierras de podzol lo necesita! – añadió Evséi -. Cada uno ha de conformarse con su
suerte. María Ivánovna. A unos podzol... a otros, como suele decirse, pan
negro, y a otros...
-¿A
usted pan blanco? ¿A santo de qué?
Evséi
levantó la cabeza, como haciendo memoria de por qué le ha correspondido a él
pan blanco.
-¡Pues
a santo de que el trigo nos resulta barato! Aras, siembras, ¡y preparar los
sacos!
-¡Mercader!
– le replicó Marfa -. ¿Acaso estamos trabajando tierras vírgenes para poder
proceder de este modo? ¿Resultará más caro el pan si duplicas tu trabajo y
doblas la cosecha? – prosiguió, dirigiéndose a Stoliarov-. ¿Comprende usted por
qué no podemos lucirnos con nuestras cosechas de trigo, Pável Ivánich? Tras
estos zánganos – al hablar así pasó la mirada por aquellos haraganes – no
llegas a ver al que trabaja con iniciativa. ¡Y en nuestro distrito los hay, gente
de iniciativa! Hay koljosianos que no regatean el esfuerzo, pero los Luka
Vasílievich sientan a la misma mesa al que quiere luchar con las adversidades
del tiempo y a los que, como Evséi, en cinco años han podido presumir una vez
de buenos labradores. ¿No ha de desalentar a los de iniciativa este modo de
obrar? Hay labrador que ha aprovechado hasta la última gota de agua caída al
campo, e incluso en un año de mala cosecha ha llegado a los ciento treinta puds
de trigo. Evséi los recogió sin ningún
esfuerzo en un año favorable. Los dos figuran en el mismo cuadro de honor. El
que no está bastante templado, se desinteresa de todo. Aquí tiene usted a
Matvéi Fedórovich, mi pretendiente – continuó, sonriéndose -, un cosaco de los
buenos, y ya ve el resultado...
Chizha
carraspeó, bajó humildemente la cabeza y confesó:
-¡He
dejado el campo, Marfa Ivánovma! Al ver que nos medían a todos por el mismo
rasero, perdí interés por el trabajo.
Legkostup
se reanimó, al parecer; pero Marfa le dijo, amenazándole con el dedo:
-¡No
se mueva, Luka Vasiliévich! ¿No parte de usted el mal? Se ha montado usted en
un mínimo de técnica agronómica y no se apea de él... Si la tierra no fuera tan
generosa como es la nuestra, hace tiempo que le habrían puesto a usted de
patitas en la calle con su vieja agronomía. Aquí le sostiene la tierra negra. Y
se aprovecha de ello. ¿Dónde están sus experimentos? ¿Dónde ha realizado
pruebas para ver de cosechar cuatrocientos puds por hectárea? ¿Qué aconseja
usted a la gente? Hay quien está esperando sus consejos... ¡Usted es un
agrónomo de lo que misma tierra regala! A este paso se irá usted al otro mundo
sin haber visto cómo cuatrocientos puds se sostienen sobre las raíces.
-¡Usted
exagera!... –replicó Legkostup, ofendido.
-¡Qué
voy a exagerar! – exclamó Marfa -. Si de mí dependiera, ya les enseñaría yo lo
que se ha de haer. Reuniría a todos los Evséi mimados de las aldeas, de los
distritos y de las regiones, y les diría: “Amigos, os damos tres años de plazo.
Si no hacéis rendir a la tierra del Kubán todo lo que de ella puede esperarse,
os sacamos de aquí. Ya encontraremos a otros que lo harán mejor.”
-¡No
se andaría con chiquitas! – dijo stoliarov, levantándose rápidamente -. ¿Y a Evséi
Kárpovich y a mí, adónde nos mandaría?
-¡A
la tierra de podzol! – respondió Marfa, señalando enérgicamente hacia el Norte
-. ¡De prácticas! Allí aprenderían: no hay mejor maestro que la necesidad...
“¡Sería
capaz de mandarnos allí sin dudarlo ni un momento!”, se dijo para sus adentros
Stoliarov, regocijado, sin quitar la vista de la huertana, que se había puesto
como una amapola.
