DANIIL ALEXÁNDROVICH GRANIN (LA SEGUNDA VARIANTE)

Kursk-Rusia, 1919-San Petersburgo, 2017
Daniil Alexándrovich Granin nace en 1919. Acabados sus estudios en el Instituto Politécnico de Leningrado, se dedica a su profesión de ingeniero. Participa en la guerra y amplía estudios en el mismo Instituto Politécnico (obtiene el título de candidato en ciencias, intermedio entre los grados de licenciado y de doctor). Se dedica a la literatura y ocupa pronto uno de los puestos destacados entre los escritores de la joven generación rusa. Figuran, entre sus relatos, "La segunda variante" (1949), "Jaroslaw Dombrowski", "Discusión a través del océano", etc. Sus dos grandes novelas "Investigadores" y Después de la boda" han encontrado excelente acogida entre los lectores rusos y han sido traducidas a varios idiomas europeos.
El profesor Sazónov sufría una grave enfermedad. Alexandr no tenía esperanzas de que accediera a dar su referencia sobre la tesis ni podía imaginarse que el propio Sazónov le iba a llamar por teléfono para tratar esta cuestión. Había de qué alegrarse. El profesor era considerado como uno de los mejores especialistas del país en lo tocante a rectificadores de corriente.
Vivía el profesor en un señorial edificio enclavado en un extremo del viejo parque del Instituto. Las ventanas del edificio daban a un campo donde antes de la guerra se encontraba el estadio y donde ahora se veían los oscuros blindajes destruidos, con las cabezas salientes de los troncos en descomposición.
Al subir la escalera, Alexandr se detenía a menudo y en las tabillas de cobre, fijadas en las puertas, leía nombres que le eran familiares por los libros de texto.
Estaban de reparaciones. Por la caja de la escalera, como por un pozo,  bajaba un cubo sujeto a una cuerda y volaban chispas de alabastro. Desde arriba gritaron "¡ojo!", y al instante una voz replicó:
-¡Qué chillas! ¿Te has bebido los sesos? ¿No te he explicado quién vive aquí?
-Sí, hombre - respondió contrita una voz de muchacho.
-¿Y si a algún sabio se le van las ideas, por tus gritos? ¿Qué te parece? - insistió la voz de bajo, cuyo eco indignado rodaba con tal fuerza de piso en piso que Alexandr no pudo contener la risa.
Encontró al profesor en su gabinete. Se habían visto por última vez en invierno, y Alexandr  se asustó al observar el cambio que se había producido en Dmitri Serguéievich. Ahí estaba, viejo y enjuto, acomodado entre almohadillas en un profundo sillón. Se disculpó de no poder levantarse. La mano que tendió Alexandr temblaba. El profesor se sonrió al notar la confusión del visitante. 
-No perdamos el tiempo - exclamó de pronto, con sequedad-, que para mí ahora ha ganado mucho en precio. ¿Qué ha hecho usted?
Alexandr intentó salir del paso con algunas frases corrientes y apresuradas. Se reprochaba el haber molestado al enfermo con las preocupaciones de la tesis y buscaba la manera de acabar pronto la entrevista sin herir con su compasión al viejo profesor Dmitri Serguéievich, empero, comenzó a hacerle preguntas, y al poco rato Alexandr se entusiasmó sin darse cuenta y se puso a discutir, con brío y calor, como si ante sí tuviera un individuo sano.
Habló sin reservas a  Dmitri Serguéievich  de las deficiencias que observaba en el aparato construido. El rectificador tenía poca potencia. La curva de la corriente rectificadora presentaba frecuentes crestas y pozos. En una palabra, no se contuvo y explicó lo que no ha por qué decir a un futuro oponente y lo que no hay por qué ocultar a quien ha sido nuestro profesor.
Dmitri Serguéievich señaló con la cabeza el manuscrito de la tesis y  Alexandr le puso cuidadosamente sobre las rodillas su trabajo encuadernado, que aún despedía olor a goma fresca. El anciano pasaba lentamente las páginas. Le costaba trabajo mover la mano. Y replicó. Al hablar se sofocaba. Decía, enojado a Alexandr, que las dudas de que le había hablado eran una tontería y que los resultados obtenidos "ya son hoy valiosos para la industria".
Luego se sonrió:
-¿No le parece que hemos trocado los papeles?
Alexandr se calló. El que pudieran sospechar que él había querido darse tono le hizo sonrojarse.
Al examinar uno de los diseños, Dmitri Serguéievich frunció el ceño, hojeó algunas páginas, volvió atrás, y, entornando los ojos a la vez que se acariciaba la ceja, dijo:
-Recuerdo que antes de la guerra un tal Nikoláiev preparaba una tesis sobre un tema parecido. Me lo dijo... ¡Ah, sí! Me habló de ello el difunto profesor Borís Alexéievich, era su director. No sé cuál ha sido el destino de este trabajo. Probablemente no salió bien. De lo contrario, lo conoceríamos. Sí, Nikoláiev... ¿No recuerda usted haber oído hablar de él?
Alexandr oía hablar por primera vez de Nikoláiev.
-¿Dónde trabajaba?
Dmitri Serguéievich citó el nombre de un Instituto de investigación científica.
-Es curioso - dijo Alexandr  -, procuraré enterarme de lo que haya.
-Claro. Vaya usted a saber. A lo mejor encuentra algo útil. Tiempo tiene. Mientras los oponentes leen su trabajo, ¿qué va a hacer usted? esperar y atormentarse.
Le despidió sonriendo, con una bromita, como de costumbre; parecía como si se hubiera animado entre los almohadones. La larga conversación no le había fatigado. Al contrario, sus mejillas hundidas, cubiertas por la piel seca, ganaron color. Al salir,  Alexandr pensó conmovido en aquel hombre que se moría y, sabiéndolo, se daba prisa a fin de utilizar para el trabajo cada uno de los minutos que le quedaban.Esa constante preocupación por cuanto afectaba a la economía del tiempo resultaba más familiar y comprensible para  Alexandr que para muchos otros.
Algunos colaboradores de su Instituto se complacían en afirmar que el trabajo científico es un trabajo creador y exige momentos de inspiración. Solía adoptarse una actitud un si es no es desdeñosa hacia los "aplicados". Se consideraba que la laboriosidad era el recurso de los faltos de talento. En una de las reuniones de Partido, Alexandr aportó datos interesantes. Demostró que los doctorandos gastaban en cosas inútiles aproximadamente las dos terceras partes del tiempo de trabajo, buscando instrumentos y aparatos, preocupándose de que los talleres ejecutaran sus encargos y asistiendo a reuniones interminables en las cátedras.
-Estamos trabajando - dijo - como las locomotoras de la época de Polsunov, con un coeficiente de rendimiento de cero a dos. Con sólo los arrebatos de la inspiración no llegaremos muy lejos. Una vez Nkólai Ostrovski dijo que el hombre ha de vivir de modo que no se avergüence de su vida. esto es poco. Hemos de vivir de modo que no tengamos que avergonzarnos por haber perdido inútilmente un solo día.
