SERGUÉI PETRÓVICH ANTÓNOV (TIEMPO DE LLUVIAS)
Nace en Leningrado en 1915. Terminados sus estudios en la escuela secundaria, trabaja de hormigonero, de cantero y de montador de armaduras metálicas. En 1932 ingresa en el Instituto de Caminos de Leningrado. Más tarde es profesor en la Escuela Técnica de Caminos de la misma ciudad. Empieza su actividad literaria como poeta (1944) En 1945 publica un drama ("Nuestra juventud") y en 1947 su primer libro de cuentos: "Primavera". Entre sus otras colecciones de cuentos y relatos figuran "Gente de paz" (1950). "Los automóviles van en caravanas" (1951), por la que Seguéi Petróvich Antónov obtuvo el premio Stalin. "Trenes expresos" (1951). "El primer empleo" (1952). "El valle verde (1954). Sus novelitas "Coplillas de Poddubki" (1950) y "Ocurrió en Penkov" (1956) han sido llevadas al cine.
"Tiempo de lluvias", relato incluido a continuación, se publicó en 1951.
TIEMPO DE LLUVIAS
I
Entre los papeles que la tía Pasha había traído de Correo figuraba un sobre del ministerio. En el papel, con su correspondiente membrete, se decía:
"Al cam. Gúriev, jefe de las obras para la construcción del puente sobre el río Valovaia en el pueblo de Otrádnoie.
Respuesta a su comunicado 147/06 del 13 de junio del corriente año.
Durante el trimestre actual no se destinarán más camiones a sus obras.
Cálculos elementales demuestran que en las obras del puente sobre el río Valovaia se dispone de transporte automóvil más que suficiente para cumplir el plan (encima se había escrito a lápiz: y para rebasarlo si se quiere).
Cálculos elementales demuestran que en las obras del puente sobre el río Valovaia se dispone de transporte automóvil más que suficiente para cumplir el plan (encima se había escrito a lápiz: y para rebasarlo si se quiere).
Sólo por falta de sentido de responsabilidad (encima, escrito a lápiz, se decía: y una despreocupación absoluta por la misión encomendada) puede explicarse que no se cumpla sistemáticamente el plan de acarreo de arena, casquijo y grava para la construcción del puente sobre el río Valovaia, con lo cual los trabajos de hormigón se prolongarán hasta el invierno y se corre el grave peligro de infringir los plazos de la obra.
Propongo que en el término de una semana se acabe con el intolerable retraso en el acarreo de arena, casquijo y grava a las obras del puente sobre el río Valovaia, para lo cual:
a) se empleará en el trabajo básico todo el transporte automóvil que se dispone;
b) se organizarán dos turnos en el trabajo de las canteras;
c) se aplicarán medios elementales de mecanización en los trabajos de carga y descarga;
ch) se utilizará plenamente el transporte animal de la localidad a tenor de las órdenes cursadas..."
Seguían todavía muchos otros puntos en los que se enumeraban operaciones sencillas y de fácil ejecución.
Valentina Gueórguievna, secretaria del jefe de las obras, leyó el papel hasta el final, anotó su entrada en el registro de correspondencia con las instancias superiores, y se quedó pensativa.
Se representaba mentalmente la incesante lluvia que mojaba la tierra, día y noche, desde hacía dos semanas; los caminos empapados, resbaladizos como el jabón; los camiones cargados de casquijo y grava dando tirones por las rodadas, con gemidos que desgarraban el alma; los rostros de los choferes, lívidos de frío y de insomnio; la pequeña figura de Iván Semiónovich, jefe de las obras, afectado por el asma, salpicado de barro de pies a cabeza; los representantes del Comité ejecutivo del Soviet del distrito, que no permitían sacar de las labores del campo los carros de los kojoses; la pequeña bomba -"rana" - que sacaba fuerzas de flaqueza en la cantera.
La mañana era triste. La lluvia tamborileaba sobre el tejado de la barraca provisional donde se hallaban instaladas las oficinas de la obra. Del otro lado del tabique llegaban las voces irritadas de Iván Semiónovich y del sobrestante de la orilla izquierda.
"El jefe ya tiene hoy bastantes disgustos -pensó Valentina Gueórguievna-, le informaré más tarde." Sacó del cajón una carpeta en la que se veía un rótulo estampado en letras doradas, que decía: "a informe". La había pagado de su bolsillo, en Riga, al terminar la guerra. Colocó en ella el papel y se puso a afilar lápices. A Iván Semiónovich le gustaba tener en la mesa muchos lápices de color bien afilados.
Desde el exterior empujaron la puerta de madera chapeada. Se abrió, vibrando como si titiritara de frío. En la pieza destinada a la recepción del personal entró una oven de unos dieciocho años, mojada la ropa y con un látigo metido en la caña de una de sus botas altas.
-¿Está el jefe? - preguntó.
-¿Y usted, quiénes? - preguntó a su vez Valentina Gueórguievna, sin dejar de hacer punta a un lápiz verde.
-Soy Olga Kurépova, responsable de la brigada de carreteros del koljós "Vía nueva". Diga al jefe que me extienda la certificación. Mañana nos vamos a casa.
-Por una cuestión como ésta no puedo distraer al jefe de las obras - repuso Valentina Gueórguievna entornando los ojos para subrayar el significado de estas últimas palabras.- diríjase al sobrestante.
-El sobrestante no entiende nada... No sabe lo que se pesca. Le explico que el presidente del koljós nos ha enviado por cinco días, y hace ya siete que estamos trabajando aquí. Pero él no nos da ninguna certificación. Nosotros necesitamos llevar estiércol al campo.
-De esto nada sé. Lo que le digo es que el jefe de las obras no puede entretenerse en este asunto. Está muy ocupado.
-Si está ocupado, esperaré.
La responsable de la brigada se sentó en un banco y se puso a exprimir el agua de la falda.
-Esto son unas oficinas y no es un corral, joven - le dijo, severa, Valentina Gueórguievna.
Lo mismo tienen que fregar el suelo - respondió la joven, sin dejar de exprimir la falda-. Fíjese lo manchado que está de barro. De una vez lo friegan todo.
Valentina Gueórguievna estaba afilando ya el cuarto lápiz, cuando del despacho salió el sobrestante de la orilla izquierda, quien, refunfuñando entre dientes, se dirigió a la obra.
"Ahora tendré que informar", pensó Valentina Gueórguievna, y entró en el gabinete.
La carta del ministerio disgustó profundamente a Iván Semiónovich, quien mandó llamar a Timoféiev, jefe de la sección de transporte, y le pidió que le presentara una nota del trabajo realizado por el transporte automóvil.
Timoféiev acudió sin afeitar, cansado e indiferente...
-Mire -dijo Iván Semiónovich, señalando la nota con el dedo-. De dieciséis camiones sólo están de servicio ocho. ¿Cómo se las arregla para que sea así?
-Los camiones que están de servicio son doce, Iván Semiónovich- repuso Timoféiev, contemplando por la ventana el cielo gris y esperando a que su jefe se cansara de aquel cómputo totalmente inútil.
-¡Qué me cuenta usted de doce camiones! - Iván Semiónovich se levantó, sacó un lápiz rojo del vaso de cobre ylo arrojó con fuerza sobre la nota. No sabía enojarse y tenía conciencia de esa debilidad suya-. Ocho transportan grava... ¿Cómo es esto, camarada Timoféiev?
-Kuzmichov y Kvaiev han ido al dispensario para la revisión profiláctica, Stepánov está en la ciudad con el encargado del comedor... Usted mismo dio el permiso...
-Así se hacen las cosas. Yo di permiso par aun solo viaje, y se van a la ciudad cada día...
Timoféiev callaba y se quedó mirando por la ventana, como si le importara un bledo lo que pudieran decirle.
-Bueno, son once - prosiguió el jefe de las obras -. ¿Dónde están los otros cinco camiones?
-Valor y Korkina se han quedado sin neumáticos- Ajapkin ha ido a buscar bencina... Pero de qué sirve contar los camiones... Con este tiempo hay que transportar la grava en barcas y no en camiones.
-Está bien. ¿Qué se ha hecho de los otros dos?
-El de tonelada y media está a disposición del sobrerestante de la orilla izquierda... por orden d usted.
-¿Qué?
-Digo que por orden de usted mismo - repitió Timoféiev, irritado.
-¿Y el dieciséis?
Valentina Gueórgievna esperaba inquieta que la conversación recayera sobre el camión dieciséis. Dos días atrás, el porfiado Timoféiev, pese a la prohibición del jefe de las obras, lo envió con un amigo su yo a cambiar la "rana" por una bomba de mayor potencia para la cantera. El viaje era largo, y a causa de las lluvias el camión se atascó, no sabían exactamente dónde, y se habían quedado sin camión y sin bomba. Valentina Gueórgievna miraba a su superior -hombre de poca estatura, robusto, de cara hinchada, contraída por la irritación; de bondadosos ojos azules, como los de un niño - y a Timoféiev, peludo e indiferente. Contempalaba a los dos hombres que tenían plena conciencia, como ella misma, de que el problema no estaba en los camiones, sino en el tiempo, y en el fondo de sus almas comprendían la inanidad de aquella conversación. Ambos le dieron lástima.
-Bueno, ¿dónde está el dieciséis? -repitió Iván Semiónovich.
-El dieciséis está trabajando. Aquí se han equivocado en la anotación.
-Ahora lo comprobaremos. Valentina Gueórgievna, traiga los partes de los sobrestantes, haga el favor.
No menos consternada que su jefe, Valentina Gueórgievna volvió a su sitio de trabajo. La responsable de los carreteros, con su arrugada falda, no se había movido del banco.
-No me iré sin que me den la certificación - dijo -. ¿Se cree usted que no conocemos las leyes? Ya sabemos de qué pie cojean estos jefes tan ocupados, no es el primero que nos echamos en cara. Vino un delegado para los cupos de patatas y quería disponer a su antojo de nuestros caballos. ¿Sabes? Le dimos...
-Le ruego que tenga cuidado al elegir las palabras - la interrumpió Valentina Gueórgievna, profundamente dolida de que confundieran a un ingeniero experimentado, dirigente de importantes trabajos, con un delegado cualquiera para el cupo de patatas.
-¿Qué pasa? - preguntó Iván Semiónovich apareciendo en la puerta.
-Ya ve usted, no me dejan entrar en su despacho. - dijo la joven-. Se ha terminado el plazo de nuestro trabajo, hemos consumido las raciones, tenemos que llevar estiércol a los campos y el sobrestante no nos da la certificación.
-¡Cómo es posible! - repuso Iván Semiónovich
-Es la pura verdad. Dice que no hemos cumplido la tarea... ¡Pero qué tarea ni qué ocho cuartos puede haber si hay que ir a buscar la grava a siete kilómetros! Cuando subimos la cuesta después del barranco, tenemos que enganchar dos caballos... No pueden con estos caminos.
-¡Pero qué dice usted! . volvió a exclamar Iván Semiónovich.
-Como que hay Dios, la verdad. Y ya ve, a unos dos kilómetros, camarada jefe, a estas horas ya habríamos cumplido más de dos planes. ¿Cree que nos gusta mucho estar viendo la hormigonera parada?
-No se puede emplear cualquier grava, guapa moza - le dijo afablemente Iván Semiónovich-. Sólo podemos traer la que tiene bastante dureza. La blanda, la caliza, no sirve.
-Si no sirve, que no sirva. Pero usted mismo me escribirá la certificación, a mano o a máquina.
-Espera un poco, preciosa. -Iván Semiónovich le dio torpemente unas palmaditas al hombro, como si las diera a una estufa puesta al rojo vivo. -Nos pondremos de acuerdo,como buenos amigos: quedaos unos tres días más.
-¿Tres días más? ¡Qué se figura usted, camarada jefe!
-Escucha, escucha. ¿Eres del Komsomol? Juzga tú misma lo que pasa: el trabajo queda a medio hacer y desertáis. Los komsomoles no obran así. Sería una vergüenza.
-De ningún modo, no tenemos de qué avergonzarnos.
-Cómo eres así... En tu lugar, yo no me iría hasta que se terminaran las obras. ¿Has visto qué mozos tenemos aquí? Especialistas, albañiles, choferes, jóvenes y guapos...