Marfa
se fue con los demás y al día siguiente, al atardecer, volvió y preguntó
alegremente desde el umbral:
-¿Qué
le parecieron los pretendientes, camarada secretario? – Se rió y añadió,
sosegada: -No tenga miedo, a pretendientes como éstos no les voy a dar la mano.
-¿Que
no tenga miedo? – replicó Stoliarov, sorprendido - ¡De qué voy a tenerlo?
Marfa
se sentó y preguntó:
-Es
difícil desempeñar su cargo aquí, en el Sur, ¿verdad, Pável Ivánich?
-¿Por
qué?
-Porque
aquí se obtiene todo con más facilidad – explicó Marfa, mordiendo con sus grandes
dientes una brizna de hierba -. La gente se conforma pronto... ¡Oh, aquí hay
mucho que hacer! Por aquí ha habido muy poca crítica... Al que obtiene ochenta
puds ya no se le dice nada. Y en realidad hace ya mucho tiempo que debería de
elevarse la norma a doscientos puds. ¿Los van a exigir, Pável Ivánich? –
Después de unos instantes de silencio, dijo, severa-: ¡Con qué se conforma la
gente! ¡Con que llegue para pagar las jornadas de trabajo! ¿Acaso hay que conformarse con esto? ¿Y para el
ganado? En nuestra estepa podríamos vivir nadando en oro. Habría que criar
cerdos, cebarlos... Aquí la tierra puede dar mucho más trigo, dos o tres veces
más que hoy. ¿No tengo razón? Además, podríamos obtener dos cosechas al año...
Segado el trigo, se puede sembrar maíz en seguida... ¡Llegaría a madurar! ¿No
ve usted qué otoño es el nuestro?...
¡Oh, no es extraño que me hayan arrinconado a la huerta...!
-¿Arrinconado?
-¡Cierto!
Susituí a Matvéi al frente de su brigada, al lado de Evséi. Procuraba introducir
otros cultivos después de la siega, emplear abonos; rastrillaba el campo
después de las lluvias, procuraba que no se perdiera el agua... Pero a los Evséi
no les gusta doblar la espalda. ¡Me ascendieron! Dijeron que me daban un
ascenso, y Koréi Tijonovich lo aprobó. “En la huerta, me dijo, estarás más
tranquila, Marfa, más lejos de las disputas.” ¿Acaso me asustan a mí las
disputas? – Al expresarse así se encogió de hombros -. ¡Y con qué se
conforman!... ¡Con que la gente cumpla el mínimo de su trabajo! A Filka le
toleran que trabaje sólo el número mínimo de jornadas para poder figurar en el
koljós; a Evséi le permiten que se limite
a los trabajos más indispensables para que el trigo crezca; Zinaida se ha
elegido por marido, con el mínimo de exigencias, al primer mujik que se le
ha presentado...
Y
ya, sin contenerse, Marfa se desahogó diciendo:
-¡Lo
que es yo, no me elijo un marido por el mínimo! Con lo mínimo no me conformo...
Stoliarov,
d espués de acompañar hasta la puerta de la calle a la huertana, se sentó en el
patio y estuvo haciendo memoria de todo cuanto había visto y oído durante
aquellos días... Ya era hora de convocar un pleno especial para tratar de los
problemas de una sola calle...
Oscurecía;
el sol se escondía tras la línea del horizonte. En el sentido opuesto, más allá
de la calle, se levantaban los álamos de un cortijo, finos como plumas de
gansos. También allí vivía gente.
IV
La
calle de lso Cosacos, sin preocuparse de la opinión de Stoliarov, iba mostrando
sus facetas, una tras otra. Después de la riña con Máxim Ilich, Filka se marchó
de viaje, y no regresó hasta semana y media más tarde. De nuevo se enzarzaron a
palabras, y Máxim Ilich amenazó con “dar
una lección” a los maulas.
Cuando
Stoliarov se levantó, por la mañana, toda la gente mayor de la casa, dueños y
vecinos, se habían marchado. El día se iniciaba tranquilo, claro. Stoliarov se
lavó, salió a la calle y se sentó junto a la puerta, esperando el coche.
