ALEXANDER PUSHKIN (EL DISPARO-LA DAMA DE ESPADAS)

Moscú-Rusia, 1799-San Petersburgo, 1837
Aleksandr Sergéyevich Pushkin fue un poeta, dramaturgo y novelista ruso, fundador de la literatura rusa moderna. Fue pionero en el uso de la lengua vernácula en sus obras, creando un estilo narrativo —mezcla de drama, romance y sátira— que fue desde entonces asociado a la literatura rusa e influyó notablemente en posteriores figuras literarias como Gógol, Dostoyevski, Tolstói y Tiútchev, así como en los compositores rusos Chaikovski y Músorgski.
Estábamos acantonados en el pequeño pueblo de X. Todo el mundo sabe cómo es la vida de un oficial de tropa de guarnición. A la mañana, estudio y picadero; la comida en casa del comandante del regimiento o en una fonda judía; a la noche, ponche y naipes.
En X no había ningún lugar donde reunirse, ni una muchacha; íbamos unos a casa de otros, donde, aparte de nuestros uniformes, no veíamos nada más.
Un solo civil formaba parte de nuestro grupo. Tenía unos 35 años, lo que nos hacía considerarlo viejo. Su experiencia le daba superioridad sobre nosotros en varios puntos, y, además, su aspecto sombrío que mostraba habitualmente, sus rudas costumbres y su lengua mordaz ejercían una clara influencia en nuestras mentes juveniles.
Un cierto misterio parecía envolver su destino: se le hubiera tomado por ruso aunque llevaba apellido extranjero. En otros tiempos había servido en los húsares, y hasta con suerte; sin embargo, nadie sabía qué motivos le habían hecho retirarse del servicio para ir a radicarse en un mísero pueblucho, donde vivía en la estrechez, unida, no obstante, a cierto despilfarro. Iba siempre a pie, vestía una chaqueta negra, raída por el uso, y su mesa estaba siempre a disposición de todos los oficiales de nuestro regimiento. Sus cenas estaban compuestas por no más de dos o tres platos, preparados por un militar retirado, pero el champán solía correr a torrentes durante las comidas.
Nadie sabía si poseía o no fortuna ni cuales eran sus rentas, ni nadie se atrevía a preguntárselo. Tenía muchos libros, la mayoría obras de milicia y novelas. Los prestaba de buen grado, sin exigir nunca su devolución, como tampoco, por su parte, devolvía nunca los que a él le prestaban.
Su ocupación predilecta era ejercitarse en el tiro a pistola. Las paredes de su cuarto estaban tan acribilladas de balazos, que parecían paneles de una colmena. Una rica colección de pistolas constituía el único lujo de la miserable casucha que habitaba.
La destreza que había adquirido simplemente en el tiro, era increíble, tanto como para que, de haberse propuesto acertar de un balazo un objeto puesto sobre la gorra, ninguno de los de nuestro regimiento hubiera vacilado en ofrecerle su cabeza como blanco.
El tema de nuestras conversaciones era con frecuencia los duelos. Silvio (así le llamaremos) nunca participaba de ellas. Cuando se le preguntaba si alguna vez le había tocado batirse, solía responder secamente que sí, pero nunca daba detalles, y saltaba a la vista que tales preguntas lo contrariaban. Acabamos por suponer que pesaba en su conciencia alguna desgraciada víctima de su siniestra habilidad. Por lo demás, nunca se nos cruzó por la mente imputarle de algo parecido al temor. Hay personas cuya sola apariencia disipa tales suposiciones.
Un inesperado acontecimiento nos dejó a todos consternados.
Un día comíamos en casa de Silvio unos diez oficiales del regimiento. Bebimos como de costumbre, es decir, muchísimo. Al terminar la comida pedimos a nuestro anfitrión que jugara una partida con nosotros. Durante largo rato se negó, porque no acostumbraba jugar, pero por fin mandó traer las cartas, echó sobre la mesa medio centenar de ducados y tomó la banca. Todos lo rodeamos y la partida comenzó. Silvio solía guardar absoluto silencio mientras jugaba, y jamás había discutido ni hecho observaciones. Si el que apuntaba se descontaba por azar, Silvio pagaba inmediatamente la diferencia o apuntaba el resto. Todos lo sabíamos y en nada nos oponíamos a su libre arbitrio; pero sucedió que entre nosotros se hallaba un oficial recientemente llegado a nuestro regimiento. Participaba del juego y cometió una equivocación de un punto. Silvio tomó la tiza y rectificó la anotación. El oficial, exaltado por los efluvios del vino, por el juego y las burlas de sus camaradas, lo tomó como una grave ofensa y enardecido tomó de la mesa un candelabro de bronce y se lo arrojó a Silvio, quien apenas logró eludir el golpe. Todos quedamos confusos. Silvio se incorporó, pálido de ira, y con mirada centellante exclamó:
-Caballero, hágame el favor de retirarse inmediatamente y dé gracias a Dios que esto haya sucedido en mi casa.
No dudamos en lo más mínimo de cuales serían las consecuencias de esa escena, y ya dábamos por muerto a nuestro compañero. El oficial se fue no sin decir que estaba dispuesto a dar satisfacción de su ofensa de la manera que dispusiera el banquero. La partida duró unos pocos minutos más; conscientes, no obstante, de que nuestro anfitrión no estaba para juegos, nos retiramos uno tras otro, hablando de la inminente vacante.
Al otro día, en el picadero, nos preguntábamos entre nosotros si el pobre teniente respiraría aún cuando se presentó éste mismo en persona.
Lo interrogamos y nos respondió que hasta la fecha no tenía noticias de Silvio. Asombrados, fuimos a casa de nuestro amigo, a quien hallamos en el patio, metiendo bala tras bala en un as de baraja, clavado en una hoja del portal. Nos recibió como siempre, sin mencionar una sola palabra con relación al suceso de la víspera.
Pasaron tres días, y el teniente seguía aún con vida. Preguntábamos extrañados:
-¿No se batirá?
Y así fue, Silvio no se batió. Se dio por satisfecho con una explicación muy superficial y se reconcilió con el adversario.
Esta circunstancia perjudicó mucho su reputación entre los jóvenes, los que suelen tener a la valentía por la calidad más sublime de un hombre, excusándole toda clase de defectos. Con el tiempo, no obstante, se olvidó lo ocurrido, y Silvio recuperó su prestigio de siempre.
Yo fui el único que no pudo tratarlo con la misma confianza. Teniendo, como tenía, una imaginación romántica, me sentía atraído, más que mis compañeros, por un hombre cuya vida era un enigma, y que me parecía el personaje de alguna historia misteriosa. Él me quería, y conmigo dejaba de lado sus palabras punzantes, y hablaba de toda clase de asuntos con gran sinceridad y agrado. Sin embargo, después de aquella velada, la idea de que su honor había sido mancillado, y no rehabilitado por propia voluntad, me inquietaba y me impedía tratarlo como antes. Silvio era demasiado inteligente y perspicaz como para no notar el vuelco de mi conducta, pero no descubría el motivo. Parecía estar amargadamente impresionado. Por lo menos en dos ocasiones pude notar en él el deseo de darme una explicación; yo, sin embargo, eludí sus tentativas, y él acabó por evitar mi trato. Desde entonces solía verlo sólo en presencia de mis compañeros, y nuestras sinceras relaciones de otros tiempos se cortaron.
Los displicentes habitantes de una capital no pueden imaginar siquiera muchas impresiones que les son familiares a quienes viven en aldeas o pueblecitos, como por ejemplo la espera de la llegada del correo... Los martes y los viernes el despacho del regimiento estaba colmado de oficiales. Unos esperaban dinero, otros cartas, otros periódicos, etc. Los paquetes solían abrirse allí mismo, y unos a otros se daban las noticias, de modo que la oficina deparaba un espectáculo de extrema animación. Silvio se hacía enviar sus cartas a nuestro regimiento, y solía acudir a la oficina. Un día le entregaron un sobre que abrió dando muestras de gran impaciencia. Al leer la carta sus ojos centelleaban. Los oficiales, ocupados en la lectura de sus cartas, no advirtieron nada.
-Señores -les dijo Silvio-, las circunstancias requieren que me ausente inmediatamente... Me voy esta misma noche, y espero que no se negarán a cenar conmigo esta última vez. También a usted lo espero -continuó, dirigiéndose a mí-. Lo espero sin falta.
Y dicho esto salió precipitadamente. Nosotros, decididos a reunirnos en casa de Silvio, nos fuimos cada cual por un lado.
Fui a casa de Silvio a la hora indicada, y allí encontré a casi todo nuestro regimiento. Los muebles estaban ya embalados, y no había más que las paredes, acribilladas a balazos. Nos sentamos a la mesa. Nuestro huésped estaba del mejor humor, y no pasó mucho tiempo sin que comunicara su alegría a todos los demás... A cada momento saltaban los tapones de las botellas de champagne. Los vasos relucían y espumaban sin pausa, y todos nosotros, con profunda franqueza, deseábamos al amigo que se ausentaba, buen viaje y toda suerte de felicidades. Nos levantamos de la mesa ya muy avanzada la noche. Cuando fuimos a recoger la gorra, Silvio se despidió de todos, me tomó del brazo y me retuvo.
-Quiero hablar con usted -me dijo, bajando la voz.
Ya todos los demás se habían ido... Quedamos solos, nos sentamos uno frente a otro, fumando despaciosamente nuestras pipas. Silvio estaba visiblemente preocupado; en su rostro no quedaban huellas de su febril alegría de poco antes. Su palidez sombría, el destello de sus ojos, y el espeso humo que despedía su boca, le daban el aspecto de un verdadero demonio. Pasaron algunos minutos antes que Silvio rompiera el silencio.
-Es probable que no nos veamos más -me dijo-, y antes de despedirnos, he querido darle una explicación... Tiene que haber notado usted lo poco que me importa la opinión de los demás; pero me sería penoso dejar en su mente una impresión contraria a la verdad.
Dijo esto y calló. Volvió a llenar su pipa apagada... Yo me quedé silencioso, bajando los ojos.
-A usted le habrá extrañado -prosiguió- que yo no exigiese satisfacción a aquel insensato borracho de R... Creo que convendrá usted conmigo en que, teniendo yo libre elección de armas, su vida estaba en mis manos, en tanto que la mía casi no peligraba... Podría atribuir mi prudencia a la magnanimidad... Sin embargo, no quiero mentir. Si hubiese podido castigar a R... sin arriesgar mi vida, no lo hubiera perdonado...
Miré a Silvio con aire de asombro. Esta contestación acabó por consternarme. Silvio continuó:
-Es cierto. No tengo derecho a exponerme al peligro de la muerte. Hace seis años recibí una bofetada, y mi adversario vive todavía.
