BÓRIS NIKOLÁIEVICH POLEVÓI (UNA FIESTA DE AÑO NUEVO EN AVIÓN)

Moscú-Rusia, 1908-1981
"Pólevoi" es el seudónimo que se ha dao como apellido. Boris Nikoláievich KAMPOY, nacido en 1908 en Moscú. Su primer libro de relatos (1927) mereció el aplauso de Gorki. En 1939 apareció su primera novela corta "El taller). Le dio gran fama dentro y fuera de su país el libro "Un hombre de verdad" (1946) en el que relata la epopeya del aviador Maresev quien, gracias a un esfuerzo sobrehumano, con los pies amputados, logró pilotar nuevos y modernos aviones. Entre las otras obras importantes de Borís Polevói pueden citarse las novelas "Ha regresado" (1949), "oro" (1949-50) y la colección de cuentos "Nuestros contemporáneos" (1952). Por dos veces ha sido galardonado con el premio Stalin. "Una fiesta de año nuevo en avión" que se incluye en esta antología, y "Nikoláich y Nina" han sido publicados, respectivamente, en 1955 y 1956.
El avión debía aterrizar en Moscú a las once de la noche. Aún tendrían tiempo de festejar la llegada del Año Nuevo. Pero todavía faltaban por recorrer muchos centenares de kilómetros, y, en aquella ruta, el tiempo se mostraba muy variable desde hacía unos días.
Por esto los contados pasajeros que iban a emprender aquel largo vuelo, el último del año, estaban tan intranquilos y nerviosos al tomar el avión; por esto, al acomodarse, por fin, en sus asientos de la cabina casi vacía, se quedaron en seguida taciturnos y, encerrados en sí mismos, continuaron rumiando en silencio, sin que sus impaciencias y molestias llegaran a manifestarse.
"¡Buenos compañeros de viaje me ha enviado Dios!", se dijo irritado uno de ellos, periodista de profesión. al colgar el abrigo, en cuyo cuello aún brillaban los cristalitos de la escarcha, miró el reloj. Según le pareció, la manilla de los segundos corría por la esfera con extraordinaria agilidad. Ya era llegado el momento de ruido y el avión vibraba de punta a punta sin despegar de la tierra, como si vacilara en emprender el vuelo.
El comandante de la nave, un hombre corpulento, ya de cierta edad, de cara redonda y diríase que de cobre, enfundado en botas y mono de pieles, parecía un oso. Fumaba tranquilamente, agarrando la pipa con el puño. era la encarnación vifa de la imperturbabilidad. eso también desagradó al periodista. "¡Vaya piloto! ¡Parece sacado de un archivo! ¡Debería de estar jubilado hace tiempo! - pensó al entrar en la cabina de pasajeros, donde todos continuaban sentados sin cambiar de postura y con los cuellos del abrigo levantados hasta la punta de la nariz-. ¡Hermoso viajecito nos ha reservado el año viejo como despedida!"
A pesar de todo el avión despegó a su hora, tomó altura y se puso en ruta. Las operaciones se verifican con toda normalidad. Pero, como a veces ocurre en los viajes, cuando todo el mundo tiene prisa y teme llegar tarde, el nerviosismo que se produce ya en tierra no se desvanece. En la cabina reinaba un pesado silencio. El periodista, amigo de conversar largo y tendido con los compañeros de viaje porque a veces, en estas circunstancias, el hombre descubre los más inesperados repliegues de su personalidad, contempló una y otra vez a los demás viajeros, aunque ya desalentado, sin la menor esperanza.
Un hombre rubio, apuesto y de anchos hombros, notable cirujano, profesor en una clínica de la capital, a quien había reconocido en el aeródromo, ya había sacado unos papeles de la cartera y los estaba leyendo, a la vez que se mordía el labio inferior y en los márgenes de las páginas hacía breves y vigorosas indicaciones. El presidente de un koljós famoso en todo el país, hombre bajito y rechoncho, bostezó y abrió una voluminosa cesta de mimbres que tenía a los pies. Sacó de ella unas viandas, se puso una toalla sobre las rodillas y empezó a comer. Masticaba concienzudamente, mas habríase dicho que hacía todas las cosas sin interés de su cara rellena no desaparecía una expresión de mal humor.