Rechinó la puertecita de la valla, y la hija de Zinaida, una niña de ocho años,
se acercó a Stoliarov.
-¿Puede
decirme qué hora es?
-Acaban
de dar las seis. ¿Adónde vas tan temprano, morenita? – preguntó Stoliarov,
sorprendido, abrazando a la pequeña -. ¿La madre está en la granja?
-¡Mamá
asistirá a la reunión! – respondió la niña con orgullo.
-¿Y
tu padre se ha ido en el auto?
-¡No
es mi padre! – replicó vivamente la niña.
-¿Quién
es, pues? – pregutó Stoliarov, sinmeditarlo.
-¡Un
mujik! – lo definió la niña, como si fuera una persona mayor-. El marido de
mamá. ¡Déjeme!
La
niña se desprendió de los brazos de Stoliarov, se alisó el vestidito y de
pronto se estremeció; se puso tiesa como un palo. Lo que sucedió después duró
un minuto, quizá dos. Se oyeron pisadas de caballos, ruido metálico, estrépito
de ruedas, por la esquina apareció,
rauda, una carretela cargada con bidones blancos. En ella iba sentado un cosaco
de anchos hombros y rojo pescuezo.
-¡Padre!
– gritóla niña -. ¡Padre!
El
cosaco no volvió la cabeza, dio un buen latigazo a la grupa de los caballos,
que se lanzaron al galope, y todo desapareció tras una nube de polvo. Únicamente la suplicante voz
infantil que gritaba “padre”, permaneció aún suspendida unso instantes en el
aire.
Stoliarov
se levantó, tomó la niña en brazos, la apretó contra su pecho, le acarició los
cabellos; luego la puso cuidadosamente al suelo y se dirigió a grandes zancadas
al local del comité del distrito. El grito de la niña no dejaba de resonar en
sus oídos.
Al
mediodía se abrió la reunión de los koljosianos dedicados a la cría del ganado.
Mientras hablaba, Stoliarvo se fijó en Zinaida. Su presumida vecina estaba en
la primera fila, tomaba alguna nota, mordisqueaba el lápiz con sus pequeñitos
dientes. Stoliarov preguntó a Stépchenko, indicando con un gesto de cabeza a la
ordeñadora.
-¿Qué
tal?
-Tres
mil ochocientos veinte litros! – respondió Stépchenko de memoria, sin vacilar
un instante-. Es una ordeñadora que vale lo que no pesa. – Añadió, intranquilo:
- ¡Qué! ¿Te molesta? ¡Oh, se nos pasó por alto!...
-¿Qué
se nos pasó por alto?
-¡Buena
casa elegimos para ti! ¡Diablo! Se me olvidó que Zinaida vive en la misma casa
de Chernostán... ¿Escandalizan? ¿No te dejan vivir en paz? Se habla mucho de
esta Zinaida. ¡Tiene fama de ser ligera de cascos!
-¿Y
vosotros, qué hacéis?
-La
frenamos. Como es una mujer de empuje, podría arrastrar a las de la granja. La
frenamos.
-¿Y
nada más?
-¿Qué
más quieres, Pável Ivánich? – replicó Kornéi -. ¿Pretendes que nos dediquemos a
arreglar los asuntos familiares de las ordeñadoras? Hemos de preocuparnos de
que no disminuya la producción de leche, tenemos quebraderos de cabeza conlos
piensos... No pasa día sin que tú mismo no vengas con alguna novedad: que si el
cálculo de las jornadas de trabajo, que si las normas, que si la temporada de
invierno, que si las brigadas del campo, que si los procedimientos agronómicos... ¿Es que podemos
atender de verdad a todo ello? Pero supongamos que todo marcha bien. ¿Y
Zinaida? ¿Es una niña, acaso? ¿No es dueña de sí misma?
-¿Y
si no sabe serlo?
-En
estas cuestiones no voy a convertirme yo en su ayudante – respondió Kornéi, desentendiéndose del asunto-. En su
koljós se ven un aprieto por los silos. Si nos descuidamos, verás cómo baja la
producción de leche y la misma Zinaida nos va a hacer famosos en toda la
comarca. Hoy mismo iré allí y no me marcharé mientras no estén todos los silos
repletos.