-Para qué quiero yo sus choferes. Yo ya tengo mi mujik - replicó tranquilamente la responsable de los carreteros-. Si no nos da la certificación, nos iremos sin ella.
Valentina Gueórgievna se daba cuenta de que el jefe de las obras, a quien esperaba un montón de problemas, procuraba pacientemente de convencer a la responsable de los carreteros sin decir una palabra acerca de la difícil situación en que se encontraba su empresa, ni del documento ofensivo e injusto que había recibido de la capital; le oía cómo se esforzaba por convencer, picar el amor propio, bromear, a pesar de qué no sabía gastar bromas, como tampoco sabía enojarse; miraba su cabeza blanca, su confusa sonrisa, y sentía elevarse en su interior una sorda irritación contra aquella joven.
Por fin, Iván Semiónovich hizo un ademán de fatiga y añadió, cansado:
- Valentina Gueórgievna, escriba la certificación, que se vayan... Qué le vamos a hacer - y entró en su despacho.
-¡Cómo no le da vergüenza! - le dijo colérica Valentina Gueórgievna, no bien la puerta se cerró tras él-. Usted misma ve que llueve, que los camiones patinan, que el jefe de las obras le han salido cabellos blancos durante estos días, y vosotros, dale con la certificación... A quien hace falta el puente es a vosotros, y no a nosotros... - Los labios le temblaron.
-Está bien, está bien... - repuso la joven, sorprendida e impresionada-. Aún trabajaremos mañana, pero extienda la certificación.
Se oyó un golpe en el tabique. Valentina Gueórgievna entró en el despacho del superior, que estaba escribiendo y, por lo visto, se había olvidado del camión dieciséis. Timoféiev no estaba.
-El dieciséis está trabajando. Aquí se han equivocado en la anotación.
-Ahora lo comprobaremos. Valentina Gueórgievna, traiga los partes de los sobrestantes, haga el favor.
No menos consternada que su jefe, Valentina Gueórgievna volvió a su sitio de trabajo. La responsable de los carreteros, con su arrugada falda, no se había movido del banco.
-No me iré sin que me den la certificación - dijo -. ¿Se cree usted que no conocemos las leyes? Ya sabemos de qué pie cojean estos jefes tan ocupados, no es el primero que nos echamos en cara. Vino un delegado para los cupos de patatas y quería disponer a su antojo de nuestros caballos. ¿Sabes? Le dimos...
-Le ruego que tenga cuidado al elegir las palabras - la interrumpió Valentina Gueórgievna, profundamente dolida de que confundieran a un ingeniero experimentado, dirigente de importantes trabajos, con un delegado cualquiera para el cupo de patatas.
-¿Qué pasa? - preguntó Iván Semiónovich apareciendo en la puerta.
-Ya ve usted, no me dejan entrar en su despacho. - dijo la joven-. Se ha terminado el plazo de nuestro trabajo, hemos consumido las raciones, tenemos que llevar estiércol a los campos y el sobrestante no nos da la certificación.
-¡Cómo es posible! - repuso Iván Semiónovich
-Es la pura verdad. Dice que no hemos cumplido la tarea... ¡Pero qué tarea ni qué ocho cuartos puede haber si hay que ir a buscar la grava a siete kilómetros! Cuando subimos la cuesta después del barranco, tenemos que enganchar dos caballos... No pueden con estos caminos.
-¡Pero qué dice usted! . volvió a exclamar Iván Semiónovich.
-Como que hay Dios, la verdad. Y ya ve, a unos dos kilómetros, camarada jefe, a estas horas ya habríamos cumplido más de dos planes. ¿Cree que nos gusta mucho estar viendo la hormigonera parada?
-No se puede emplear cualquier grava, guapa moza - le dijo afablemente Iván Semiónovich-. Sólo podemos traer la que tiene bastante dureza. La blanda, la caliza, no sirve.
-Si no sirve, que no sirva. Pero usted mismo me escribirá la certificación, a mano o a máquina.
-Espera un poco, preciosa. -Iván Semiónovich le dio torpemente unas palmaditas al hombro, como si las diera a una estufa puesta al rojo vivo. -Nos pondremos de acuerdo,como buenos amigos: quedaos unos tres días más.
-¿Tres días más? ¡Qué se figura usted, camarada jefe!
-Escucha, escucha. ¿Eres del Komsomol? Juzga tú misma lo que pasa: el trabajo queda a medio hacer y desertáis. Los komsomoles no obran así. Sería una vergüenza.
-De ningún modo, no tenemos de qué avergonzarnos.
-Cómo eres así... En tu lugar, yo no me iría hasta que se terminaran las obras. ¿Has visto qué mozos tenemos aquí? Especialistas, albañiles, choferes, jóvenes y guapos...
-Para qué quiero yo sus choferes. Yo ya tengo mi mujik - replicó tranquilamente la responsable de los carreteros-. Si no nos da la certificación, nos iremos sin ella.
Valentina Gueórgievna se daba cuenta de que el jefe de las obras, a quien esperaba un montón de problemas, procuraba pacientemente de convencer a la responsable de los carreteros sin decir una palabra acerca de la difícil situación en que se encontraba su empresa, ni del documento ofensivo e injusto que había recibido de la capital; le oía cómo se esforzaba por convencer, picar el amor propio, bromear, a pesar de qué no sabía gastar bromas, como tampoco sabía enojarse; miraba su cabeza blanca, su confusa sonrisa, y sentía elevarse en su interior una sorda irritación contra aquella joven.
Por fin, Iván Semiónovich hizo un ademán de fatiga y añadió, cansado:
- Valentina Gueórgievna, escriba la certificación, que se vayan... Qué le vamos a hacer - y entró en su despacho.
-¡Cómo no le da vergüenza! - le dijo colérica Valentina Gueórgievna, no bien la puerta se cerró tras él-. Usted misma ve que llueve, que los camiones patinan, que el jefe de las obras le han salido cabellos blancos durante estos días, y vosotros, dale con la certificación... A quien hace falta el puente es a vosotros, y no a nosotros... - Los labios le temblaron.
-Está bien, está bien... - repuso la joven, sorprendida e impresionada-. Aún trabajaremos mañana, pero extienda la certificación.
Se oyó un golpe en el tabique. Valentina Gueórgievna entró en el despacho del superior, que estaba escribiendo y, por lo visto, se había olvidado del camión dieciséis. Timoféiev no estaba.
-Hago la lista... – dijo Iván Semiónovich haciendo grandes pausas, sin
dejar de escribir – de los documentos que me ha de preparar... para esta noche.
Me voy a Moscú hoy mismo – y arrojó decidido al lápiz -. He de demostrarles que
ahora hay que transportar el material no en camiones, sino en barcas.
2
Poco después de la salida de Iván Semiónovich, hizo buen tiempo, brilló
el sol, y por fin Valentina Gueórguievna pudo ir a la oficina llevando los
zapatos blancos que tanto le gustaban.
El gabinete de Iván Semiónovich había quedado vacío, y parecía una caja
de resonancia. Unas flores secas de la ventana dejaban caer sus hojas en el
antepecho.
Del vaso de cobre sobresalían unos lápices cuidadosamente afilados.
Cuando Iván Semiónovich salía de viaje, Valentina Gueórguievna se ponía
de mal humor. Entonces resultaba notorio que si los empleados se interesaban
por ella era sólo por su condición de secretaria del jefe de las obras. Casi no
tenía nada para pasar a teléfono. Además, Valentina Gueórguievna estaba
preocupada por lo que pudiera ocurrir en Moscú estando Iván Semiónovich solo;
¿quién le buscaría los datos que necesitara?
A la hora de comer ya había despachado todos los asuntos de trámite,
recordó a las secciones que debían presentar el correspondiente informe decenal
y se fue a buscar flores.
El puente se construía aproximadamente a kilómetro y medio de las
oficinas, y desde la orilla alta se veía la armazón de los pilares
sobresaliendo por encima de las tranquilas aguas del río. Junto a una de dichas
armazones no había nadie. En las otras dos, hormigueaba la gente. Valentina
Gueórguievna recordó la frase que había escrito hacía poco tiempo al dictado de
Iván Semiónovich: “Dada la escasez de materiales, los trabajos de hormigón se
centrarán ante todo en los pilares segundo y tercero.”
Sobre el río se extendía un puentecillo provisional sostenido por
pilotes amarillentos sin descortezar. Iván Semiónovich trazó el proyecto de
este puentecillo en diez minutos, sobre una caja de cigarrillos “Kazbek”.
Entonces a Valentina Gueórguievna le pareció que un puente como aquel tenía que
hundirse irremisiblemente. Mas por él estaban llevando en vagonetas, hasta los
pilares, piedra, hormigón, barras para la armazsón, grapas, clavos y muchos
otros materiales cuyos nombres apenas cabían en las dieciocho páginas de la
solicitud cursada por la sección de abastecimiento. Transportaban, asimismo,
tablones recién aserrados, de una pulgada de espesor, lisos y amarillentos, los
mismos tablones por los cuales, hacía unos días, la propia Valentina
Gueórguievna casi se quedó sin voz al transmitir por teléfono un telegrama que
decía: “Enviad urgentemente tablones de pulgada; se interrumpen trabajos
hormigón.”
Cuanto más se acercaba al puente, tanto más netamente distinguía
Valentina Gueórguievna en el confuso y alentador ruido de las obras, sonidos
particulares: el golpe claro del hacha que brillaba en el segundo pilar, y que
se percibía, retardado, desde que se comenzaba a introducir el clavo hasta que
que se remachaba, con ensordecedor y victorioso batacazo; el canto de la sierra
en el tercer pilar, primero suave y desacompasado, cuando había que dirigir la
terca lámina por el buen camino con el dedo pulgar, luego sonoro y ondulante
cuando la sierra se deslizaba obediente y despedía el serrín a chorros; el
sordo chapoteo de la máquina movida por un motor diesel y que calvaba pilotes
junto a la orilla derecha; el chirrido desgarrador de la grava granítica al ser
vencida por el acero del tambor de la hormigonera; el batir de un pequeño motor
al otro lado del terraplén, ya apagándose, ya recobrando fuerza, como si el
motorcito corriera hacia alguna parte y regresara luego; el retumbar inesperado
de los troncos descargados en la orilla derecha.
Valentina Gueórguievna tenía algo que ver con toda aquella febril
agitación, con todos aquellos ruidos, golpes y estrépitos que surgieron después
de muchos días de cálculos, discuiones, reuniones y resoluciones por voluntad
de Iván Semiónovich, entonces de viaje en Moscú. La alegraba sentirse una parte
de aquel mundo. Caminaba por la elástica capa de las virutas aplastadas, por
los leves troncos, tercos en rodar bajo los pies, por la huella reciente de
los camiones-volquete de cinco toneladas, y se encontraba con algunas personas
que la saludaban, sin que ella las reconociera. Subió por la cuesta que daba
acceso a la orilla izquierda, desmoronadiza, y siguió caminando por delante de
las barcazas dispuestas para transportar
por el agua el material de los tramos. Se dirigía a su pradera favorita, donde
creían los ranúnculos, la manzanilla y otras florecillas, encarnadas, cuyos
nombres Valentina Gueórguievna desconocía.
La praderita se hallaba entre un estrecho brazo del río y un soto de
abetos formado por árboles jóvenes terminados con ramitas en cruz. Cuando
soplaba el viento, las flores se movían como si jugaran al escondite y los
pequeños abetos se hacían divertidas reverencias. El ruido de las obras casi no
llegaba hasta aquel lugar, y sólo algún que otro trozo de madera en cuyo extremo
se veía alguna cifra escrita con tiza pasaba de tarde en tarde arrastrado por
las aguas y recordaba el trabajo que no lejos de allí se llevaba a cabo.
Mientras recogía las flores, Valentina Gueórguievna dejaba volar
libremente sus pensamientos, soñaba que nombraban jefe de negociado a Iván
Semiónovich, quien tendría un despacho con cortinas de seda y un timbre para
llamar a la secretaria. En la sala de espera
habría armarios, todos iguales, y en cada uno de ellos carpetas también
iguales entre sí con cierres automáticos; en la tapa de las carpetas, Valentina
Gueórguievna pegará números que recortará de los calendarios del año anterior.
