ARKADI PETRÓVICH GAIDAR (LA TAZA AZUL)

Lgov.Rusia, 1904-Distrito de Kanivs'kyi, 1941
Su apellido era GOLIKOV, mas ha pasado a la historia de la literatura con el que se dio como seudónimo: GAIDAR. Era hijo de un maestro de escuela. Nació en 1904. A los diez años ingresó en la escuela secundaria de Arzamás, ciudad de la parte central de Rusia. Muy joven aún, participó en la guerra civil y estudió en varias escuelas militares. A consecuencia de una contusión, en 1924 tuvo que retirarse del ejército y se hizo escritor profesional. Cuando las divisiones hitlerianas invadieron Rusia en 1941, Gaidar fue enviado al frente Sur en calidad de corresponsal de guerra, mas se quedó en la retaguardia del enemigo y pereció en un combate (26 de octubre de 1941). Sus mejores libros son los que ha dedicado a los niños. Gaidar es uno de los autores rusos famosos por su cuentos y relatos infantiles, entre los que figuran: "La escuela" (1930), "Países lejanos" (1932), "Secreto militar" (1935), "Chuky Guek (1939), "Humo en el bosque" (1939), "Timur y su pandilla" (1940), etc. "La taza azul" que se presenta a continuación, es de 1936.
Tenía yo entonces treinta y dos años. Marusia veintinueve y nuestra hija Svetlana seis y medio.
Me dieron las vacaciones a finales de verano y alquilamos una casita de campo en los alrededores de Moscú, para aprovechar el último mes de calor.
Svetlana y yo pensábamos dedicarnos a pescar, a bañarnos, a recoger setas y avellanas por el bosque. Pero lo primero que tuvimos que hacer fue barrer el patio, reparar la valla, que se estaba cayendo, tender cuerdas, clavar escarpias y clavos.
Pronto nos hartamos de esas ocupaciones, pero Marusia siempre encontraba alguna cosa nueva por hacer, tanto para ella mismo como para nosotros.
Por fin, al acabar el tercer día, estaba todo hecho. Nos disponíamos los tres a dar un paseo, cuando Marusia tuvo visita de uno de sus camaradas, un aviador polar.
Estuvieron largo rato sentados en el jardín, bajo los guindos. Svetlana y yo nos entretuvimos, contrariados, por el patio ynos pusimos a fabricar un molinete de madera.
Al oscurecer, Marusia llamó a Svetlana para que tomara la leche y se acostara, mientras ella iba a despedir al aviador a la estación.
Pero sin Marusia yo me aburría, y por otra parte Svetlana tampoco tenía ganas de dormir en la casa vacía.
En la despensa encontramos harina, la mezclamos con agua hirviendo para hacer engrudo.
Recubrimos el moliente con papel de color, lo alisamos con cuidado, y por el polvoriento desván subimos al tejado de la casa.
Nos pusimos a horcajadas. Desde aquella atalaya veíamos humear el samovar de la casa vecina, en el patio, junto al portal. En los peldaños estaba sentado un viejecito cojo con una balalaica en las manos y tenía a su lado un tropel de pequeñuelos.
Por la puerta del zaguán salió una viejecita descalza, algo jorobada. Se puso a regañar a los pequeños y a sermonear al viejo. Agarró un trapo y lo agitó sobre el tubo del samovar para hacer aire y tener el agua hirviendo cuando antes.
Nosotros nos reíamos y decíamos: cuando sople el viento, nuestro molinete se pondrá a dar vueltas y a zumbar. Entonces vendrán corriendo a nuestro patio los chiquillos de las casas vecinas y también tendremos amigos para jugar.
Después ya inventaremos alguna otra cosa.
Quizá abriremos una gruta muy honda para la rana que tenemos en el jardín, al lado del húmedo sótano.
Quizá pidamos a Marusia hilo fuerte. Haremos subir una cometa de papel más allá de la torres del depósito de granos y llegará a más altura que la de los pinos oscuros y hasta pasará del lugar por donde hoy un milano ha estado dando vueltas al acecho de los pollitos y de los conejitos de la dueña de nuestra casa.
Mañana por la mañana quizá subamos a una barca, yo a los remos, Marusia al timón y Svetlana de pasajera. Iremos por el río hacia un lugar donde, según dicen, hay un bosque muy extenso y en la orilla crecen dos grandes abedules que tienen el tronco ahuecado y donde ayer la pequeña de la vecina encontró tres magníficas setas de las llamadas rovellones. Resultó que estaban agusanadas. ¡Qué lástima!
De pronto Svetlana me tiró de la manga y me dijo:
-Parece que viene mamá, mira. Si nos ve, nos va a reñir a los dos.
En efecto, por el sendero, a lo largo de la valla,se acercaba nuestra Marusia, a pesar de que nosotros creíamos que iba a tardar en volver.
-Agáchate -dije a Svetlana-. Quizá no nos vea.
Pero Marusia nos vio en seguida. Levantó la cabeza y gritó:
-¡Ah, pícaros! ¿Qué es eso de subirse al tejado? En el patio ya se nota humedad. Svetlana debería estar acostada hace rato. Os habéis alegrado de que yo me hubiera ido y estábais dispuestos a hacer de las vuestras hasta medianoche.
-Marusia -repuse-, no hacemos de las nuestras, clavamos el molinete. Espera un momento, sólo nos falta clavar tres clavos.
-Los clavaréis mañana - replicó Marusia, imperiosa-. Ahora bajad en seguida si no queréis que me enfade de verdad.
Svetlana y yo nos miramos. Nos damos cuenta de que las cosas toman mal cariz y bajamos, pero nos disgustamos con Marusia.
Sí, nos disgustamos, a pesar de que Marusia había traído de la estación una manzana grande para Svetlana y un paquete de tabaco para mí.
Y nos fuimos a dormir, disgustados y enfadados.
Por la mañana nos esperaba otro contratiempo. No bien nos despertamos, se nos acercó Marusia y nos dijo:
.-Confesad, diablejos, que en el zaguán rompisteis mi taza azul.
Pero yo no había roto ninguna taza. Svetlana dijo que ella tampoco había roto nada. Nos miramos los dos y comprendimos que Marusia se enojaba con nosotros sin razón alguna.
Marusia no nos creyó.
-Las tazas -dijo- no están vivas, ni tienen patas; no pueden saltar por sí solas al suelo. Ayer no se metió nadie en la despensa, sino vosotros dos. Rompisteis la taza y no queréis confesarlo. ¡Es una vergüenza, camaradas!