Después de haber pasado cuatro años en la guerra, el tiempo adquirió para  Alexandr  singular valor. Se prometió recuperar lo perdido durante aquellos años. Estudiaba en el tranvía, camino del Instituto; mientras conmía y, a veces,incluso en las reuniones, disimuladamente. En los exámenes de asignaturas para obtener el título de candidato en ciencias, recibió la nota de sobresaliente, a pesar de que se examinó cuatro meses antes del plazo establecido. Acabó la tesis con medio año de ventaja respecto a sus compañeros.
En los últimos tiempos se había encontrado con personas que en su afán de obtener un título de doctor "elaboraban" sus disertaciones a toda prisa, con ayuda de tijeras y goma. "Se apresuran a titularse, decía bromeando el profesor que dirigía a  Alexandr. Entre los doctorandos estaba en boga un dístico mordaz que decía:

Puedes no ser un hombre ciencia,

Pero titulado en ciencias, estás obligado a serlo.

Alexandr despreciaba a esta gente. Sentía veneración por la ciencia. Algunos lo tenían por pedante, por hombre adusto. Qué importaba. Es probable que la reiterada concentración le hubiera hecho más seco de carácter. Economizaba el tiempo. Se privaba a sí mismo de muchas cosas, pero no suprimía nada que afectara al trabajo. La minuciosidad con que verificaba sus experimentos, entusiasmaba a sus camaradas. Tomaba en consideración todos los detalles, excluía la posibilidad del más pequeño error. No es de extrañar, pues, que la alusión al trabajo de un tal Nikoláiev le interesara en sumo grado. Si aquella persona desconocida se había ocupado del mismo tema, él tenía la posibilidad de comprobar una vez más los resultados obtenidos. A la vez que pensaba en ello, se sentía invadido por una rara inquietud... Al día siguiente, por la mañana, se dirigió al Instituto de investigación científica de que le había hablado Dmitri Serguéievich 

En la sección de personal del Instituto comunicaron a  Alexandr que el doctorando Nikoláiev se había alistado al ejército como voluntario en el otoño de 1941, y que poco después había perecido no lejos de Siniavin. Alexandr  visitó el laboratorio donde en otro tiempo había trabajado Nikoláiev. Los técnicos y científicos de allí recordaban sólo una cosa: según tenían entendido, su difunto camarada había alcanzado resultados interesantes para construir un nuevo  tipo de rectificador de corriente, pero la guerra interrumpió su labor. Nada quedaba de sus papeles e informes en el Instituto. Al empezar la contienda, el laboratorio se dedicó a otro tipo de investigaciones y nadie recordaba el carácter y los detalles de una disertación de aquellos tiempos. Dijeron a Alexandr  que podía dirigirse a una cierta Galina Serguéievna.
-Es la única persona que quizá se encuentra en condiciones de ayudarle - le dijeron, y él observó que, al decírselo, se turbaban un poco, como si le descubrieran algún secreto de familia.
Galina Serguéievna - una mujer joven, con cabellos negros que se peinaba lisos- asomó la cabeza por la puerta donde se leía "prohibida la entrada", miró severamente  Alexandr  y le rogó que esperase.
Ocurre a veces que, sin causa aparente, las relaciones entre las personas quedan determinadas desde que se ven por primera vez. Alexandr  miró la puerta cerrada, se dijo "¡qué humor!" y se encogió despectivamente de hombros, sorprendido de su repentina e injusta animadversión.
Galina Serguéievna salió bajándose las mangas de su bata blanca. Alexandr le contó lo que motivaba su visita. Al oír el nombre de Nikoláiev, la joven se ruborizó, pero en seguida se le apagó el color del rostro.
-Por desgracia, yo no entendía casi nada del tema que desarrollaba Nikoláiev; yo soy químico - respondió con brusquedad -. Pero todos sus escritos y notas los conserva su madre. Puedo darle la dirección - añadió de mala gana.
-Muy agradecido ¿Está usted segura de que sus escritos y notas se conservan? respondió Alexandr, decidido a no prestar atención ninguna al tono en que la joven hablaba.
Galina Serguéievna se sonrió con poca gracia.
-Estoy segura. ¿Y usted, ya ha terminado su disertación? - preguntó, desviando la mirada.
El adivinó lo que ella pensaba, y se turbó.
-La he terminado y la he presentado. El trabajo de Nikoláiev no tiene para mí más interés que el de la consulta de un archivo. De todos modos, si encuentro en él algo que me agrade, no lo utilizaré sin referirme al nombre de su autor...
Entonces fue ella la que se sintió confusa. Alexandr tomó nota de la dirección de la madre Nikoláiev y se apresuró a despedirse.
Disgustado por esta conversación, estuvo tentado de dar por terminadas sus pesquisas, mas la  costumbre de llevar hasta el final las cosas empezadas, se impuso. Se dirigió a la casa cuya dirección le había comunicado aquella joven poco amable, y a la vez se repetía que toda aquella empresa no tenía ningún objeto.
Hasta que Alexandr no vio a María Timoféievna no se le ocurrió pensar en Anatoli Nikoláiev como persona que en otro tiempo había vivido ahí, en aquella misma ciudad... Quizá en la habitación en que se encontraba ahora Alexandr, recargada de muebles... Es posible que durmiera en este diván de felpa raída. Desde el primer momento Nikoláiev fue, para él una persona muerta. No se le había ocurrido pensar que para María Timoféievna el hijo aún seguía viviendo en su inextinguible pena maternal. El espeso sedimento de esa amargura, acumulada año tras año, se le había puesto en los ojos sin brillo, en el brevísimo repliegue de las arrugas, en los movimientos para siempre cansinos.
Cuando Alexandr hubo contado qué deseaba, evitando, cauteloso, repetir innecesariamente el nombre del hijo de ella, María Timoféievna, que, por lo visto, le había comprendido mal, preguntó:
-¿Conocía usted a Anatoli?
Alexandr, al explicar de nuevo la causa de su visita, pensó, de pronto, que realmente él podía haber conocido a Anatoli.
-Con mucho gusto le mostraré sus papeles - dijo María Timoféievna-. Tengo una maleta llena. La llevé conmigo durante toda la evacuación.
De debajo de la cama sacó una maleta vieja, muy usada. Se fue a buscar un trapo   para quitarle el polvo. Alexandr miró a su alrededor. Junto a la ventana, en un ángulo, había una pequeña mesa escritorio, cubierta con papel limpio, muy bien arreglada, con mesa escritorio, cubierta con papel limpio, muy bien arreglada, con un orden hasta cierto punto carente de vida. Sobre la mesa colgaba una fotografía. Alexandr se acercó. Desde la pared miraba un rostro juvenil, delgado, levemente taciturno, muy parecido al de María Timoféievna, con los cabellos rubios peinados hacia un lado. En la mesa, junto a la escribanía con tinta reseca desde mucho tiempo, se hallaba el retrato de Galina Serguéievna. Alexandr  la reconoció en seguida, si bien ella parecía muy joven y distinta: el peinado era otro e incluso los rasgos de la cara se veían más suaves, más tiernos. Sonreía tan afable a Alexandr, que ni rastro quedó en él de su reciente agravio. Se acercó a la estantería. Había casi los mismos libros que tenía él en el armario. Curso de motores eléctricos, rectificadores de ionización, técnica de altas tensiones... Faltaban sólo algunos libros recientes, publicados después de la guerra.