Habrá tantas carpetas, que Iván Semiónovich, por la noche, la enviará a buscar
a ella en coche para que le facilite el documento necesario. De esta suerte
soñaba Valentina Gueórguievna, mientras que a su lado volaban tontamente las
mariposas como pedazos de papel arrastrados por el viento. Hacía más de ocho
años que Valentina Gueorguiévna trabajaba con Iván Semiónovich, y no podía
imaginarse a otro jefe en su lugar. Antes trabajó unos diez años de mecanógrafa
en una editorial de libros sobre técnica. Durante la guerra, cuando se suprimió
la sección de mecanografía de la editorial, se presentó a una unidad militar y
pidió que la emplearan en un servicio cualquiera. La destinaron como
secretaria-mecanógrafa a las órdenes del capitán Gúriev, del cuerpo de
Ingenieros, y desde entonces viajó con él de una obra a otra.
El aspecto serio y reservado de Valentina Gueorguiévna le impedía franquearse
con sus compañeros de trabajo. Su única pasión terminó de manera muy rara. En
un periódico del frente vio un día la fotografía de un marino parecido a
Chkáov, e impresionada por la hazaña que ése había realizado, le escribió una
carta a máquina, de la que se quedó con copia, y se la envió a la dirección del
periódico. Se cartearon. Valentina Gueorguiévna prestaba entonces sus servicios
en la Dirección militar de Caminos, cerca de Tijoven; el marino luchaba en las
inmediaciones de Leningrado. Se escribían con frecuencia, regularmente. En una
de las cartas él le pidió la fotografía.
Valentina Gueorguiévna la recortó del cuadro de honor y se la envió. En
espera de esa carta la correspondencia. Iván Semiónovich, que estaba al
corriente de los infantiles secretos de Valentina Gueorguiévna, procuró
convencerla de que elmarino había muerto, aunque él no estaba convencido, ni
mucho menos, de lo que decía.
Cortadas las flores, Valentina Gueorguiévna se acercó a la orilla y se
sentó en un tocón, no sin haber mirado previamente si había por allí alguna
lagartija.
El brazo de río parecía sin fondo por el reflejo de las esponjosas
nubes y del color azul del cielo. En la mansa superficie del agua, entre las
tersas hojas de los nenúfares, se formaban de vez en cuando lentos círculos,
como producidos por la caída de una gota, y se estremcía una florecilla blanca
al roce de un pez. Las libélulas se perseguían con crujir de alas a ras de agua.
El aire cálido ponía un leve cendal sobre la orilla opuesta del río y el lejano
bosque.
Sin prestar atención a ninguna de estas cosas, Valentina Gueorguiévna
elegía con grave semblante las flores, una a una, para componer un ramo. Tan
absorbida estaba en su ocupación, que no oyó los pasos de Timoféiev.
-¿Son para el jefe? – preguntó Timoféiev, mirando las flores.
-Sí. Para el despacho del jefe – rectificó Valentina Gueorguiévna mirando a Timoféiev por
encima del hombro.
-¿Regresará pronto?
-Sí, dentro de unos dos días.
-Podrá darle una alegría. En el transporte de grava casi hemos
recuperado el tiempo perdido y ya no nos falta mucho para cumplir el plan. Vea
usted lo que significa el que no llueva.
-Sí; según el parte meteorólogico, mañana tampoco lloverá.
-¿Cómo se da tan poca maña para entresacar las flores, Valentina
Gueorguiévna?
-Me duelen los dedos, no sé si es de los nervios o de la máquina -
respondió Valentina Gueorguiévna, enternecida por su atención.
Timoféiev se sentó en el suelo, recogió cuidadosamente los ranúnculos
que a ella se le habían caído y se los dio.
-¿Por qué va siempre sin afeitar? –le preguntó Valentina Gueorguiévna, sonrojándose levemente
y temerosa de que él le mirase la cara.
-¿Para quién quiere que me afeite?
-Para usted mismo.
Timófeiev se quedó un momento pensativo y suspiró.
-Ni hay por qué ni tengo tiempo.
Trabajamos a la buena de Dios. El punto débil está ahora en traer combustible,
y los últimos litros de ligroína se han dado a los tractores. Los tractores
pueden trabajar haga el tiempo que haga, mientras que para los camiones estos
minutos valen lo que el oro. Mañana estarán parados.
-¿De veras? -preguntó Valentina Gueorguiévna, percibiendo en las
palabras de Timófeiev un reproche a Iván Semiónovich.
-Así es. Sabemos trabajar, pero lo hacemos sin orden ni concierto.
Damos, no con el puño, sino con los cinco dedos de la mano extendidos. Nos
falta un hombre que sepa mandar. Por esto nos duelen los dedos.
-Muchas gracias. Basta con las flores escogidas – dijo irritada Valentina
Gueorguiévna.
-Si basta, que baste.
Timófeiev se levantó y se dirigió al puente.
Valentina Gueorguiévna esperó a que él desapareciera tras la colina y
se encaminó también a su trabajo. Por la tarde tuvo poco que hacer y regresó a
la aldea muy temprano; se planchó la blusa, leyó a Chéjov y se acostó pronto.
De golpe, estando ya medio dormida, le pareció que la nota escrita por
encargo del jefe de las obras, antes de que partiera éste hacia Moscú, había
puesto ciento siete metros cúbicos de hormigón en vez de los ciento veintisiete
que se habían colocado. Saltó de su cama plegable, se vistió a toda prisa y,
amedrentada por la oscuridad, se fue corriendo a las oficinas para revisar la
copia. Todo resultó perfecto: había escrito ciento veintisiete metros cúbicos.
3
Dos días más tarde regresó Iván Semiónovich, acompañado de un hombre
desconocido. Con la llegada de su superior, Valentina Gueorguiévna tuvo que ocuparse de
muchos asuntos, importantes unos, de detalle otros, y no tuvo tiempo de pararse
a examinar al recién llegado. Notó tan sólo que éste inclinaba la cabeza al
cruzar el umbral de la puerta y se le veía el chaleco debajo de la chaqueta.
Al día siguiente el desconocido, desde primera hora de la mañana, se presentó
otra vez en las oficinas acompañado de Iván Semiónovich. Valentina Gueorguiévna
se fijó en él más detenidamente. Era un hombre alto y fuerte, de unos treinta y
cinco a cuarenta años, al que empezaba a apuntar la calivice. Llevaba una
chaqueta negra descolorida, un chaleco de la misma tela y pantalones metidos en
la caña de las botas altas. Del bolsillo del chaleco le sobresalía una pequeña
regla de cálculo. Tenía el rostro y las manos –muy velludas- fuertemente
bronceados por el sol, como si acabara de llegar de vacaciones.
Entro en el despacho de Iván Semiónovich, quien se asomó por la puerta
entornada y advirtió que no dejara pasar a nadie.
-Está bien -respondió Valentina Gueorguiévna. En las obras a menudo se
presentaban inspectores y revisores delministerio, y la secretaria estaba
acostumbrada a visitas semejantes.
Después de la comieda, mientras copiaba a máquina unas instrucciones de
seguridad contra incendios, se le acercó Timoféievy le preguntó a media voz,
señalando la puerta con la cabeza:
-¿Qué le ha parecido el nuevo?
-¿A qué nuevo se refiere usted? –contestó la secretaria, sin comprender.
-¡Pero cómo! ¿No se da cuenta? – replicó Timoféiev, sorprendido- Iván Semiónovich hace entrega de la dirección
de las obras.
Entonces Valentina Gueorguiévna comprendió de golpe que Iván Semiónovich había pedido la documentación
relativa al proyecto técnico, las actas acerca de los trabajos de prospección,
los balances de la contabilidad, y por qué le había dicho que no dejara pasar a
nadie al despacho. Intentó seguir escribiendo a máquina; pero en cada línea se
equivocaba, y lo dejó.
No era la primera vez que trasladaban de obra a Iván Semiónovich, pero
siempre lo había sabido antes que nadie Valentina Gueorguiévna. Aqué la llamaba a su
despacho y le comunicaba que en tal fecha se irían a tal lugar, y le advertía
que, por el momento, no debia decir nada a nadie, y le daba instrucciones con
vistas a la partida.
Valentina Gueorguiévna se sintió ofendida de haberse enterado por
Timoféiev de la marcha de Iván Semiónovich. Esperó a que el nuevo jefe saliera
del despacho y entró decidida, sin llamar de antemano, como tenía por costumbre.
Iván Semiónovich se hallaba sentado a la mesa, pero no en su lugar
habitual, sino a un lado, en un taburete. Estaba escribiendo. Miró a Valentina
Gueorguiévna y, sin decir palabra, prosiguió su labor, inclinando más aún la
cabeza poblada de canas.
-Iván Semiónovich, ¿nos vamos? – preguntó ella.
El se incorporó lentamente, la miró un poco turbado y dijo:
-Sí, no hay más remedio... Qué le vamos a hacer... Me nombran jefe de
la sección técnica del departamento. Dicen que ya soy viejo para trabajar en
las obras... Qué le vamos a hacer...
Lo malo es que nosotros mismos no nos damos cuenta de que nos hacemos viejos...
Se sonrió con triste sonrisa.
-¿Cuándo tenemos que estar dispuestos para salir?
-Verá usted, Valentina Gueorguiévna -respondió Iván Semiónovich,
acabando cuidadosamente las letras en el papel a medio escribir-. Esta vez he
de irme solo... El jefe del departamento ha dado la orden de que no me lleve a
un solo trabajador de las obras... Qué le vamos a hacer...
-¿Y qué voy a hacer yo? – repuso sorprendida Valentina Gueorguiévna.
-No se preocupe, no se preocupe... - Iván Semiónovich se levantó del
taburete y le dio unas palmaditas en el hombro, con tan poca gracia como en el
caso de la responsable de los carreteros-. Trabajará usted un poco más aquí y
yo la reclamaré desde allá... Ahora resultaría violento... Además, a santo de
qué va a ir usted tras un viejo como yo, a una ciutad tan sofocante...
-Claro –respondió maquinalmente la estupefacta Valentina Gueorguiévna.
-Aquí en las obras la cosa es distinta... –continuó apesadumbrado Iván
Semiónovich -. Río, bosque, campos... Aire puro...
Al día siguiente, Iván Semiónovich se quedó a arreglar el equipaje y el
nuevo jefe, cuyo extraño apellido era Nepeivoda 1, se instaló en el despacho.
Ya estaba allí cuando llegó a las oficinas Valentina Gueorguiévna. La puerta
del despacho se hallaba abierta de par en par.
-¡Valentina Gueorguiévna! – gritó desde el despacho el nuevo jefe de
las obras, pronunciando fuerte y distintamente cada una de las letras.
“Válgame Dios, ya conoce mi nombre y patronímico”, pensó la secretaria,
estremeciéndose , y entró en el despacho, procurando no apresurarse en lo más
mínimo.
Nepeivoda estaba sentado, los velludos brazos puestos sobre la mesa
escritorio, que pareció a Valentina Gueorguiévna mucho más pequeña que cuando
la ocupaba Iván Semiónovich. El nuevo jefe miró a la secretaria inclinando
levemente la cabeza a un lado, lo cual daba la impresión de que la contemplaba
con una punta de ironia.
-¿Diga? – contestó secamente Valentina Gueorguiévna.
Nepeivoda seguía contemplándola fijamente, clavando la mirada
escrutadora en el puente de la nariz de Valentina Gueorguiévna, hasta el punto
de que ésta sintió picazón en ella.
-Retire estos lápices de color, tenga la bondad –dijo Jepivoda – Aquí
no tendré tiempo de dedicarme a hacer dibujos. Me basta un lápiz.
-Está bien – respondió Valentina Gueorguiévna.
-Otra cosa. Mande poner un lavabo aquí, en un ángulo.
-¿Qué?
-Un lavabo. Ese mecanismo sirve para lavarse. –El jefe de las obras se
levantó, alto como era, y la sombra de su cuerpo cayó a los pies de Valentina
Gueorguiévna. La secretaria se hizo a un lado, apartándose de la sombra-.
Además, haga traer un lebrillo o uncubo. Del jabón y de la toalla me encaryo yo
mismo.
-¿De dónde quiere que saque el lavabo?