Después de desayunarnos, Marusia se arregló y se fue a la ciudad. Nosotros nos quedamos sentados y de mal humor.
¡Buen paseo en barca estábamos dando!
El sol metió sus rayos por nuestras ventanas; los gorriones saltaban por la arena de los caminitos; los polluelos pasaban entre las tablas de la valla, iban del patio a la calle y volvían de la calle al patio. Pero nosotros no nos sentíamos contentos, ni mucho menos.
-¡Ya ves! -digo a Svetlana-. Ayer nos hicieron bajar a los dos del tejado. Acaban de robarnos la lata del petróleo. Nos han sermoneado sin razón por no se qué taza azul. ¿A esto le llamas tú buena vida?
-No -respondió Svetlana-, la vida es dura.
-Ya verás, ponte el vestido color de rosa. tomaremos la mochila, la que tengo detrás de la estufa, recogeremos tu manzana, mi tabaco, cerillas, un cuchillo, unas rosquillas y nos iremos ala buena de Dios, hacia donde primero miren nuestros ojos.
Svetlana se queda pensativa y pregunta:
-¿Hacia dónde miran tus ojos?
-Ahora miran, hija mía, por la ventana hacia una pequeña pradera amarilla, donde está paciendo la vaca de la casa. Más allá de la praderita hay un estanque donde nadan los gansos, lo sé; después se encuentra un molino, y más lejos, pasado el molino, hay un bosque de abedules en una colina. Lo que hay al otro lado de la colina lo sé.
-Está bien -contesta Svetlana-. Tomemos el pan, la manzana y el tabaco. Pero lleva también un bastón fuerte, porque por aquella parte hay un perro terrible, Pokán. Los chicos me han dicho que una vez por poco mata a un niño a mordiscos.
Así lo hicimos. Pusimos en la mochila lo que necesitábamos, cerramos las cinco ventanas y las dos puertas de la casa, pusimos la llave bajo los peldaños del soportal.
-¡Adios, Marusia! Nosotros no hemos roto tu tacita, por más que digas.
Salimos del patio y nos encontramos con una lechera.
-¿Quieren comprar leche?
-Gracias, mujer. Ya tenemos todo lo que nos hace falta.
-Esta leche es de mi propia vaca, es muy fresca y muy buena -repuso la lechera, algo picada-. Más tarde os sabrá mal no haberla comprado.
Hizo tintinear sus vasijas frías y siguió caminando. ¿Cómo iba a adivinar que nos marchábamos lejos y que quizá no volveríamos?
Nadie lo adivinaba. Pasó en bicicleta un muchacho tostado por el sol. Vimos dando zancadas a un tío gordo, que llevaba pantalón corto y fumaba en pipa. Iría a buscar setas. Nos cruzamos con una moza rubia que todavía tenía los cabellos mojados. Acababa de bañarse. Pero no encontramos a nadie conocido.
Pasamos por los huertos y llegamos a la praderita que la hierba pajarera ponía de color amarillo. Nos quitamos las sandalias y nos fuimos descalzos por el senderito que llegaba al molino, en línea recta.
De pronto salió del molino un muchacho, corriendo como un galgo en dirección contraria a la nuestra. Se agachó, esquivando unos terrones que salieron volando tras él de detrás de unos citisos.
Aquello nos extrañó. ¿Qué ocurría? Svetlana tiene buena vista. Se detuvo y dijo:
-Este es Sanka Kariakin, lo conozco. Vive al lado de la casa donde unos cerdos estropearon las hileras de tomates de un huerto. Este chico ayer se subió a la espalda de una cabra que no es suya. Fue delante de casa, ¿te acuerdas?
Sanka llegó corriendo hasta donde nos encontrábamos nosotros. Se detuvo y se secó las lágrimas con su bolsa de percal. Le preguntamos:
-Por qué corres como un galgo y por qué te han arrojado terrones desde los arbustos?
Sanka se volvió hacia nosotros y respondió:
-La abuela me ha mandado a buscar sal a la tienda del koliós. En el molino está Pashka Bukamáshkin, que quiere pegarme.
Svetlana se lo quedó mirando. ¡Qué cosas ocurren!
¿Acaso existe en nuestro país alguna ley que permita pegar sin más ni más a un chico que va a buscar sal a la tienda y no ha tocado a nadie?
-Vente con nosotros, Sanka -le dice Svetlana-. No temas. Vamos por el mismo camino y te defenderemos.
Nos pusimos a andar los tres, llegamos a los arbustos de citiso.
-Aquí está Pashka Bukamáshkin -dijo Sanka, retrocediendo unos pasos.
Estamos cerca del molino. Delante de la puerta hay un carro y debajo del carro se tumba un perro desgreñado y lleno de cardos. El perro entreabre un ojo y contempla a los gorriones vivarachos que picotean los granitos desperdigados por el suelo. Sentado sobre un montón de arena, Pashka Bukamáshkin, sin camisa, se está comiendo un pepino fresco.
Pashka nos vio sin asustarse. Echó al perro el cabo del pepino y, sin mirar a nadie, dijo:
-¡Sus, sharik, sus! Por aquí viene un fascista redomado, Sanka, un guardia blanco. ¡Ya verás, desgraciado fascista! ¡Ya pasaremos cuentas contigo, no te preocupes!
Pashka escupió a la arena, lejos. El perrito desgreñado se puso a ladrar. Los gorriones volaron, asustados, con gran batir de alas, a un árbol. Svetlana y yo, al oír aquellas palabras, nos acercamos a Pashka.
-Oye, Pashka -le dije-. ¿No te equivocas? ¿Qué fascista ni que guardia blanco puede ser este niño? Sabes muy bien que es Sanka Kariakin, que vive al lado de la casa donde unos cerdos se metieron en el huerto.
-No importa, es un guardia blanco -repitió Pashka, terco-. Si no lo creen, les contaré lo que ha pasado.
Tanto Svetlana como yo sentimos curiosidad por la historia. Nos sentamos en un tronco. Pashka se puso frente a nosotros. El perrito de pelo crespo se hizo un ovillo a nuestros pies, sobre la hierba. únicamente Sanka, en vez de sentarse, se apartó al otro lado del carro y gritó desde allí, enfadado:
-Por lo menos cuéntalo todo. Cuenta también lo de los golpes en la coronilla. ¿Crees que en la cabeza no duelen? Pruébalo, golpéate y verás.