Crujían bajo la presión de sus dientes los duros y sabrosos pepinos, de salazón casera. Se extendió por el avión el olor a hinojo, a ajo, a grosellero y a estragón. El periodista, a quien ese penetrante olor le pareció desagradable, puso el ventilador en marcha y, volviéndose hacia el lado opuesto, ofreció su rostro a la corriente de aire.
Un general fuerte y rollizo, de mejillas sonrosadas como las de un niño, ya dormía con la cabeza apoyada en el respaldo del sillón; el gorro de castor daba a su perfil forma cuadrada. El general empezó incluso a roncar sonoramente, con silbante ronquido. Parecía que la Estrella de Héroe y el puñado de condecoraciones que en forma de cintas llevaba en el pecho, retemblaron por la fuerza de aquellos silbidos. Una mujer, alta, robusta, ya entrada en años, que llevaba uniforme de ingeniero de minas y que al principio estaba sentada al lado dl general, cambió de asiento. Estaba mirando con insistencia por la ventanilla a pesar de que era imposible ver nada, excepto la lechosa bruma que se deslizaba a una velocidad extraordinaria. Alternativamente aparecí ay desaparecía el ala oscura del avión. En el aeródromo, una verdadera muchedumbre había acudido a despedir a aquella mujer. Por las palabras que pronunciaron no era difícil adivinar que ella emprendía el vuelo a la capital para informar acerca de algún descubrimiento de suma importancia. Sin duda, aquella era una persona interesante. Pero también la ingeniero de minas se había encerrado en sí misma y subrayaba con su actitud que se aislaba de quienes estaban a su lado.
"Con tales compañeros de viaje no queda más recurso que dormir", se dijo el periodista, hundiendo profundamente las manos en las mangas y cerrando los ojos. Pero la idea de que podía llegar tarde, de que cualquier circunstancia imprevista podía impedirle participar en la fiesta de Año Nuevo, a la que siempre acudía desde cualquier lugar adonde su agitada profesión le hubiera llevado, esa idea le irritaba, le ponía fuera de sí, no se apartaba de su mente y alejaba de él el sueño.
El piloto, que semejaba un oso, salió de la cabina de los aviadores. Llevaba, como antes, la pipa en el puño. Parecía como si le saliera humo de la mano, sin que él se diera cuenta de ello.
-¿Llegaremos a tiempo para festejar la llegada del Año Nuevo? -preguntó el cirujano, dejando por un momento sus papeles.
-Haremos lo posible...
En la vaguedad de la respuesta, todos captaron una nota de inseguridad.
-¿Qué pasa? -preguntó inquieta la mujer geólogo.
El piloto chupó tranquilamente la pipa y quedó envuelto en humo; cortés, procuró dispersarlo con la mano ante el rostro de su interlocutora.
-En nuestra ruta la temperatura sube. Es posible que nos hagan aterrizar.
-Antes se decía: "Si tienes prisa no subas al carro, vete andando" -comentó el presidente del koljós, mientras se secaba con la toalla los relucientes labios-. ¿Qué se ha de decir ahora, camarada? Hoy llegan a Moscú en avión, desde el lejano Oriente, mi hijo y mi nuera. Llevan a la nieta, que ya tiene más de nueve años y ala que aún no he visto... Que si la temperatura sube, que si la temperatura baja... ¡Siempre hay algo que no pita entre nosotros!
-¡Razón tienen los que dicen que cuando Dios puso orden en la tierra, la aviación se hallaba en el aire! - rezongó el general, que se acababa de despertar.
La pipa silbaba cada vez con mayor insistencia en el puño del aviador.
-En esto, camarada general, la aviación no tiene la menor culpa. El aumento de la temperatura es algo terrible. Si no evitamos la zona en que el termómetro se eleva, el avión puede quedar cubierto de hielo. Nosotros respondemos de sus vidas. ¡No hay que olvidarlo!