Stoliarov
observaba atentamente a Kornéi Tijonovich, que había adelgazado durante los dos
últimos meses por sus muchas preocupaciones, y que había decidido no moverse
del lugar en que el koljós tenía las
zanjas para silos mientras no las viera repletas. ¿Y si tuviera razón? ¿ Y si
no estamos en condiciones de ayudar a todas las personas a organizar su propia
vida? No es nada fácil llevar sobre los hombros a un gran distrito que va a la
zaga de los otros. Cada día se descubren irregularidades por los que, al final,
el pueblo va a exigir cuentas. ¡No van a dejarte tranquilo en esta zona donde
no ha habido crítica y donde no se obtienen más de cien puds por hectárea!
¡Pronto van a exigir del Kubán doscientos! ¿Es posible, pues, dispersar la
atención en Zinaidas, cuando lo que sobran son problemas?
Estaba
pensando en estas cuestiones cuando salió de la reunión. Al dar la vuelta a una
esquina, camino de su casa, alcanzó a Zinaida. La ordeñadora estaba contenta, y
mientras caminaba desprendía hojas de las acacias de la calle. “No se te ve
acongojada, que se diga”, pensó Stoliarov, acelerando el paso. Zinaida,
sonriéndole, le soltó:
-¡Apúrelos
con lo del forraje, camarada secretario! ¡Apúrelos!...
-¿Qué
tal por casa, Zinaida? – preguntó, circunspecto, Stoliarov.
Zinaida
se inquietó, pero, por lo visto comprendió la alusión. Se puso pálida, con lo
que aún se le destacaron más las toscas manchas de colorete. Dijo con cierta
sequedad:
-¡Esta
es mi cruz, camarada secretario! En cuanto al forraje... “Ya te han enseñado a
hablar con tus jefes sólo del forraje”, pensó disgustado Stoliarov, y ella, como si temiera que
Stoliarov volviese a referirse a las preocupaciones familiares, se puso a
hablar apresuradamente de los silos y de las raciones que han de darse a los
animales.
Después
volvió la cabeza y dijo en voz baja:
-En
casa... A veces le pongo buena cara; otras, no. ¿Qué puedo hacer ahora?
¿Echarlo? Si hubiera orden en la aldea, quizá sentaría la cabeza. Filka no es
malo. Sólo que se ha desmandado un poco. Hay una rendija abierta para poder
hacer lo que viene en gana, y él la aprovecha. Si se cerrara esta rendija... Yo
también me encuentro sola. A los conscientes se les llama a las reuniones y a
las asambleas... Si reunieran por lo menos una vez a los que no lo son y se
desmandan... ¿Qué puedo hacer yo? ¿Echarle? Eché a uno. ¿Y he de hacer lo mismo
con éste? – Se irritó, aceleró el paso, y volviendo de repente el rostro,
pálido, hacia Stoliarov, dijo lentamente:
- ¡Métase con ellos, camarada secretario!
-Sí,
empezaré a meterme con ellos y tú serás la primera en gritarme, como hiciste
con tu hermano: “¡En casa mando yo!”
Zinaida bajó la vista.
-A
mí misma me da vergüenza, Pável Ivánich... Pero cuando pienso... Mi hija se ha
quedado sin padre... ¿Ha de pasar los mismo con el hijo? Ya no soy joven. El
puede liarse la manta a la cabeza y...
“¡Eh,
te faltó un mentor a su hora!” , pensó Stoliarov, mordiéndose el labio. Y dijo:
-No,
Zinaida, si hay que poner orden, vamos a hacerlo juntos.
-¿Juntos?
– exclamó la mujer, mirando recelosa a Stoliarov.