Mi curiosidad estaba vivamente excitada.
-¿Fue porque usted no quiso batirse con él? -pregunté-. Sin duda, se lo impidieron las circunstancias.
-Me batí con él y éste es el recuerdo de aquel duelo.
Silvio se levantó, sacó de una caja de cartón una gorra encarnada con borla de oro y galoneada, lo que los franceses llaman bonnet de police. Se la encasquetó: la gorra estaba agujereada a la altura de la frente.
-Usted sabe -prosiguió Silvio- que yo he servido en el regimiento de húsares de X... Sabe también cuál es mi carácter; suelo hacer notar mi personalidad en todo, y esta cualidad era una verdadera manía en mi juventud. En nuestros tiempos solían usarse modales violentos y entre mis compañeros no había quién me aventajara. Alardeábamos de nuestras orgías, y dejé atrás al famoso Burtsov encomiado por Dionisio Davidov. Los duelos, en nuestro regimiento, se entablaban a cada momento, y de todos participaba yo como testigo o interesado. Mis compañeros me adoraban y los comandantes del regimiento, que cambiaban con frecuencia, me consideraban un mal inevitable.
''Tranquilo (o intranquilo), disfrutaba mi gloria, hasta que llegó a nuestro regimiento un joven rico de muy buena familia (su nombre no importa). ¡En mi vida había tropezado con un hombre tan espléndidamente halagado por la suerte! Figúrese que además de la juventud, tenía ingenio, apostura, un espíritu alegre, la más desenfadada valentía, un prestigio social envidiable y una fortuna cuantiosa, inagotable, y podrá imaginar el efecto que había de causar inevitablemente entre nosotros. El predominio de mi personalidad estaba en peligro. Atraído por la fama que gozaba, trató de granjearse mi amistad; pero yo me mostré frío y él se apartó de mí con total indiferencia; le tomé odio. Sus éxitos en el regimiento y en el ambiente femenino me sumieron en completa desesperación. Comencé a buscar motivos para provocarlo... Pero mis frases hirientes las contestaba él con otras que siempre me parecían más punzantes y más agudas que las mías, y que a decir verdad eran muchísimo más alegres: él bromeaba y yo expresaba mi odio. Por fin, una vez, en un baile que daba un hacendado polaco, al ver concentrada en él la atención de todas las damas, y sobre todo de la misma ama de casa, que había estado antes en relaciones conmigo, le dije al oído cierta banal grosería. Presa de repentina ira me pegó una bofetada. En seguida buscamos los sables... Las señoras se desvanecían... Nos apartaron no sin esfuerzo y aquella misma noche nos batimos en duelo.
''Amanecía... Yo estaba en el lugar acordado, acompañado por mis tres padrinos... Con una impaciencia inexplicable aguardaba a mi adversario. Despuntó el sol primaveral, y el calor empezó a hacerse sentir... Lo vi cuando aún estaba lejos... a pie, llevando el uniforme sostenido con el sable, y acompañado por un padrino. Se acercó. En la mano llevaba su gorra llena de cerezas. Los padrinos midieron los doce pasos. A mí me tocó disparar primero. Sin embargo, la agitación que me causaba la ira me hizo desconfiar de la firmeza de mi pulso, y le cedí el derecho del primer disparo, ansioso por ganar tiempo para serenarme. Mi contrincante rehusó el ofrecimiento. Se propuso echar suertes, y ganó él, eterno favorito de la Fortuna. Apuntó y con su bala atravesó mi gorra. Era mi turno... Su vida, por fin, estaba en mis manos. Lo miré con ansia devoradora, tratando de discernir en su rostro una señal de inquietud. Él permanecía inmóvil frente al cañón de mi pistola, tomando de la gorra las cerezas maduras, que comía escupiendo los carozos que casi me alcanzaban. Su indiferencia me enardeció.
'''¿Qué voy a lograr' -pensé- 'quitándole la vida, si no siente el más leve temor por ella?'
''Fue entonces cuando una idea diabólica cruzó por mi mente. Bajé la pistola.
''-Según parece -le dije- usted no está ahora para pensar en la muerte. Como se propone almorzar, no quiero molestarlo.
''-No me molesta usted en lo más mínimo -replicó-. Hágame el favor de disparar, o haga lo que le parezca. Le queda reservado el derecho a este disparo, y en cuanto a mí, estaré siempre a su disposición.
''Me volví hacia mis padrinos, les manifesté que por el momento no estaba dispuesto a tirar, y así acabó el duelo...
''Pedí mi retiro y me radiqué en esta aldea. Desde entonces no hubo un solo día en que yo no pensara en la venganza. Ahora, por fin, llegó el momento...''
Silvio sacó del bolsillo la carta que había recibido por la mañana y me la dio para que la leyera. Una persona, probablemente administrador de sus asuntos, le escribía desde Moscú, que el consabido individuo pronto contraería matrimonio con una joven muy bella.
-Ya habrá adivinado -dijo Silvio- quién es ese consabido individuo. Salgo para Moscú... Me gustaría ver si en vísperas de su casamiento, se enfrentará a la muerte con la misma indiferencia que en otro tiempo, saboreando cerezas.
Y con estas palabras, se levantó, arrojó la gorra al suelo y echó a andar agitado por la habitación como un tigre por su jaula. Yo lo había escuchado absorto: sentimientos terribles y opuestos me agitaban.
El criado entró para anunciar que los caballos estaban listos para el viaje. Silvio me dio un fuerte apretón de manos... Nos abrazamos... Subió a un coche, en el que estaban acomodadas dos maletas, una con su equipaje, otra con pistolas. Nos saludamos por última vez y los caballos arrancaron...
Algunos años más tarde, circunstancias de familia me llevaron a establecerme en una pequeña aldehuela del distrito de N. Me había consagrado a la agricultura y no dejaba de suspirar secretamente, cuando recordaba mi vida pasada, bulliciosa y despreocupada. Lo que se me hacía más difícil era pasar las noches, tanto en primavera, invierno, como verano, en completa soledad. Hasta la hora de la comida encontraba la manera de matar el tiempo, unas veces charlando con el alcalde, otras inspeccionando las tareas de labranza y echando un vistazo a los nuevos establecimientos; pero tan pronto como caía la noche no se me ocurría adónde meterme. Unos cuantos libros que encontré bajo los armarios y en el depósito de trastos, me los sabía ya de memoria, a fuerza de reiteradas lecturas. Todos los cuentos que atesoraba en su memoria el ama de llaves Kirilovna, ya los conocía, y las canciones de las campesinas me sumían en lánguida tristeza. Por fin me di a la bebida de un fuerte licor vegetal, pero me causaba dolor de cabeza y, además, confieso que temí convertirme en un ''borracho melancólico'', como tantos que había visto en nuestro distrito.
A mi alrededor no había vecinos cercanos, salvo dos o tres ''melancólicos'', cuya conversación consistía las más de las veces en hipos y suspiros. La soledad era preferible. Por fin resolví acostarme cuanto antes, y comer lo más tarde posible; de esta manera logré acortar la velada, y alargar al mismo tiempo los días... Y ''vi todo lo que había hecho y he aquí que era bueno...''
A cuatro verstas de mi finca estaba la rica propiedad de la condesa de B.; pero allí vivía sólo el administrador. La propietaria había visitado su finca una vez, hacía ya mucho tiempo, el primer año de su matrimonio, y no había pasado en ello más de un mes. Pero cuando transcurría la segunda primavera de mi vida de ermitaño, corrió el rumor de que la condesa llegaría a la aldea acompañada por su marido, para pasar el verano. Y así fue; llegaron a principios de junio.
La llegada de un vecino acaudalado es un acontecimiento memorable para los moradores de una aldehuela. Los propietarios y los miembros de su servidumbre suelen hablar de ello desde dos meses antes y hasta tres años después. En cuanto a mí, confieso con franqueza que la noticia del arribo de una vecina joven y hermosa, me emocionó fuertemente. Me abrasaba un ferviente deseo de verla, y, por lo tanto, el primer domingo siguiente a su llegada, fui, después de comer, a la aldea X para presentar mi respeto a sus Altezas, como correspondía al vecino más cercano que les ofrecía sus humildes servicios.
Un lacayo me llevó hasta el gabinete del conde, y se adelantó para anunciarme. El amplio despacho estaba puesto con fastuoso lujo; a lo largo de las paredes había algunas bibliotecas, sobre las cuales se veían bustos de bronce. Arriba de la chimenea había un espejo muy ancho; el piso estaba cubierto de paño verde y tapizado de alfombras. Mi vida en mi humilde rincón me había hecho perder la costumbre del lujo, y hacía tiempo que no admiraba la esplendidez ajena. En aquel momento me sentí cohibido. Esperé al conde embargado por una inquietud parecida a la del candidato provinciano que espera la salida de un ministro. Cuando se abrió la puerta entró un hombre de unos treinta años, de hermosa presencia. El conde se acercó con aire de absoluta sinceridad amistosa, mientras que yo me esforzaba por recuperar mi aplomo. Empecé por presentarle mis respetos y, sin darme tiempo para hablar, sugirió que nos sentáramos.
Su conversación, espontánea y amable, pronto logró disipar mi timidez de solitario. Empezaba ya a recobrar mi estado normal, cuando de pronto se presentó la condesa, causándome una nueva confusión, mayor que la anterior. En realidad, era de una acabada belleza. El conde me presentó. Yo, por mi parte, cuanto más me esforzaba por parecer locuaz, cuanto más trataba de asumir un aire de serenidad, más turbado me sentía. Para darme tiempo a que me repusiera y acostumbrase a ellos, mis nuevos amigos comenzaron a discurrir entre sí, dándome el trato que se le da a un antiguo vecino, sin ninguna clase de ceremonias. Yo, entretanto, eché a andar de un lado a otro, examinando los libros y las pinturas. Aun cuando no soy ducho en artes plásticas, hubo un cuadro que llamó mi atención. Representaba cierto paisaje de Suiza, y lo que me sorprendió no fue la parte artística, sino el hecho de que estuviese atravesado por dos balazos que casi se juntaban.
-¡Notable disparo! -exclamé a la vez que miraba al conde.
-Sí -me respondió-: fue un disparo muy memorable. Pero, dígame. ¿Es usted buen tirador?
-Excelente -contesté satisfecho al notar que la conversación recaía por fin en un tema que me era tan familiar-; a treinta pasos no yerro jamás, teniendo por blanco une carta, si tiro con una pistola a la cual esté acostumbrado.
-¿Es cierto? -dijo la condesa con tono de gran interés-. Y tú, amigo mío, ¿serías capaz de atravesar una carta a treinta pasos?
Probaremos -contestó el conde-. He sido un tirador regular; pero hace cuatro años que no tomo una pistola.