El piloto dio media vuelta y, pisando blandamente con las botas de pieles, desapareció en su cabina.
Todos lo comprendieron: la situación tomaba mal cariz. ¡No llegarían aquel día Moscú! El Año Nuevo los encontraría lejos de las personas queridas, no sabían con quién ni dónde... El periodista miró melancólicamente por la ventana. El avión volaba por encima de las nubes. Refulgían las estrellas con extraordinaria claridad, como si una hacendosa ama de casa, preparándose para la fiesta, las hubiera limpiado y fregado cuidadosamente, una a una. Las nubes, espléndidamente iluminadas por la plateada luz de la luna amontonándose bajo el avión, recordaban al eterno nómada ya los hielos de Ártico sobre los cuales había volado en cierta ocasión, ya un rebaño de corderos blancos que había visto en las cumbres del Pamir, ya montones de algodón, ya la estepa helada, sin fin.
Allá lejos, en Moscú, su esposa, que habría recibido el telegrama por el que el periodista le anunciaba su regreso en avión, vestida con su ropa de fiesta, puesto el delantal bordado, que prefería a todos los demás y que él le había llevado de Ucrania, con las mejillas encendidas, taconeaba por la cocina preparando la cena; o quizá ya había abierto la mesa, habría extendido el crujiente mantel, y los pequeñuelos, alborotando como de costumbre, colocarían en ella los cubiertos, las copas y el yantar. ¡Él iba a defraudar sus esperanzas a pesar de haber emprendido el vuelo, para llegar a tiempo, literalmente desde el otro extremo del mundo! Su puesto en la mesa quedaría vacío. Tanto como se había apresurado estos últimos días para llegar a su casa cuanto antes, y se pasaría la noche de Año Nuevo colgado en el espacio, en compañía de esas personas desconocidas, poco comunicativas y graves.
Sobre la puerta de la cabina del piloto se destacaban dos esferas. Una era del reloj. Las agujas señalaban las 21. La otra era de un altímetro y sus flechas indicaban la cifra de 3.500 metros. "Se esfuerza por salvar la barrera de nubes -adivinó el periodista, notando unos pinchazos en la sien y cierta presión en el pecho- ¡Bravo! ¡El diablo sabe! ¡Quizá lo logre!"
Con esta idea en lamente, se quedó adormilado y se despertó cuando el reloj señalaba ya las 23,45 y el altímetro marcaba 2.000 metros de altitud. Como antes, los motores zumbaban con ruido monótono y acunador. La luz velada de las lamparitas laterales iluminaba débilmente la cabina. Alguien sacudió al periodista por el hombro. Era el piloto.
-¡Es usted un hacha durmiendo! escriba un radiograma de felicitación a su familia. Ya lo han enviado todos. Usted es el último.
-¿Qué radiograma? ¿Para qué? -preguntó el periodista, sorprendido.
-Estamos bordeando la zona de temperatura más alta. Tendremos que volar hora y media más de lo previsto. Celebraremos la llegada del Año Nuevo aquí, en el aire. ¡No hay otra solución!
-Ya nos lo decían en la guerra: donde la aviación se mete, todo anda de cabeza -balbuceó el general.
-¿Qué quiere usted, camarada general! Podemos lanzar al éter su queja y dirigirla al Dios Todopoderoso. ¡Vaya tiempo con que el viejecito nos obsequia! ¡Escriba! MI radiotelegrafista conoce bien su oficio y mandará puntos y rayas a las oficinas celestiales -replicó con toda seriedad el piloto, a la vez que ofrecía al general u n taco de papel y lápiz.
-¡Qué mala suerte! ¡No podía resultar peor! - exclamó la geólogo. Habríase dicho que iba a romper a llorar.
-¡Es una pena! ¡Dentro de diez minutos sonará el carillón del Kremlin y nosotros no podremos oírlo! -dijo a su vez, pensativo, el cirujano.
-Según indicio que no falla, estamos condenados a pasarnos todo el año yendo sin rumbo de un lugar a otro, como los gitanos -comentó el presidente del kokjós, y añadió suspirando: -Mi hijo tendrá que beber hoy con dos vasos y brindar con la botella.