Llegaron
al patio de su casa sin darse cuenta. Stoliarov empujó la puerta de la valla y se
detuvo, como fulminado por el rayo. Desde la puerta a la casa, dividiendo el
patio en dos partes, se extendía una alta separación hecha con tallos secos de
girasol sostenidos por unos palos y varias estacas. En el extremo opuesto,
Máxim Ilich, con un mazo de hierro, estaba clavando la última estaca en el
suelo-
-Espera,
amigo –le dijo Stoliarov -. ¿Y cómo va a entrar el automóvil? Tu vecino tiene
auto...
-¡Que
vuele por encima! – replicó bruscamente Máxim Ilich-. ¡Ya le enseñaré yo! ¡El
cerdo ese! ¡Cerdo!
-¿Por
qué no embreas la puerta? - gritó Zinaida, y cubriéndose la cara con las manos
entró corriendo en su casa.
Chernostán
dejó el mazo.
-¡Sigue,
hombre, sigue! – le dijo, huraño, Stoliarov -. ¡Sepárate! Así viviremos en
adelante: los limpios, a la derecha; los que no están limpios, a la izquierda.
¿Los dejarás a ellos al otro lado de la barrera, para que no te pongan de mal
humor?... ¡Qué soldado!
Máxim
Ilich, decepcionado, miró un instante a Stoliarov y entró en la casa, pensando
que el triste Kornéi Tijonovich, al escudarse tras los silos yla producción de
leche para no tener que preocuparse del destino de las personas, no obraba con mayor
cordura que Máxim Ilich al elevar entre sí y su hermana una empalizada de
tallos secos de girasol.
V
Septiembre
tocó a su fin y llegó al Kubán la época calurosa, con claridades de cristal. Bajo
la ventana de Stoliarov, por segunda vez florecía, medroso, un guindo con
rarísima flor tardía. Por las aldeas del distrito se habían terminado las
animadas reuniones convocadas por el comité del partido. La gente dio el primer
palmetazo a los Evséi y salió al campo. Recogieron el maíz después de declinar
la ayuda de la cidad. Pero no era sólo el maíz lo que preocupaba a Stoliarov.
Muchos audaces proyectos habían surgido ensu mente y escuchaba con oído atento
lo que decían los koljosianos, sin que por ello perdiera de vista lo que
ocurría en su calle.
Un
lunes, antes de salir para visitar una aldea lejana, rogó a Máxim Ilich que llamara
a sus parientes y vecinos para conversar con él. Pero el dueño de la cassa se
extralimitó en su celo, declaró que se trataba de celebrar el fin de las
labores de arado, y cuando el sábado por la noche regresó Stoliarov acompañado
de Kornéi Stépchenko, la casa estaba llena de invitados y la mesa
abundamentente servida. En un ángulo había varias botellas de vino dela nueva
cosecha.
-¡Pero
te vamos a comer todo lo que tienes en casa! – dijo inquieto Stoliarov, pasando
revista a los huéspedes, conocidos y desconocidos.
-¿A
mí? – replicó Máxim Ilich , conlas manos metidas en el cinto -. ¿Lo que tiene
en casa un jefe de brigada de tractoristas del Kubán?
Marfa
y Zinaida, endomingadas, con sus delantales puestos, estaban dando los últimos
toques a la mesa y ayudaban al ama de la casa. Ana llevó a sus cuatro hijas en
presencia de Stoliarov y dijo:
-¡Aquí
están mis hijas, camarada secretario! ¿Cuándo tendremos talleres?
Se
apartó de las mozas, a las que dejó confusas, y se sentó, grave y solemne, a la
cabeza de la mesa.
La
cena fue muy animada y las voces eran tantas que resultaba difícil entender
nada; pero Marfa miró a Stoliarov, que estaba sentado al otro lado de la mesa,
se arregló brevemente el peinado y dijo en alta voz:
-¡Ah,
Motria! ¡Tienes suerte de que soy tu hermana, si no, te quitaba a Máxim!...
-¡Vaya
una ocurrencia! – replicó el ama de la casa -. ¿Para qué lo quieres? Si ya es
viejo, está calvo...
Máxim
Ilich respiró fuerte, pero Marfa, sin mirarle, interrumpió a su hermana
diciendo:
-¡Me
duele ver que un verdadero mujik camina sin dirección!
-¿Qué
no tengo yo dirección?