-¡Oh! -comenté-. En ese caso apuesto cualquier cosa a que vuestra Alteza no le da a una carta ni siquiera a veinte pasos; la pistola requiere un ejercicio diario. Lo sé por experiencia. En nuestro regimiento se me tenía por uno de los mejores tiradores. En una ocasión dejé de manejar la pistola por un mes entero, porque mis armas estaban en reparación. ¿Y qué diría que sucedió, Alteza? La primera vez que volví a tirar, erré cuatro veces seguidas a una botella a veinte pasos. En nuestro regimiento había un sargento, hombre ingenioso y muy dado a las bromas, que estando presente por casualidad dijo: ''Está visto, amiguito, que has perdido la costumbre de habértelas con una botella''. Créame, vuestra Alteza, hay que cultivar esta habilidad, porque el día menos pensado se olvida lo que se ha aprendido. El tirador más diestro que encontré en mi vida practicaba todos los días, tres veces por lo menos, antes de la comida. Esto estaba en él tan arraigado, como la copita de vodka que tomaba como aperitivo.
A los condes les satisfizo mi locuacidad.
-¿Y cómo tiraba? -me preguntó el conde.
-A veces veía una mosca que acababa de posarse en la pared... ¿Lo toma usted a risa, condesa? Pues es cierto... Veía una mosca y gritaba: ''¡Kuzka, mi pistola!''. El criado le llevaba con celeridad una pistola cargada. Él disparaba entonces y enterraba la mosca en la pared...
-¡Asombroso! -dijo el conde-. ¿Y cuál era su nombre?
-Silvio, Alteza.
-¡Silvio! -exclamó el conde, incorporándose de un salto-. ¿Usted conoció a Silvio?
-¿Que si lo conocí, Alteza? Éramos amigos. En nuestro regimiento fue recibido como un verdadero compañero... pero desde hace cinco años no sé nada de él. Así que también vuestra Alteza lo conoció, ¿no es verdad?
-Lo conocí muy bien. ¿No le contó acaso un suceso muy extraño?
-¿El de una bofetada, Alteza, que recibió en un baile?
-¿Y no le dijo a usted el nombre...?
-No, Alteza, no me lo dijo. ¡Ah! -proseguí, al intuir la verdad-. ¿Fue quizás vuestra Alteza?
-Yo fui -respondió el conde, con aire extremadamente distraído-; esa pintura agujereada a balazos es un recuerdo de nuestro último encuentro.
-¡Ay! -dijo la condesa-. ¡No lo cuentes, por Dios!... Me horroriza escucharlo.
-No puedo complacerte -replicó el conde-. Lo contaré todo. El señor sabe cómo ofendí a su amigo y conviene que sepa también cómo Silvio se vengó de mí.
Me ofreció el sillón y yo, con viva curiosidad, escuché el siguiente relato:
-Hace cinco años me casé. El primer mes, la luna de miel, la pasé aquí, en esta aldea. En esta casa viví los instantes más hermosos de mi vida, pero a ella le debo también uno de mis recuerdos más dolorosos.
''Un día, al atardecer, salimos a cabalgar. El caballo que montaba mi mujer comenzó a desmandarse y ella, asustada, me pasó las riendas y volvió a casa a pie. Yo cabalgué delante. En el patio vi un coche, y me dijeron que en mi despacho me esperaba un caballero que había rehusado dar su nombre. Sólo había dicho que tenía que hablar conmigo de cierto asunto. Entré en la habitación y vi en la penumbra a un hombre con barba cubierto de polvo. Estaba al lado de la chimenea... Me acerqué a él, tratando de reconocer sus facciones...
''-¿No me recuerdas, conde? -preguntó con voz trémula.
''-¡Silvio! -exclamé, y confieso que en aquel momento sentí que mis cabellos se erizaban.
''-Exactamente -continuó él-. Conservo el derecho a un disparo y he venido a disparar. ¿Estás preparado?
''Una pistola asomaba del bolsillo lateral de su chaqueta. Yo di doce pasos y me paré allí, en el rincón, suplicándole que acabara lo más pronto posible, antes que llegara mi mujer. Vaciló por un momento... Me pidió lumbre... Hice que trajeran una vela. Cerré la puerta, ordené que no entrara nadie, y volví a suplicarle que disparase. Sacó la pistola y apuntó... Yo conté los segundos.. Pensé en ella... ¡Fue un minuto terrible! Silvio bajó el brazo.
''-Lamento de veras que la pistola no esté cargada con carozos de cereza. Una bala pesa demasiado... y después de todo, creo que esto no es un duelo, sino un homicidio. Yo no acostumbro disparar a un indefenso... Empecemos de nuevo. Volvamos a tirar suertes para ver quién dispara primero.
''La cabeza me daba vueltas... Creo recordar que me negué...
''Por fin cargamos una pistola, arrollamos dos papelitos... Él los puso en la gorra, que atravesó un día mi balazo... Yo saqué de nuevo el primer número.
''-Tienes mala suerte, conde -dijo él, con una sonrisa que nunca olvidaré.
''No recuerdo lo que sucedió entonces, ni cómo pudo él impulsarme a ello... Pero cierto es que disparé, dando con la bala en ese cuadro...
''Y el conde dirigió su dedo hacia la tela agujereada. Su rostro parecía arder. La condesa estaba tan blanca como el pañuelo que llevaba. Yo no pude contener un grito de espanto.
''-Disparé -continuó el conde- y, gracias a Dios, no acerté. Entonces Silvio -en ese momento tenía verdaderamente un aspecto siniestro- apuntó hacia mí... De pronto la puerta se abrió... Masha entró precipitadamente y, profiriendo un grito desgarrador se echó en mis brazos. Su presencia me devolvió por completo la sangre fría.
''-Querida mía -le dije-, ¿no ves acaso que estamos bromeando? ¿Te asustaste? Ven, bebe un poco de agua y acércate... Voy a presentarte a uno de mis amigos y compañeros.
''Masha dudaba aún de la veracidad de mis palabras.
''-Dígame usted, ¿es cierto lo que dice mi marido? -preguntó, volviéndose hacia aquel hombre terrible-. ¿Es verdad que bromean ustedes?
''-Suele bromear, condesa -le respondió Silvio-. Una vez me dio, bromeando, una bofetada... Bromeando también, me perforó esta gorra, y, bromeando, acaba de errar el tiro. Ahora soy yo quien quiere bromear.
''Y al decir esto me apuntó ¡delante de ella!
''Masha se echó a sus pies.
''-¡Levántate, Masha, es humillante! -grité furioso-. Y usted, caballero, ¿cuándo dejará de burlarse de una pobre mujer? ¿Va a disparar o no?
''-No dispararé -respondió Silvio-; me doy por satisfecho. He visto tu confusión, tu desasosiego. Te he obligado a dispararme. No pido más. Te acordarás de mí. Te dejo a solas con tu conciencia.
''Entonces se encaminó a la puerta. Allí se detuvo y, volviéndose hacia el cuadro agujereado por mí, disparó casi sin haber tomado puntería, y desapareció.
''Mi mujer estaba desmayada. Mi gente no se atrevió a detenerlo y lo contempló horrorizada. Él salió por el portal, llamó al cochero y se alejó antes de que yo lograra reponerme.''
El conde calló.
Fue así cómo me enteré del final de la historia, cuyo principio tanto me había asombrado No volví a encontrar jamás a su protagonista.
Se dijo alguna vez que Silvio, en tiempos de la rebelión de Alejandro Ipsilanti, capitaneó una compañía de heteristas griegos y murió en un combate cerca de Skulani.

Referencia: El disparo, cuento de Alexander Pushkin© Apocatastasis.com: Literatura y Contenidos Seleccionados
Un día en casa del oficial de la Guardia Narúmov jugaban a las cartas. La larga noche de invierno pasó sin que nadie lo notara; se sentaron a cenar pasadas las cuatro de la mañana. Los que habían ganado comían con gran apetito; los demás permanecían sentados ante sus platos vacíos con aire distraído. Pero apareció el champán, la conversación se animó y todos tomaron parte en ella.
-¿Qué has hecho, Surin? -preguntó el amo de la casa.
-Perder, como de costumbre. He de admitir que no tengo suerte: juego sin subir las apuestas, nunca me acaloro, no hay modo de sacarme de quicio, ¡y de todos modos sigo perdiendo!
-¿Y alguna vez no te has dejado llevar por la tentación? ¿Ponerlo todo a una carta?... Me asombra tu firmeza...
-¡Pues ahí tenéis a Guermann! -dijo uno de los presentes señalando a un joven oficial de ingenieros-. ¡Jamás en su vida ha tenido una carta en las manos, nunca ha hecho ni un pároli, y, en cambio, se queda con nosotros hasta las cinco a mirar cómo jugamos!
-Me atrae mucho el juego -dijo Guermann-, pero no estoy en condiciones de sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado.
-Guermann es alemán, cuenta su dinero, ¡eso es todo! -observó Tomski-. Pero si hay alguien a quien no entiendo es a mi abuela, la condesa Anna Fedótovna.
-¿Cómo?, ¿quién? -exclamaron los contertulios.
-¡No me entra en la cabeza -prosiguió Tomski-, cómo puede ser que mi abuela no juegue!
-¿Qué tiene de extraño que una vieja ochentona no juegue? -dijo Narúmov.
-¿Pero no sabéis nada de ella?
-¡No! ¡De verdad, nada!
-¿No? Pues, escuchad:
«Debéis saber que mi abuela, hará unos sesenta años, vivió en París e hizo allí auténtico furor. La gente corría tras ella para ver a la Vénus moscovite; Richelieu estaba prendado de ella y la abuela asegura que casi se pega un tiro por la crueldad con que ella lo trató.
«En aquel tiempo las damas jugaban al faraón. Cierta vez, jugando en la corte, perdió bajo palabra con el duque de Orleáns no sé qué suma inmensa. La abuela, al llegar a casa, mientras se despegaba los lunares de la cara y se desataba el miriñaque, le comunicó al abuelo que había perdido en el juego y le mandó que se hiciera cargo de la deuda.
«Por cuanto recuerdo, mi difunto abuelo era una especie de mayordomo de la abuela. Le temía como al fuego y, sin embargo, al oír la horrorosa suma, perdió los estribos: se trajo el libro de cuentas y, tras mostrarle que en medio año se habían gastado medio millón y que ni su aldea cercana a Moscú ni la de Sarátov se encontraban en las afueras de París, se negó en redondo a pagar. La abuela le dio un bofetón y se acostó sola en señal de enojo.