-¡Menuda bromita! ¡Vaya modo de celebrar el Año Nuevo! -Fu! - exclamó el periodista.
De pronto resonó en la cabina un extraño ruido, semejante al de un bofetón. todos dirigieron la mirada hacia el mismo lugar. Era el presidente del koljós, que se había dado una palma en la frente.
-¿Por qué no vamos a celebrarlo? -se preguntó en voz alta, con una nota de alegría y buen humor, y no apagada y displicente como hasta entonces-. ¿Es posible que alguna persona de nuestro país se quede sin brindar a la llegada del Año Nuevo? ¿Cómo no se le ha trabado a usted la lengua, al proferir semejante herejía, mi camarada y vecino?... "¡un momento!", como suele decir en mi koljós el barbero Pietka.
De pronto, con una movilidad y una agilidad sorprendentes dada su maciza complexión, se dirigió con paso breve y balanceándose levemente hacia el compartimiento de bagajes, y de allí regresó con su cesta de mimbres y con un saco de viaje repleto y bastante pesado. Detuvo su mirada experta en una gran maleta de piel de cocodrilo, salpicada de etiquetas de hoteles extranjeros, maleta que pertenecía al cirujano.
-¿No sacrificaría su maletita en bien de la colectividad? ¿Eh? ¿En lugar de mesa?...
Pusieron la maleta entre las hileras de butacas y la cubrieron con un periódico. Mientras se hacían estos preparativos, el koljosiano, expedito, sacó de la cesta y del saco diversas viandas. Sobre el periódico aparecieron sucesivamente un apetitoso pollo asado, medio ganso reluciente de grasa, un buen trozo de ternera guisada, una puna de jugoso jamón en el que tocino y magro alternaban como las capas geológicas en un manual escolar.
-Mi mujer está aferrada a las viejas creencias -continuó locuaz el presidente-. ¡No a las de los disidentes ortodoxos! ¡Ca! Fue la primera komsomol del distrito. Sigue las creencias al modo que lo hacen las mujeres. No sale nunca del koljós y está convencida de que no es posible comer bien fuera de nuestro "Faro Rojo". ¡Sí, sí! ¿Lo cree! ¿Qué les parece a ustedes? Cuando salgo de viaje siempre me prepara asados y guisados. "¿Te lo darían tan bueno en un restaurante?" -me dice-. Esto es licor de guindas. De fabricación propia. ¿serán poco dos botellas para todos?
-¿Por qué dos? - Quien hacía la pregunta era el general, que apareció en la puerta del compartimiento de bagajes con una botella de coñac en la mano.
-Es de marca -observó el entendido koljosiano-. ¿Quién vota en pro? ¿Quién en contra? ¿Nadie se abstiene de votar? Aceptada por unanimidad....
-¿Querrá alguien espíritu de vino? Seguro que alguno de nosotros estuvo en el frente. Aquí tengo un frasquito...
El cirujano buscaba un sitio donde colocar una redoma de apotecario con un transparente licor verdoso, pero la tapa de la espaciosa maleta estaba ya tan colmada de manjares, que no cabía en ella nada más. Entonces el cirujano puso la redoma en el suelo. Aparecieron también galletas, frutas y una pastilla de chocolate.
Todos se agruparon alegremente alrededor de la improvisada mesa. El general hizo gala de una insólita habilidad para abrir latas de conserva, cortar el embutido y el jamón. La geólogo iba poniendo todas estas cosas en hojitas del taco de papel predestinadas a servir de platitos.
Tan sólo el periodista, que se pasaba la vida viajando y que estaba acostumbrado a tomar el té por la mañana en Moscú y a comer en Odesa o en Kaliningrado, no tenía nada que aportar. En cambio, era el más activo. Movido por una especial sensación de entusiasmo, intentaba adivinar qué había podido transformar repentinamente a todas esas personas tan distintas, ya no jóvenes, y que hacía solamente unos momentos parecían tan insociables.