-En Alemania hay una ciudad que se llama Dresden -contó Pashka, calmoso-. Pues de esa ciudad huyó un obrero judío. Vino aquí. Lo acompañaba una niña, Berta. Ahora el obrero trabaja en este molino y Berta juega con nosotros. Si no la ven es porque ha ido a buscar leche a la aldea. Anteayer jugábamos a la tala Berta, éste (Sanka), otro del pueblo y yo. Berta dio con el marro al palo y lo mandó por casualidad a la cabeza de Sanka-.
En la mismísima coronilla - dijo Sanka detrás del carro -. Vi las estrellas, y Berta se echó a reír.
-Bueno -continuó Pashka-, Berta hizo blanco en la coronilla de Sanka. El la amenazó con el puño y no pasó nada. Se puso una hoja de lampazo en la cabeza y siguió jugando con nosotros. Pero comenzó a hacer el tonto. Se pasaba de la raya y hacía trampa con el palo, lo acercaba al marro.
-¡Mentira, mentira! - gritó Sanka detrás del carro. Fue tu perro, lo empujó con el hocico.
-No jugabas con el perro, sino con nosotros. Podías haber tomado el palo y haberlo puesto en su sitio. Bueno, lo tiró haciendo trampa. Pero cuando Berta agarró el marro, ¡zas!, lanza el palo al otro lado del campo, entre las ortigas.Nosotros nos reímos, pero Sanka estaba furioso. Claro, sacar el palo de las ortigas: "¡Estúpida, judía! ¡Que te lleven otra vez a Alemania!". Berta comprendía muy bien lo que significa "estúpida!, pero sabe poco ruso y entendía la otra palabra. Me lo preguntó y a mí me daba vergüenza explicárselo: Grito: "¡Cállate, Sanka!", pero él aún grita más. Salto la valla para alcanzarle y él se mete en los arbustos. Se escapó. Vuelo y veo el marro tirado al suelo y a Berta sentada sobre unos troncos. La llamo: "¡Berta!" Ella no me responde. Entonces me di cuenta de que Berta estaba llorando, lo había adivinado. Agarré una piedra y me la metí en el bolsillo. Me dije: "Ya nos veremos las caras, Sanka. "vas a ver cómo sabe tu fascismo!".
Miramos a Sanka y nos dijimos:"¡Eh, amigo, por mal camino andas! ¡Pero si repugna hasta oír tales palabras! ¡Y nosotros nos disponíamos a ayudarte!!"
Iba a decir lo que pensaba, cuando de pronto el molino retembló con estrépito y la rueda comenzó a dar vueltas en el agua. De una ventana saltó un gato, espolvoreado de harina, como si huyera del agua hiriviendo: Erró el salto y cayó sobre Sharik, que estaba dormitando. El perrito lanzó un gruñido y dio un brinco. El gato, ni corto ni perezoso trepó el árbol. Los gorriones volaron al tejado. El caballo bajó la cabeza y dio un tirón al carro. Se asomó por la puerta un hombre desgreñado, cubierto de polvo de harina, y sin preguntar qué ocurría, amenazó con un látigo muy largo a Sanka, que acababa de separarse del carro.
-¡Cuidado... deja tranquilo al caballo! Si no, te arranco una oreja.
Svetlana se rió y tuvo lástima por ese desgraciado Sanka, al que todos querían zurrar.
-Papá -me dijo-, a lo mejor no es fascista. Quizá es un tonto -y mirándole cariñosa preguntó: -¿Verdad, Sanka, que tú sólo eres tonto?
Por toda respuesta, Sanka, enfadado, lanzó un gruñido, movió la cabeza y se sorbió los mocos. Pareció que iba a decir algo, pero ¡qué vas a decir cuando la culpa es tuya por completo y no hay modo alguno de justificarse!
En ese momento el perrito dejó de ladrar al gato y levantó las orejas, volviéndose hacia el campo.
-¡Por aquí cerca disparan! - gritó Pashka.
-Disparan por aquí cerca - dije yo también-. Son disparos de fusil, ¿oís? Ahora ha sonado una ametralladora.
-¿Quiénes pelean? - preguntó Svetlana con voz temblorosa-. ¿Se habrá declarado la guerra?

El primero en levantarse y echar a correr fue Pashka. Tras él voló el perrito. Yo tomé a Svetlana de la mano y también me lancé en dirección al bosque.
No habíamos llegado a la mitad del camino cuando oímos un grito a nuestras espaldas. Nos volvimos. Era Sanka.
Levantaba los brazos para que le viéramos y corría a campo traviesa y saltando las zanjas.
-¡Salta como un cabrito! -balbuceó Pashka-. ¿Qué sacude con la mano ese tonto?
-¡No es ningún tonto, me trae las sandalias! -gritó Svetlana alegremente-. Se me habían olvidado las sandalias sobre los troncos. Las ha visto y me las trae. ¡Deberíais hacer las paces, Pashka!
Pashka bajó la cabeza, sin responder nada. Esperamos a Sanka, que trajo las sandalias, y luego los cuatro y el perrito seguimos caminando hasta llegar a la otra linde del bosque.
Ante nosotros se extendía un campo ondulado cubierto de arbustos. Junto a un arroyuelo, una cabra atada a una estaca mordía la hierba, haciendo sonar una campanilla de hojalata. Volaba por el cielo un solitario milano. En aquel campo no se veía a nadie ni se distinguía nada de particular.
-¿Pero dónde están los qu disparan? - preguntó impaciente Svetlana.
-Ahora lo miraré -respondió Pashka subiéndose a un tocón.
Permaneció largo rato de pie, entornados los ojos y defendiéndose del sol con la palma de la mano. Vete a saber lo que veía, pero Svetlana se cansó de esperar y, metiéndose en la hierba, quiso ir sola eb busca de los que habían disparado.
-Esta hierba es muy alta para mí -se quejó Svetlana, levantándose de puntillas-. No veo absolutamente nada.
-Mira al suelo, no tropieces con el cable -dijo una voz potente desde loalto de un árbol.
Pashka saltó del tocón, como movido por un resorte. Brincó torpemente hacia un lado Sanka. Svetlana corrió hacia mí y me agarró de la mano con fuerza.
Dimos unos pasos atrás y vimos a un soldado escondido entre las esperas ramas de un árbol solitario.
Tenía el fusil colgado de una rama, a su lado. Sostenía un auricular de teléfono con la mano y con unos gemelos de campaña miraba, quieto como una estatua, hacia un extremo del desierto campo.