«Al día siguiente mandó llamar a su marido con la esperanza de que el castigo doméstico hubiera surtido efecto, pero lo encontró incólume. Por primera vez en su vida la abuela accedió a entrar en razón y a dar explicaciones; pensaba avergonzarlo, y se dignó a demostrarle que había deudas y deudas, como había diferencia entre un príncipe y un carretero. ¡Pero ni modo! ¡El abuelo se había sublevado y seguía en sus trece! La abuela no sabía qué hacer.
«Anna Fedótovna era amiga íntima de un hombre muy notable. Habréis oído hablar del conde Saint-Germain, de quien tantos prodigios se cuentan. Como sabréis, se hacía pasar por el Judío errante, por el inventor del elíxir de la vida, de la piedra filosofal y de muchas cosas más. La gente se reía de él tomándolo por un charlatán, y Casanova en sus Memorias dice que era un espía. En cualquier caso, a pesar de todo el misterio que lo envolvía, Saint-Germain tenía un aspecto muy distinguido y en sociedad era una persona muy amable. La abuela, que lo sigue venerando hasta hoy y se enfada cuando hablan de él sin el debido respeto, sabía que Saint-Germain podía disponer de grandes sumas de dinero, y decidió recurrir a él. Le escribió una nota en la que le pedía que viniera a verla de inmediato.
«El estrafalario viejo se presentó al punto y halló a la dama sumida en una horrible pena. La mujer le describió el bárbaro proceder de su marido en los tonos más negros, para acabar diciendo que depositaba todas sus esperanzas en la amistad y en la amabilidad del francés.
«Saint-Germain se quedó pensativo.
«-Yo puedo proporcionarle esta suma -le dijo-, pero como sé que usted no se sentiría tranquila hasta no resarcirme la deuda, no querría yo abrumarla con nuevos quebraderos de cabeza. Existe otro medio: puede usted recuperar su deuda.
«-Pero, mi querido conde -le dijo la abuela-, si le estoy diciendo que no tenemos nada de dinero.
«-Ni falta que le hace -replicó Saint-Germain-: tenga la bondad de escucharme.
«Y entonces le descubrió un secreto por el cual cualquiera de nosotros daría lo que fuera...
Los jóvenes jugadores redoblaron su atención. Tomski encendió una pipa, dio una bocanada y prosiguió su relato:
-Aquel mismo día la abuela se presentó en Versalles, au jeu de la Reine. El duque de Orleáns llevaba la banca; la abuela le dio una vaga excusa por no haberle satisfecho la deuda, para justificarse se inventó una pequeña historia y se sentó enfrente apostando contra él. Eligió tres cartas, las colocó una tras otra: ganó las tres manos y recuperó todo lo perdido.
-¡Por casualidad! -dijo uno de los contertulios.
-¡Esto es un cuento! -observó Guermann.
-¿No serían cartas marcadas? -añadió un tercero.
-No lo creo -respondió Tomski con aire grave.
-¡Cómo! -dijo Narúmov-. ¿Tienes una abuela que acierta tres cartas seguidas y hasta ahora no te has hecho con su cabalística?
-¡Qué más quisiera! -replicó Tomski-. La abuela tuvo cuatro hijos, entre ellos a mi padre: los cuatro son unos jugadores empedernidos y a ninguno de los cuatro les ha revelado su secreto; aunque no les hubiera ido mal, como tampoco a mí, conocerlo.
«Pero oíd lo que me contó mi tío el conde Iván Ilich, asegurándome por su honor la veracidad de la historia. El difunto Chaplitski -el mismo que murió en la miseria después de haber despilfarrado sus millones-, cierta vez en su juventud y, si no recuerdo mal, con Zórich, perdió cerca de trescientos mil rublos. El hombre estaba desesperado. La abuela, que siempre había sido muy severa con las travesuras de los jóvenes, esta vez parece que se apiadó de Chaplitski. Le dio tres cartas para que las apostara una tras otra y le hizo jurar que ya no jugaría nunca más. Chaplitski se presentó ante su ganador; se pusieron a jugar. Chaplitski apostó a su primera carta cincuenta mil y ganó; hizo un pároli y lo dobló en la siguiente jugada, y así saldó su deuda y aún salió ganado...
«Pero es hora de irse a dormir: ya son las seis menos cuarto.
En efecto, ya amanecía: los jóvenes apuraron sus copas y se marcharon.
II
La vieja condesa *** se hallaba en su tocador ante el espejo. La rodeaban tres doncellas. Una sostenía un tarro de arrebol; otra, una cajita con horquillas, y la tercera, una alta cofia con cintas de color de fuego. La condesa no pretendía en lo más mínimo verse hermosa, su belleza hacía tiempo que se había marchitado, pero conservaba todos los hábitos de sus años jóvenes, seguía rigurosamente la moda de los setenta y se vestía con la misma lentitud, con el mismo esmero de hace sesenta años. Junto a la ventana se sentaba ante su labor una señorita, su pupila.
-Buenos días, grand'maman -dijo al entrar un joven oficial-. Bonjour, mademoiselle Lise. Grand' maman, he venido a pedirle un favor.
-¿Qué, Paul?
-Quisiera presentarle a uno de mis compañeros para que lo invite usted a su baile el viernes.
-Tráelo directamente a la fiesta y allí me lo presentas. ¿Estuviste ayer en casa de ***?
-¡Cómo no! Fue una fiesta muy alegre; bailamos hasta las cinco. ¡Yelétskaya estuvo encantadora!
-¡Qué dices, querido! ¡Qué tiene de encantadora esa muchacha? Ni comparar con su abuela, la princesa Daria Petrovna... Por cierto, ¿la princesa Daria Petrovna se verá muy envejecida?
-¿Cómo, envejecida? -respondió distraído Tomski-, si se murió hará unos siete años.
La señorita levantó la cabeza e hizo una seña al joven. Éste recordó que a la vieja condesa le ocultaban la muerte de las mujeres de su edad y se mordió el labio. Pero la condesa escuchó la noticia, nueva para ella, con gran indiferencia.
-¡Ha muerto! -dijo-. Y yo sin saberlo. Pues cuando nos hicieron damas de honor a las dos, su majestad...
Y por centésima vez empezó a contar la anécdota a su nieto.
-Bien Paul -dijo luego-, ahora ayúdame a levantarme. Liza, ¿dónde está mi tabaquera?
La condesa se dirigió con sus doncellas detrás del biombo para acabar de arreglarse y Tomski se quedó con la señorita.
-¿A quién le quiere presentar? -preguntó en voz baja Lizaveta Ivánovna.
-A Narúmov. ¿Lo conoce?
-¡No! ¿Es militar o civil?
-Militar.
-¿Ingeniero?
-No. De caballería. ¿Y por qué ha creído usted que era ingeniero?
La señorita se rió, pero no dijo ni palabra.
Paul! -gritó la condesa desde detrás del biombo-, mándame alguna novela nueva, pero, por favor, que no sea de las de ahora.
-¿Cómo es eso, grand'maman?
-Quiero decir, una novela en la que el héroe no estrangule a su padre o a su madre, y en la que no haya ahogados. ¡Tengo un pánico terrible a los ahogados!
-Novelas así hoy ya ni existen. ¿No querrá una novela rusa?
-¿Pero es que hay novelas rusas?... ¡Pues mándame una, querido, te lo ruego, mándamela!
-Le ruego que me excuse, grand'maman: tengo prisa... Perdone, Lizaveta Ivánovna. Pero, ¿por qué ha pensado usted que Narúmov era ingeniero?
Y Tomski abandonó el tocador.
Lizaveta Ivánovna se quedó sola: abandonó su labor y se puso a mirar por la ventana. Al poco, a un lado de la calle, desde la casa de la esquina, apareció un joven oficial. Un rubor cubrió las mejillas de la señorita, que retornó a su labor e inclinó la cabeza hasta la misma trama. En este momento entró la condesa ya del todo arreglada.
-Liza -se dirigió a la señorita-, manda que enganchen la carroza, vamos a dar un paseo.
Liza se levantó y se puso a recoger su labor.
-¡Pero, por Dios, chiquilla, ¿estás sorda?! -gritó la condesa-. Manda que enganchen cuanto antes la carroza.
-¡Ahora mismo! -respondió con voz queda la señorita y echó a correr hacia el recibidor.
Entró un sirviente y entregó a la condesa unos libros de parte del príncipe Pável Aleksándrovich.
-¡Bien! Que le den las gracias -dijo la condesa-. ¡Liza, Liza! Pero ¿adónde vas corriendo?
-A vestirme.
-Ya tendrás tiempo, chiquilla. Siéntate aquí. Abre el primer tomo; lee en voz alta...
La señorita tomó el libro y leyó varias líneas.
-¡Más alto! -dijo la condesa-. ¿Qué te pasa, chiquilla? ¿Has perdido la voz, o qué?... Espera; acércame el banco un poco más... ¡más cerca!
Lizaveta Ivánovna leyó dos páginas más. La condesa bostezó.
-Deja ese libro -dijo-, ¡qué estupidez! Devuélvele eso al príncipe Pável y di que se lo agradezcan de mi parte... Pero, ¿qué pasa con la carroza?
-Ya está lista -dijo Lizaveta Ivánovna lanzando una mirada hacia la ventana.
-¿Y qué haces que no estás vestida? -dijo la condesa-. ¡Siempre hay que esperarte! Chiquilla, esto resulta insoportable.
Liza corrió a su habitación. No pasaron ni dos minutos que la condesa se puso a tocar la campanilla con todas sus fuerzas. Las tres doncellas entraron corriendo por una puerta, y el ayuda de cámara, por otra.
-¿Qué pasa que no hay modo de que vengáis cuando se os llama? -les dijo la condesa-. Decidle a Lizaveta Ivánovna que la estoy esperando.
Entró Lizaveta Ivánovna, con la capa y el sombrero.
-¡Por fin, muchacha! -dijo la condesa-. ¡Qué emperifollada! ¿Para qué?... ¿A quién quieres engatusar?... ¿Y el tiempo, qué tal? Parece que haga viento.
-¡De ningún modo, excelencia! ¡Todo está en calma! -replicó el ayuda de cámara.
-Siempre habláis sin ton ni son. Abrid la ventanilla. Lo que yo decía: ¡hace viento! ¡Y helado!
¡Que desenganchen la carroza! No vamos a salir, Liza, te está bien por disfrazarte tanto.
«¡Qué vida!», pensó Lizaveta Ivánovna.