-¡Amigos! ¿En qué vamos a beber? - preguntó de pronto la geólogo; y llevándose las manos a la cabeza indicó con la mirada la esfera del reloj.
Faltaban cinco minutos para Año Nuevo.
Los aviadores no encontraron más que dos vasos de termo. El presidente del koljós extrajo de su saco sin fondo otro vaso de cristal.
-¡Muchachos, tengo una idea! - exclamó el cirujano, sacando del neceser la tacita y el vaso que usaba al afeitarse-. ¿Y para tripulación?
Alguien más tenía vasos semejantes. La geólogo los limpió con la toalla, y en el momento preciso toda esa vajilla de distintos calibres estaba llena de licor pesado y transparente, de color rubí, que despedía un leve aroma a estío y a almendras. En aquel momento, un ruido familiar, extraordinario y emocionante a la vez, se sumó al zumbido monótono y adormecedor de los motores. ¡Era el ruido de la Plaza Roja! Lejos, en el entrañable Moscú, sonaban los claxons de los automóviles. Se percibía el eco de los bocinazos, reflejados por las murallas del Kremlin. Se oyó una voz desconocida e incluso pareció que llegaban unas risas.
En la puerta que daba ala cabina de los aviadores estaba, de pie, el piloto. Su ancha cara había adquirido una expresión de picardía. Llevaba en las manos un aparato de radio del que salía un cable que se perdía en la cabina anterior.
-¡Se han instalado estupendamente! Ni que estuvieran en el restaurante "Metropol"...
-¡Brinde, brinde con nosotros! - gritaron todos a coro, y cada uno de ellos le ofrecía su taza o vaso.
El piloto movió la cabeza negativamente.
-No puedo, estoy de servicio.
-¡Pero es Año Nuevo!
-Con mayor motivo... Beberé con ustedes... mentalmente. -Levantó un vaso vacío que nadie había acertado a tomar.
Entretanto, sobreponiéndose al ruido de los motores, se oían ya los sonidos melódicos del carillón, y los seis viajeros escuchan en silencio los golpes sucesivos que señalaban las horas. Quizá por festejar el Año Nuevo perdidos entre las nubes, separados de la tierra, todos se sentían muy emocionados. Aquella tierra de todos los días que flotaba invisible más abajo, tras la capa de nubes, y todo lo que en ella había, les parecía en aquel momento singularmente entrañable.
A la mujer geólogo se le habían humedecido los grandes ojos negros, todavía hermosos.
-¡Por la tierra, por nuestra tierra! - balbuceó con labios temblorosos, señalando hacia abajo con la mano.
El licor resultó ser del fuerte, mas la mujer apuró valientemente todo el contenido del vasito de afeitar.
Siguieron, como es de rigor, otros brindis. Bebieron por el presidente, tan bien surtido, por su koljós, por las mujeres y por la ciencia geológica, por la cirugía, por los hombres de armas, por los pilotos e incluso por el aumento de temperatura, ¡qué diablo! Luego, cuando el licor koljosiano se hubo difundido ya por las venas y el ruido de motores dejó de percibirse, surgieron las canciones como la cosa más natural del mundo.

Bajo el estallido incesante de las broncas granadas
se bate un puñado de comuneros...

La inició el general, que comenzó a cantar con aguda voz de falsete,y todos -el cirujano, el periodista, el presidente de koljós, el piloto y la mujer geólogo - le acompañaron unánimemente:

La presión de los soldados mercenarios
en duro trance los ha puesto...

Como si una extraña fuerza mágica volviera a esas personas graves, ya entradas en años, a los días lejanos de su juventud, cantaban todos con voces sonoras y chillonas esa canción que parecía venir del pasado.
Se produjo como una especia de reacción en cadena. Una canción encendía otra. a la de "Comuneros" siguió "Vuela locomotora. Después, naturalmente, resonó "A lo largo del río, a lo largo de Kazán". La cantaron con un estribillo acerca del pope Serguiéi y de la bota de fieltro. Entonces se derrumbó definitivamente todo cuanto separaba a estas personas tan diferentes. Mientras el coro cantaba eufórico:
¡Venga, muchachos! ¡Venga, komsomoles!
