BORÍS LEÓNTIEVICH GORBÁTOV (UN CUENTO DE AVIADORES)
Donbass-Ucrania, 1908
Empieza a dedicarse a la literatura en 1922. Sus primeras novelas están dedicadas a la vida de la juventud obrera de su país. ("La célula", 1928; "Nuestra ciudad", 1930; "Mi generación", 1933). Publica varios libros de relatos, como "Artífices del trabajo" (1933), "Marcha a través de las montañas" (1932) y "Relatos sobre el Artico" (1937-38), que tratan de la vida más allá del círculo polar ártico. "Los indomables" (1943) le hicieron acreedor del premio Stalin. Su última obra, "Donbas", vio la luz en 1954, después del fallecimiento de su autor.
"Un cuento de aviadores", incluido en esta antología, es una muestra del sentido del humor y del optimismo que poseen la mayor parte de sus relatos.
La tempestad de nieve no nos dejaba mover de la pequeña factoría de Shaitangor. Allí estábamos enjaulados, oyendo el desenfrenado batallar de los vientos en torno a la isba, cuyos maderos llegaban a crujir. Parecía que el torbellino iba a arrojarse sobre nuestra vieja casita, levantándola y estrellándola contra los afilados témpanos y los duros montones de nieve helada, lo mismo que hacía con todo lo demás: piedras, trozos de hielo, nubes de nieve.
Durante los últimos días, casi no salíamos de los sacos de dormir. En la isba hacía frío, casi no encendíamos la estufa por ahorrar leña. Durante la noche el suelo entarimado se cubría de fina y pálida capa de nieve, que durante el día se derretía. Nos metíamos en los sacos de dormir vestidos, con pantalones de piel y chaquetas enguatadas. Enfundábamos la cabeza en pesados gorros de piel.
El radiotelegrafista rasgueaba la balalaika, pero se le entumecieron los dedos y metió el instrumento en el saco. Continuó tocando; se oían, apagadas, las notas de un vals, como por arte de ventriloquía. El radiotelegrafista tocaba para sí mismo, para distraerse.
-Ahora, en Moscú, están bailando -suspiró-. Nieve... Automóviles... Proyectores... Música - Empezó a canturrear una rumba.
Agucé el oído. Me parecía que entre el aullido de la tempestad se distinguían los acordes de una orquesta. No pude menos que sonreír.
Agucé el oído. Me parecía que entre el aullido de la tempestad se distinguían los acordes de una orquesta. No pude menos que sonreír.
Se abrió la puerta. Un remolino de nieve irrumpió en la habitación y entró el mecánico. Todos los ojos se clavaron en él, iluminados por la esperanza: ¿no amaina? El mecánico sacudió en silencio el gorro, del que se desprendió un polvo plateado.
Le sangraban las manos. Puso dos palos helados sobre la mesa, con sordo ruido. Adivinamos: era salchichón. Sacó luego una botella del bolsillo: era alcohol. El mecánico había ido a buscar provisiones de boca en el avión. Era nuestras últimas reservas.
-Apenas pude arrancarlo -dijo- Todo está helado. En la maleta se ha helado el agua de colonia. ¡Vaya frío!
-¡Y vaya colonia! - comentó uno chuscamente.
Todos nos reímos.
Pronto Chisporroteó, el salchichón en la sartén.
Entró Yaptune Vasili, el nentse cazador. Se sentó en cuclillas junto a la puerta, sacó el niamt, el cuerno de reno. Sin apresurarse, quitó el tapón de madera, que pendía de una cadenita de hierro, y se echó un poco de tabaco en la palma de la mano.
-Voiva, voiva -dijo, moviendo la cabeza-. Mal andan las cosas... Por las cuatro partes del cielo cuelga la tempestad de nieve.
Luego hizo un presente al mecánico: un pescado helado.
Nuestro mecánico era amigo de hablar y buscar el porqué de las cosas. Antes de empezar a comer, preguntó discretamente:
-¿Cómo se llama este pescado? ¡Ah! ¡Salmón! Encantado de conocerlo.
Lo tomó y empezó a cortarlo en pequeñas rajas.
-Las rajas de pescado son un manjar exquisito, se comen crudas. Es un entremés sin igual rociado con líquido de muchos grados. -explicó sin soltar el cuchillo.
De pronto vi unos cartones amarillentos entre los libros colocados en una polvorienta estantería.
-¡El flirt de las flores! -exclamé sorprendido-. Vamos a flirtear, camaradas.
Distribuí las cartas; pero nadie sabía cómo se jugaba.
-¿Cómo se come esto? - preguntó. cortés, el mecánico.
Allí, en una pequeña factoría, más allá del círculo polar, veía por primera vez cartas semejantes. ¿Cómo habrían ido a parar allí aquellas mugrientas cartas?