-Vaya problema. No sabe dónde encontrar un lavabo. En último caso
tráigame una lata de aceite secante y unclavo de seis pulgadas. Yo mismo me lo
haré.
-Está bien – dijo Valentina Gueorguiévna.
-Después pase a máquina esto, en forma de orden – le dio un trozo de
papel con una nota escrita a vuela pluma -, y envíela a los puestos de trabajo.
Hoy mismo.
Sus ojos decían: “nada más”, y Valentina Gueorguiévna salió.
Se sentó a su mesita, se puso dedales de goma y comenzó a copiar:
“ORDEN N.° 69
Pueblo de Otradnoe 26 de junio
de 19...
Desde el día de hoy me hago cargo de la dirección de las obras para la
construcción del puente sobre el río Valovaia.
Motivación: Orden del jefe de la Dirección General de Puentes, fechada
a 21 de junio del año en curso y registrada con el N.° 3751/OK.”
Valentina Gueorguiévna se sacó los dedales de goma, escribió en tres
ejemplares “Conforme con el original”, firmó, y prorrumpió en llanto.
4
Después de la marcha Iván Semiónovich, todo fue patas arriba. Al
sobrestante de la orilla izquierda le retiraron el camión de tonelada y media,
le trasladaron de sitio y, desde entonces le llamaron sobrestante de los
trabajos de hormigón; se interrumpieron los trabajos de explanación en los accesos
de la orilla derecha; al sobrestante de la orilla derecha lo mandaron a hacerse
cargo de los trabajos de cantera y enviaron a unos sesenta obreros a reparar
los caminos que llevaban a esta última. Pararonlos tractores y algunos otros
mecanismos, pues el nuevo jefe mandó poner en reserva cinco toneladas de
combustible y de la adminisración del resto se encargó Timoféiev, quien
sóloabastecía a sus camiones. De algún modo se enteró Nepeivoda de que existía
una cantera abandonada en la orilla del río – por lo visto, la misma de que
había hablado la responsable de los
carreteros-, trajo de allí un saco de arena y de guijarros, lo echó en un
rincón del despacho y ordenó que se enviara a analizar una muestra. El nuevo recorría
las canteras y los puestos de trabajo desde el amanecer. Regresaba sucio,
cubierto por el polvo de la piedra triturada y del cemtno, se desnundaba hasta
la cintura en el despacho y se lavaba, salpicando de agua las paredes. Durante
las pocas horas que permanecía allí, tenía la puerta abierta de par en par y
recibía a todo el mundo, sin excepciones de ninguna clase y sin necesidad de que
se le anunciaran las visitas. Tampoco daba golpes al tabique, como solía hacer Iván
Semiónovich, sino que gritaba a voz en cuello: “¡Valentina Gueorguiévna!” cuando necesitaba algún dato. Empezaron a
acudir nuevas personas a la oficina: empleados del Comité ejecutivo del Soviet
del distrito y delegados del Comité de distrito del Partido. Nepeivoda entró en
seguida en excelentes relaciones con unos y con otros. A menudo llamaba por
teléfono al centro del distrito y se reía con el auricular en la mano.
Quien más rapapolvos tenía que soportar era Timoféiev, a pesar de que
se había convetido en uno de los prinicpales personajes de las obras. En
cierta ocasión el jefe vio un barril de chapa de hierro lleno de combustible
puesto al sol. Llamó a Timoféiev y le ordenó escribir un letrero que dijera: “De
un barril puesto al sol se evapora en un día tanto combustible como necesita
un camión de tres toneladas para recorrer diez kilómetros”, y se lo hizo colgar
en el depósito de bencina ylegroína. Timoféiv no creía que fuera verdad, pero
hizo escribir el letrero y lo colgó él en persona. Más tarde, Nepeivoda se
enteró del cambio hecho con la “rana” de la cantera. Mandó recuperar la bomba, y
el valor del combustible gastado para ello lo descontó del salario de
Timoféiev. Este se le presentó inmediatamente para discutir el asunto, mas el
nuevo jefe le dijo que no hablaría con él
mientras no se afeitara. Timoféiv se afeitó, el jefe habló con él, pero no
modificó la orden dada.
A Valentina Gueorguiévna le parecía que los trabajadores de las obras,
como ella misma, estaban descontentos del nuevo jefe y recordaban con nostalgia
a Iván Semiónovich. Ella lo echaba mucho de menos, y el día que en un diseño
recién llegado de Moscú vio la firma de Iván Semiónovich bajo su nuevo título de “Jefe
de la sección técnica”, se alegró como si de él hubiera recibido carta. Estuvo
penssando con quién compartir su alegría, y por fin llamó a la tía Pasha.
-¿Reconoce usted esta firma? – le preguntó con aire enigmático.
La tía Pasha no la reconoció.
-¡Es la firma de Iván Semiónovich! Ahora trabaja en Moscú y envía
proyectos a todas las obras.
-¡Mira, pues!... –respondió vagamente la tía Pasha, y después de pensar
un poco, añadió: -¿Cuándo he de fregar el suelo? ¿Ahora o más tarde?
Valentina Gueorguiévna se ofendió y escondió el diseño, pero cuando
entró Timoféiev no pudo contenerse y lo sacó otra vez.
-¿Reconoce la firma? – le preguntó.
-Cómo no. Ahora el viejo está en su sitio. A ver, muéstreme... – empezó
a examinar atentamente un diseño. –Mire qué grosor ha proyectado para el
asfalto. ¡Qué mosca les ha picado alli? ¡Doce centímetros! Aún habrá que
acarrear materiales para este asfalto sin llegar nunca al fin.
-Esto quiere decir que así debe de ser, según las condiciones técnicas
de la obra –replicó severa Valentina Gueorguiévna -. Iván Semiónovich sabe lo que hace.
-Está bien; si las condiciones técnicas lo requieren, lo acarrearemos
–contestó Timoféiev, conciliador-. Ahora avanzamos más aprisa.
-Ahora se va más aprisa porque ha dejado de llover – replicó Valentina
Gueorguiévna, sin poderse dominar.
-Ha dejado de llover y trabajamos mejor. Ashora todos los recursos se
han concentrado en el transporte, en el punto neurálgico.
-A usted le es fácil juzgar así de las cosas. Ahora todo elmundo está
pendiente de usted. Pero escuche lo que dicen los sobrestantes.
-Los sobrestantes ahora no dicen nada. Antes sí, hablaban mucho; pero
ahora no tienen tiempo, han de trabajar.
Las palabras de Timoféiev dejaron estupefacta a Valentina Gueorguiévna.
Si alguien tenía que recordar con afecto y nostalgia a Iván Semiónovich, no
podía ser otro que Timoféiev, a quien se le había acabado la vida sosegada
con la venida del nuevo jefe. Y ahora se afeita, se sonríe y no duda de que en
sus dieciséis camiones acarreará todo lo que desee.
Aquel mismo día, sin saber cómo, Valentina Gueorguiévna tuvo una mala
idea: deseaba que de nuevo se pusiera a llover. Las condiciones eran demasiado
dispares para que fuera posible comparar al nuevo jefe con el viejo. Si vuelve a
llover, los camiones se atascarán en los caminos, la cantera quedará
encharcada, dejará de trabajar la hormigonera y entonces para todo el mundo
resultará notorio que Iván Semiónovich es mejor que Nepeivoda.
Valentina Gueorguiévna empezó a esperar que lloviera.
En la isba donde vivía junto con los dueños, koljosianos, y dos mujeres
delinantes, dijeron que si los gansos se paran sobre una sola pata, puede
afirmarse que hará frío y lloverá.
Por la mañana, al dirigirse a las oficinas, Valentina Gueorguiévna salía al patio y miraba los gansos, aun
despreciándose en el fondo del alma por lo que hacía; cuando se les acercaba,
los gansos se ponían a hablar suavemente entre sí, como si tuvieran noticia de
los secretos pensamientos de ella.
Un día, al despertarse, vio que los dueños de la isba se desayunaba a
la luz de una lámpara. La habitación estaba sombría. Medio adormilada aún, Valentina
Gueorguiévna tuvo la impresión de que todavía era de noche. Lo primero que vio
al mirar por la ventana fue un grajo. El pájaro había buscado refugio bajo el
alero del soportal de la casa de enfrente y se sacudía como un perro. Caía una
grisácea lluvia cerrada. La dueña de la casa, malhumorada, sacaba de un baúl
botas altas y galochas. Valentina
Gueorguiévna se vistió, abrió el paraguas y se dirigió al trabajo canturreando.
El despacho del jefe de las obras estaba repleto de gente.
A los jefes de equipo los mandaban a los caminos. Destacaban los
tractores a los puntos difíciles – utilizaban el combustible del depósito de
reserva – para sacar del atolladero a los camiones. Se ordenó levantar un
techado sobre los pilares en construcción, a fin de que no se interrumpieran
los trabajos bajo ningún pretexto. El jefe intentaba hablar por teléfono a
Moscú, pero la línea estaba estropeada. Era tal el barullo, que a Valentina
Gueorguiévna le dio jaqueca. Finalmente, el jefe de las obras se marchó, las
oficinas quedaron sin gente y la secretaria pudo ocuparse de su labor.
Unas dos horas más tarde, salpicado de barro y chorreando agua, volvió
Nepeivoda, quien de nuevo intentó llamar por teléfono a Moscú sin resultado
alguno. Entonces comenzó a lavarse, mientras dictaba a Valentina Gueorguiévna
el texto del siguiente telegrama:
-Urgente. Al jefe de sección obras del departamento. ¿Lo ha escrito? A
pesar de haber enviado a laboratorio muestras grava cantera orilla Valovaia,
hace una semana, desconocemos resultado análisis. ¿Lo ha escrito? Por examen
visual la grava es adecuada para hormigón, responde a condiciones técnicas.
Ruego comuniquen telegráficamente resultados análisis –continuó Nepeivoda,
salpicando suelo y paredes con el agua – o comenzaré utilizarla en
construcción. Punto.No puedo seguir al paso de sus calmosos trabajadores.
-¿Escribimos al departamento? –preguntó Valentina Gueorguiévna,
procurando, con tacto, llamar la atención del jefe de las obras sobre los
términos duros del telegrama.
Mas el jefe no entendió la alusión.
-Al departamento, ¿por qué? –dijo, llegando a salpicarle las medias.
-Por nada – respondió la secretaria, pensando: “al fin y al cabo, a mí
que me importa” -. Así, pues, he escrito: “calmosos trabajadores...”
-Está bien. Escriba: En adelante ruego ayudar eficientemente y no mediante circulares. Nepeivoda. Nada
más. Y llame al jefe de la sección técnica.
“Empezmaos bien – pensó Valentina Gueorguiévna al ponerse a la máquina
de escribir-. No bien ha empezado a llover, manda un telegrama a Moscú de cien
rublos.” Pasado el texto a máquina, entró en el despacho para la firma.
Nepeivoda tomó el lápiz para firmar, pero se quedó pensativo y dijo al jefe de la
sección técnica:
-Si se han demorado tanto como usted dice en el análisis, todos
nuestros telegramas son inútiles. Dentro de una semana lo que necesitamos no
son análisis, sino pilares acabados. ¿No sabe usted cuándo sacaron grava de
esta cantera por última vez?
El jefe de la sección técnica no lo sabía.
-¿Usted tampoco lo sabe?
Valentina Gueorguiévna tampoco tenía idea.
-¿A quién podría mandar a la aldea para que se enterara? –preguntó
Nepeivoda – Cuanto antes.
Se quedaron pensando a quién mandar. Pero como hacía mal tiempo, casi todos los hombres
estaban arreglando los caminos. El delineante que se había quedado en la sección
técnica estaba rehaciendo el proyecto de trabajo correspondiente al mes de
junio. Ya lo llevaban retrasado. Toda la gente estaba ocupada.
El jefe de las obras levantó la mirada hacia Valentina Gueorguiévna , y
de repente le preguntó:
-¿Monta usted a caballo?
-¿Qué?
-No, qué va a montar a caballo usted – prosiguió, decepcionado-. Me
figuré que en el ejército había aprendido.
-En el ejército siempre iba en camión. Iván Semiónovich siempre me
dejaba subir a la cabina – y al decir estas palabras entornó significativamente
los ojos.