-¿Dónde
se ve, tu dirección? ¿Es Motria? ¡Pero si es tu niñera!... No, Motria; este
modo de vivir, de casada, no me convence. ¡Evséi se le subió a la espalda, a tu
marido, y tú te conformaste! ¿Es pacífico? Si me hubiera tocado a mí uno de los
pacíficos, lo habría convertido en una fiera contra los Evséis. ¡Al más lerdo
le habría encendido! – declaró.
-¿Lerdo?
– repitió Máxim Ilich, irguiendo la cabeza, dispuesto a parar los pies a Marfa.
Pero
en quel momento se levantó Evséi y dijo, ofendido:
¡Evséi!
¡Evséi! ... ¡No tiene usted otra palabra en la boca, Marfa Ivánovna! Ya corre por
la aldea como un baldón. En una reunión, pusieron como un trapo a un tal Piotr
y le gritaron: “¡Evséi”! Y yo... ¿Qué soy yo? ¡Pues una supervivencia!
-¿Quién?
– todos miraron a Evséi, como pasmados.
Bien afeitado, bien comido, Evséi no se parecía en nada a una
supervivencia.
-“¡Su-per-vi-ven-cia!”
– repitió Evséi con melancólica solemnidad -. ¡Una figura que está
desapareciendo! El período de mi existencia se acaba. La mecanización lo invade
todo. ¿Qué ocurrirá en adelante? ¿Tendrá que irse del campo, Evséi?
-¿Es
esto lo que esperas?
-¿Cómo?
- Máxim Ilich se levantó, apretándose el cinturón. - ¿Crees que vamos a dejar
que vayas desapareciendo montado tranquilamente en nuestras espaldas? ¡Tú no
desapareces ni en cien años! Nosotros...
Marfa miraba osada a los hombres acalorados.
Máxim Ilich, volviendo la espalda a Evséi, se acercó al fatigado Kornéi
Tijojnovich y le dijo lo que pensaba acerca del futuro de Evséi. ¿Adónde
mandarlo? ¿Hay que incluirlo en la nómina como destinado a los trabajos del
campo y cargarle de obligaciones? ¿No es amigo, él, de que las acumulen? Se le
puede poner al frente de la granja, de la huerta, de los campos de forraje, se
le pueden dar quebraderos de cabeza para el año entero, y la gente que sobre de
su brigada se destina a otras labores...
Evséi
movía la cabeza... Pero otras veces intervenían ya en la discusión. Zinaida, inesperadamente, se puso a hablar del
mínimo de jornadas de trabajo. Ana volvió a pedir lo que la preocupaba:
talleres para sus hijas. Motria dijo:
-¡Poned
al día la organización del koljós!
La
propia Marfa no pudo resistir la tentación de añadir:
-¡También
habría que tener parcelas especiales!
-¿A
qué parcelas te refieres? – le preguntaron.
-¡Pues
parcelas de experimentación!... ¡Buscad
a un agrónomo experimentador en el distrito!
-¡Estaría
muy bien! – gritó Máxim Ilich -. ¿Parcelas de experimentación? ¿Para hacer
pruebas? ¿Para ver mejor los resultados que se pueden obtener? ¡Entonces hasta Luka
tendría cuidado al buscar sus explicaciones! ¿Quién va a prepararlas, esas
parcelas? ¿Yo con las máquinas, y Evséi?...
-¡Allí
mandamos a Evséi! – dijo Marfa, decidida -. ¡Pronto habéis pensado en despedir
a un labrador! Destinaremos a esas parcelas a Evséi y a
Luka. ¡Les alegramos la existencia con los cuartos!
-¿Con
qué? –preguntó Evséi, reanimándose.
-¡Con
los cuartos! Se premiará con dinero al que realice la mejor experiencia. ¿No os
habéis fijado? En las fábricas premian con dinero toda invención; lo mismo hacen en las Estaciones de Máquinas y
Tractores. ¿Y nosotros? Aunque saquemos
una nueva raza de animales o tengamos una gran idea en agronomía, lo único que
recibimos son las gracias. ¡Por esto hay que busca a los experimentadores con
un candil! Para las máquinas hay millares de inventores. ¿Y para obtener más
trigo? ¿Y si estableciéramos una escala de premios?