Antes de que pudiéramos abrir la boca, resonó a lo lejos una espantosa descarga de artillería. Retumbó connotas agudas y graves, como un trueno. Vibró la tierra bajo nuestros pies. Sobre el campo, a mucha distancia de nosotros, se levantó una gran nube de polvo y humo. La cabra brincó como loca y rompió la cuerda de esparto que la sujetaba a la estaquilla. El milano ganó altura y huyó rápidamente batiendo alas.
-¡No les arriendo la ganancia a los fascistas! - dijo Pashka en alta voz, mirando a Sanka-. Mira cómo disparan nuestras baterías.
-¡No les arriendo la ganancia a los fascistas! - repitió, como el eco, una voz ronca.
Entonces vimos a un viejo de barba blanca tras unos arbustos.
Era un hombre de anchas espaldas, con un bastón en la mano. Tenía a su lado un enorme perro que enseñaba los dientes a Sharik, el cual se había quedado con el rabo entre las piernas.
El viejo llevaba un sombrero de paja de ancha ala. Lo levantó brevemente y saludó con mucha gravedad a Svetlana y luego a los demás. Después colocó su nudoso bastón en la hierba, sacó del bolsillo una pipa y la llenó de tabaco.
Se entretuvo bastante aplastando el tabaco con el dedo y removiéndolo con un clavo, como hurgón en la estufa.
Por fin, encendió la pipa y entonces empezó a chupar y a sacar humo de tal modo, que el soldado escondido en el árbol se puso a estornudar y a toser.
En ses momento volvió a tronar la batería y vimos que, de pronto, el campo solitario y tranquilo se llenaba de vida, de ruidos y de movimiento. De detrás de arbustos y montículos, y del interior de las zanjas, surgieron soldados con el fusil en la mano y la bayoneta calada.
Los soldados corrían, saltaba, caían, se levantaban otra vez, se acercaban a una colina cubierta aún por nubes de humo y polvo, estrechaban el cerco a esa colina y por fin la tomaron al asalto, lanzando penetrantes gritos.
Luego todo volvió a quedar en paz. Desde la cima de la colina agitó unas banderitas un soldado al que apenas lográbamos distinguir y que parecía de plomo. Sonó, estridente, el toque de "retirada". El centinela del árbol bajó quebrando ramitas con sus pesadas botas. Luego pasó la mano por la cabeza de Svetlana, le dio tres lustrosas bellotas y se fue presuroso, arrollando en un carrete el cable telefónico.
El ejercicio militar había terminado.
-¿Has visto? -dijo Pashka a Sanka, dándole un codazo-. Éstos no lanzan palos a la coronilla. Lo que aquí os volaría a vosotros, los fascistas, sería la cabeza.
-¡Qué palabras más raras estoy oyendo! - dijo el viejo barbudo, adelantándose unos pasos-. Tengo sesenta años, más por lo visto aún soy hombre de poca experiencia. No comprendo lo que pasa. Al otro lado de la colina está el koljós "Amanecer". Los campos que hay en los alrededores son nuestros: de cebada, de alforfón, de mijo y de trigo. Hemos construido un nuevo molino sobre el río. Tenemos colmenas en el bosque Yo soy el guarda principal de todo ello. He visto maleantes de toda laya, he detenido a ladrones de caballos, pero nunca me había encontrado por aquí con ningún fascista. Acércate, Sanka, criatura terrible, deja que te mire bien. Pero un momento, un momento. Sécate antes la saliva y límpiate los mocos; si no, aún me vas a asustar más.
El viejo burlón dijo estas cosas pausadamente, a la vez que examinaba lleno de curiosidad al asombrado Sanka, que abría desmesuradamente los ojos.
-¡Mentira! -gritó Sanka, ofendido y sorbiéndose los mocos-. No soy fascista. Berta ya no está enfadada y ayer se comió más de la mitad de mi manzana. Este Pashka azuza a todos los chicos contra mí. Él chilla, pero me ha birlado un muelle del colchón. Si soy fascista, también lo será el muelle. Y a hecho un balancín para su perro. Cuando le digo "hagamos las paces, Pashka", él me responde: "Primero te daré una paliza y luego haremos las paces."
-Hay que hacer las paces sin pegarse - dijo Svetlana con aplomo -. Se enlazan los dedos meñiques, se escupe al suelo y se dice: "No reñiremos nunca, siempre seremos amigos, siempre". A ver, vengan los dedos meñiques. Y tú, guarda principal del koljós, da un grito a tu perrazo y que deje en paz a nuestro pequeño Sharik.
-¡Aquí, Polkán! - gritó el guarda -. ¡Al suelo, y no tocar a los amigos!
-¡Ah, éste es Polkán! ¡Polkán, el gigantón, el peludo y colmilludo!
Svetlana se fijó en el perro, se le acercó dando vueltas y amenazándolo con el dedo dijo:
-¡No tocar a los amigos!
Polkán miró a Svetlana y vio que la niña tenía los ojos claros, notó que las manos le olían a hierba y a flores. Puso buena cara, movió la cola.
Entonces Sanka y Pashka tuvieron envidia y también se acercaron al perro. Le dijeron a su vez:
-También somos amigos, ¡no nos toques!
Polkán levantó, receloso, el hocico: ¿no huelen a zanahoria de los huertos koljosianos los pícaros muchachos? En aquel momento pasó corriendo por el sendero un potro juguetón, levantando polvo. Ni que lo hubiera hecho adrede. El perrazo estornudó sin haber aclarado nada. No tocó a los muchachos, pero tampoco meneó la cola ni permitió que lo acariciaran.
-Tenemos que irnos -dije de repente-. El sol está alto. Pronto será mediodía. ¡Qué calor!
-¡Adiós! - dijo Svetlana, despidiéndose de todos-. Nos vamos lejos.
-¡Adiós! -respondieron los chicos, hechas ya las paces -. aunque vayáis lejos, volved a vernos.
-¡Hasta la vista! - dijo el guarda con ojos sonrientes -. No sé hacia dónde vais ni lo que buscáis. Por aquí el peor sitio es el que se encuentra a la izquierda del río, donde está el viejo cementerio de nuestra aldea, el sitio mejor es el de la derecha, adonde se llega a través de la pradera y del barranco en que sacan piedra; luego hay que seguir el pimpollar y dar la vuelta al terreno pantanoso. A la orilla del lago se extiende un gran bosque de pinos. Si llegáis, encontraréis setas, flores y bayas. En una casa de la orilla vive mi hija Valentina con su marido y su hijo Fedor. Saludadlos de mi parte si os acercáis a la casa.