Di una orquídea al mecánico: "Orquídea. Usted es la coqueta, usted juega con mi corazón".
Pero el juego no tuvo éxito. Pronto abandonamos las cartas. Ni las fogosas capuchinas, ni las llameantes peonías lograron avivar nuestros entumecidos corazones.
-Voiva, voiva - meneó la cabeza el nentse -. Está todo muy mal... Las personas se han escondido... Las fieras se han escondido... Se han escondido los zorros plateado. Sólo corre un zorro, el maldito Nojo cojo, que estropea los cepos y roba el cebo.
Empezó a hablar de aquel zorro. Era muy astuto, enorme, fortísimo. Nadie era capaz de darle caza. Un día, sin embargo, metió la pata en un cepo. Se aserró el pie con los colmillos, y huyó cojeando. Todavía ahora se encuentran sus huellas por la tundra.
-Es un zorro embrujado - añadió en un susurro, abriendo exageradamente los ojos.
-Es el diablo.
-Magnífico, ya hemos llegado a los diablos -comentó el mecánico, alegre-. Es el momento más oportuno.
-Pues mira, un amigo mío vio al diablo -terció el radiotelegrafista-. Invernábamos los dos en una pequeña estación radiotelegráfica por el año diecinueve. Kolchak había ocupado Siberia, no podíamos comunicar por radio con nadie. eramos dos hombres aislados del mundo. Nadie se acordaba de nosotros. Sin embargo, yo continuaba auscultando el éter. A veces captábamos alguna estación nuestra, aunque con más frecuencia cogíamos las emisoras enemigas. Lográbamos adivinar cuál era la situación en los frentes. Alarmados telegramas de los blancos, partes incompletos,mensajes privados, todo lo confirmaba: los nuestros atacaban. Mi amigo no se acercaba a la estación radiotelegráfica. Se pasaba el santo día acostado, bebiendo hasta perder el sentido. Para no tener que molestarse, metió el barril de alcohol en la isba, puso un tubo de goma y sorbía el líquido desde la cama. Por la noche le pareció que de la isba salían diablos. "Verdes, peludos (gritaba enronquecido), me asfixian, me estrangulan..."
-Y qué, ¿se echó a perder el muchacho? -preguntó el piloto, casi siempre callado.
-No, se curó.Ahora trabaja en Moscú. Es radiotelegrafista. No puede ver el vodka, le recuerda los diablos.
Todos se rieron.
-¡Eso no es nada! -añadió el mecánico-. Lo que os voy a contar sí que es una gran historia.
Y nos contó la historia del avión que, sin piloto, recorrió el aeródromo.
Hace de ello algunos años. Un aviador joven -le llamaremos Lanin - regresaba en un pequeño avión Sh-2, al que los aviadores han bautizado cariñosamente con el nombre de Shúrochka. Lanin volaba solo. Estaba cansado y transido de frío, esperaba con impaciente alegría que apareciera de un momento a otro la ciudad y el aeródromo. Entraría en calor, se lavaría, se cambiaría de traje y festejaría la llegada del nuevo año en casa de unos amigos. En esa casa, probablemente, todo era ya ajetreo, ruido y mucha actividad en la cocina. Le parecía que el helado aire olía a ganso y a col salada.
"¡Estupendo! -se sonrió-. Allí veré a Natasha, la tierna y graciosa muchacha de claros ojos. Chocaremos las copas, beberemos por la mañana feliz, por nuestro mañana, por el mío y el de Natasha."
El avión se balanceó. Lanin soltó un taco y apretó el volante. Casi se le habían entumecido las manos, enfundadas en los guantes. Entre los montones de nieve descubrió, abajo, los arrabales de la ciudad. Pronto vería el aeródromo.
-¡ Vaya tiempo más estúpido! - murmuraba Lanin, irritado -. La ventisca es como una mujer histérica, tan pronto se enfurece como se amansa.
Entre los claros de las ráfagas de nieve divisó el aeródromo. Aterrizó; pero calculó mal y marró. Se dio cuenta de ello cuando ya estaba en el suelo. El aeródromo quedaba a un lago, a un kilómetro de distancia, poco más o menos. Lanin de nuevo empezó a denostar el tiempo, a sí mismo y al avión.
"Hay que conducirlo hasta allí", se dijo, y dio gas; pero el avión ni se movió del sitio.
-¿Qué pasa? - gritó enfadado.
Después de unos minutos de inútiles pruebas, decidió bajar del aparato y mirar si había ocurrido algo con los esquís.
"¡Qué frío más terrible!", pensó, al descender, pegándose de manotazos a los costados. Dio la vuelta al aparato. Efectivamente, los esquís se habían helado. El viento arrastraba la nieve por el campo en oleadas y había empezado a amontonarla junto a los esquís.