-Pero ahora no hay manera de ir en camión. –El jefe de las obras miró
por la ventana. -¿No podría usted ir andando hasta la aldea y enterarse de lo
que necesitamos saber acerca de esta cantera? Pregunte a la gente del lugar o
al presidente del koljós. ¿Eh?
-Está bien - respondió Valentina Gueorguiévna, pensando que si los
ingenieros se habían puesto a arreglar caminos, bien podía ella hacer de
ordenanza.
-Pero usted tendrá que ir andando.
-Naturalmente.
Pasó a la sala de espera, escuchó el ruido de la lluvia, se calzó las
botas altas de agua, se vistió elleve abrigo, se levantó el cuello, tomó el
parguas y se dispuso a salir.
- Valentina Gueorguiévna – dijo el jefe.
Ella se volvió ligeramente, evitando encontrar su mirada.
-¿Piensa usted ir de este modo?
-¿Cómo quiere usted que vaya?
-Quedará empapada como una esponja. Espere.
Sacó de su despacho un gran impermeable de lona dura, con botones de
uniforme militar y un número de varias cifras estampado continta roja en el
pliegue. Olía a tabaco.
-Póngaselo –dijo Nepeivoda abriendo el impermeable.
Resultó grande,incluso para una mujer alta como Valentina Gueorguiévna. El jefe de las obras
se lo abrochó de arriba a abajo, le dobló las mangas y le caló la endurecida
capucha.
-Ahora va bien. Y deje el paraguas... Si en la aldea no están
enterados, lléguese hasta la otra. Espero que tenga éxito.
Valentina Gueorguiévna se metió en el bolsillo el emparedado que había
traído para desayunarse, envuelto en un papel fino, y salió.
Caía una lluvia regular, molesta, sin truenos ni rayos, densa y opaca.
A escasa distancia las cosas ya no se distinguían bien. El río parecía blanco,
como si hirviera, a causa de las gotas que caían. El camino estaba empapado, se
había uesto resbaladizo, y Valentina Gueorguiévna saltó la cuneta para caminar
por la hierba. Así avanzaba con mayor facilidad. A su paso, saltaban las mojadas
ranas, semejantes a pepinos salados. La lluvia, al caer sobre la capucha,
resonaba como si golpeara sobre un tejado; pero ni una gota de agua atravesaba
el impermeable, y a Valentina
Gueorguiévna incluso le pareció agradable caminar de aquel modo por el campo
encharcado. “Es como si estuviera en una glorieta”, pensó, encogiéndose.
Los dueños de su isba se extrañaron al verla a aquella hora insólita.
No pudieron facilitarle ningún dato acerca de la cantera; ni siquiera sabían que existiera. Por lo
visto, hacía mucho tiempo que de ella no se sacaba piedra. Le aconsejaron que
preguntara al peón caminero, hombre joven y alegre, que vivía en el extremo de
la aldea. Este tomó el plano de la carretera, cuidadosamente diseñado en un
papel milimetrado, halló el signo convencional de la cantera, junto al que se
indicaba a cuánto ascendían las reservas calculadas (unos cinco mil metros
cúbicos de grava), y dijo que no la usaban. No sabía cuándo habían extraído
piedra de la cantera ni para qué. Aseguró que nadie en la aldea lo sabía, pero
añadió:
-En el koljós vecino, “La espiga”, aún viven ancianos que antes de la
revolución trabajaron en la construcción de la línea del ferrocarril; ésos
probablemente arrancaron piedra de dicha cantera.
Valentina Gueorguiévna se dirigió a “La espiga.”
El camino hasta dicho koljós era mucho más difícil. Había que subir una
cuesta, bajar un barranco. A ambos lados del resbaladizo camino en pediente
estaban arados los campos, y no bien hubo recorrido medio kilómetro, Valentina
Gueorguiévna apenas podía arrastrar las botas, a las que se le adherían
porciones de arcilla, pesadas como plomo. El calzado se le pegaba en el barro,
se le salían los pies de las botas de goma. El impermeable había llegado a
humedecerse por el forro y le pesaba sobre los hombros. Valentina Gueorguiévna
caminaba cada vez más irritada por el absurdo encargo que le habían hecho, y en
su interior iba adquiriendo más cuerpo la sospecha de que Nepeivoda la había
enviado bajo la lluvia para vengarse de la actitud hostil que ella adoptaba.
Pronto sintió deseos de comer. Recordó que tenía el bocadillo; se detuvo
para ver si podía sentarse en algún sitio, pero en torno sólo negreaba la blanda
tierra arada, veía algunos raros arbustos y la carretera hecha un barrizal.
Además, el bocadillo se le había convertido en una masa amarrillenta, mezcla de
pan, papel y partículas de tabaco, y no tuvo más remedio que tirarlo. “¡Si Iván
Semiónovich me viera en esta situación!”, pensaba Valentina Gueorguiévna prosiguiendo el camino.
Lo largo del trayecto empezaba a inquietarla. El joven le había dicho que del
trayecto distaba unos cinco kilómetros
de la aldea, y a Valentina Gueorguiévna
le parecía haber andado no menos de ocho.
“¿No me habré extraviado?”, pensaba, temiendo confesarse que en la
bifurcación de dos caminos siempre elegía el que le parecía más fácil de seguir.
Se detuvo unos instantes, con la esperanza de ver a alguna persona, pero como
nadie aparecía, siguió caminando y decidió tomar hacia la izquierda en todas
las bifurcaciones. Así fue avanzando todavía alrededor de otra hora, hasta que,
por fin, divisó la borrosa silueta de unos corrales, cruzó los huertos de una
aldea y llamó a la primera isba que encontró. Le respondieron que entrara. Pasó
por el oscuro zaguán, donde las gallinas habían buscado refugio contra la
lluvia, y penetró en una amplia habitación. Sentadas a la mesa, estaban
comiendo tres personas: una anciana, una joven y un mozo, de ojos muy parecidos
a los de la anciana. El mozo se levantó y ayudó a la recién lelgada a quitarse
el impermeable, rígido hasta tal punto que parecía iba a sostenerse si se le
ponía derecho en el suelo. La vieja trajo unas altas botas de fieltro y
aconsejó a Valentina Gueorguiévna que se cambiase de calzado.
-¡Dios mío, ya son más de las cuatro! – exclamó Valentina Gueorguiévna echando una mirada al
reloj de pared.
-¿De dónde viene usted con este tiempo? – preguntó la joven, y al ver
la corbata del hombre, exclamó: - Alexéi, ¡si es la mujer de las obras!
Valentina Gueorguiévna se fijó en ella y reconoció a la responsable de
los carreteros que había ido a buscar una certificación.
-Sí, sí, es la de las obras – prosiguió la joven-. ¿Otra vez viene a
pedir carros?
-No, no... ¿Cómo se llama usted? ¿Olga, no es así?
-Sí – respondió la joven, riendo-. Con la de gente que la visita, y se
ha acordado de mi nombre... Le presento a mi marido, Aléxei. No le tema. Sólo
el aspecto tiene un poco fiero. En realidad es muy pacífico. Esta es la abuela.
Alexéi, que tendría unos veintidós años, si bien había adquirido ya
maneras propias de un jefe de familia, dejó el plato y dijo:
-¿No te das cuenta que viene de camino? Primero dale de comer y luego
charla lo que quieras.
-No, no... Muchas gracias... – respondió Valentina Gueorguiévna, temerosa de que los
dueños hicieran caso de sus palabras.
Mas la vieja ya había sacado de la alacena un plato antiguo, procurando
no rozar tazas y copitas. Olga se apoyó contra el pecho una hogaza de pan y cortó
unos trozos grandes y prososos.
-¿Qué la trae por aquí? – preguntó esta última.
-Me he extraviado. He de ir a “La espiga”.
-Necesita ir a “La espiga” y nosotros somos del “Vía nueva”. ¡La
vuelta que ha dado usted! –exclamó la anciana desde la cocina.
-¿Qué necesita usted de “La espiga?” – insistió Olga.
-Quiero preguntar por la cantera de que habló usted la otra vez.
-Vamos. Ahora tomarán grava de aquella cantera... Nada enseña tanto
como la necesidad.
-¿Cuándo aprovecharon la piedra de allí? – preguntó Valentina
Gueorguiévna, hundiendo la cuchara en la espesa sopa de coles.
-Hace tiempo que no la aprovechan – dijo Lga-. La brecha se ha
recubierto de arbustos.
-Me parece que de allí sacaron grava para la línea del ferrocarril –
añadió la anciana desde la cocina.
-¿Cuándo fue?
-Antes de la guerra.
-¿Antes de qué guerra?
-Aún antes de la otra, de la tranquila. En tiempos del zar.
-¿Y después?
-Después me parece que sacaron para la carretera.
-Abuela, si no te consta, no embrolles las cosas – dijo Alexéi, levantándose
de la mesa y poniéndose el abrigo-. Para la carretera tomamos la grava de la
barranca. La cantera de que hablan está a unos quince kilómetros de aquí. ¿Qué
necesidad tenemos de ir tan lejos a buscar la piedra?
-¿Quién me lo podría decir con exactitud? – preguntó Valentina
Gueorguiévna -. Me hace mucha falta saberlo.
-En nuestra aldea no hay nadie que se lo pueda decir – añadió Alexéi,
cavilando.
-De esta cantera me hablaron los que vinieron en busca de minerales –
le interrumpió Olga -; ahora están en la capital del distrito; el vejete que los
dirige me habló de ella.
-¿El vejete también está en la capital del distrito?
-Creo que sí...
-¿Cómo se llama?
-No me acuerdo del apellido...
-¿El manco? ¿No es Moshkarov? – terció la vieja desde la cocina -. Me
parece que se llama Moshkarov.
-No embrolles las cosas, abuela – replicó Alexéi -. Si no estás
segura, calla. ¿es el manco que se
hospedó en casa de los Evgrafov? – añadió, dirigiéndose a su mujer.
-El mismo.
-Un momento, se lo preguntaré a Evgrafov.
Alexéi salió. A los diez minutos regreaba acompañado de un hombre
barbudo, que se había echado un capote a los hombros.
-Se llama Komarov – explicó Alexéi -, Vasili Ingátevich.
-Espera, se lo contaré yo mismo – le interrumpió el hombre barbudo, que
después de quitarse el capote se secó con él
sus mojadas manos y se sentó a la mesa -. ¿Es usted quien viene del
puente? – preguntó cortés -. Pues tome papel y escriba, para que no se le
olvide. Escriba: Komarov Vasili Ignátevich, ingniero de caminos. Es un hombre
extraordinario. Conoce la región palmo a palmo, la tierra, los caminos y hasta
los puentes más insignificantes. Le informará sobre cualquier cuestión que le
interese. Ahora vive en la capital del distrito, no lejos de la plaza de los
Soviets. Pasado el cine, en la segunda calle, la cuarta o quinta casa, a la
dercha, la que tiene chapa de hierro en el soportal...
El hombre barbudo explicó con todo detalle de qué modo se podía
encontrar a Komarov, como si lo necesitara él más que Valentina Gueorguiévna.
-¿A cuántos kilómetros está ded aquí el centro del distrito? – preguntó
ella.
-Por la carretera se calcula que a unos diecihocho kilómetros...
-Muy bien, ahora mismo me vuelvo y se lo contaré al jefe de las obras.
-Yo ahora voy a la Estación de Máquinas y Tractores –dijo Alexéi -
¿quiere usted que la lleve hasta allí en el carro. Le viene de paso.
Cuando Alexéi hubo enganchado los caballos, Valentina Gueorguiévna se despidió y salió al
patio. Eran ya más de las ocho de la noche. La lluvia ya no caía a raudales,
sino que se desplomaba en gotas separadas, frías y penetrantes, y en la
oscuridad el ruido de la lluvia se percibía más que durante el día. Valentina Gueorguiévna halló a tientas el
carro y se sentó en la húmeda paja. Alexéi le dijo: “Recoja las piernas, ahora
encontraremos un poste, y emprendieron la marcha. El hombre barbudo caminaba a su lado, puesta una
mano en el carro, y seguía explicando cómo podía encontrarse a Komarov, a pesar
de que Valentina Gueorguiévna ya le
había dado las gracias y le había dicho que lo comprendía todo. Por fin, el
hombre se quedó atrás. Valentina Gueorguiévna recorrió más de la mitad de su
camino con el callado Alexéi, pero se cansó tanto como si hubiera ido andando,
peus el carro se inclinaba ya hacia un lado, ya
hacia otro, y casi se tumbaba. Los cinco o seis kilómetros restantes los
hizo a pie, pensando que había terminado la jornada, que en la isba caliente la
esperaba un buen jarro de leche recién ordeñada, una cómoda gandula pelgable y
el librito de Chéjov.