El curioso guarda levantó un poco el sombrero, silbó al perro, chupó la pipa y se encaminó hacia un campo de guisantes, dejando tras sí una ancha franja de espeso humo.
Svetlana y yo nos miramos. ¡Para qué ir hacia el triste cementerio! Nos dimos la mano y torcimos a la derecha, hacia el mejor de los sitios.
Cruzamos la pradera y bajamos al barranco.
Vimos a unos hombres sacando piedra,blanca como el azúcar, de unos profundos hoyos negros. Ya habían sacado un gran montón, pero continuaban sacando y amontonando piedra. Chirriaban las ruedas de las carretillas.
Por lo visto, bajo tierra hay piedras de muchas clases.
Svetlana quiso mirar por uno de los hoyos negros. Se echó al suelo, boca abajo. Cuando la aparté del hoyo tirando de ella por los pies, me dijo que al principio no había visto más que tinieblas. Luego divisó un mar negro, donde algo se agitaba haciendo ruido. Probablemente era un tiburón de dos colas, una delante y otra detrás. También le pareció ver al Coco de trescientas veinticinco piernas y un ojo de oro. El Coco estaba sentado y bufaba.
Me la quedé mirando y le pregunté si no había visto, además, un barco de dos chimeneas, un mono gris en las ramas de un árbol y un oso blanco en un témpano.
Svetlana hizo memoria. Resultó que también los había visto.
La amenacé con el dedo: ¿no mentía? Por toda respuesta se echó a reír y a correr.
Anduvimos mucho tiempo. Nos deteníamos a menudo, descansábamos y arrancábamos flores. Cuando nos hartábamos de llevarlas, dejábamos los ramos en el camino.
Svetlana hizo memoria. Resultó que también los había visto.
La amenacé con el dedo: ¿no mentía? Por toda respuesta se echa a reír y a correr.
Anduvimos mucho tiempo. Nos deteníamos a menudo, descansábamos y arrancábamos flores. Cuando nos hartábamos de llevarlas, dejábamos los ramos en el camino.
Arrojé uno a una vieja que iba en un carro. La mujer, al principio, se asustó, sin comprender de qué se trataba, y nos amenazó con el puño. Pero luego vio las flores, se sonrió y nos lanzó tres grandes pepinos frescos.
Los recogimos, les quitamos el polvo y los pusimos en la mochila. Proseguimos nuestro camino, satisfechos.
Encontramos una aldea donde viven personas que aran la tierra, siembran trigo y patatas, plantan coles, remolachas o cuidan las huertas y los árboles frutales.
Tras la aldea vimos pequeñas tumbas cubiertas de césped, donde descansan quienes ya han sembrado y trabajado lo que les corresponde.
Pasamos junto a un árbol hendido por un rayo.
Nos cruzamos con una manada de caballos, a cual mejor.
También vimos un pope vestido con su larga túnica negra. Le seguimos con la mirada, sorprendidos de que en el mundo queden aún hombres tan originales.
Nos intranquilizó notar que salían nubes. Fueron saliendo por todo el cielo. Rodearon el sol, lo cazaron y lo taparon. Mas el terco sol se abría paso ya en un agujero, ya en otro, y al fin se sacudió las nubes y volvió a brillar sobre la inmensa tierra aún con más fuerza y despidiendo más calor.
Nuestra casita gris con tejado de tablas había quedado a nuestra espalda, muy lejos.
Probablemente Marusia había regresado hacía mucho. Habría mirado y no nos habría visto. Nos habría buscado en vano. Seguramente nos está esperando, ¡qué tonta!
-¡Papá! -dijo por fin Svetlana, fatigada -. Sentémonos a descansar y a comer alguna cosa.
Encontramos una praderita, hermosa como pocas.
Apartamos las frondosas ramas de un avellano silvestre. A su lado crecía un abeto plateado. Alrededor del árbol, las flores se contaban por millares -azules, rojas, violáceas -, más brillantes que las banderitas de Primero de mayo, aromáticas. No se movían en lo más mínimo.
Ni siquiera los pájaros cantaban en aquel pacífico claro del bosque.
Una corneja, boba, se posó en una rama, miró en torno, y al ver que se había equivocado, graznó sorprendida: "karr... karr...", y al instante se fue volando hacia sus feos hoys de basura.
-Siéntate, Svetlana, vigila mochila. Voy a llenar la botella de agua fresca. No tengas miedo. Aquí no hay más fieras que la liebre de orejas largas.
-No me asustarían ni mil liebres -replicó valiente Svetlana-. Pero, a pesar de todo, vuelve pronto.
El agua no estaba tan cerca como me había figurado, y al regresar me sentía ya inquieto por
Svetlana.
Pero lo aniña no se había asustado ni lloraba. cantaba.
Me escondí tras un arbusto; vi que la regordeta Svetlana, de rubios cabellos, se había acercado a las flores, que le llegaban hasta el hombro, y canturreaba una canción que ella misma acababa de inventar:
¡Eh... eh!
No hemos roto la taza azul.
¡No... no!
Va al campo el guarda de los campos
Pero nosotros no hemos entrado en el huerto de zanahorias.
Ni yo ni él hemos entrado.
Pero Sanka entró una vez.
¡Eh... eh!
Al campo va el ejército rojo
(ha venido de la ciudad)
El ejército rojo es el más rojo.
El ejército blanco es el más blanco.
¡Tru-ru-rú! ¡Tra-ta-tá!
Son los tambores.
Son los aviadores.
Los tambores vuelan en aviones.
Yo toco el tambor... y aquí estoy.
Las altas flores escucharon esta canción calladas y solemnes, saludando levemente a Svetlana con sus exuberantes cabecitas.
-¡Ven aquí, tamborilera! - grité, apartando las ramas de los arbustos-. Tenemos agua fresca, manzanas rojas, pan blanco y rosquillas doraditas. Por tu bonita canción, cuando te dé es poco.
Svetlana se turbó levemente.Movió la cabeza como enojada, entornando los ojos como suele entornarlos Marusia, y dijo:
-Te has escondido y has estado escuchando. ¡Esto es una vergüenza, querido camarada!
De pronto Svetlana se calló y se quedó pensativa.
Mientras comíamos, un pardillo gris se posó en una rama y comenzó a piar.