¡Bravo, bravo, bravo, valientes!,
mientras el cirujano, metidos los dedos en la boca, acompañaba la canción con estridentes silbidos, el general y la geólogo, como si de pronto arrojaran de sus espaldas el peso de veinticinco o treinta años, comenzaron a zapatear una danza por el estrecho corredor, entre las hileras de butacas.
-¡Eh, amigos! Si agujereáis el suelo,os vais de cabeza a la tierra. ¡A dos kilómetros de profundidad! - advirtió el piloto, y ninguno de los pasajeros se ofendió, ni siquiera se sorprendió de este "Eh, amigos", como si también viniera de allí, de los lejanos años pasados.
El periodista pasó en torno su ávida mirada. El licor koljosiano era excelente, no había duda. Pero él se daba cuenta de que no era el licor lo que los embriagaba, no era el alcohol lo que hacía latir con alegría los corazones y ponía una nota de emoción en el pecho. Le parecía que el avión era una máquina del tiempo en una novela de aventuras fantásticas, y que esa máquina, de repente, los había arrastrado a todos hacia los años -¡ya lejanos, ay! - de su época de komsomoles. Comprendía que todos sentían una emoción semejante. Con qué facilidad esas personas desconocidas se trataban de "tú", de "muchacho" y de "amigo".
¿Quién, si no antiguos komsomoles, habría podido cantar de ese modo aquellas viejas canciones tan entrañables para todos? Naturalmente, el general entonó "La joven guardia", y todos se pusieron de pie, como se levantaban obligatoriamente cuando entonaban ese antiguo himno de la juventud después de las reuniones de komsomol.
No se olvidaron de !A la patata", famosa en otro tiempo. Al cantarla, el profesor sacó el estribillo: "¡Ah, tú, patata pequeña y pelada de los pioneros idea-a-al"..., con tal regocijo, que la geólogo le miró de reojo, diciendo:
-¡Eh, tú ,muchacho! ¿Acaso no has llevado nunca pañuelo de pionero?
-Lo llevé - confesó el cirujano.
-¡Pionero, en la lucha por la causa, presente!
-¡Presente!
todos rieron. Y de nuevo, como lo más natural del mundo, voló la canción:
Alzaros, fogatas.
Noches azules...
La cantaron lenta, melancólicamente, y con tanta unción, que ni siquiera notaron que el ruido de los motores había cambiado de timbre, que el avión trazaba un círculo tras otro y que de pronto, apagados los motores y como si silbara, descendió hacia el aeródromo. Ni siquiera cuando tocó tierra y rodó por ella prestaron la menor atención. Les daba pena interrumpir el canto, separarse de la juventud que de pronto había resucitado; les daba pena desprenderse de aquellos años maravillosos, que ya no podía volver.
-¡Moscú! - dijo el piloto, pisando blandamente el suelo del pasillo con las botas de piel-. ¡Qué, camaradas! ¿Van a regañarme mucho por haberles llevado hora y media más en avión?
-¡Qué dice usted! ¿Por qué habríamos de regañarle? -exclamó la geólogo, la cual no lograba meter el brazo en la manga del abrigo que el general le sostenía.
-¡No, No! ¡Muchas gracias! - dijo el periodista.
-¿Gracias? ¿Por qué?
-Por la zona de temperatura más elevada.
-Gracias por la compañía -dijo el general, haciendo el saludo militar. De nuevo se había vuelto frío, recto, oficioso.
-¡Bueno, hasta la vista! -empezó a decir, jovial, el presidente del koljós. Estaba claro que iba a añadir "muchachos" o "amigos", pero balbuceó también con cierta sequedad: -¡Hasta la vista, ciudadanos!
Por el aeródromo soplaba una leve cellisca, si bien la nieve, menuda y seca, que susurraba en torno a las ruedas del avión, no apagaba la luz de la luna llena. En torno, todo aparecía blanco, juvenil. El silencio era inusitado

Autores Rusos Contemporáneos

Editorial Vergara S.A, 1966
Barcelona-España

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