A lo lejos divisó las luces de las oficinas. La luz eléctrica hendia la
difusa tiniebla con densos rayos, como despedidos por un reflector. Al entrar en la sala de espera, que por
primera vez le pareció entrañable y acogedora, Valentina Gueorguiévna se quitó
las botas de goma, se puzo zapatos y pasó a ver al jefe de las obras.
-Qué, ¿se ha enterado? -
preguntó Nepeivoda impaciente, dejando de escribir.
-No, no lo sabe nadie.
-¡Malo! -Exclamó el jefe, interrumpiéndola y prosiguiendo la escritura.
-En el centro del distrito hay un tal Komarov, ingeniero – continuó Valentina
Gueorguiévna, mirando las velludas manos
de Nepeivoda -, que, según me han contado, ha trabajado muchos años al frente
de un grupo de prospección en busca de minerales...
-¿Qué dice Komarov?
-Le digo que está en el centro del distrito.
-Entonces usted no lo ha visto.
-Claro que no.. En la aldea sólo me han explicado dónde vive.
-Hay que ir a verle – dijo el jefe, pensativo.
-Está bien.
-Ahora mismo mandaré preparar un camión.
-¿Que vaya ahora? - exclamó Valentina Gueorguiévna, sorprendida -.
Pero...
-¿Pues cuándo? Hasta el centro del distrito hay buena carretera.
Centralilla, póngame con la base del transporte...Una hora para ir y otra para
volver. Además, irá usted en la cabina... ¿Hallo? ¿Quién es? ¿El camarada
Timoféiev? Ordene preparar el camión pequeño... Sí... Al centro del distrito –
colgó el auricular -. Si trae usted informes favorables, Valentina Gueorguiévna, prestará a las obras
una ayuda mayor que la de todos nuestros camiones. ¿Lo comprende?
-Sí – respondió Valentina
Gueorguiévna, y fue a quitarse los zapatos y a calzarse de nuevo las botas de
goma.
El chofer que la llevó resultó ser un joven que hablaba por los codos,
sin cansarse nunca. Explicaba uno tras otro los argumentos de las películas que
había visto y aprecía que no iba a terminar jamás. Valentina Gueorguiévna, al principio le
escuchaba con atención, luego se quedó adormilada, más tarde despertóse y
volvió a escuchar.
Seguía lloviendo y a la luz de los faros habríase dicho que las gotas
caían sobre el radiador como balas.
Iban aprisa. En los baches retumbaba la rueda de recambio que llevaban
en la caja del camión. Cuando llegaban a la ciudad había pasado ya la
medianoche. Casi no se veía a nadie por las calles.
-¿Ahora, hacia dónde? – preguntó el chofer.
-Ni yo misma lo sé – respondió Valentina Gueorguiévna, media dormida -.
Hacia la plaza de los Soviets.
El chofer abrió la portezuela y gritó a un viandante: “¡Eh, buen
hombre!”. Y durante largo rato estuvo preguntando al peatón, cuyas facciones se
perdían en la oscuridad. Continuaron avanzando, y finalmente, llegaron a una
plaza donde, a la luz de los faroles, se veían una peluquería cerrada, una
tienda de comestibles, un estudio fotográfico y un cine, también cerrados.
Junto a la puerta del cine había un cartel sobre una tabla chapeada.
La lluvia había desteido las letras azules. En una de las ventanas de
una casa de dos pisos, tras una cortina, se veía, iluminada, una agradable
lámpara color naranja. Sin saber por qué, Valentina Gueorguiévna creyó adivinar
que en aquella habitación estaban jugando a la lotería.
-¿Hacia dónde vamos ahora?- volvió a preguntar el chofer.
-Desde el cine, a la segunda calle, y allí en alguna de las casas vive
el ingeniero Komarov – contestó fatigada Valentina Gueorguiévna -. La verdad,
no sé cómo podremos dar con él en plena noche.
-Lo hallaremos – repuso convencido el chofer.
Entraron en una callejuela oscura. El chofer bajó del camión y se puso
a llamar sin contemplaciones a la puerta de la casa inmediata. Encendieron la
luz, se abrió una ventana, hablaron, y luego la ventana se cerró de golpe. El
chofer siguió llamando a otras casas. “Despertará a toda la calle”, pensó Valentina
Gueorguiévna, vencida por el sueño. Una sacudida la despertó.
-¿Adónde vamos? – preguntó asustada.
- A casa del ingeniero Komarov – le respondió el chofer-. Allí, donde
las ventanas están iluminadas. Vaya usted, y yo, mientras tanto, limpiaré una
bujía.
En el soportal, un vejete pequeño y vivaracho, con bata y gorro, la
estaba esperando. Valentina Gueorguiévna le siguió por un pasillo donde el
rígido impermeable se le enganchó con una bicicleta, conuna cesta y con un
perchero; entraron en una habitación empapelada. En el centro se veía una mesa
cubierta con un limpio tapete; juntoa la
pared había un diván bajo, en el que Komarov tenía hecha la cama. Junto a la
otra pared había un biombo, tras el cual se percibía la sosegada respiración de
una persona dormida. Sobre la mesa se veía un plato con una boina mojada, tensa,
para que se secara sin encogerse.
-Viene usted de las obras del puente sobre el Valovaia – le dijo en voz
baja pero con viveza el ingeniero, entornando los ojos, todavía no
acostumbrados a la luz -. Me alegro mucho... Siéntese, haga el favor. Perdone
que no pueda invitarle al té... Mi mujer duerme... Yo también soy como usted,
un poco nómada.
Valentina Gueorguiévna le explicó a media voz lo que necesitaba saber.
-Cómo no; recuerdo perfectamente la cantera –el viejo se sonrió.-. La
descubrí siendo aún estudiante, cuando estaba de prácticas y me bañaba en el
Valovaia con mi amigo, ahora profesor del Instituto de Ingenieros del Transporte
en Leningrado. Por este descubrimiento el contratista que construía la liínea
del ferrocarril regaló a este seguro servidor un cuarto de litro de vodka, y
los antecesores de los actuales koljosianos le dieron una paliza que le dejaron
medio muerto y le rompieron el brazo... Luego, mucho más tarde, debía de ser en
mil novecientos veintiséis, siguiendo mi consejo, esta grava se utilizó pra la construcción
de una carretera...
-¿Sirve para el hormigón?
-Por sus propiedades mecánicas, perfectamente; sólo que su composición
granulométrica no responde a las exigencias técnicas. Mas esto es una pequeñez.
Pásenla por la criba, añadan una fracción de mayor tamaño... Pero no hacen
fralta tantas explicaciones. En nuestra carretera, en el kilómetro ciento
noventa y cuatro, hay un puente de hormigón; no es tan hermoso como el que
construyeron ustedes, es cierto, pero a pesar de todo tiene dos tramos de seis
metros cada uno; pues está hecho con esta grava, y resiste a prueba de bomba... –
murmuró el viejo.
-Y junto a las Cruces Blancas – dijeron inesperadamente desde detrás
del biombo.
-Sí, sí – añadió Komarov, ya en voz alta, e inclinando la cabeza hacia
el biombo-. Es en el kilómetro doscientos cuarenta y uno, Taisia Ivánovna, unos
cuarenta o cincuenta hectómetros más allá, no recuerdo con exactitud.
-Muchísimas gracias - dijo Valentina Gueorguiévna, levantándose-. Ya me
voy. Perdonen que los haya despertado.
-No importa, no importa. Vuelva cuando quiera si necesita algo más
-.dijo el ingeniero, hablando maquinalmente otra vez en voz baja-. Aquí me
tienen a su disposición...
Valentina Gueorguiévna salió y ocupó su lugar en la cabina.
El camión arrancó, salió de la ciudad y corrió veloz por la carretera
hendiendo los charcos, iluminando con los faros las señales de la circulación,
las hojas brillantes de los arbustos y los postes blanqueados con cal. Valentina
Gueorguiévna se durmió. Soñó con la carretera, chorreando como si fuera un río,
bajo las ruedas del camión; soñó con los postes y con los charcos; cuando llegó a
las oficinas, le parecía que no había dormido nada.
Con todo el cuerpo dolorido, salió de la cabina y en la sala de espera
se quitó el impermeable, mas ni fuerzas tuvo para quitarse las botas de goma, y
calzada como iba se dirigió al despacho del jefe de las obras.
El jefe no estaba. En su lugar, la tía Pasha leía el periódico.
-¿Dónde está Nepeivoda? – preguntó Valentina Gueorguiévna.
-Ha ido a la cantera. Ha dejado dicho que le esperara.
-¿Y que haces aquí tú?
-Me ha mandado preguntar quién llama si suena el teléfono.
-Está bien. Puedes irte. Le esperaré. A propósito, ¿quién te ha dado
permiso para tomar el periódico del jefe?
-¿Y qué? Supongo que no me va a arder en las manos el periódico...
“¡Hasta dónde he llegado! – pensó la fatigada Valentina Gueorguiévna,
poco menos que cayendo sobre el taburete de la sala de espera-. Ni siquiera la
tía Pasha me guarda la menor consideración. Ni siquiera la tía Pasha.” Tuvo lástima
de sí misma; tomó rápidamente una hoja de papel, la puso en la máquina de
escribir, se calzó los dedales de goma, y escribió:
“¡Muy respetado Iván Semiónovich!”
Deseaba escribirle que no podía continuar por más tiempo en la situación
en que se encontraba, que se le hacía insoportable; que la trataban sin
consideración, que no tenía amigos ni parientes, que le era difícil pasar a
otro trabajo porque carecía de vivienda y que esperaba que él la reclamara a su
lado; creía que a él le sería más fácil trabajar con ella que con ninguna otra
secretaria.
Pero lo que le salió fue lo siguiente:
“Le recuerdo que no he cambiado de opinión en lo que respecta a
trabajar con usted, naturalmente, siempre y cuando en mi puesto trabaje una
persona que le satisfaga menos que yo. Además,
no puedo trasladarme a Moscú si no se me facilita habitación. Le ruego me
comunique urgentemente qué perspectivas existen sobre el particular, pues es
muy probable que no me quede aquí para otoño y que pase a otra organización más
estable. En cuanto a las obras, las novedades son las siguientes: hemos
terminado de poner hormigón a los pilares segundo y tercero; terminamos el
primero, y mañana empezamos a colocar la armazón de la estacada. Pronto
comenzaremos a tomar grava de la cantera situada junto a la orilla. La
utilización de los camiones en el trabajo es del noventa por ciento.
Con mucho respeto, Valentina Gueorguiévna.”
5
A eso de las tres de la madrugda, Nepeivoda reunió a los jefes de la
secciones y los llevó al kilómetro ciento noventa y cuatro, halló el puente de
que había hablado Komarov y a la luz de tres linternas de bolsillo se puso a
golpear con un mazo de hierro, el ala del pilar, jadeando como un auténtico
picador. El hormigón era más fuerte que el hierro. “Aquí tenéis la
investigación del laboratorio, dijo Nepeivoda, y emprendieron el camino de
regreso.
A las seis de la mañana mandaron un tractor a la cantera de la orilla y
empezaron los trabajos de ruptura, la preparación de los accesos para los
camiones, la instalación de cribas para el cernido de la grava, y al mediodía
los primeros camiones llegaron a las obras con el nuevo material.
Al día siguiente se rebasó el plan diario de acarreo. Los choferes, a
quienes hasta entonces se consideraba como los primeros culpables de los lentos
ritmos de la construcción, se pusieron de buen humor, se entusiasmaron,
discutían constantemente con los cargadores exigiendo que se llenaran los
camiones hasta la tabla más alta de la caja, diciendo que si el camión está
bien cargado patina menos.