Era un pajarito ridículo. Frente a nosotros, en la rama, daba saltitos, piaba y no se iba.
-A este pardillo lo conozco -dijo Svetlana con aplomo -. Lo vi cuando nos columpiamos con mamá en el jardín. Mamá me columpiaba muy alto... ¿Por qué ha venido volando desde tan lejos?
-¡No, no! -le replique´-. Es otro pardillo. Te equivocas, Svetlana. A aquel pardillo le faltan unas plumas de la cola; se las arrancó el gato de la dueña de la casa. Aquel pájaro está más gordo y canta de otro modo.
-¡No, es lo mismo! -insistió Svetlana, terca-. Lo sé. Nos ha seguido volando desde allí.
-¡Eh... eh! -canté con melancólica voz debajo-. Pero no hemos roto la taza azul. Y hemos decidido irnos muy lejos.
El pardillo trinó, enojado. En aquel mar de flores no se movió ni saludó ninguna florecilla. Svetlana frunció el ceño y dijo, severa:
-Tú tienes otra voz. Así no se canta. De este modo sólo cantan los osos.
Nos pusimos en marcha, callados. Salimos de la espesura. Al divisar, al pie de la montaña, la brillante corriente del río, se me alegró la vista.
Levanté Svetlana. Cuando vio la orilla arenosa y las isletas verdes, se olvidó de todo, y gritó, dando palmadas de alegría:
-¡A bañarnos, a bañarnos!
Para llegar antes al río, fuimos en línea recta, a través de húmedas praderas.
Pronto encontramos espesas matas de arbustos que crecen en los terrenos pantanosos. Nos molestaba tener que volver atrás y decidimos abrirnos camino como fuera. Pero cuanto más avanzábamos, más se cerraba a nuestro alrededor el tremedal.
Dimos vueltas por aquel lugar pantanoso, torcimos a la derecha, a la izquierda, pasamos por troncos caídos que chapoteaban en el agua, bajo nuestro peso, saltábamos de montículo en montículo. Nos mojamos, nos llenamos de barro sin lograr salir del atolladero.
Muy cerca, tras los arbustos, mugían unas vacas, se oía el restallar del látigo del pastor y el ladrido furioso del perrito que husmeaba nuestra presencia. Pero nosotros no veíamos más que el agua pantanosa cubierta de herrumbre, arbustos podridos y carices.
En el pecoso rostro de Svetlana, que había enmudecido, se reflejaba ya cierta inquietud. La niña se volvía cada vez con mayor frecuencia y me miraba sin decir nada, pero su expresión era elocuente; era como si pensara: "¿Qué es esto, papá? Tú eres grande, fuerte. ¿Y no podemos salir de aquí?".
-¡No te muevas de este lugar! -le ordené, dejándola sobre un pedazo de tierra seca.
Me metí en la espesura, pero por aquella parte no había más que una blanda pasta verdosa entretejida con gordos tallos de flores de pantano.
Volví sobre mis pasos. Svetlana no se había quedado en el lugar seco, sino que, agarrándose a las ramas de los arbustos, se abría camino hacia mí.
-¡No te muevas de donde te he dejado! -le dije imperioso.
Svetlana se detuvo. parpadeó y contrajo los labios.
-¿Por qué gritas? -me preguntó con voz baja y temblorosa -. Estoy descalza y aquí hay ranas. Tengo miedo.
Entonces la niña me dio mucha pena. Se hallaba en aquel trance apurado por culpa mía.
-Toma un palo y pega esas ranas sinvergüenzas. ¡Dales sin compasión! -le grité!-. ¡Pero no te muevas del sitio! Ahora saldremos de aquí.
De nuevo me dirigí hacia la espesura, enojado conmigo mismo. ¿Qué sucedía? ¿Acaso aquel tremedal insignificante podía compararse con los juncales sin fin de la región del Dniéper y con las fangosas orillas del Ajtir, donde, en otro tiempo, perseguimos y aniquilamos a una unidad de desembarco de Wrangel?
Avanzo de montículo en montículo, de mata enmata. Me hundo en el agua hasta la cintura. Se quiebra una rama seca de pobo. Dejo la rama y caigo en la masa de un tronco podrido. Cruje, sordo, un carcomido tocón. Por fin encuentro un punto de apoyo. Aún se extiende ante mí otro charco. Al otro lado está la orilla seca.
Aparté unas cañas y salí junto a una cabra, que dio un brinco al notar mi presencia.
-¡E-e-eh! ¡Svetlana! -grité-. ¿Estás ahí?
-¡E-e-eh! -contestó una voz fina y quejumbrosa, más allá de los arbustos-. ¡Estoy aquí-í-í!
Llegamos a la orilla del río. Nos limpiamos el barro y el limo que se nos había pegado por todas partes. Aclaramos la ropa, y mientras se nos secaba en la recalentada arena, nos bañamos.
Los peces corrieron aterrorizados a sus profundos escondites cuando, entre risas, levantamos cascadas de agua, espumosas y centelleantes.
Un negro y bigotudo cangrejo que saqué de su reino subacuático se retorció lleno de terror, haciendo rodar sus ojos esféricos. Por lo visto nunca le habían toca los rayos de un sol tan cegado ni había visto él a una niña tan rubia.
Entonces, lleno de furor, tuvo la audacia de agarrar por el dedo a Svetlana.
La niña lanzó un grito y tiró el cangrejo en medio de una manada de cebados gansos. Los gansos retrocedieron.
Pero había uno, gris, viejo ya, que se le acercó cautelosamente. Cosas más terribles había tenido ocasión de ver en este mundo. Inclinó la cabeza, miró con el rabillo del ojo, dio un picotazo y allí encontró su fin el cangrejo.
Terminado el baño, secas las ropas, nos vestimos y continuamos nuestro camino.
Otra vez algo nos llamaba la atención a cada paso: gentes, caballerías, carros, camiones e incluso una fierecilla gris, un erizo, al que recogimos, aunque pronto nos pinchó las manos y lo tiramos a un arroyo de agua fría.
El erizo alcanzó nadando la otra orilla. "¡Vaya sinvergüenzas! -pensaba la fierecilla-. ¡Quién es el guapo que encuentra desde aquí la madriguera!"
Por fin llegamos al lago.
Allí terminaba el campo más distante del koljós "Amanecer". En la otra orilla, las tierras eran ya de "La aurora roja":
Vimos en la linde una casa de troncos. En seguida adivinamos que era de Valentina, la hija del guarda, y que allí vivía ella con su marido y con su hijo Fedor.