-Me duele separarme de ellos - dijo María Timoféievna a su espalda, después de entrar sin hacer ruido-. Los demás los he regalado a sus camaradas. Un baúl entero. Estos me los he quedado. Tienen muchas anotaciones de su propia mano.
Había algo de solemnidad en aquella manera franca de vivir con la propia pena, sin conformarse, sin esconderse y sin olvidar nada.
María Timoféievna abrió la maleta y sacó un montón de papeles, cuidadosamente atados. Alexandr se sentó a la mesa. Desató la carpeta superior. Las hojas de papel de escribir, barato, se habían pegado, se habían puesto oscuras por los rebordes y olían a humedad.
En la primera hoja, con letra grande e infantil, estaba escrito el  nombre del tema. Era el mismo que el del trabajo de Alexandr, si bien formulado de otro modo.
Con un sentimiento de rara curiosidad, con una zozobra y pena que crecían por momentos,   Alexandr  leyó la introducción. A veces sin querer, señalaba con la uña pasajes dudosos y con condescendiente complacencia se convencía de que su exposición a modo de resumen era bastante más completa.
Examinó sin especial interés los resultados de los primeros experimentos de laboratorio. Era éste un minucioso trabajo de acopio del que no podía prescindir ningún investigador. Implicaba la preparación de los aparatos y la obtención de datos que servían de punto de partida. Luego venía lo más importante: las búsquedas,la ideación de un nuevo esquema de aparato rectificador. Todo seguía su curso normal. Se había acabado el camino sin obstáculos de los aparatos existentes. Se llegaba a una frontera, a un límite. Ya no se trataba de modificar nada, de completar alguna cosa. Se trataba de dar comienzo a lo propio, a lo original.
Alexandr entendía sin dificultad las notas escritas a vuela pluma y las abreviaturas de Nikoláiev. En este terreno, todo le era familiar, todo había sido experimentado y pensado por él mismo. Durante cierto tiempo Nikoláiev avanzó por un camino distinto del que había seguido Alexandr, mas luego sus pasos volvían a encontrarse.  Alexandr tenía la extraña sensación de que estaba leyendo sus propios pensamientos, pero deformados por otro carácter de letra, por otro modo de decir las cosas. Se percibía en el trabajo de Nikoláiev cierto nerviosismo, cierta impaciencia. A veces daba vueltas y más vueltas acerca de una misma cuestión, repitiendo unos mismos experimentos. Otras veces -y esto era más frecuente- dejaba de lado varios eslabones y de un golpe alcanzaba lo que a Alexandr le había costado meditaciones prolongadas y difíciles.
Alexandr estaba emocionado. Se dio cuenta de que apenas podía resistir la tentación de saltar a la última carpeta.
Una vez se sonrió incrédulo. Anatoli Nikoláiev había escrito con grandes trazos, a través de la página entera: "Aquí se presenta una bifurcación, se da la variante "A" y la variante "B". Sigo por la ruta más sencilla de la variante "A". Los resultados, según creo, serán peores. Pero quiero ver el problema con claridad meridiana". Y siguió el camino que, en su día, Alexandr había elegido sin vacilar, convencido de que era el único justo.
Alexandr se sonrió. Lo que acababa de leer le hizo el efecto de un desafío.
-¿Le hace gracia? - le preguntó con voz suave María Timoféievna, sentada en un sillón, al lado de Alexandr.
El se había abstraído en la lectura. María Timoféievna probablemente hacía mucho rato que estaba ya sentada en aquel sillón, quietecita, siguiendo ávidamente la expresión del rostro de aquel joven.
-¿Cómo? - preguntó él, a su vez, sorprendido.
-¿Se ríe usted de que él no supiera cosas sencillas? ¡No olvide que han transcurrido siete años! -le brillaron los ojos, ofendida-. Si Anatoli viviera, habría logrado lo que se proponía. Ya entonces los profesores le decían que había alcanzado grandes éxitos. Anatoli había puesto toda su vida en este trabajo. A usted  le hace gracia, pero yo pienso siempre en lo doloroso que debió resultarle morir. Ni acabó sus trabajos ni acabó la guerra. ¡Si por lo menos se hubiera podido enterar de la victoria! Y ahora resulta que también sus trabajos hacen reír... Es preferible que no lea nada más, joven, y que salga de aquí...
-¡No, no! - exclamó Alexandr, rojo de vergüenza-. Por Dios, perdóneme, María Timoféievna . NO me ha comprendido bien. Acaso yo...
Sin escucharlo, ella se levantó y se fue de la habitación.
Con las prisas y la desesperación del hombre que se e obligado a separarse de su hallazgo, Alexandr abrió la última carpeta. Costar lo que costara tenía que saber a qué resultado final había  llegado Nikoláiev con su trabajo.
Sacó las dos hojas últimas. En la primera figuraba el diseño de la parte fundamental del rectificador.
Alexandr hizo un gesto de sorpresa, echándose un poco hacia atrás; luego volvió a inclinarse hacia el papel, dio la vuelta a la hoja varias veces. No cambió nada. Los contornos de la superficie rayada de la curva, formaban casi un cuadrilátero regular. Lo que en todos sus diseños quedaba punteado como deseable, figuraba aquí rayado con líneas gruesas y seguras. No daba crédito a lo que veía. Comprobó la escala. Luego, buscando alguna inexactitud o algún error, comprobó la tabla que servía para la construcción de la curva. Todo estaba bien.
Alexandr, desconcertado y con  cierta timidez, miró en torno. En la habitación no había nadie. Miró la última hoja. Ahí estaba el oscilograma de la corriente rectificada. Era una fotografía gris, descolorida por el tiempo, y en ella se extendía la curva formando leves oscilaciones casi imperceptibles para la persona no iniciada.
¡Es increíble! Por primera vez Alexandr veía con sus propios aojos aquello con que había estado soñando durante tanto tiempo. Sí, aquello le parecía inverosímil. era como si le hubieran presentado una fotografía del sueño. Con la hoja en la mano, pasó por el corredor a la cocina.
-María Timoféievna, ¿sabe usted lo que es esto? - preguntó Alexandr con voz ronca-. Una rectificación ideal. Mire. ¿Es que esta línea le parece curva?  María Timoféievna , haga conmigo lo que quiera, pero ¡no me voy!
La mujer, de pronto, se puso a llorar.
-Anatoli también vino corriendo con esta fotografía, empezó a hablarme, me levantó en brazos, me hizo dar vueltas, y luego...
Se volvió, cara a la ventana.