Entretanto seguía lloviendo; hacía tres días que llovía con intervalos
muy breves, y todos se adaptaron a la sitaución, se acostumbraron a ella. Con
bastante acierto, en el periódico mural de Timoféiev se representaron las
oficinas de las obras como un reino submarino; a su personal – incluido Nepeivoda
– lo dibujaron en forma de peces, excepción hecha de Valentina Gueorguiévna, ,
que aparecía como una náyade.
Al atardecer, Nepeivoda la llamó le tendió un papel.
-Le ruego que lo pase a máquina en tres ejemplares – le dijo-. Uno para
el archivo, el otro para colgar en el tablón de anuncios, y el tercero para
contaduría. Permítame que la felicite.
Sin comprender de qué se trataba, Valentina Gueorguiévna apretó la mano que él
le tendía, recién lavada, agradablemente fresca, y salió.
Se preparó para escribir. Tomó una hoja de papel bueno, para firma del
jefe, y otros dos papeles de peor calidad para contabilidad y para el tablón de
anuncios. En aquel momento entró Timoféiev, cubierto de barro y muy jovial.
-¿Sabe usted cuánto han sacado mis gobios de su cantera? – dijo.
-No me interesa para nada -le cortó en seco Valentina Gueorguiévna, entornando los ojos, esforzándose por demostrar que estaba enojada con él por haber dibujado a todo el personal en forma de peces y a ella sola en forma de náyade.
-¿Ah, no? -repuso Timoféiev, un poco confuso-. SI no le interesa, que no le interese - y entró en el despacho del jefe.
Valentina Gueorguiévna tomó la hojita de papel y leyó el texto escrito por Nepeivoda, con su carácter de letra grande y claro como su propia voz:
"PARA INCLUIR EN LA ORDEN
Por haber cumplido excelentemente la misión encomendada de averiguar la calidad de la grava que existe en la cantera junto al río Valovaia, con lo cual ha sido posible rebasar sensiblemente el plan de acarreo en condiciones difíciles,
se premia a la secretaria mecanógrafa Ostrovskaia, V.G., con una paga especial equivalente al sueldo de un mes."
Se sonrió amargamente, se puso los dedales de goma, se acomodó en el taburete, y para demostrar al jefe la poca estima en que tenía el premio, incluyó esas líneas en la orden general de la sección de personal, entre dos párrafos, en el primero de los cuales se daba cuenta de que el cerrajero Matvéiev, del taller automóvil, había regresado de vacaciones; y en el segundo se notificaba que la contramaestre Rumiantseva se casaba y pasaba a llamarse Smirnova, apellido de su marido.
Nepeivoda firmó la orden, y Valentina Gueorguiévna le detuvo.
-Ha llegado un telegrama del ministerio -dijo-. Los resultados del análisis han demostrado que la grava de la cantera de la orilla es aprovechable para los trabajos de hormigón.
-Ya lo sabemos -respondió Timoféiev-, pero probablemente volveremos a las andadas y recurriremos a la cantera vieja.
-¡Cómo a la vieja! -replicó Valentina Gueorguiévna, indignada -. ¿Para esto me pasé la noche entera yendo de un sitio a otro? ¿Para que vuelvan a la antigua cantera?
-Diga usted misma qué se puede hacer. A lo largo del barranco no hay quien pase; el agua ha socavado la tierra y se esperan derrumbamientos de un momento a otro, y la cantera no tiene otro camino.
-Abranlo.
-Es muy fácil escribir a máquina: abran una carretera de cuatro kilómetros.
-Hagan el transporte por la orilla, hacia abajo.
-¿No nos aconsejará usted que llevemos los camiones por el agua?...
-Hablo en serio...
Pero Timoféiev, de pronto, hizo restallar los dedos, puso cara de Pascuas y se lanzó al despacho del jefe.
-¡Camarada jefe! -le oyó decir entusiasmado Valentina Gueorguiévna-. En una barcaza... Hemos de acarrear la grava de esta cantera en una barcaza. Cargar de una vez mil metros cúbicos, ¡ya está!
-¿Propone usted sacar de una barcaza el material para la construcción de los tramos? preguntó el jefe.
-¡Al diablo con él! Lo descargamos y luego volvemos a cargarlo.
-¿De dónde sacamos la motora para el remolque?
Valentina Gueorguiévna interrumpió la escritura a máquina y se puso a escuchar. Comprendió que conla proposición de Timoféiev se resolvería de una vez el problema del transporte; el acarreo de la grava resultaría barato y sería rápido. Le latía con fuerza el corazón.
-Realmente, hace falta una motora - añadió Timoféiev, decepcionado.
-Supongamos que encontramos motora. Llamaré a la oficina foresta, nos darán motora. ¿Qué cauce tenemos? ¿Pasará por todas partes una barcaza cargada?
-¡Pasará! Ahora mismo mediremos la profundidad del agua.
-Está bien, examine el cauce. Luego decidiremos qué vamos a hacer con la cantera.
Timoféiev salió corriendo del despacho. "De una vez transportaremos tanta grava como pueden hacerlo todos nuestros camiones en diez días. ¡Es increíble! -pensaba Valentina Gueorguiévna, y en su imaginación veía la barcaza cargada de grava sacada de su cantera bajando hasta el puente, los alegres semblantes de los obreros, de los sobrestantes, de Timoféiev-. ¡Será un día de fiesta!..."
Valentina Gueorguiévna esperó unos diez minutos. "Probablemente se le ha olvidado -pensó-. Es necesario recordárselo."
Entró en el despacho. El jefe bebía té.
-¿No se le ha olvidado llamar a la oficina forestal? -preguntó Valentina Gueorguiévna.
-¿Para qué? -contestó el jefe de las obras, sirviéndose té a la vez de dos teteras, una grande y otra pequeña, como en las posadas.
-Por lo de la motora. - Valentina Gueorguiévna se dio cuenta de que se ponía en evidencia, de que su jefe adivinaría en seguida que había estado escuchando, y se ruborizó.
-¡Ahora entiendo! -el jefe la miró, sonriéndose-. Veremos lo que nos dice la medición del cauce, y después llamaremos. ¿Le preocupa su cantera?
-Me preocupan las obras - respondió Valentina Gueorguiévna, levantando airada la cabeza y saliendo, muy descontenta de sí misma.
La lluvia seguía cayendo, más clara y fastidiosa. Las gotas se deslizaban por los cristales de la única ventana que había en sala de espera, formando caprichosos caminitos. El cielo bajo era sombrío y triste. Pronto iba a oscurecer, y Timoféiev no regresaba con los resultados de las mediciones. "Dios mío, ¿cuándo se terminará esta lluvia?", pensaba Valentina Gueorguiévna.
-Tía Pasha, tú eres de aquí, ¿verdad? - preguntó.
-Naturalmente, de aquí - respondió la interpelada.
-¿Sabes si en estos lugares el río es profundo?
-Ya lo creo. Hay sitios en que con un palo no llegas al fondo.
-¿Y sitios poco profundos, ¿los hay?
-También los hay. ¿Por qué? ¿Es que quieren irse a tomar un baño?
Valentina Gueorguiévna suspiró, impaciente por la tardanza de Timoféiev, quien sólo al otro día por la mañana trajo los resultados. Eran satisfactorios, y Nepeivoda pidió a Valentina Gueorguiévna que llamara a la oficina forestal. De allí no respondieron nada concreto. Prometieron llamar media hora más tarde. Valentina Gueorguiévna , en espera de la llamada, cada minuto miraba el reloj.
Para entretenerse empezó a clasificar el correo, recién llegado. Un sobre procedía del ministerio. Valentina Gueorguiévna cortó cuidadosamente con unas tijeras el borde del sobre, sacó el crujiente papel y leyó:
"Mandar a la secretaria-mecanógrafa Ostrovskaia Valentina Gueorguiévna a disposición de la sección de personal del Ministerio."
¡Bravo! A pesar de todo, Iván Semiónovich no la había olvidado.
Valentina Gueorguiévna quería alegrarse y no pudo.
"Este papel lo llevaré al jefe más tarde -pensó-. Ahora ya tienen bastantes preocupaciones.
Las preocupaciones, realmente, eran muchas. La oficina forestal se negó a conceder una motora, hubo que llamar al Comité Ejecutivo del Soviet del distrito, pero también esto resultó infructuoso.
Sólo al final de la jornada, Valentina Gueorguiévna entregó a Nepeivoda la orden del ministerio.
-Está bien -dijo Nepeivoda-. Puede irse. Haga entrega de la secretaría a Smirnova. - Y se puso a examinar los otros papeles.
Valentina Gueorguiévna permaneció un instante silenciosa, de pie, junto a la mesa.
"¿Estará enfadado o contento de que me vaya?", pensó contemplando las limpias manos del jefe.
-¿Pero Smirnova va a quedarse fija de secretaria? -preguntó al fin, sin comprender aún si éste estaba enojado o no.
-De ningún modo.
-¿A quién tomará usted, entonces?
-Ya encontraré a alguien... Ahora son otras las cosas que me preocupan.
Valentina Gueorguiévna permaneció aún de pie otro instante, y salió.
La llevó a la estación el mismo chofer que la había acompañado a casa del ingeniero Komarov. Ahora conducía en silencio, y Valentina Gueorguiévna comprendió que aquel mozo no aprobaba su marcha. No había logrado despedirse del jefe de las obras, pues éste se había trasladado a la ciudad para resolver la cuestión de la motora. El chofer llevó a Valentina Gueorguiévna a la pequeña estación; se despidió y se fue en seguida. Había pocos pasajeros esperando el tren de Moscú, pero a todos los acompañaba alguien. Unicamente Valentina Gueorguiévna esperaba sola, con una maleta y un hatillo.
Quince minutos antes de la llegada del tren, apareció Nepeivoda en la sala de espera, buscó con la vista a Valentina Gueorguiévna y se le acercó.
-Quisiera pedirle un favor -le dijo-. Si no le es muy difícil, lleve unas manzanas para mis pequeños -le tendió un paquete de poco volumen, cosido torpemente con hilo negro, sin duda por él mismo-. Lo he llevado a Correos y no me lo han admitido- Dicen que no está empaquetado como es debido...
-Con mucho gusto -respondió Valentina Gueorguiévna, levantándose.
-No se levante, no se levante. Ahora ya no es mi subordinada - dijo Nepeivoda, sonriendo -. Aquí tiene usted una tarjeta postal. Aquí, en este blanco, escriba su dirección, eche la tarjeta al correo y mi mujer pasará a recoger las golosinas...
A Valentina Gueorguiévna le parecía raro oír hablar a un hombre como Nepeivoda de mujer e hijos y de golosinas, le sorprendía ver en el encabezamiento de la tarjeta postal, escritas con letra firme y clara, las palabras: "¡Queridos, muy queridos míos!"
-¿Dan la motora? -preguntó Valentina Gueorguiévna.
-La dan. A la cantera hems enviado cintas de transmisión, mañana arrastraremos la barcaza y empezaremos la carga.
Llegó el tren. Nepeivoda llevó los bártulos al vagón y los colocó en la rejilla. Luego bajó y se quedó en el andén, junto a la ventanilla del coche, bajo la lluvia, fumando.
-Quedará usted empapado, vale más que se retire - dijo Valentina Gueorguiévna .
-No importa, estoy acostumbrado.
Quería encontrar una palabra amable como despedida, disculparse más o menos de su actitud seca y excesivamente oficial hacia él, pero no la encontró, y cuando dieron la señal de partida, dijo apresuradamente:
-En el cajón de la izquierda he dejado mi carpeta "A informe". Désela a su secretaria.
-Gracias - contestó Nepeivoda.
El tren se puso en marcha insensiblemente. A pesar de que quien se iba era Valentina Gueorguiévna y se quedaba Nepeivoda, a ella le parecía que no era así, que ella permanecía en el lugar, y que lo que se movía, lo que empezaba a alejarse poco a poco de ella, eran Nepeivoda, la pequeña estación, la carretera por la que había ido de noche a la ciudad, los árboles brillantes, la tierra que olía a mojado, el cielo bajo y suave. De pronto recordó a la tía Pasha, al desgarbado aunque inteligente Timoféiev, a la curiosa responsable de carreteros, Olga, al hombre barbudo con el capote sobre los hombros, al ingeniero Komarov, al enojado chofer, y sintió que la invadía una profunda amargura al tener conciencia de que todas esas personas que comenzaban a estimarla se desvanecían con creciente rapidez en la lejanía, junto con la tierra de aquel lugar, y quizá nunca más volvería a encontrarse con ninguno de ellos.