Nos acercamos a la valla por la parte donde unos girasoles en flor, altos y tiesos como soldados, montaban la guardia.
Valentina se hallaba en la puerta que daba al huerto de frutales. Era una mujer alta, de anchas espaldas, como su padre. Llevaba abierto el cuello de su blusa azul. Sostenía con una mano un cepillo de fregar el suelo y con la otra un trapo mojado.
-¡Fedor! -gritó severa- ¿Dónde has metido la olla, piel de Barrabás?
-¡Mírala! -le respondió una voz grave, junto a una mata de frambuesas, y el albino Fedor señaló hacia un charco donde la olla navegaba cargada con hierba y astillitas.
-¿Y dónde has escondido el tamiz, sinvergüenza?
-¡Míralo! -respondió Fedor con la misma gravedad, mostrando el tamiz, puesto boca abajo, sostenido por una piedra, constituyendo una jaula improvisada donde algo se movía.
-¡Ya me las pagarás, atamán!... Cuando vengas a casa te voy a zurrar con el trapo mojado. -Valentina le amenazó. Al vernos, bajó la falda que llevaba recogida.
-¡Buenas tardes! -dije-. Le traemos saludos de su padre.
-Gracias -respondió Valentina-. Pasen al huerto. Descansen.
Entramos por la portezuela de la valla y nos recostamos bajo un manzano cargado de fruta madura.
El gordito Fedor no llevaba más que la camisa. tenía sobre la hierba los pantalones mojados y sucios de barro.
_Estoy comiendo frambuesas -nos explicó Fedor con mucha seriedad-. Ya me he comido las de dos matas. Aún quiero comer más.
_Que te aproveche -le dije-. Pero cuidado, no revientes.
Fedor dejó de comer, se dio unas palmaditas en el vientre, me miró enojado y, tomando los pantalones, se encaminó despacito hacia su casa.
Estuvimos tumbados mucho rato en silencio. Creí que Svetlana se había dormido. Me volví de cara hacia ella. No estaba dormida, sino que estaba absorta contemplando una mariposa plateada que iba subiendo poco a poco por la manga de su vestido color de rosa.
De pronto oímos un zumbido poderoso; vibró el aire y sobre las copas de los tranquilos manzanos pasó, raudo como una tempestad, un refulgente avión.
Se estremeció Svetlana, echó a volar la mariposa,saltó de la valla, batiendo alas, un gallo amarillo, cruzó el cielo una chova dando gritos de temor, y todo volvió a quedar en paz.
-Este aviador es el mismo -dijo Svetlana con rencor -. El que nos visitó ayer.
-¿Por qué ha de ser el mismo? - pregunté, alzando un poco la cabeza-. Quizá es otro.
-No, es el mismo. Le oí decir a mamá que mañana se iría muy lejos y para siempre. Yo me estaba comiendo un tomate rojo y también oí que mamá le contestaba: "Bueno, adiós. Buen viaje".
-Papá - exclamó Svetlana subiéndose encima - Cuéntame algo de mamá. Por ejemplo, qué pasaba cuando todavía no estaba yo.
-¿Qué pasaba? Pues lo mismo que ahora. Después del día venía la noche, y luego volvían el día y la noche.
-¡Y mil días más! -me interrumpió Svetlana, impaciente-. Pero cuéntame lo que pasaba en esos días. Haces ver que no me entiendes, lo sabes...
_Está bien, te o contaré, pero bájate y siéntate en la hierba; si no, va a serme difícil hablar. ¡Escucha! Nuestra Marusia tenía entonces diecisiete años. Los blancos entraron en su ciudad, le detuvieron al padre y lo metieron en la cárcel. Marusia no tenía madre hacía tiempo y se quedó completamente sola.
-¡Qué pena me da! -comentó Svetlana acercándoseme más -. Sigue contando.
-Se puso un pañuelo a la cabeza y salió a la calle. Los soldados blancos detenían a mucha gente. En la ciudad también había personas que estaban contentas, claro. tenían encendidas las luces, tocaban y cantaban. Marusia no sabía adónde ir ni a quién contar lo que le pasaba.
-¡Pobre, me da mucha pena! - exclamó Svetlana interrumpiendo, impaciente, mi relato-. Papá, date prisa a contar lo que pasó luego.
-Entonces Marusia salió de la ciudad, hacia la estepa. que casi no tiene fin. Brillaba la luna, hacía viento.
-¿Había lobos?
-No, no había lobos. estos animales, asustados por los tiros, habían huido a los bosques. Marusia se dijo: "Andaré hata llegar a la ciudad de Bielgorod. Allí está el camarada Voroshílov, con su ejército. Dicen que es muy valiente.Quizá me ayude si se lo pido."
"Lo que no sabía la tonta de Marusia era que nuestro ejército no esperaba a que le pidieran ayuda, sino que iba por sí mismo a socorrer a los pueblos y ciudades ocupados por los blancos. Nuestros destacamentos avanzaban por la estepa, no lejos del lugar en que se hallaba Marusia. Cinco balas, en cada fusil, doscientas cincuenta en cada ametralladora.
"Entonces yo iba al frente de un grupo de exploradores. De pronto vi una sombra tras un montículo. "Ah! (me digo). Será un explorador blanco. ¡Buena la espera!"
"Clavé las espuelas al caballo. Salté tras el montículo. ¡Qué milagro era aquél! Allí no había ningún explorador blanco, sino una joven iluminada por la luz de la luna. No le distinguía la cara. La cabellera le flotaba al viento.
"Por lo que pudiera ocurrir, bajé del caballo con la carabina en la mano. Me acerqué a la joven y le pregunté: "¿Quién eres y qué buscas por la estepa a estas horas de la noche?"
"La luna era grande, muy grande. La joven distinguió la estrella de mi gorro, me abrazó y rompió a llorar.
"De este modo nos conocimos.
"Por la mañana echamos a los blancos de la ciudad. Abrimos las cárceles y liberamos a los detenidos.
"Me encuentro tumbado en una cama del hospital. Una bala me ha atravesado el pecho. También me duele el hombro: al caer del caballo me di contra una piedra.
"Se me acerca el jefe del escuadrón y me dice:
"- Vengo a despedirme de ti. Seguimos atacando. Aquí tienes tabaco y papel, regalo de los camaradas. Quédate tranquilo y cúrate pronto.
"Pasa el día. Saludo a la noche. Me duelen el pecho y el hombro. Me aburro. ¡Sí, mi buena Svetlana; es aburrido estar sin camaradas!