Era imposible pasar por alto ni una sola línea. Alexandr veía cómo paso a paso Anatoli Nikoláiev se iba a cercando a su propio esquema. Alexandr observaba, impaciente, las torpezas y los fallos de su predecesor, olvidándose de que él mismo los había tenido y quizá más aún. Sintió pavor, como algunas veces en sus juegos infantiles. Con cada nuevo experimento, el círculo de investigación de Nikoláiev se iba reduciendo inexorablemtente. ¡Todo como él, como él! Llegó el día en que Nikoláiev creó el mismo esquema que  Alexandr Savitski. Ahí estaba el límite. Nikoláiev llegó a esta conclusión, lo mismo que Alexandr. En efecto, ahí estaba el límite que se podía alcanzar aplicando el método utilizado. Entonces Nikoláiev escribió:
"No sirve. Vuelvo a la variante "B"."
Alexandr rebuscó con los dedos por el fondo del paquete de cigarrillos, ya roto; sacó uno, lo estrujó. Los dedos le temblaban. Un mal presentimiento le empujaba a dejar los papeles, a levantarse, a irse sin seguir leyendo. Volver aquí una semana o un mes más tarde, después de la defensa de la tesis, cuanto más tarde mejor.
Dos personas le estaban observando. Una, hosca, alerta, desde la fotografía de la pared. La otra era Galina Serguéievna desde la foto en que todavía era, simplemente Galia. Las sentía a su lado casi como si estuvieran realmente presentes, como si le miraran, tenaces, los ojos y vieran lo que él mismo temía reconocer.
Alexandr contrajo los labios, como en un rictus de dolor.
-No, no me iré - se dijo, y oyó su propia voz.
Tenia que leer despacio las nuevas páginas. El pensamiento de Anatoli Nikoláiev se abría camino a través de muchos obstáculos. Con frecuencia Alexandr se detenía y durante largo rato buscaba entre anotaciones presurosas el hilo que llevaba a una conclusión inesperada. Leía con espíritu crítico, haciendo crujir los dedos bajo la mesa, esperando encontrar algún error de un momento a  otro. De día en día el tímido esquema de laboratorio de la variante "B" se hacía más claro, adquiría "músculos". Ocurría con él  lo que pasa con todo nuevo aparato. Al principio se complica, adquiere numerosos centros auxiliares. La seguridad y la sencillez aparecen más tarde. Lo mismo acontece con los edificios: a medida que se van librando del laberinto de andamios, aparecen gradualmente según la armonía con que han sido concebidos por el arquitecto.
Llegó el día en que Anatoli Nikoláiev escribió, victorioso: "Por su potencia, la variante "B" ha alcanzado a la variante "A", pero esto no es más que un hito". Y como en las carreras, Nikoláiev, ya con gran ventaja, dejó de mirar atrás, mientras que   Alexandr iba calculando una y otra vez cómo se iba haciendo mayor la distancia que los separaba. La potencia de los dos aparatos se diferenciaba en dos décimas, en tres décimas... Nikoláiev cambia el condensador y  Alexandr, sin mirar la curva, sabe que otra décima ha sido ganada. La variante "B" en su resultado definitivo supera en dos veces -¡en dos veces!- a la variante "A".
Colocó los diseños ante sí. Cuán económico y hermoso le pareció el esquema de Nikoláiev en comparación con el suyo...
Por dos veces María Timoféievna entró en la habitación sin hacer ruido. Alexandr no prestaba la menor atención a sus pasos. Se imaginaba el depósito de la fábrica, tal como lo había visto la última vez. Los obreros estaban construyendo enormes cajas, metían en ellas blandas virutas olorosas y colocaban dentro con suma cautela los pesados y frágiles rectificadores de corriente. Y he aquí que él entra llevando en las manos una brillante cajita barnizada. Incluso le resulta un poco cómico; en el fresco barniz, oscuro y profundo, como agua de primavera, ve su cara de grave expresión que se trueca en franca sonrisa. Abre la tapa. En seguida cesa el golpear de los martillos. Los obreros dejan el trabajo y le rodean... Silencio. ¿Cuánto tiempo se prolonga este silencio? ¿Un minuto, tres, diez? El mismo se calla, profundamente conmovido por la belleza del aparato que sostiene en las manos.
Así soñaba y sonreía a sus sueños. En su imaginación veía una lejana fábrica delos Urales. Un contramaestre hace girar la manivela del regulador de potencia y exclama, satisfecho: "¡Vaya tíos los leningradenses! ¡Esta gente sabe dónde tiene la cabeza!..." ¿Gente? Miró y vio ante sí, en la pared, el rostro infantil cuyos rasgos más insignificantes había examinado ya repetidas veces. Era como si abría camino en el interior de Alexandr, quizá una idea que aún no había tenido tiempo de madurar, pero tan buena, tan infantilmente pura, que él notó cómo se le aceleraban los latidos del corazón. De pronto volvió a ponerse taciturno, se estremeció y, lleno de zozobra, miró en torno.
El reloj señalaba la medianoche. Alguien le había encendido la lámpara de la mesa. El ni se había dado cuenta de que ya era de noche y de que la lámpara estaba encendida. María Timoféievna, cubiertos los hombros con un chal, se había dormido en el diván. En la mesa de comedor, servida para dos personas, había cena. María Timoféievna  se durmió esperando que él pusiera fin a sus meditaciones. No se atrevió a interrumpirle. Lo mismo le había ocurrido, sin duda, en más de una ocasión con su propio hijo.
Alexandr apagó la luz. Abrió con mucho cuidado la puerta, salió a la calle. Era una noche de junio. Cruzó el puente de los Fundidores y siguió caminando a orillas del río. Después de las iluminadas calles desiertas, el paseo parecía muy concurrido. Todo le era familiar; las parejas solitarias sobre el blanquecino Nevá, los grupos alborotadores de jóvenes estudiantes, los pescadores y, sobre todo ello, el claro resplandor de la bóveda celeste, resplandor que no se extinguía.
Alexandr se sentó en un banco de piedra. En el otro extremo estaba sentada una pareja. El joven, inclinándose, con trazos imaginarios sobre la rugosa piedra, explicaba entusiasmado alguna cosa a su amiga. Alexandr, con amargura de hombre ya maduro, miraba de reojo el cuello curtido del joven, ceñido por el de la camisa blanca, y pensaba que en vísperas de la guerra, en una noche de junio semejante, quizá en aquel mismo banco, estuvo sentado Anatoli Nikoláiev explicando a Galina Serguéievna en el éxito de su investigación. Es raro que, al pensar en Nikoláiev, no sentía ya ni celos ni pesadumbre. Comprendía, tan sólo, que había ocurrido algo irreversible, que le cortaba la respiración como un fuerte golpe en el pecho...
Con la tenacidad del desesperado volvió repetidamente a casa de María Timoféievna . Se obligó a comprobar una vez más todas las tablas de cálculo de la variante "B", todos los los coeficientes. Después del mediodía se iba al laboratorio y experimentaba el esquema de Nikoláiev. Así transcurrió una semana. Adelgazó, se le hundieron las mejillas, evitaba encontrarse con  los amigos, eludía las preguntas en el trabajo y en su casa. Ni siquiera con Natasha se mostraba locuaz.