En efecto, Lizaveta Ivánovna era una criatura desdichada. Amargo sabe el pan ajeno, dice Dante, y pesados los escalones de una casa extraña, ¿y quién mejor que la pobre pupila de una vieja aristócrata para conocer la amargura de la dependencia? La condesa *** no tenía mal corazón, por supuesto, pero era antojadiza, como toda mujer mimada por la alta sociedad, avara y llena de frío egoísmo, como toda la gente mayor, que tras haber agotado en su tiempo el amor, hoy vive de espaldas al presente. Participaba en todas las vanidades del gran mundo, asistía a los bailes, donde se sentaba en un rincón, con la cara pintada y vestida a la vieja moda, igual que un ornamento deforme e imprescindible del salón; los invitados al llegar se le acercaban entre profundas reverencias, como si lo mandara el ceremonial, pero luego ya nadie se ocupaba de ella. Recibía en su casa a toda la ciudad, observando la más rigurosa etiqueta y no reconocía a nadie por la cara. Su numerosa servidumbre, que engordaba y encanecía en su antesala y en el cuarto de las doncellas, hacía lo que le venía en gana y desplumaba a cuál más a la moribunda anciana.
Lizaveta Ivánovna era la mártir de la casa. Ella servía el té y recibía las reprimendas por el excesivo gasto de azúcar; leía en voz alta las novelas y era la culpable de todos los errores del autor; acompañaba a la vieja en sus paseos y respondía del tiempo y por el estado del empedrado. Se le había asignado un sueldo que nunca le acababan de pagar; en cambio, se le exigía que fuera vestida como todas, es decir, como muy pocas. En sociedad desempeñaba el papel más lamentable. Todos la conocían, pero nadie notaba su presencia; en las fiestas sólo bailaba cuando faltaba alguien para un vis-à-vis y las damas se la llevaban del brazo siempre que, para recomponer algo de sus atuendos, debían ir al tocador. Tenía mucho amor propio, se apercibía vivamente de su condición y miraba a su alrededor esperando con impaciencia a su salvador. Pero los jóvenes calculadores en su despreocupada vanidad, no le prestaban atención, aunque Lizaveta Ivánovna era cien veces más hermosa que las descaradas y frías muchachas casaderas en cuyo derredor aquellos revoloteaban. ¡Cuántas veces, tras abandonar imperceptiblemente el aburrido y suntuoso salón, se retiraba a llorar a su modesto cuarto con un biombo empapelado, una cómoda, un pequeño espejo y una cama pintada, y donde la vela de sebo ardía mortecina sobre una palmatoria de bronce!
En cierta ocasión -esto sucedía a los dos días de la velada descrita al comienzo del relato y una semana antes de la escena en que nos hemos detenido-, Lizaveta Ivánovna, sentada junto a la ventana con su bastidor, miró casualmente a la calle y vio a un joven oficial de ingenieros que inmóvil mantenía fija la mirada en su ventana. La joven bajó la cabeza y retornó a su labor; al cabo de cinco minutos miró de nuevo: el joven oficial seguía en el mismo lugar. Como no tenía costumbre de coquetear con cualquier oficial, dejó de mirar al exterior y estuvo bordando cerca de dos horas sin levantar la cabeza. Llamaron a comer. La joven se levantó, comenzó a recoger el bastidor y, al echar un vistazo casual a la calle, de nuevo vio al oficial. El hecho le pareció bastante extraño. Después de comer se acercó a la ventana con sensación de cierto desasosiego, pero el oficial ya no estaba, y se olvidó de él... Al cabo de dos días, al salir con la condesa a tomar la carroza, lo vio de nuevo. Estaba justo delante del portal, con la cara cubierta con un cuello de piel de castor: sus ojos negros centelleaban bajo el gorro. Lizaveta Ivánovna, ella misma sin saber por qué, se asustó y subió a la carroza con un temblor inexplicable.
Al regresar a casa, corrió a la ventana: el oficial estaba donde siempre, con la mirada fija en ella. La joven se apartó venciendo la curiosidad, turbada por un sentimiento completamente nuevo para ella.
Desde entonces no había día en que el joven, a la misma hora, no apareciera bajo las ventanas de la casa. Entre ambos se estableció una relación inadvertida. Sentada junto a su labor, ella notaba su llegada, levantaba la cabeza y lo miraba cada vez más largo rato. El joven parecía estarle agradecido por ello: la muchacha, con la aguda mirada de la juventud, veía cómo un repentino rubor cubría las pálidas mejillas del oficial cada vez que sus miradas se encontraban. Al cabo de una semana ella le sonrió...
Cuando Tomski vino a pedir permiso a la condesa para presentarle a su amigo, el corazón de la pobre muchacha latió con fuerza. Pero, al enterarse de que Narúmov no era un oficial de ingenieros, sino de caballería, lamentó que con aquella indiscreta pregunta hubiera descubierto al alocado Tomski su secreto.
Guermann era hijo de un alemán afincado en Rusia que había dejado a su hijo un pequeño capital. Firmemente convencido como estaba de la necesidad de afianzar su independencia, Guermann no tocaba siquiera los intereses del dinero, vivía de su paga y no se permitía el menor de los caprichos. Pero dado su carácter reservado y ambicioso, sus compañeros rara vez tenían ocasión de burlarse de su desmedido sentido del ahorro. Era un hombre de fuertes pasiones y con una desbocada imaginación, pero su entereza lo había salvado de los acostumbrados extravíos de la juventud. Así, por ejemplo, siendo en el fondo de su alma un jugador, nunca había tocado unas cartas, pues estimaba que su fortuna no le permitía (como solía decir) sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado, y, entretanto, se pasaba noches enteras en torno a las mesas de juego y seguía con frenesí febril cada una de las evoluciones de la partida.
La anécdota de las tres cartas impresionó poderosamente su imaginación y en toda la noche no le salió de la cabeza.
«¡Qué pasaría si la vieja condesa me descubre su secreto! -pensaba en la tarde del día siguiente vagando por Petersburgo-, ¡o si me indica las tres cartas de la suerte! ¿Por qué no puedo yo probar fortuna?... Podría presentarme a ella, ganarme su favor, tal vez convertirme en su amante; aunque para todo esto se necesita tiempo, y la vieja tiene ochenta y siete años, puede morirse en una semana, ¡o dentro de dos días!... Y la historia misma... ¿Se puede creer en ella?... ¡No! ¡Las cuentas claras, la moderación y el amor al trabajo: éstas son mis tres cartas de la suerte! ¡Esto es lo que triplicará, lo que multiplicará por siete mi capital y me permitirá alcanzar el sosiego y la independencia!»
Pensando de este modo se encontró en una de las calles principales de Petersburgo, ante una casa de estilo antiguo. El paseo estaba abarrotado de coches, las carrozas se detenían una tras otra ante el iluminado portal. De ellas a cada instante asomaba o la esbelta pierna de una bella joven, o una estruendosa bota, ya una media a rayas, ya los botines de un diplomático. Abrigos de piel y capotes se deslizaban ante un majestuoso portero. Guermann se detuvo.
-¿De quién es esta casa? -preguntó al guardia de la garita de la esquina.
-De la condesa *** -contestó el de la garita.
Guermann se estremeció. De nuevo en su imaginación se dibujó la asombrosa historia. Se puso a rondar junto a la casa pensando en su dueña y en su mágico don. Regresó tarde a su humilde rincón, tardó mucho en dormirse, y cuando le venció el sueño se le aparecieron unas cartas, una mesa verde montañas de billetes y montones de monedas. Tiraba una carta tras otra, doblaba las apuestas con decisión, ganaba sin parar, recogía el oro a manos llenas y atestaba de billetes los bolsillos.
Al despertar, tarde ya, suspiró ante la pérdida de su fantástica fortuna, se marchó a vagar de nuevo por la ciudad y otra vez se encontró ante la casa de la condesa ***. Al parecer, una fuerza invisible lo atraía hacia el lugar. Se detuvo y se puso a mirar a las ventanas. En una de ellas vio una cabecita de cabellos morenos, inclinada seguramente sobre algún libro o una labor. La cabecita se alzó. Guermann vio un rostro fresco y unos ojos negros. Aquel instante decidió su suerte.
III
No había tenido tiempo Lizaveta Ivánovna de quitarse la capa y el sombrero que ya la condesa la había mandado llamar para ordenarle que engancharan de nuevo los caballos. En el preciso momento en que dos lacayos levantaban a la vieja y la introducían a través de las portezuelas en la carroza, Lizaveta Ivánovna vio junto a la misma rueda a su ingeniero; él la asió de la mano, ella no pudo reaccionar del susto, y el joven desapareció: en la mano de la muchacha quedó una carta. La escondió dentro del guante y durante todo el paseo ni vio ni oyó nada.
En la carroza la condesa tenía la costumbre de hacer preguntas sin parar: ¿quién es ese que se ha cruzado con nosotros?, ¿cómo se llama este puente?, ¿qué dice ese anuncio? En esta ocasión Lizaveta Ivánovna contestaba sin ton ni son y a destiempo a las preguntas y enojó a la condesa.
-¡¿Qué te ocurre, chiquilla?! ¿O es que te ha dado un pasmo? ¿Qué pasa, no me oyes o no me entiendes?... ¡Gracias a Dios que no soy tartamuda ni he perdido la razón!
Lizaveta Ivánovna no la escuchaba. De regreso a casa corrió a su cuarto, sacó del guante la carta: no estaba sellada. Lizaveta Ivánovna la leyó. La nota contenía una declaración de amor: unas palabras tiernas, respetuosas y tomadas letra por letra de una novela alemana. Pero Lizaveta Ivánovna no sabía alemán y quedó muy satisfecha.
Y, sin embargo, la carta, que ella había aceptado, la dejó sumamente preocupada. Era la primera vez que entablaba una relación secreta y estrecha con un hombre joven. El atrevimiento de éste la horrorizaba. Se reprochaba su imprudente conducta y no sabía qué hacer: ¿dejar de sentarse junto a la ventana y, con su desdén, enfriar en el joven oficial su afán de proseguir con el acoso?, ¿devolverle la carta?, ¿o bien responderle en tono frío y decidido? No tenía a quién pedir consejo, ni una amiga, o mentora. Lizaveta Ivánovna optó por contestar.
Se sentó a la mesa del escritorio, tomó pluma y papel y se puso a pensar. Comenzó la carta varias veces y la rompió otras tantas: unas su tono le parecía demasiado condescendiente, otras en exceso cruel. Por fin logró escribir varias líneas de las que se sintió satisfecha:
Estoy convencida de que sus intenciones son honestas -escribía- y que con este paso irreflexivo no ha querido usted ofenderme; pero nuestro trato no debería dar comienzo de este modo. Le devuelvo la carta esperando no tener motivos para lamentar en el futuro una inmerecida falta de respeto por su parte.
Al día siguiente, al ver pasar a Guermann, Lizaveta Ivánovna se levantó abandonando su labor, entró en la sala, abrió la ventanilla y, confiando en la destreza del joven oficial, arrojó la carta a la calle. Guermann se lanzó hacia el lugar, recogió el sobre y entró en una confitería. Arrancando el sello encontró su carta y la respuesta de Lizaveta Ivánovna. Era justo lo que esperaba, y muy absorto en su intriga regresó a su casa.