Lanin miró alrededor. No vio a nadie. A lo lejos brillaban las primeras luces del aeródromo. Empezó a quitar nieve, se echó al suelo y limpió los esquís. Vuelto a la cabina, dio gas, pero el avión no se movió. La hélice giraba lentamente.
"Si alguien empujara el avión un poco...", pensó Lanin ; pero por allí no había nadie. Entonces descendió de nuevo y se puso a empujar. El aparato no se movió del sitio, sólo se balanceó un poco. Por primera vez en la vida se sentía Lanin débil. ¿Qué hacer? Decidió recurrir a la ayuda del motor.
"Daré gas y yo mismo empujaré". Así lo hizo; pero el aparato seguía clavado en el lugar. Entonces aumentó un poco más el gas. La hélice comenzó a lanzar veloces reflejos. Lanin apretó con todas sus fuerzas un ala (las gotas de sudor se le helaban en la frente) y... de pronto el aparato arrancó. se puso a correr, oscilando sobre el campo desigual, y Lanin , boquiabierto, no acertaba a comprender lo que ocurría.
El aparato huía de él.
-¡Para! ¡Para! - se puso a gritar, como si el avión pudiera oírle y comprenderle -. ¡Para!
Empezó a correr detrás del aparato, hundiéndose en la nieve y casi llorando de rabia.
El avión se escapa hacia el aeródromo. Lanin jadeante, ve horrorizado que el aparato se dirige en línea recta al edificio del campo.
-¡Para! -gritó desesperado, y haciendo un supremo esfuerzo aceleró su carrera.
En el aeródromo quedaron sorprendidos al ver el loco aparato que pasaba raudo por delante de ellos sin detenerse.
-¿Qué le ocurre a Lanin ? ¡Ha pedido el juicio, o está borracho? ¿Adónde se dirige?
-¡Suicida!
De pronto vieron a Lanin corriendo, tropezando,cayendo y levantándose. Había perdido el gorro, le flameaba la bufanda alrededor del cuello, desplegada al viento como una bandera sobre el aeródromo.
-¿Qué ha pasado, Lanin?
-Se me ha escapado el avión -exclamó ronco y quedó como quien ve visiones al oír el estallido de risa con que acogieron sus palabras. No estaba él para risas.
-¡Detenedlo!, ¡cogedlo! -gritó fuera de sí.
El aparato se hallaba ya cerca del edificio. De pronto, un pequeño montón ondulado de nieve, surgió en el camino del avión. Los esquís resbalaron y el aparato se puso a correr en otro sentido.
Detrás, corrían todos apresuradamente, perdiendo los gorros, quitándose los capotes, los guantes y las bufandas. Ya lo alcanzan, ya lo rodean,corren en diagonal, Lanin va a saltar a la cabina; pero un inesperado obstáculo cambia la dirección del aparato y éste toma otra trayectoria.
Allí era posible creer en sortilegios yen zorros embrujados. La maldita máquina, como si tuviera vida, trotaba por el aeródromo y se escabullía hábilmente de entre las manos de sus perseguidores. Daba vueltas, saltaba por el campo dejando tras sí una huella amplia y ondulada.
-¡Detenedlo! ¡Cogedlo! -gritaban los hombres, jadeantes. Sobre la nieve se destacaban con manchas negras sus gorros y sus capotes.
Finalmente, el aparato encontró un montón grande nieve blanda y se paró.
-Cuando Lanin, rabioso -él mismo lo contó-, llegó junto al aparato, no pudo contenerse, y dio un puñetazo al motor, como si se tratara del hocico de un caballo. Y con esto se sintió aliviado -terminó diciendo el mecánico, coreado por las francas risas de quienes le oímos.
-¿Y el avión, cómo estaba?
-¡Intacto! Durante mucho tiempo Lanin no quiso volver a volar en él. Le tenía tirria. Pero todo ha pasado ya. Ha vuelto a volar...
Aun estuvimos riéndonos mucho. De pronto regresó Yaptune Vasili (había salido de la isba) y dijo, resplandeciente de alegría:
-El viento cede. Mañana hará buen tiempo.
-¿De veras? -exclamamos todos.
Y realmente, amainó el viento. Al día siguiente estaríamos en el aire. ¡Volaríamos!
Sobre la mesa humeaba el salchichón, que por poco se nos quema. Las sonrosadas lonjitas de pescado se hallaban puestas sobre limpias hojas de papel. En los vasitos brillaba el azulado alcohol.
El radiotelegrafista sintonizó el altavoz, y se oyó la alegre tempestad de una orquesta. ¿Moscú? ¿Jabárovsk? ¿Novosibirsk? No importaba. Era la patria.
El mecánico levantó el vaso y dijo, solemnemente:
-¡Por la fiesta de mañana! ¡Por el buen tiempo, que nos permite volar!
Autores Rusos Contemporáneos
Editorial Vergara S.A. 1966
Barcelona
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