Fotografiado el último oscilograma y cotejado con la curva de Nikoláiev,  Alexandr se convenció de su absoluta identidad. Si al comprobar la variante "B" hubiera encontrado algún error, se habría sentido aliviado. pero el aparato no requería instrumentos auxiliares, trabajaba de modo impecable, por duro que fuera el régimen a que se le sometiera. 
Poco a poco la cauta sencillez de la variante "B" le fue pareciendo tan lógica y bien fundamentada, que  Alexandr se hacía cruces de no haberla visto antes. Al pensar que él tendría que defender su variante "A" se sentía invadido por un sentimiento muy semejante a la vergüenza.
Un día cerró la última carpeta. El manuscrito de Nikoláiev se interrumpía a media frase, pero en realidad el trabajo estaba terminado. Faltaba tan sólo sacar conclusiones y pulir el estilo.
Ordenó y ató cuidadosamente las carpetas en el orden en que estaban; tomó la maleta, la abrio y se quedó pensativo.
-María Timoféievna -dijo sin volver la cabeza-, permítame que me lleve una carpeta, la última. Se la devolveré a usted dentro de una semana.
-Puedes tomar lo que necesites.
En el transcurso de una semana se había acostumbrado de tal modo a su presencia, que le llamaba simplemente Alexandr. Este la miró de soslayo.
-Me la llevo sólo a fin de preparar el trabajo de Nikoláiev y publicarlo -dijo, pronunciando con dificultad cada una de las palabras.
-¿Y tu tesis?
Alexandr se encogió de  hombros. Nunca en la vida había sentido tal peso como ese día, cuando cerró tras sí la puerta de la casa de los Nikoláiev.
En el Instituto ya se habían recibido dos críticas de la disertación.  Alexandr leyó sin interés la exposición sucinta del contenido de la tesis que ambos oponentes hacía con frases igualmente secas, alambicadas y largas; leyó sus observaciones y la calificación: "digno de que se le conceda el grado científico".
La tercera recensión -de Dmitri Serguéievich - la leyó dos días antes de la defensa. Sin tener idea clara de sus propios deseos, había estado esperando, dando tiempo al tiempo. Quería recibir esta última crítica. ¿Consideraría, quizá, su trabajo insuficiente Dmitri Serguéievich? Aun sabiendo que sus esperanzas, en este sentido,carecían de fundamento, la duda le permitía dejar pasar los días sin tomar ninguna resolución.
Dmitri Serguéievich reprendía severamente a Alexandr por los defectos del esquema, pero incluso a través de los reproches se traslucía la íntima satisfacción del maestro, contento de las capacidades del alumno.
Al leer esta reseña, Alexandr pensó: "¡Cómo he engañado al vejete! ¡Cuánto tiempo le  hecho perder a él, anciano y enfermo!".
Decidió entrevistarse inmediatamente con su director de tesis, el profesor Mozhánov.
Mozhánov daba clase en varios institutos, era miembro de varios comités, comisiones y sociedades. Siempre tenía prisa, siempre conversaba pendiente del reloj, y no era fácil dar con él.
Alexandr le estuvo esperando casi una hora en el despacho del Instituto, hojeando una revista y sin entender lo que leía.
Mozhánov entró metiendo ruido, arrojó el abrigo sobre el respaldo de un sillón y, respirando, empezó a buscar el pañuelo de bolsillo.
-¿Qué le ocurre,  Alexandr Ilich? -le preguntó al saludarle -. La maldita espera se lo está comiendo.Yo también me sentía inquieto antes de mi defensa; pero usted, por lo visto, se lo toma por la tremenda. Aunque la culpa de todo ello la tiene nuestra gente por su manera de proceder. Te traen algo para reseñar. Fijas plazo: dos o tres semanas. En realidad, ¿para qué tres semanas? De todos modos no gasta más de una velada en el trabajo. Pero no, hay que demostrar que eres un hombre ocupadísimo. Yo hago lo mismo, claro...
Alexandr escuchaba pacientemente. A Mozhánov había que dejarle hablar, lo sabía.  Cuando éste, por fin, se dejó caer en el sillón, respirando fatigosamente. Alexandr  se refirió al trabajo de Nikoláiev. Mostró a su director de tesis el nuevo esquema y al instante se olvidó de su visita. Mozhánov, contagiado por la emoción de Alexandr, chascaba la lengua, lanzaba exclamaciones de sorpresa, arrebataba el lápiz a su interlocutor, y ambos, interrumpiéndose mutuamente, buscaban y hallaban nuevas pruebas de las ventajas que poseía la variante "B". De pronto Mozhánov enmudeció y con rara expresión levantó la mirada de la hoja llena de garrapatos y la puso en  Alexandr. Sólo en ese momento empezó a tener conciencia de lo que había ocurrido.
-Como por arte de birlibirloque - balbuceó desconcertado.
Tiró rabioso de la corbata, se desabrochó el botón superior de la camisa y, jadeando, se tumbó sobre el respaldo del sillón, dando a entender con toda su actitud que de un hombre como Savistki no cabía esperar otra cosa.  Alexandr le observaba irónico. Hasta cierto punto le causaba placer arrojar sobre hombros ajenos, aunque fuera sólo por poco tiempo, el fardo que llevaba a cuestas.
-¿Por qué diablos se ha metido usted en toda esta arqueología cuando está a punto de defender la tesis? - le preguntó, sumamente irritado,  Mozhánov-. Escúcheme - prosiguió decidido- . Ni usted ni yo sabemos nada de todo esto. Que quede todo como antes. Defienda su tesis como si no hubiera ocurrido nada. Luego redactaremos el manuscrito de de  Nikoláiev y lo publicaremos con su nombre en las ediciones del Instituto. Teniendo en cuenta el ritmo con que estas cosas se  hacen, transcurrirán tres o cuatro meses, lo cual estará muy bien.
-He pensado en ello, pero no puede defender lo que no sirve para nada.
-¡Tonterías! La tesis no ha de constituir obligatoriamente una revelación. Ha de demostrar que el aspirante al grado académico está en condiciones de realizar trabajos científicos.
Tomó a Alexandr por el brazo y, llevándolo de un extremo a otro del gabinete, se puso a demostrarlo lo absurdo de todas aquellas dudas. Llovían los argumentos sobre Alexandr, hasta el punto de que éste pronto dejó de comprenderlos y sólo prestaba oído atento a su imprecisa melancolía.
De repente Mozhánov miró el reloj y, considerando que el problema quedaba resuelto, se dio prisa a echarse el abrigo sobre los hombros, apretó la mano de Alexandr, masculló unas palabras alentadoras y se fue corriendo.
Al atardecer del mismo día, Mozhánov se acordó de lo que le había pasado con Savitski. Enfurruñado sin saber por qué - hasta quienes estaban a su lado se dieron cuenta -, pasó revista interiormente a su argumentación. Intentó ponerse en el lugar de Savistki y, profundamente indignado consigo mismo, se dio cuenta de lo que le habría costado vencer la tentación de aprovechar los trabajos de Nikoláiev.