Tres días después, una mademoiselle jovencita y de ojos vivarachos trajo de una tienda de modas una nota para Lizaveta Ivánovna. Ésta la abrió preocupada temiendo encontrarse con algún pago que le reclamaban, pero, de pronto, reconoció la letra de Guermann.
-Se ha equivocado usted, jovencita -dijo-; esta nota no es para mí.
-No. ¡Es para usted, seguro! -respondió la valiente chica sin esconder una sonrisa maliciosa-. ¡Tenga la bondad de leerla!
Lizaveta Ivánovna recorrió la hoja de papel. Guermann le pedía una cita.
-¡No puede ser! -dijo Lizaveta Ivánovna asustada tanto por lo apremiante de la petición como por el método empleado para hacerla-. ¡Seguro que no es para mí! -y rompió la carta en pequeños pedacitos.
-Si no era para usted, entonces ¿por qué ha roto la carta? -dijo la mademoiselle-. Se la habría devuelto a quien la ha mandado.
-Le ruego, jovencita -replicó Lizaveta Ivánovna ruborizándose ante aquella observación-, que en adelante no me traiga más notas. Y a quien la envía dígale que debería darle vergüenza...
Pero Guermann no se dio por vencido. Lizaveta Ivánovna, de un modo o de otro, recibía notas suyas cada día. Ya no eran cartas traducidas del alemán. Guermann las escribía inspirado por la pasión, hablaba con sus propias palabras: en ellas se expresaba tanto lo irrenunciable de su deseo, como el desorden de su desbocada imaginación. Lizaveta Ivánovna abandonó la idea de devolver las cartas: se embriagaba con ellas; comenzó a contestarlas, y sus notas por momentos se tornaban más largas y más tiernas. Por fin le arrojó por la ventanilla la carta siguiente:
Hoy se celebra un baile en casa del embajador de ***. La condesa irá. Nos quedaremos hasta las dos. He aquí la ocasión para verme a solas. En cuanto la condesa se haya marchado, lo más probable es que los sirvientes también se vayan; en el zaguán se queda el conserje, pero acostumbra a encerrarse en su cuartucho. Venga usted hacia las once y media. Diríjase directamente a la escalinata. Si se encuentra a alguien en el recibidor pregunte usted si la condesa está en casa. Le dirán que no y, ¡qué le vamos a hacer!. deberá usted marcharse. Pero es probable que no encuentre usted a nadie. Las doncellas se recluyen todas en su alcoba. Del recibidor diríjase hacia la izquierda, siga todo recto hasta el dormitorio de la condesa. Allí, tras el biombo verá usted dos pequeñas puertas. La de la derecha da al despacho, donde la condesa no entra nunca; la de la izquierda, a un pasillo, allí verá una estrecha escalera de caracol. La escalera conduce a mi cuarto.
Guermann se estremecía como un tigre, en espera del momento señalado. A las diez de la noche ya se encontraba ante la casa de la condesa. El tiempo era horroroso: aullaba el viento, una nieve húmeda caía a grandes copos, las farolas ardían mortecinas, las calles estaban desiertas. De vez en cuando se arrastraba un coche de alquiler con su flaco jamelgo en busca de algún cliente rezagado. Guermann permanecía de pie, sólo con su levita, sin notar ni el viento ni la nieve.
Por fin apareció la carroza de la condesa. Guermann vio cómo los lacayos sacaron a la encorvada dama llevándola del brazo, envuelta en un abrigo de marta cebellina, y cómo, tras ella, cubierta por una capa liviana, con la cabeza adornada de flores naturales, se deslizó su pupila. Se cerraron las portezuelas. La carroza arrancó pesadamente por la fláccida nieve. El conserje cerró la puerta. La luz de las ventanas se apagó.
Guermann echó a andar junto a la casa vacía; se acercó a una farola, miró el reloj, eran las once y veinte. Se quedó junto a la farola con los ojos clavados en la aguja del reloj esperando que transcurrieran los minutos restantes.
Justo a las once y media Guermann pisó el porche de la condesa y subió al zaguán brillantemente iluminado. El conserje no estaba. Guermann subió corriendo por la escalinata, abrió la puerta y vio a un criado que dormía bajo la lámpara en un sillón vetusto y manchado. Con paso ligero y firme Guermann pasó junto a aquel. El salón y el recibidor estaban a oscuras. La lámpara los iluminaba débilmente desde la entrada.
Guermann entró en el dormitorio. En el rincón de los iconos, repleto de imágenes antiguas, ardía tenue una lamparilla de oro. Unos desteñidos sillones y divanes damasquinos con cojines de plumas y dorados desgastados se disponían en triste simetría junto a las paredes cubiertas de seda china. En una de ellas colgaban dos retratos pintados en París por madame Lebrun. Un cuadro representaba a un hombre de unos cuarenta años, sonrosado y grueso, con uniforme verde claro y una estrella; el otro, a una joven belleza de nariz aguileña, las sienes peinadas hacia arriba y una rosa en el empolvado cabello. Por todas partes asomaban pastorcillas de porcelana, un reloj de mesa obra del célebre Leroy, cofrecillos, yoyós, abanicos y diversos juguetes de señora inventados a finales del siglo pasado a la par que el globo de los Montgolfier y el magnetismo de Mesmer.
Guermann se dirigió detrás del biombo. Tras éste se encontraba una pequeña cama de hierro; a la derecha se veía una puerta que conducía al despacho; a la izquierda, otra, que daba a un pasillo. Guermann la abrió y vio la estrecha escalera de caracol que conducía al cuarto de la pobre pupila... Pero regresó y entró en el oscuro despacho.
El tiempo pasaba lentamente. Todo estaba en silencio. En el salón sonaron doce campanadas; en todas las habitaciones, uno tras otro, los relojes dieron las doce, y de nuevo todo quedó en silencio. Guermann esperaba de pie, apoyado en la fría estufa. Estaba sereno, su corazón latía acompasado, como el de un hombre decidido a una empresa peligrosa, pero necesaria.
Los relojes dieron la una, luego las dos de la madrugada, y el joven oyó el lejano ruido de la carroza. Le dominó una emoción incontenible. La carroza se acercó a la casa y se detuvo. Guermann oyó el ruido del estribo al bajar.
La casa se puso en movimiento. Los criados echaron a correr, sonaron voces y la casa se iluminó. Entraron corriendo en la habitación las tres viejas doncellas, y apareció la condesa que, más muerta que viva, se dejó caer en el sillón Voltaire. Guermann miraba a través de una rendija: Lizaveta Ivánovna pasó a su lado. Guermann oyó sus apresurados pasos subiendo por la escalera. En su corazón brotó y se apagó de nuevo algo parecido a un remordimiento. El joven estaba petrificado.
La condesa comenzó a desvestirse ante el espejo. Le desprendieron las agujas de la cofia adornada de rosas; le quitaron la empolvada peluca de su cabeza canosa y de pelo muy corto. Los alfileres volaban como una lluvia a su alrededor. El vestido amarillo, bordado de plata, cayó a sus pies hinchados. Guermann era testigo de los repugnantes misterios de su tocador; por fin la condesa se quedó en camisón y gorro de dormir; con este atuendo, más propio de sus muchos años, parecía menos horrorosa y deforme.
Como toda la gente mayor, también la condesa padecía de insomnio. Una vez desvestida, se sentó junto a la ventana en su sillón Voltaire y despidió a las doncellas. Se llevaron las velas y de nuevo la habitación quedó sólo iluminada con la mariposa. La condesa, toda amarilla, sentada en su sillón, meneaba sus labios fláccidos balanceándose a izquierda y derecha. En su turbia mirada se reflejaba la ausencia de todo pensamiento; al verla se podría pensar que el balanceo de la espantosa vieja, más que deberse a su propia voluntad, era fruto de un oculto galvanismo.
De pronto su rostro muerto se alteró de manera indescriptible. Sus labios dejaron de moverse, la mirada cobró vida: ante la condesa se encontraba un desconocido.
-¡No se asuste, por Dios, no se asuste! -dijo éste con voz clara y queda-. No tengo la intención de hacerle daño; he venido a implorarle que me conceda una merced.
La vieja lo miraba en silencio y parecía como si no lo oyera. Guermann pensó que era sorda e, inclinándose hasta casi tocar su oreja le repitió las mismas palabras. La vieja seguía callada.
-Usted puede hacerme feliz para el resto de mi vida -prosiguió Guermann-, y no le va a costar nada: yo sé que usted puede adivinar tres cartas seguidas...
Guermann calló. La condesa, al parecer, comprendió lo que querían de ella; se diría que buscaba las palabras para responder.
-¡Aquello fue una broma! -dijo al fin-. ¡Se lo juro! ¡Una broma!
-¡Con cosas así no se bromea! -replicó enojado Guermann-. Acuérdese de Chaplitski, al que ayudó usted a recuperar su deuda.
La condesa pareció turbarse. Los rasgos de su cara reflejaron una poderosa emoción en su alma pero en seguida la anciana se sumergió en la impasividad de antes.
-¿Puede usted indicarme estas tres cartas seguras? -añadió Guermann.
La condesa seguía callada; Guermann prosiguió:
-¿Para quién quiere usted guardarse su secreto? ¿Para los nietos? ¿Qué falta les hace si ya son ricos? Si ni siquiera conocen el valor del dinero. A manirrotos como ellos sus tres cartas no les serán de ayuda. Quien no sabe cuidar de la herencia paterna, por muchas artes diabólicas que tenga a su alcance, de todos modos ha de morir en la miseria. Pero yo no soy un derrochador; yo sé el valor del dinero. Conmigo sus tres cartas no caerán en saco roto. ¡¿Y bien?!...
Guermann calló y esperó anhelante la respuesta. La condesa callaba; Guermann se arrodilló.
-Si alguna vez -dijo- su corazón ha conocido el sentimiento del amor, si recuerda usted cuánta emoción el amor depara, si ha sonreído siquiera una vez ante el primer llanto de su hijo recién nacido, si algún sentimiento humano ha palpitado en su pecho, le imploro a usted, por su amor de esposa, de amante y de madre, por lo más sagrado que haya en este mundo, ¡no rechace mi súplica! ¡Descúbrame su secreto! ¿Qué más le da a usted?... ¿Quizá el secreto entrañe un pecado horrible, la pérdida de la dicha eterna, un pacto con el diablo?... Piénselo; usted ya es vieja, no le queda mucho de vida; yo, en cambio, estoy dispuesto a cargar con su pecado. Lo único que le pido es que me revele su secreto. Piense que la felicidad de un hombre se halla en sus manos, que no sólo yo, sino mis hijos, mis nietos y biznietos bendecirán su nombre y honrarán su memoria como a una santa...