Se acordó de la motora, de la barcaza, de su cantera, de todo aquello que en los últimos días se había convertido en algo necesario e importante para ella. El tren proseguía su marcha y la llevaba cada vez más lejos de todo aquel mundo.
1951
1. Literalmente: "No bebas agua". (N. del T.)
-No me interesa para nada -le cortó en seco Valentina Gueorguiévna, entornando los ojos, esforzándose por demostrar que estaba enojada con él por haber dibujado a todo el personal en forma de peces y a ella sola en forma de náyade.
-¿Ah, no? -repuso Timoféiev, un poco confuso-. SI no le interesa, que no le interese - y entró en el despacho del jefe.
Valentina Gueorguiévna tomó la hojita de papel y leyó el texto escrito por Nepeivoda, con su carácter de letra grande y claro como su propia voz:
"PARA INCLUIR EN LA ORDEN
Por haber cumplido excelentemente la misión encomendada de averiguar la calidad de la grava que existe en la cantera junto al río Valovaia, con lo cual ha sido posible rebasar sensiblemente el plan de acarreo en condiciones difíciles,
se premia a la secretaria mecanógrafa Ostrovskaia, V.G., con una paga especial equivalente al sueldo de un mes."
Se sonrió amargamente, se puso los dedales de goma, se acomodó en el taburete, y para demostrar al jefe la poca estima en que tenía el premio, incluyó esas líneas en la orden general de la sección de personal, entre dos párrafos, en el primero de los cuales se daba cuenta de que el cerrajero Matvéiev, del taller automóvil, había regresado de vacaciones; y en el segundo se notificaba que la contramaestre Rumiantseva se casaba y pasaba a llamarse Smirnova, apellido de su marido.
Nepeivoda firmó la orden, y Valentina Gueorguiévna le detuvo.
-Ha llegado un telegrama del ministerio -dijo-. Los resultados del análisis han demostrado que la grava de la cantera de la orilla es aprovechable para los trabajos de hormigón.
-Ya lo sabemos -respondió Timoféiev-, pero probablemente volveremos a las andadas y recurriremos a la cantera vieja.
-¡Cómo a la vieja! -replicó Valentina Gueorguiévna, indignada -. ¿Para esto me pasé la noche entera yendo de un sitio a otro? ¿Para que vuelvan a la antigua cantera?
-Diga usted misma qué se puede hacer. A lo largo del barranco no hay quien pase; el agua ha socavado la tierra y se esperan derrumbamientos de un momento a otro, y la cantera no tiene otro camino.
-Abranlo.
-Es muy fácil escribir a máquina: abran una carretera de cuatro kilómetros.
-Hagan el transporte por la orilla, hacia abajo.
-¿No nos aconsejará usted que llevemos los camiones por el agua?...
-Hablo en serio...
Pero Timoféiev, de pronto, hizo restallar los dedos, puso cara de Pascuas y se lanzó al despacho del jefe.
-¡Camarada jefe! -le oyó decir entusiasmado Valentina Gueorguiévna-. En una barcaza... Hemos de acarrear la grava de esta cantera en una barcaza. Cargar de una vez mil metros cúbicos, ¡ya está!
-¿Propone usted sacar de una barcaza el material para la construcción de los tramos? preguntó el jefe.
-¡Al diablo con él! Lo descargamos y luego volvemos a cargarlo.
-¿De dónde sacamos la motora para el remolque?
Valentina Gueorguiévna interrumpió la escritura a máquina y se puso a escuchar. Comprendió que conla proposición de Timoféiev se resolvería de una vez el problema del transporte; el acarreo de la grava resultaría barato y sería rápido. Le latía con fuerza el corazón.
-Realmente, hace falta una motora - añadió Timoféiev, decepcionado.
-Supongamos que encontramos motora. Llamaré a la oficina foresta, nos darán motora. ¿Qué cauce tenemos? ¿Pasará por todas partes una barcaza cargada?
-¡Pasará! Ahora mismo mediremos la profundidad del agua.
-Está bien, examine el cauce. Luego decidiremos qué vamos a hacer con la cantera.
Timoféiev salió corriendo del despacho. "De una vez transportaremos tanta grava como pueden hacerlo todos nuestros camiones en diez días. ¡Es increíble! -pensaba Valentina Gueorguiévna, y en su imaginación veía la barcaza cargada de grava sacada de su cantera bajando hasta el puente, los alegres semblantes de los obreros, de los sobrestantes, de Timoféiev-. ¡Será un día de fiesta!..."
Valentina Gueorguiévna esperó unos diez minutos. "Probablemente se le ha olvidado -pensó-. Es necesario recordárselo."
Entró en el despacho. El jefe bebía té.
-¿No se le ha olvidado llamar a la oficina forestal? -preguntó Valentina Gueorguiévna.
-¿Para qué? -contestó el jefe de las obras, sirviéndose té a la vez de dos teteras, una grande y otra pequeña, como en las posadas.
-Por lo de la motora. - Valentina Gueorguiévna se dio cuenta de que se ponía en evidencia, de que su jefe adivinaría en seguida que había estado escuchando, y se ruborizó.
-¡Ahora entiendo! -el jefe la miró, sonriéndose-. Veremos lo que nos dice la medición del cauce, y después llamaremos. ¿Le preocupa su cantera?
-Me preocupan las obras - respondió Valentina Gueorguiévna, levantando airada la cabeza y saliendo, muy descontenta de sí misma.
La lluvia seguía cayendo, más clara y fastidiosa. Las gotas se deslizaban por los cristales de la única ventana que había en sala de espera, formando caprichosos caminitos. El cielo bajo era sombrío y triste. Pronto iba a oscurecer, y Timoféiev no regresaba con los resultados de las mediciones. "Dios mío, ¿cuándo se terminará esta lluvia?", pensaba Valentina Gueorguiévna.
-Tía Pasha, tú eres de aquí, ¿verdad? - preguntó.
-Naturalmente, de aquí - respondió la interpelada.
-¿Sabes si en estos lugares el río es profundo?
-Ya lo creo. Hay sitios en que con un palo no llegas al fondo.
-¿Y sitios poco profundos, ¿los hay?
-También los hay. ¿Por qué? ¿Es que quieren irse a tomar un baño?
Valentina Gueorguiévna suspiró, impaciente por la tardanza de Timoféiev, quien sólo al otro día por la mañana trajo los resultados. Eran satisfactorios, y Nepeivoda pidió a Valentina Gueorguiévna que llamara a la oficina forestal. De allí no respondieron nada concreto. Prometieron llamar media hora más tarde. Valentina Gueorguiévna , en espera de la llamada, cada minuto miraba el reloj.
Para entretenerse empezó a clasificar el correo, recién llegado. Un sobre procedía del ministerio. Valentina Gueorguiévna cortó cuidadosamente con unas tijeras el borde del sobre, sacó el crujiente papel y leyó:
"Mandar a la secretaria-mecanógrafa Ostrovskaia Valentina Gueorguiévna a disposición de la sección de personal del Ministerio."
¡Bravo! A pesar de todo, Iván Semiónovich no la había olvidado.
Valentina Gueorguiévna quería alegrarse y no pudo.
"Este papel lo llevaré al jefe más tarde -pensó-. Ahora ya tienen bastantes preocupaciones.
Las preocupaciones, realmente, eran muchas. La oficina forestal se negó a conceder una motora, hubo que llamar al Comité Ejecutivo del Soviet del distrito, pero también esto resultó infructuoso.
Sólo al final de la jornada, Valentina Gueorguiévna entregó a Nepeivoda la orden del ministerio.
-Está bien -dijo Nepeivoda-. Puede irse. Haga entrega de la secretaría a Smirnova. - Y se puso a examinar los otros papeles.
Valentina Gueorguiévna permaneció un instante silenciosa, de pie, junto a la mesa.
"¿Estará enfadado o contento de que me vaya?", pensó contemplando las limpias manos del jefe.
-¿Pero Smirnova va a quedarse fija de secretaria? -preguntó al fin, sin comprender aún si éste estaba enojado o no.
-De ningún modo.
-¿A quién tomará usted, entonces?
-Ya encontraré a alguien... Ahora son otras las cosas que me preocupan.
Valentina Gueorguiévna permaneció aún de pie otro instante, y salió.
La llevó a la estación el mismo chofer que la había acompañado a casa del ingeniero Komarov. Ahora conducía en silencio, y Valentina Gueorguiévna comprendió que aquel mozo no aprobaba su marcha. No había logrado despedirse del jefe de las obras, pues éste se había trasladado a la ciudad para resolver la cuestión de la motora. El chofer llevó a Valentina Gueorguiévna a la pequeña estación; se despidió y se fue en seguida. Había pocos pasajeros esperando el tren de Moscú, pero a todos los acompañaba alguien. Unicamente Valentina Gueorguiévna esperaba sola, con una maleta y un hatillo.
Quince minutos antes de la llegada del tren, apareció Nepeivoda en la sala de espera, buscó con la vista a Valentina Gueorguiévna y se le acercó.
-Quisiera pedirle un favor -le dijo-. Si no le es muy difícil, lleve unas manzanas para mis pequeños -le tendió un paquete de poco volumen, cosido torpemente con hilo negro, sin duda por él mismo-. Lo he llevado a Correos y no me lo han admitido- Dicen que no está empaquetado como es debido...
-Con mucho gusto -respondió Valentina Gueorguiévna, levantándose.
-No se levante, no se levante. Ahora ya no es mi subordinada - dijo Nepeivoda, sonriendo -. Aquí tiene usted una tarjeta postal. Aquí, en este blanco, escriba su dirección, eche la tarjeta al correo y mi mujer pasará a recoger las golosinas...
A Valentina Gueorguiévna le parecía raro oír hablar a un hombre como Nepeivoda de mujer e hijos y de golosinas, le sorprendía ver en el encabezamiento de la tarjeta postal, escritas con letra firme y clara, las palabras: "¡Queridos, muy queridos míos!"
-¿Dan la motora? -preguntó Valentina Gueorguiévna.
-La dan. A la cantera hems enviado cintas de transmisión, mañana arrastraremos la barcaza y empezaremos la carga.
Llegó el tren. Nepeivoda llevó los bártulos al vagón y los colocó en la rejilla. Luego bajó y se quedó en el andén, junto a la ventanilla del coche, bajo la lluvia, fumando.
-Quedará usted empapado, vale más que se retire - dijo Valentina Gueorguiévna .
-No importa, estoy acostumbrado.
Quería encontrar una palabra amable como despedida, disculparse más o menos de su actitud seca y excesivamente oficial hacia él, pero no la encontró, y cuando dieron la señal de partida, dijo apresuradamente:
-En el cajón de la izquierda he dejado mi carpeta "A informe". Désela a su secretaria.
-Gracias - contestó Nepeivoda.
El tren se puso en marcha insensiblemente. A pesar de que quien se iba era Valentina Gueorguiévna y se quedaba Nepeivoda, a ella le parecía que no era así, que ella permanecía en el lugar, y que lo que se movía, lo que empezaba a alejarse poco a poco de ella, eran Nepeivoda, la pequeña estación, la carretera por la que había ido de noche a la ciudad, los árboles brillantes, la tierra que olía a mojado, el cielo bajo y suave. De pronto recordó a la tía Pasha, al desgarbado aunque inteligente Timoféiev, a la curiosa responsable de carreteros, Olga, al hombre barbudo con el capote sobre los hombros, al ingeniero Komarov, al enojado chofer, y sintió que la invadía una profunda amargura al tener conciencia de que todas esas personas que comenzaban a estimarla se desvanecían con creciente rapidez en la lejanía, junto con la tierra de aquel lugar, y quizá nunca más volvería a encontrarse con ninguno de ellos.
Se acordó de la motora, de la barcaza, de su cantera, de todo aquello que en los últimos días se había convertido en algo necesario e importante para ella. El tren proseguía su marcha y la llevaba cada vez más lejos de todo aquel mundo.
1951
1. Literalmente: "No bebas agua". (N. del T.)
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