La conversación con el profesor no aclaró nada. Alexandr lo sopesó todo con la máxima ecuanimidad de que fue capaz, con la escrupulosidad que le caracterizaba. No, no había que pensar en esto... ¿Defender la tesis y luego publica el trabajo de Nikoláiev? Se daba cuenta de lo que ello significaba: un artilugio, una transacción con la conciencia, una transacción deshonesta que se limitaba a encubrir el afán de obtener el grado académico.
Ocupó su sitio en el laboratorio. Sus camaradas le hicieron preguntas, le dijeron palabras de aliento. Notó que su aspecto  sombrío les preocupaba sinceramente. Entonces hizo un esfuerzo por dominarse y se obligó a escuchar como los otros las burlescas recomendaciones a los doctorandos. Mijail Braguin, su condiscípulo, jovial y bromista, decía, sentencioso: "No escribas mucho: una tesis no es "La guerra y la paz" y tú no eres León Tolstoi". "Comprueba la calidad de la tesis explicándola a tus familiares y colegas."
Alexandr miró desconfiado los rostros burlones de sus camaradas: ¿no habrían preparado aquella escena de la lectura para tirarle de la lengua?
De pronto se sulfuró y exclamó, dando un golpe con la palma de la mano sobre la mesa:
-¡Yo me avergonzaría de participar en un acto de tan mal gusto!
Aún quería añadir algo más, pero se calló y salió sin mirar a nadie. Todos se quedaron como quien ve visiones. Braguin, hombre de imperturbable sangre fría, le replicó alegremente:
-Si tienes éxito, organiza un banquete; y si no, también.
Por el tono amistoso con que fueron dichas estas palabras, comprendió Alexandr hasta qué punto era estúpida su aprensión. A pesar de todo, se fue avergonzado de su brusquedad. Sus camaradas eran buenos amigos. ¿No sería con ellos con quienes debía de aconsejarse? Podrían comprenderle mejor que Mozhánov. Y en el fondo, ¿qué consejo desea obtener? La busca de consejeros, ¿no es una cobardía, un afán de eludir la responsabilidad propia?
Incluso se detuvo en medio del corredor, perplejo ante este pensamiento doloroso. Inmediatamente oyó a su espalda el ruido presuroso de unos tacones. Volvió la cabeza. Se le acercaba. Natasha, cuyos cabellos, tirados hacia atrás, se le habían despeinado:
-¿No te da vergüenza? ¿Qué nervios son éstos? - le dijo, y, sin esperar respuesta, lo tomó del brazo y se lo llevó consigo.
Frente a la puerta principal del Instituto se iniciaba una larga avenida. Entraron en ella y Alexandr seguía callado. Entonces Natasha, asustada por la indiferencia y la insólita sumisión de él, lo hizo sentar en el primer banco que encontraron. La fronda densa y jugosa del verano en ciernes susurraba sobre los caminos, como si jugara. Las ramas de los arbustos llegaban a rozarles la espalda.
Natasha le miraba insistente e inquieta. Esperaba, tensa. Y Alexandr, atormentándose con detalles, le contó todo.
-Son posibles dos soluciones - dijo-. La primera es la que ha propuesto Mozhánov: defender la tesis y luego publicar el trabajo de Nikoláiev. La segunda consiste en renunciar a la defensa y publicar.
-Sí - dijo Natasha -. No hay otra.
Alexandr se sonrió.
-Sólo existen la variante "A" y la variante "B".
Ella le estrechó la mano, agradecida.
-¡Dios mío, qué complicado ha resultado todo! - exclamó de repente Natasha -. Y nadie tiene la culpa. A ti mismo te va a remorder la conciencia si aceptas la proposición de Mozhánov. Y en el fondo de su alma el propio Mozhánov dejará de estimarte.
-¿Así, pues, no he de defender?
-¿Por qué lo que más te preocupa es la defensa¡ - Se percibía en su voz una inquieta perplejidad -. Al fin y al cabo, lo más importante es que se ha creado un aparato extraordinario, dos veces más potente que el tuyo. Es una pena, naturalmente, que dos personas hayan trabajado sobre un mismo tema y que el trabajo de una de ellas haya sido inútil. Y duele que el trabajo inútil haya sido el que has realizado tú... Verdad es que has aprendido mucho - añadió ella, fatigada -, pero el resultado...
-No hay resultado alguno - dijo Alexandr, interrumpiéndola bruscamente -. ¿Por qué vuelves a hablar de esto?
-¿Crees acaso que tu suerte me es indiferente? - Natasha cruzó el brazo sobre el pecho, como si se defendiera del reproche que él le hacía -. ¡Ah, tonto mío! ¡Cuántas esperanzas están ligadas para mí con tu defensa! Te mereces el diploma más que muchos otros. Pero no puedes defender tu tesis. No llego a explicarme muy bien por qué, pero no puedes.
-tengo veintinueve años - dijo Alexandr -.  Veintinueve, y resulta que aún no he hecho nada. No hago más que recibir, sin dar. La escuela, el Instituto, luego la guerra, después el doctorado. Renunciar a la defensa, elegir otro tema, significa otro año. He aprovechado hasta los minutos, y ha sido en vano...
La joven se puso bruscamente en cuclillas ante él,lo atrajo hacia sí, contemplándole el rostro de abajo arriba.
-¿Sabes qué? ¡Defiende la tesis! Pero jurémonos que durante un año los dos renunciaremos a los días de fiesta, a las vacaciones y que trabajaremos si es precisos por las noches para pagar nuestra deuda y compensar el año perdido. ¿Lo haremos así, querido?
Alexandr le acarició la cabeza con leve temblor.
-Esto son cuentos para niños. No puedo creer en esta deuda. El que no haya logrado alcanzar lo que Nikoláiev hizo hace seis años, demuestra que soy un hombre sin talento. en la ciencia no hay sitio para mí. Espera. No es esto lo peor. Lo peor es que tengo unos deseos enormes de ser doctor en ciencias,  a fin de ponerme a trabajar por cuenta propia, y busco el modo de justificarme, examino el pro y el contra, vacilo... y a pesar de todo, me parece que defenderé la tesis. Tu reprocha ha sido injustificado. estoy contento de que se haya creado un aparato mejor que el mío; pero me repugna retirarme chiticallando para que salga luego un mocoso y diga:  "Seguramente ha fracasado. ¿Y recuerda usted...? y la bola corre. ¿Que  esto es una pequeñez?  Está bien, pero me basta pensar en ello para que mi valor se vaya al diablo...
La joven callaba. Es posible que él interpretara aquel silencio a su modo y otra vez en mal sentido, erróneamente; mas de pronto se levantó y dijo: "Perdóname, me voy; quiero estar solo", y se fue sin mirarla.
Una hora más tarde, cuando Natasha ya había regresado al laboratorio, la la llamaron por teléfono. Era Alexandr, y parecía que  hablaba desde muy lejos, a mil kilómetros de distancia, por la manera con que le resonaba la voz.