-¿Aún
nos vienes con escalas?
-¡Por
fin lo que se economice! ¡Por las innovaciones! Si tu idea da al koljós un
beneficio de mil rublos, recibe tanto...
-¡Son
las primeras palabras sensatas que ustede dice, Marfa Ivánovna! –comentó Evséi.
-¡Esto
no figura en los estatutos – saltó Kornéi Tijonovich.
-¡Pues
pónganlo! ¿Qué mal hay en ello?
Kornéi
Slépchenko, al principio, escuchaba lleno de curiosidad a los que discutían;
pero no bien tocaron cuestiones no pensadas antes, no resueltas, comenzó a
sentirse intranquilo. Por tres veces dijo: “No figura en los estatutos”. Dos
veces hizo la siguiente observación: “¿Para qué decir palabras vanas? No hay
ninguna resolución sobre este particular. Se estiró al arrojar una bocanada de
humo y miró de reojo la puerta.
“¡Pero
si deberías saltar de contento, diablo! – le reprochaba en su fuero interno
Stoliarov-. ¿Por qué te resistes?” De pronto sintió una gran alegría al darse
cuenta de lo esencial. ¡Ahí estaba el error más grave de Kornéi.! ¿Por qué
procuraba que no chocaran los audaces y los maulas? ¿Por qué echaba tierra
sobre los conflictos? ¿Por qué se apartaba de lo difícil y se desentendía de lo
discutible? ¿Con qué objeto? ¿Para vivir más tranquilamente? ¡Pero no, la vida
no era más sosegada, así! Los conflictos no se resolvían, lo difícil no
desaparecía, lo discutible no se perdía, los audaces y trabajadores se retiraban, mientras que los
maulas se le subían al propio Slépchenko a la espalda. ¡Ahí estaba el error de
cálculo! Se inclinó hacia Kornéi Tijonovich y le dijo con malicia:
-¡Qué!
¿Es pacífica la gente de la calle de los Cosacos?
-¡Son
como el azogue! – respondió Kornéi Tijonovich, disimulando su zozobra con una
sonrisa-. Acabamos de aprobar una resolución y parecía todo resuelto. Ahora ya
vuelven a tener centenares de problemas. ¿Hay que resolverlos?
-Esta
es su misión - Máxim Ilich, insinuante-. Quería preguntarle una cosa y no me
atrevía, Kornéi Tijonovich. ¿Acaso son mejor, para usted, los Evséis?
-¿En
qué pueden ser mejores para mí? – replicó Kornéi, frunciendo el ceño.
-¡Pues
escuche! – Chernostán acercó la silla y bajó la voz-. Las máquinas han hecho más
fácil el trabajo y ha quedado gente libre en el koljós, ¿no es así? Y parte de
esta gente ha pasado a la reserva. ¿verdad? Para las obligaciones del distrito,
la gente que ha pasado a la reserva no cuenta, ¿cierto, Kornéi Tijonovich? Pero
si a Evséi se le confían muchos trabajos, hay que anotarlo en el plan de
distrito, y por el cumplimiento de este plan usted responde, si no me equivoco.
-Supongamos
que sea así.
-Pues
verá lo que he pensado! – añadió Chernostán con voz casi imperceptible - ¿No
sería mejor para usted acumular las faenas en mí solo? Yo respondo, mientras
que Evséi, ya lo sabe usted: con él no hay modo de avanzar un paso. ¿No es
mejor para usted dejarlo por imposible?... He pensado...
-¡Lo
que piensas es una solemne tontería! – le interrumpió Kornéi, enojado, y abrió
la pitillera -. Salgamos a fumar un cigarrillo, Pável Ivánich...
La
noche intranquila volaba sobre la aldea. Abajo no se notaba el viento, estaba
todo tranquilo. Arriba, las finas nubes se juntaban y se desgarraban en
pedazos. Slépchenko rompió un cigarrillo; sacó otro y dijo:
-Veo
que me va ser difícil trabajar a tu lado, Pável Ivánich.