La vieja no decía ni palabra.
Guermann se levantó.
-¡Vieja bruja! -dijo apretando los dientes-. ¡Yo te haré hablar!...
Dicho esto, sacó del bolsillo una pistola.
Al ver el arma, la condesa mostró de nuevo en su rostro una poderosa emoción. Movió de arriba abajo la cabeza y levantó una mano como si se protegiera del disparo... Después cayó hacia atrás y se quedó inmóvil.
-Déjese de chiquilladas -dijo Guermann tomándola de la mano-. Se lo pregunto por última vez: ¿quiere usted decirme sus tres cartas? ¿Sí o no?
La condesa no contestaba. Guermann vio que estaba muerta.
IV
Lizaveta Ivánovna, sentada en su habitación aún con el vestido de baile, se hallaba sumida en profundos pensamientos. Al llegar a casa, se apresuró a despedir a la soñolienta doncella que le había ofrecido con desgana sus servicios, diciéndole que ella misma se desvestiría, entró temblorosa en su cuarto con la esperanza de ver allí a Guermann y deseando no encontrarlo. Comprobó a primera vista su ausencia y agradeció al destino por el contratiempo que había impedido aquella cita. Se sentó sin quitarse el vestido y se puso a rememorar todas las circunstancias que en tan poco tiempo tan lejos la habían llevado.
No habían pasado ni tres semanas desde que viera por primera vez tras la ventana a aquel joven, y ya mantenía con él correspondencia, ¡y éste ya le había arrancado una cita nocturna! Sabía su nombre sólo porque algunas de sus cartas iban firmadas; nunca le había dirigido la palabra, no conocía su voz y no había oído hablar de Guermann... hasta aquella misma noche. ¡Qué raro!
Justo aquella noche, en el baile, Tomski, enojado con la joven princesa Polina *** que, en contra de lo habitual, coqueteaba con otro, quiso vengarse de ella mostrándose indiferente: invitó a Lizaveta Ivánovna y bailó con ella una interminable mazurca. Durante todo el rato se burló de su interés por los oficiales de ingenieros. Le confesó que sabía muchas más cosas de las que ella podía suponer, y algunas de sus bromas fueron tan atinadas que Lizaveta Ivánovna pensó varias veces que Tomski conocía su secreto.
-¿Por quién se ha enterado de todo esto? -le preguntó ella entre risas.
-Por un compañero de quien usted sabe -contestó Tomski-, ¡una persona muy notable!
-¿Y quién es esta persona notable?
-Se llama Guermann.
Lizaveta Ivánovna no dijo nada, pero las manos y los pies se le helaron...
-Este Guermann -prosiguió Tomski- es un personaje en verdad romántico: tiene el perfil de Napoleón y el alma de Mefistófeles. Creo que sobre su conciencia pesan al menos tres crímenes. ¡Cómo ha palidecido usted!
-Me duele la cabeza... ¿Qué es lo que le decía su Guermann, o como se llame?...
-Guermann está muy disgustado con su compañero: dice que en su lugar él se hubiera comportado de muy otro modo... Yo supongo, incluso, que el propio Guermann le ha echado a usted el ojo; al menos escucha sin perder detalle las expansiones amorosas de su amigo.
-¿Y dónde me habrá visto?
-En la iglesia, tal vez... en algún paseo... ¡El diablo lo sabe! A lo mejor, en su habitación, mientras usted dormía: él es capaz...
Tres damas se acercaron a ellos con la pregunta «oubli ou regret?» e interrumpieron aquella charla que aguijoneaba cada vez de modo más torturante la curiosidad de Lizaveta Ivánovna. La dama elegida por Tomski fue la propia princesa ***. Ésta se tomó el tiempo suficiente para aclarar sus malentendidos en las varias vueltas que dio y en el largo camino que recorrió con él hasta la silla, de modo que Tomski al regresar a su lugar ya no pensaba ni en Guermann ni en Lizaveta Ivánovna. Ella quería reanudar sin falta la charla interrumpida, pero la mazurca había llegado a su fin y al poco rato la condesa decidió irse.
Las palabras de Tomski no eran otra cosa que pura palabrería de salón, pero calaron muy hondo en el alma de la joven soñadora. El retrato esbozado por Tomski se asemejaba al que se había formado ella, y, gracias a las novelas más recientes, este rostro entonces ya vulgar espantaba y atraía a la vez su imaginación.
Se hallaba sentada con los brazos cruzados inclinando sobre el pecho descubierto su cabeza aún adornada de flores... De pronto la puerta se abrió y entró Guermann. Lizaveta Ivánovna se echó a temblar...
-Pero, ¿dónde estaba usted? -preguntó ella en un susurro espantado.
-En el dormitorio de la vieja condesa -respondió Guermann-; ahora vengo de verla. La condesa está muerta.
-¡Dios santo!... ¿Qué dice usted?
-Y, al parecer -prosiguió Guermann-, yo soy la causa de su muerte.
Lizaveta Ivánovna lo miró y las palabras de Tomski resonaron en su alma: «¡Este hombre lleva sobre su conciencia tres crímenes al menos!» Guermann se sentó en el alféizar de la ventana y se lo contó todo.
Lizaveta Ivánovna lo escuchó llena de horror. De modo que todas aquellas apasionadas cartas, aquellos encendidos ruegos, aquella persecución osada y tenaz, ¡todo eso no era amor! ¡Dinero: he aquí lo que ansiaba aquella alma! ¡La pobre pupila no era otra cosa que la ciega cómplice de un bandido, del asesino de su anciana protectora!...
La joven lloró amargamente en un acceso de tardío y torturado arrepentimiento. Guermann la miraba en silencio: también su corazón se sentía desgarrado, pero ni las lágrimas de la desdichada muchacha ni la asombrosa belleza de su amargura conmovían su espíritu severo. Guermann no sentía remordimientos de conciencia ante la idea de la vieja muerta. Sólo una cosa lo llenaba de espanto: la irreparable pérdida del secreto con el que había soñado enriquecerse.
-¡Es usted un monstruo! -dijo al fin Lizaveta Ivánovna.
-Yo no quería matarla -dijo Guermann-. La pistola no estaba cargada.
Ambos callaron.
Llegaba el amanecer. Lizaveta Ivánovna apagó la vela mortecina: una luz pálida iluminó la habitación. Se enjugó los ojos llorosos y alzó la mirada hacia Guermann: éste seguía sentado en el alféizar de la ventana, las manos cruzadas y el severo ceño fruncido. En esta postura recordaba asombrosamente el retrato de Napoleón. Su parecido sorprendió incluso a Lizaveta Ivánovna.
-¿Cómo podrá salir de la casa?-dijo finalmente Lizaveta Ivánovna-. Pensaba conducirlo por una escalera secreta, pero hay que pasar por el dormitorio, y me da miedo.
-Dígame cómo encontrar esta escalera y me iré.
Lizaveta Ivánovna se levantó, sacó de la cómoda una llave, se la entregó a Guermann y le hizo una detallada descripción del camino. Guermann estrechó su fría e insensible mano. Besó su cabeza inclinada y salió.
Bajó por la escalera de caracol y entró de nuevo en el dormitorio de la condesa. La vieja muerta seguía sentada, su rostro petrificado expresaba una serenidad profunda. Guermann se detuvo ante ella, la miró largamente, como si quisiera cerciorarse de la horrible verdad; por fin entró en el despacho, encontró a tientas tras el tapizado de la pared una puerta y comenzó a bajar por una oscura escalera, abrumado por extrañas sensaciones.
«Tal vez por esta misma escalera -pensaba- hará unos sesenta años, a este mismo dormitorio y a la misma hora, con un caftán bordado, peinado à l'oiseau royal, estrechando contra el pecho un sombrero de tres picos, se habría deslizado el joven afortunado que desde hace tiempo se pudre en su tumba; en cambio, ha sido hoy cuando el corazón de su anciana amante ha dejado de latir...»
A final de la escalera Guermann encontró una puerta que abrió con la llave, y se encontró en un largo corredor que lo condujo a la calle.
V
Tres días después de la fatídica noche, a las nueve de la mañana, Guermann se dirigió al monasterio de ***, donde debían celebrarse los funerales de la difunta condesa. Sin sentirse arrepentido, no podía sin embargo ahogar del todo la voz de su conciencia que le repetía: ¡eres el asesino de la vieja! No era hombre de verdadera fe, pero sí muy supersticioso. Creía que la condesa muerta podía ejercer un influjo maléfico sobre su vida, y para conseguir de ella el perdón decidió presentarse al entierro.
La iglesia estaba llena. Guermann logró a duras penas abrirse paso entre la multitud. El féretro se alzaba sobre un rico catafalco bajo un baldaquino de terciopelo. La difunta yacía en el ataúd, las manos cruzadas sobre el pecho, con una cofia de encaje y un vestido de raso blanco. A su alrededor se encontraban los suyos: la servidumbre, en caftanes negros con cintas blasonadas sobre el hombro y sosteniendo los candelabros; los familiares: hijos, nietos y biznietos, de luto riguroso. Nadie lloraba; las lágrimas hubieran sido une affectation. La condesa era tan vieja que su muerte ya no podía extrañar a nadie, y desde hacía tiempo, los familiares la veían como más del otro mundo que de éste.
Un joven prelado pronunció la oración fúnebre. Glosó con expresiones sencillas y emotivas el tránsito de la hija de Dios por este mundo, cuyos largos años de vida habían sido un callado y conmovedor preparativo para una cristiana muerte.
-El ángel de la muerte la ha tomado en plena vigilia -dijo el orador-, entregada a la piadosa reflexión y en espera del novio de la medianoche.
El servicio se desarrolló con la tristeza y el decoro merecido. Los familiares fueron los primeros en dirigirse a dar el último adiós a la difunta. Tras ellos se puso en movimiento la numerosa muchedumbre reunida para inclinarse ante la dama que desde hacía tantos años había sido partícipe de sus mundanas diversiones. Después también siguió toda la servidumbre. Finalmente se acercó el ama de llaves de la señora, una anciana de sus mismos años. Dos jóvenes doncellas la conducían sujetándola de los brazos. No tuvo fuerzas para inclinarse hasta el suelo, y fue la única en dejar caer unas cuantas lágrimas al besar la fría mano de su señora.
Tras ella, Guermann se decidió a acercarse al féretro. Hizo una reverencia hasta tocar el suelo y permaneció varios minutos sobre las frías losas cubiertas de ramas de abeto. Al fin se levantó, pálido como la propia difunta, subió los escalones del catafalco y se inclinó... En aquel instante le pareció que la muerta lo miró con expresión burlona y le guiñó un ojo. Guermann retrocedió con premura, tropezó y cayó de espaldas sobre el suelo. Lo levantaron. En aquel mismo instante sacaron al exterior a Lizaveta Ivánovna desmayada.