-No oigo nada - repetía ella, frunciendo el ceño y soplando en el auricular -. Más alto... Alexandr, ¿de dónde llamas? ¿De una cabina?... ¿Qué has dicho?
-Voy a... - llegó a percibir -. No puedo... Voy a defender... ¿me oyes?
Mientras el secretario de la junta de profesores leía en voz alta la biografía de Savistki, éste se obligó a comprobar si estaban bien colgados del encerado. Por un instante cerró los ojos y se sintió muy mal.
-Tenga la bondad, Alexandr Ilich - dijo el secretario.
Se volvió hacia la sala, se encontró con el puntero en la mano, lo arrancó de la mesa con dificultad, como si estuviera pegado en ella, y empezó su exposición con voz monótona y extraña, muy sosegado.
Ponía mucho cuidado en lo que decía, se fijaba en el movimiento del puntero,  hacía una pausa cuando era necesario, subrayaba con la voz las conclusiones importantes. Cuanto más hablaba, mayor prisa tenía para terminar. Apretaba el puntero de tal modo, que los dedos se le quedaron blancos, y decidió no saltar nada de lo que hacía falta decir.
Cuando hubo terminado, colocó el puntero sobre la mes ay en seguida sintió cierto Alivio. Intervinieron los oponentes.  Alexandr se sentó a un lado y se preparó para tomar notas. Alguien le puso sobre la mes un papel cuidadosamente doblado, como se doblan los paquetitos con polvos. Lo desdobló, lo leyó y miró atentamente al público. Habían descorrido las cortinas de las ventanas. El sol iluminaba los bancos con pupitre que se elevaban en  anfiteatro. Había mucho público. En la primera fila estaban Mozhánov, Braguin y compañeros de clase. Mientras hablaba un oponente,   Mozhánov tomó unas notas, descontento, y los camaradas de Alexandr le miraban inquietos. Este les hizo un signo tranquilizador con la cabeza. Unos bancos más arriba, algunos doctorandos escuchan con gran atención y se daban golpecitos con los codos al oír lo que el oponente decía. Más arriba aún vio a Natasha. estaba junto a la madre de él, de  Alexandr, y le decía algo al oído sin que por ello dejara de mirarle un instante. Al darse cuenta de que él las miraba, las dos mujeres le sonrieron , alentadoras, pero sus sonrisas eran tan forzadas que le causaron pena.
Pensó:
"Mi madre no sabe nada, pero por lo visto adivina, no  hay modo de ocultarlo. ¿Qué puede decirle Natasha? Dentro de una hora..."
Natasha se había puesto un vestido de fiesta, azul claro, con cuello de marinera. Se lo había encargado a fin de estrenarlo este día. El se sentía cada vez peor. Sobre todo porque ahí estaba su madre. ¿Por qué había venido su madre? El no la había invitado, le dijo que era imposible, aun sin ser ello cierto. Dirigió la mirada al ángulo extremo del aula. Ahí estaba Serguéiev, el constructor jefe de la fábrica de rectificadores de corriente. Serguéiev unió las palmas de las manos, aplaudiendo en silencio. Esto ya era demasiado. Por fin vio...
Es curioso que estuvieran sentadas en el lugar que él ocupaba cuando era estudiante. Ambas aparecían emocionadas y triste. Alexandr sabía lo que había ocurrido entre ellas dos:  María Timoféievma le había encargado a Galina Gerguéievna que le hiciera llegar aquel papelito
El presidente de la junta de profesores se levantó, pesado, de su asiento, y leyó la recensión de Dmitri Serguéievich. Las palabras resonaban saturadas de extraordinario frescor. En cada una de ella se percibía la inteligente preocupación del anciano, conocida por muchos de los que estaban presentes en aquella aula.  Alexandr  oyó algunas frases que antes le habían pasado inadvertidas. Dmitri Serguéievich escribía: “Existe una frase metafórica, pasada de moda, que dice: “ofender en altar de la ciencia”. Está muy bien, pero el momento en que el joven investigador coloca su primera obra sobre la mesa de trabajo de la ciencia es terrible...” Aunque estas palabras eran favorables para Alexandr, éste sacudió involuntariamente la cabeza, al oírlas, como si temiera su implacable veracidad.
Luego hizo uso de la palabra el constructor jefe de la fábrica. Elogió cordialmente la tesis de Savistki y se permitió dirigir algunos cumplidos a los jóvenes que se ocupan de un tema de tanta actualidad. Luego, frunciendo el ceño astutamente, añadió en son de queja:
-Nuestros clientes son unos auténticos tragaldabas. No se cansan de pedir potencia. Más potencia. Nosotros nos descubrimos ante ustedes y haciendo una reverencia les decimos: ayúdennos a dar aparatos de más potencia a nuestros clientes.
En pocas palabras: parecía que toda la atención de los que preparaban sus tesis y del Instituto entero tuviera que concentrarse en el problema de los rectificadores de corriente. Se trataba de un problema de primer orden, de importancia estatal. Cuando el constructor jefe hubo acabado su intervención, fue calurosamente aplaudido.
Aún faltaba mucho para que  Alexandr pronunciara las palabras finales, y ya había perdido la noción del tiempo. En su conciencia los acontecimientos se prolongaban de manera muy rara, de modo semejante a como sucede a veces en el cine con el movimiento retardado...
De nuevo subió a la cátedra. Sin saber por qué, extendió la hoja donde había anotado las objeciones de los oponentes, como si realmente se dispusiera a impugnarlas. Esperaban que empezara, pero él callaba. Se acercó a la pizarra, la elevó de un tirón. En la superficie inferior, limpia, clavó dos diseños con unos chinches.
-La mejor respuesta a las preguntas de los oponentes – dijo con la mayor calma posible – son los esquemas aquí expuestos. Fueron ideados por el difunto Anatoli Nikoláievich, que preparaba su tesis en el año mil novecientos cuarenta y uno. En su trabajo, Nikoláiev logró resultados mucho mejores que los míos y supo evitar los defectos que han sido señalados en el mío.
Se puso a hablar del aparato de Nikoláiev. El tiempo de que disponía era limitado. En los contados minutos que se le concedían tenía que explica lo que encerraba de nuevo el principio del funcionamiento, la seguridad del aparato, su calidad, la sencillez de la construcción y su potencia. Apenas respiraba, se tragaba el final de las frases, pero hablaba con su voz auténtica.
Una sola vez miró a la sala, y a la luz del magnesio vio los lentes saltones sobre la nariz de Mozhánov, la curiosidad de los estudiantes, una arruga dolorosa en la frente de Natasha, el espanto de su madre, la agradecida turbación de Galina Serguéievna. María Timoféievna, sentada en el banco, se había cubierto el rostro con las manos; le temblaban los hombros. El constructor jefe apoyaba el pecho sobre el pupitre; con la palma de la mano puesta como pantalla junto al oído. A él sí le brillaban los ojos de alegría... Alexandr  cobró aliento y, dirigiéndose ya únicamente a los miembros de la junta de profesores, explicó de qué modo había tenido noticia del trabajo de Nikoláiev.