-¡Kornéi
Tijonovich! – se oyó que decía el dueño de la casa -. ¿Dónde está? Todavía
quiero hacerle una pregunta acerca de la maquinaria. Tenemos pocas...
-¡Fu!
– Slépchenko aplastó el cigarrillo con el pie, inclinó la cabeza y volvió a
entrar en la casa.
-“¡No
importa! – pensó alegre Stoliarov -. ¡Te vamos a zambullir un centenar de veces
en compañía de gente tan “pacífica”,y aprenderás! ¡Ya llegaremos a
comprendernos!” Miró por la ventana abierta
a Kornéi, a quien la gente atacaba, y se sintió lleno de zozobra. La
gente atacaba a Kornéi mientras consideraba que él, Stoliarov, era una persona
nueva en el distrito. ¡Mientras era una persona nueva! Stoliarov casi percibió físicamente la enorme tarea que
había de llevarse a cabo. Era preciso conducir a la gente, sin obligarla; hacía
falta avivar los ánimos, y no sosegarlos... ¡Ya no podía esperarse más! La
primera exploración se había verificado. ¡Ya era hora!
Marfa
y Zinaida aparecieron en la puerta. No vieron a Stoliarov, bajaron al patio y
se sentaron en los escalones del soportal. Se oyó la viva conversación que
sostenían en voz baja:
-¡Pues
échalo, Zinaida! Es pecoso, holgazán...
-A
ti te es fácil decirlo.Hay tres que te están esperando – dijo Zinaida con envidia.
-¡Aunque
fueran treinta y tres! Si no encuentro uno a mi gusto, me quedo como estoy
“¡Difícil
será que te quedes así!”, pensó Stoliarov, sonriendo.
-Quizá
pongan orden en el distrito; si meten a la gente en cintura, entonces Filka...
–repuso Zinaida quedamente.
Enmudecieron.
Zinaida preguntó.
-Te
quedaste viuda pronto, Marfa. ¿Y... se terminó todo?
Marfa
se rió, sin contestar a la pregunta.
-Yo
no puedo vivir sin un mujik en casa - confesó Zinaida.
Stoliarov
tosió, para recordar a las mujeres que no se hallaban solas. Zinaida se
precipitó al interior de la casa. Marfa subió a la terraza del soportal.
-¡Siéntate,
Marfa! – le dijo Stoliarov-. ¿Adónde te destinamos, a ti? ¿A cultivar trigo?
¿Con qué empezamos? ¿Con las parcelas experimentadas? ¿Tieenes compañeras
decididas y trabajdoras?
Marfa
se rió levemente, como pensando en algo íntimo; se sentó, rozando a Stoliarov con el fuerte codo.
-¡Compañeras
no faltarán, Pável Ivánich! Ni máquinas. Lo que falta...
-¿Que
haya mandos enérgicos? – adivinó Stoliarov .
Marfa
hizo un signo afirmativo con la cabeza, y dijo pensativa.
-Quizá
en Moscú ahora también se están preocupando de los koljoses. Y nosotros...
-Y
nosotros también...
-¡Ay,
mi madre! – exclamó Marfa, inquieta -. ¡Se han callado en la casa! ¡Otra vez
Kornéi Tijonovich quiere que Máxim y Evséi hagan las paces!
-¿Cómo
quieres que hagan las paces? – le dijo Stoliarov tomándola de la mano - ¿Un
soldado del Kubán con un maula? ¿Y para qué estamos nosotros, además, en el
distrito?
De
nuevo se oyeron voces. Por la ventana abierta, llegó hasta la terraza la severa
y exigente voz de Ana, que decía:
-¡Piénselo!
¡Piénselo!
A
medianoche, los invitados se separaron. El lunes siguiente, llegaron la esposa
y la hija de Stoliarov, quien
agradeciendo mentalmente a la calle de los Cosacos lo que le había enseñado, se
despidió del dueño de la casa en que se había hospedado y se trasladó a la que
tenía cerca del local del comité del distrito.
FIN
Foto de Radov (1915-1975): http://st.kp.yandex.net/images/actor/343079.jpg
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