El episodio perturbó por varios minutos la solemnidad de la lúgubre ceremonia. Entre los asistentes se alzó un sordo rumor, y un escuálido chambelán, pariente cercano de la difunta, le susurró al oído a un inglés que se encontraba a su lado que el joven oficial era un hijo natural de la condesa, a lo que el inglés respondió con frialdad: ¿Oh?
Todo el día Guermann se sintió extraordinariamente disgustado. Durante el almuerzo en una apartada hostería, en contra de su costumbre, bebió muchísimo con la esperanza de ahogar su desasosiego interior. Pero el vino enardecía aún más su imaginación. Al regresar a casa, se dejó caer sin desnudarse sobre la cama y se durmió profundamente.
Se despertó cuando ya era de noche: la luna iluminaba su habitación. Miró el reloj: eran las tres menos cuarto. Le había abandonado el sueño; se sentó en la cama y se quedó pensando en el entierro de la vieja condesa.
En aquel momento alguien miró desde la calle a través de la ventana y se retiró al instante. Guermann no prestó atención alguna al hecho. Al cabo de un minuto oyó que abrían la puerta de la entrada. Guermann pensó que su ordenanza, borracho como de costumbre, regresaba de un paseo nocturno. Pero oyó unos pasos desconocidos: alguien andaba arrastrando silenciosamente los zapatos. La puerta se abrió, entró una mujer vestida de blanco. Guermann la tomó por su vieja aya y se asombró de verla en casa a aquellas horas. Pero la mujer de blanco, en un abrir y cerrar de ojos, de pronto apareció ante él, ¡y Guermann reconoció a la condesa!
-He venido a verte en contra de mi voluntad -dijo la condesa con voz firme-. Pero se me ha mandado que cumpla tu deseo. El tres, el siete y el as, uno tras otro, te harán ganar; pero, con una condición: que no apuestes más de una carta al día y que en lo sucesivo no juegues nunca más. Te perdono mi muerte con tal de que te cases con mi protegida Lizaveta Ivánovna...
Tras estas palabras se dio la vuelta en silencio, se dirigió hacia la puerta y desapareció arrastrando los zapatos. Guermann oyó cómo resonó la puerta en el zaguán y vio que alguien lo miró de nuevo por la ventana.
Guermann tardó mucho rato en recobrarse. Salió a la habitación contigua. Su ordenanza dormía en el suelo; Guermann lo despertó a duras penas. El ordenanza, como de costumbre, estaba borracho, de modo que no pudo sacar de él nada en claro. La puerta del zaguán estaba cerrada. Guermann regresó a su cuarto, encendió una vela y anotó su visión.
VI
Dos ideas fijas no pueden existir al mismo tiempo en el ámbito de lo moral, de igual modo que en el mundo físico dos cuerpos no pueden ocupar idéntico lugar. El tres, el siete y el as pronto desplazaron en la mente de Guermann la imagen de la vieja muerta. El tres, el siete y el as no salían de su imaginación y le brotaban constantemente en los labios. Al ver a una joven, decía:
-¡Qué esbelta es!... Un auténtico tres de corazones.
Le preguntaban la hora y contestaba:
-Faltan cinco minutos para... un siete.
Cualquier hombre barrigudo le recordaba a un as. El tres, el siete y el as lo perseguían en sueños adoptando todos los aspectos posibles: el tres florecía ante sus ojos en forma de suntuosa magnolia; el siete se le aparecía como un portal gótico, y el as, como una enorme araña. Y todos sus pensamientos confluían en uno: cómo sacar provecho del secreto que tan caro le había costado.
Comenzó a pensar en pedir el retiro, en marchar de viaje. Quería hacerse con el tesoro de la encantada fortuna en alguna casa de juegos de París. Pero una ocasión le ahorró los quebraderos de cabeza.
En Moscú se había formado una sociedad de ricos jugadores bajo la presidencia del célebre Chekalinski, un hombre que se había pasado la vida jugando a las cartas y que en su tiempo había amasado millones ganando con talones y perdiendo en dinero contante y sonante. Los largos años de experiencia le granjearon la confianza de sus compañeros, y la casa siempre abierta, su famoso cocinero y el trato amable y jovial le proporcionaron el respeto del público. Chekalinski se instaló en Petersburgo. Los jóvenes inundaron sus salones abandonando los bailes por las cartas y prefiriendo las tentaciones del faraón al atractivo del galanteo. Allí llevó Narúmov a Guermann.
Atravesaron una serie de salas espléndidas llenas de corteses camareros. Varios generales y consejeros privados jugaban al whist; los jóvenes se sentaban recostados en mullidos sofás, comían helado y fumaban en pipa. En el salón, tras una larga mesa alrededor de la cual se agolpaban unos veinte jugadores, se sentaba el dueño, que llevaba la banca. Era un hombre de unos sesenta años, de la más respetable apariencia; unas canas plateadas cubrían su cabeza; su cara oronda y fresca era todo afabilidad; sus ojos, animados de una constante sonrisa, brillaban. Narúmov le presentó a Guermann. Chekalinski le estrechó amistosamente la mano, le rogó que se sintiera como en su casa y siguió tallando.
La partida duró largo rato. Sobre el tapete había más de treinta cartas. Chekalinski se detenía tras cada tirada para dar tiempo a los jugadores a que hicieran sus apuestas; apuntaba las pérdidas, atendía cortésmente las reclamaciones y con aún mayor cortesía alisaba más de un pico doblado por alguna mano distraída. Finalmente terminó la partida. Chekalinski barajó las cartas y se dispuso a tallar de nuevo.
-Permítame jugar una mano -dijo Guermann alargando su brazo de detrás de un señor gordo que estaba jugando. Chekalinski sonrió, inclinó en silencio la cabeza en señal de sumiso asentimiento. Narúmov felicitó entre risas a Guermann por haber roto su largo ayuno y le deseó un buen comienzo.
-¡Voy! -dijo Guermann tras escribir con tiza la apuesta en su carta.
-¿Cuánto? -preguntó entornando los ojos el de la banca-. Perdone, no lo veo bien.
-Cuarenta y siete mil -contestó Guermann.
Al oír aquellas palabras, al instante, todas las cabezas y todas las miradas se dirigieron hacia Guermann. «¡Se ha vuelto loco!», pensó Narúmov.
-Permítame advertirle -dijo Chekalinski con su imborrable sonrisa-, que juega usted muy fuerte; aquí nunca nadie ha apostado más de doscientos setenta y cinco a una sola carta.
-¿Y bien? -replicó Guermann-. ¿Acepta usted mi carta a no?
Chekalinski inclinó la cabeza con el aspecto de sumiso asentimiento de siempre.
-Sólo quería informarle -dijo- que la confianza con que me honran los compañeros no me permite jugar con nada que no sea dinero en efectivo. Por mi parte, claro está, estoy seguro de que con su palabra basta, pero, para el buen orden del juego y de las cuentas, le ruego que coloque la suma sobre la carta.
Guermann extrajo del bolsillo un billete de banco y lo entregó a Chekalinski, quien, tras echarle un simple vistazo, lo colocó sobre la carta de Guermann. Lanzó dos cartas. A la derecha cayó un nueve, a la izquierda un tres.
-¡La mía gana! -dijo Guermann mostrando su carta.
Entre los jugadores se alzó un murmullo. Chekalinski frunció el ceño, pero al momento la sonrisa retornó a su cara.
-¿Desea retirar sus ganancias? -le preguntó a Guermann.
-Si tiene la bondad.
Chekalinski sacó del bolsillo varios billetes de banco y saldó la deuda al punto. Guermann tomó su dinero y se alejó de la mesa. Narúmov no podía recobrarse de su perplejidad. Guermann se bebió un vaso de limonada y se marchó a casa.
Al día siguiente por la noche se presentó de nuevo en casa de Chekalinski. El dueño llevaba la banca. Guermann se acercó a la mesa; los jugadores en seguida le hicieron sitio. Chekalinski lo saludó con una cariñosa reverencia.
Guermann esperó la nueva partida, colocó su carta poniendo sobre ella sus cuarenta y siete mil rublos y lo ganado el día anterior.
Chekalinski lanzó las cartas. A la derecha cayó un valet, a la izquierda un siete.
Guermann descubrió su siete.
Todos lanzaron un ¡ah! Chekalinski se turbó visiblemente. Contó noventa y cuatro mil rublos y los entregó a Guermann. Este los tomó impasible y al punto se alejó.
A la noche siguiente Guermann apareció de nuevo ante la mesa. Todos lo esperaban. Los generales y consejeros privados abandonaron su whist para ver aquella inusitada partida. Los jóvenes oficiales saltaron de sus divanes; todos los camareros se reunieron en el salón. Todos rodeaban a Guermann. Los demás jugadores abandonaron sus cartas impacientes por ver cómo acabaría aquel joven. Guermann, de pie junto a la mesa, se disponía a apuntar él solo contra el pálido pero todavía sonriente Chekalinski. Cada uno desempaquetó una baraja de cartas. Chekalinski barajó. Guermann tomó y colocó su carta cubriéndola de un montón de billetes de banco. Aquello parecía un duelo. Reinaba un profundo silencio.
Chekalinski lanzó las cartas, las manos le temblaban. A la derecha se posó una dama, a la izquierda un as.
-¡El as ha ganado! -dijo Guermann y descubrió su carta.
-Han matado a su dama -dijo cariñoso Chekalinski.
Guermann se estremeció: en efecto, en lugar de un as tenía ante sí una dama de espadas. No daba crédito a sus ojos, no comprendía cómo había podido confundirse.
En aquel instante le pareció que la dama de espadas le guiñó un ojo y le sonrió burlona. La inusitada semejanza lo fulminó...
-¡La vieja! -gritó lleno de horror.
Chekalinski se acercó los billetes. Guermann seguía inmóvil. Cuando se apartó de la mesa, se alzó un rumor de voces.
-¡Una jugada divina! -comentaban los jugadores.
Chekalinski barajó de nuevo las cartas; el juego siguió su curso.
EPÍLOGO
Guermann ha perdido la razón. Está en la clínica Obújov, en la habitación número 17. No contesta a ninguna pregunta y murmura con inusitada celeridad: «¡Tres, siete, as! ¡Tres, siete, dama!...»
Lizaveta Ivánovna se ha casado con un joven muy afable que sirve en alguna parte y posee una fortuna considerable: es el hijo del que fuera el administrador de la difunta condesa. Lizaveta Ivánovna tiene de pupila a una pariente pobre.
Tomski ha ascendido a capitán y se ha casado con la princesa Polina.

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