-Considero, por tanto, que mi tesis no tiene ningún valor y que, en consecuencia, no puedo aspirar a que se me conceda el título de doctor en ciencias técnicas. Se ha producido una casualidad absurda, de la que nadie es culpable; pero gracias a esta casualidad, hemos tenido ocasión de descubrir un trabajo científico realmente valioso, un invento importante y necesario al país.
El presidente de la junta, conocido de todos los electrotécnicos del país, miembro correspondiente de la Academia de Ciencias, un gigante de anchos hombros y rostro de león se levantó de su asiento.
-¿Podría usted explicarnos, camarada Savistki, por qué no ha puesto en antecedentes de todo ello a la junta de profesores antes de la defensa de su tesis? – preguntó con frialdad.
-Savistiki no tiene la culpa – gritó Mozhánov -. Me lo contó todo y yo le aconsejé que defendiera la tesis; yo considero...
Mozhánov quería añadir algo más, pero Alexandr le interrumpió:
-Tenía que defender mi tesis para demostrar que he trabajado honradamente durante los tres años de doctorado.
Se hizo un gran silencio. Alguien tosió, apretándose la boca con la palma de la mano.
-Está claro – dijo el presidente de la junta de profesores -. Ruego a los miembros de la junta que pasen al despacho inmediato.
Agachando la cabeza, fue el primero en franquear la pequeña puerta que le daba acceso.
Alexandr  encendió un cigarrillo y se puso a quitar los diseños de la pizarra y a enrollarlos.
Alguien salió apresuradamente, resonaron veloces unos tacones, golpeó la puerta. Alexandr  ni siquiera volvió la cabeza. Sabía que quien había salido era Natasha, que no pudo resistir aquella situación. Alexandr se sentía tan cansado, que sólo tenía fuerzas para pensar con ternura en ella.
Los miembros de la junta de profesores reaparecieron en la sala. Tardaron un buen rato en acomodarse en sus asientos, lo que hicieron sin mirarse entre sí. El secretario, de puntillas, balbuceó unas palabras al oído del presidente. Este movió los labios, frunció las blancas cejas, tomó el papel que el secretario le tendía y leyó la resolución sosteniéndola con el brazo extendido, como hacen los présbitas.
La junta de profesores acordó: no conceder al doctorando Savistki el grado académico, pues su trabajo no era original. “Al mismo tiempo – leyó el presidente, subrayando las palabras – se destaca la indudable capacidad de Savistki para el trabajo científico y, especialmente, el hecho de que la tesis que presentad habría merecido la concesión del título de doctor en ciencias  técnicas de no haber descubierto el propio Savistski el trabajo de Nikoláiev, por lo cual se ruega al Ministerio prolongue el plazo de estuidos de doctorado en un año para Savistki.”  La junta de profesores recomendaba, asimismo, que se publicara sin dilación el trabajo de Nikoláiev.
Devolvió la hoja de papel al secretario y se acercó a Alexandr.
- Alexandr Ilich – dijo en voz baja, y cuantos se hallaban usted con mucha nobleza y, a mi parecer, esto mejor que nada nos demuestra que usted será un auténtico hombre de ciencia.
Estrechó con sus dos manos la de Alexandr y todo el auditorio aplaudió rabiosamente, dando salida a sus sentimientos.
En el vestíbulo un tropel de amigos, de conocidos y de compañeros de clases rodearon a Alexandr. El vio a su madre, poco menos que apartada de los demás, deseosa de acercársele. Todos se sentian algo confusos sin saber cómo conducirse ni qué decir. Miraban y se sonreían. De pronto se apartaron, dejando un paso libre. Galina Serguéievna, del brazo de María Timoféievna, se acercó a Alexandr.
-Nosotras le felicitamos,  Alexandr  Ilich – le dijo, ofreciéndole un ramo de flores.
Alexandr se pasó la lengua por los labios resecos.
-¿Con qué motivo? – preguntó él con voz ronca, decidido a cortar por lo sano-. ¿Con motivo de qué, me felicitan ustedes?
Galina Sergueiévna acusó un leve estremecimiento de la cara, que adquirió exactamente la expresión que tenía en la fotografía de la mesa de Anatoli Nikoláiev.
-Usted ha defendido mi fe en el hombre – repuso, con tal sencillez ,que sus palabras par a nadie resultaron afectadas.
...Salieron juntos a la amplia plazoleta que había frente al Instituto. En el fondo del jardín, Alexandr vio a Natasha. Corrió hacia ella, con las flores en una mano y el rollo de los diseños en la otra. Se detuvo y quiso darle una explicación, pero al verle los ojos, tristes y radiantes a la vez, comprendió que ella ya sabía, o por lo menos adivinaba.
- Natasha... – empezó a decir-. Sólo a ti, ahora...
Y no pudo acabar: alguien la tiraba insistentemente del hombro. Quiso desprenderse, pero la mano que lo agarraba era fuerte y no cedió. A su lado estaba el constructor jefe de la fábrica.
- Alexandr Ilich, mi buen amigo, el coche espera. Vamos a la fábrica. Quisiera examinar el proyeto con detalle, junto con usted.
Alexandr puso cara fosca.
-Pero escuche...
-Está bien. Lo comprendo todo. “¿Que me vaya al diablo?” ¿Si? – sSerguéiev suspiró y avanzó sobre los ojos el sombrero -. Está bien – añadió, rascándose el cogote -. Me voy. Pero no olvide que mañana por la mañana pasaré a recogerlo en su casa.
Dio unos pasos y volvió.
-No puedo, amigo mío. Por lo menos deéjeme dar otro vistazo a los diseños.
Alexandr, irritado, le metió el rollo entre las manos.
Serguéiev extendió las hojas allí mismo, en el banco, y entonces ya no pidió, sino que ordenó a  Alexandr  y a la joven que estaba de pie a su lado, que sostuvieran las hojas,  para que el viento no se las llevara. Se dobló como un arco, acercando al papel sus ojos miopes. El sombrero le estorbaba y lo puso en las manos de Natasha.
Luego se levantó.
-¡Magnífico! –exclamó-. Vale lo que no pesa. Sólo que... – se quedó pensativo, reconcentrado -. ¿Es así? – Hizo un movimiento de disgusto con la cabeza -. Sí. ¡Es poco!
-La potencia. Para nosotros es poca. Poca potencia. ¿Por qué me mira de este modo? –gritó el constructor  jefe-. Le digo que es poco. Para las nuevas construcciones esto ya es poco. Variante “A”, variante “B”, está bien; pero nosotros exigiremos la variante “C” y la Ch”, ¡diablo! ¿Acaso éste es el límite máximo?
Natasha miró a Alexandr. Y él, sin darse cuenta de ello, dio la vuelta al banco y examinó los diseños por encima del hombro del constructor jefe.
-¿Es poco? ¿Es poca potencia? – repitió en voz baja, como si captara alguna idea lejana y todavía huidiza.

1949

Comentarios

Entradas populares