"De pronto se abre la puerta y entra Marusia sin hacer ruido. Me alegré tanto que por poco lancé un grito.
"Marusia se acercó, se sentó a mi lado, me puso la mano en la frente, que me ardía, y me dijo:
"- Después del combate te he estado buscando todo el día. ¿Te duele mucho la herida, hermano?
"Respondí:
"-¡No importa lo que duela, Marusia! ¿Por qué estás tan pálida?
"-Duerme -me respondió-. Duerme mucho. Vendré a hacerte compañía todos los días.
"Entonces Marusia y yo nos encontramos por segunda vez, y desde aquel día hemos vivido juntos.
-Papá -preguntó entonces Svetlana, conmovida- ¿Verdad que no nos hemos ido de casa para siempre? Ella nos quiere. Caminamos, caminamos, y luego volveremos.
-¿De dónde sabes tú que nos quiere? A ti quizá aún te quiere, pero a mí no.
-¡Es mentira! -replicó Svetlana, moviendo la cabeza-. Ayer por la noche me desperté y vi que mamá cerraba el libro y se volvía hacia ti. Se te quedó mirando.
-¡Vaya cosa! También mira a la gente por la ventana. Tiene ojos para mirar, y mira.
-¡Aho, no! -repuso Svetlana con aplomo-. Cuando mira por la ventana lo hace de manera muy distinta, así...
Svetlana frunció las finas cejas, inclinó la cabeza hacia un lado, apretó los labios y contempló indiferente a un gallo que acertó a pasar por allí.
-Cuando queremos a una persona, miramos de otro modo.
Pareció que la aurora iluminaba los ojos azules de Svetlana . Le vibraron las pestañas, se me clavó en el rostro la encantadora y pensativa mirada de Marusia.
-¡Ah, pícara! -exclamé entonces-. ¿Cómo me miraste ayer cuando derramaste la tinta?
_Es que tú me echaste de la habitación, y las personas a quienes echan de unsitio siempre miran enfadadas.
Nosotros no habíamos roto la taza azul. Quizá había sido Marusia la que había roto alguna cosa, pero nosotros la perdonamos. ¿Quién no ha pensado mal de una persona sin motivo? Una vez incluso Svetlana pensó mal de mí. Yo también pensé mal de Marusia.
Me fui a ver a la dueña de la casa, a Valentina, y le pregunté si había algún camino más corto por el que poder volver a nuestra aldea.
-Ahora mi marido se va a la estación -respondió Valentina- Os llevará en carro hasta el molino. Vuestra casa no queda lejos de allí.
Al volver al huerto, encontré a Svetlana llena de indignación, junto a la puerta.
-Papá - me dijo con misterioso balbuceo -. El chico, Fedor, en vez de comer frambuesas te saca las rosquillas de la mochila.
El astuto Fedor, al ver que nos acercábamos al manzano se escondió entre espesos lampazos, cerca de la valla.
-¡Fedor! -le llamé-. Ven acá, no temas.
Las cimas de los lampazos se agitaron. Estaba claro que Fedor se alejaba a toda prisa.
-¡Fedor! - repetí -. Ven. te daré todas las rosquillas.
Los lampazos dejaron de moverse, y pronto desde sus tupidas matas llegó hasta nosotros un pesado suspiro.
-Estoy aquí, sin pantalones -dijo por fin una voz enojada -. Por todas partes hay ortigas.
Entonces di unas zancadas por encima de los lampazos, como gigante sobre el bosque; llegué donde estaba Fedor y le di todo lo que quedaba en la bolsa.
Recogió sin apresurarse lo que yo había echado al suelo y se lo puso en el extremo levantado de la camisa. Luego, sin decir siquiera "gracias", se dirigió hacia la otra parte del huerto.
-¡Vaya importancia que se da! - comentó Svetlana -. se ha quitado los pantalones y anda como si fuese un señor.
Se acercó a la casa un carro tirado por dos caballos. Valentina salió al portal.
-Subid, los caballos son buenos. Veréis lo que caminan.
Volvió a aparecer Fedor. Esta vez llevaba pantalones y tenía agarrado por el pescuezo un hermoso gatito gris. Avanzó dando raídos pasos. Por lo visto, el gatito estaba acostumbrado a semejantes tratos, pues no procuraba escapar ni maullaba. Se limitaba a mover lentamente la peluda cola.
-¡Toma! - exclamó Fedor, entregando el gatito a Svetlana.
-¿Para siempre? -preguntó la niña, contenta, mirándome indecisa.
-Llévenselo, llévenselo si lo quieren - nos dijo Valentina -. Esta mercancía aquí abunda. ¡Fedor! ¿Por qué has escondido las rosquillas entre las coles? Te he visto por la ventana.
-Ahora iré y las esconderé más lejos -respondió Fedor, y se fue, inclinando el cuerpo a derecha e izquierda, sin prisa alguna, como un grave osezno patizambo.
-Es igual que el abuelo -dijo Valentina, sonriéndose-. Tan fuertote. No tiene más que cuatro años.
...El carro nos llevaba por un camino ancho y bien cuidado. Se hizo de noche. Nos cruzábamos con gente que volvía del trabajo, cansada, pero alegre.
Trepidó el camión del koljós en un garaje. Sonó en el campo el clarín militar.
Tocó la campana de la aldea.
Tras el bosque silbó una locomotora. ¡Tuu!... ¡Tuu!... Girad, ruedas; apresuraos, vagones. El camino es de hierro, largo y lejano.
Sacudida por el traqueteo del carro, apretando contra sí al peludo gatito, la feliz Svetlana cantaba la siguiente canción:
¡Tip, tip-tap!
Los ratoncitos pasan.
Pasan con sus colitas,
Muy rabiosos.
Se meten por todas partes,
Suben al estante.
¡Traj-tararaj!
Vuela una taza.
¿Quién tiene la culpa?
Nadie es culpable.
Sólo los ratoncitos
De los negros agujeros.
-¡Salud, ratoncitos!
Estamos de vuelta.
¿A que no sabéis
LO que con nosotros traemos?
Es una cosa que maúlla,
Que salta,
Que bebe leche del platito.
Huid ahora
A los negros agujeros,
Si no queréis que os haga
Pedacitos.
En diez pedacitos,
En veinte pedacitos,
En cien millones
De peludos trocitos.
Cerca del molino saltamos del carro.
Oímos a Pashka Bukamáshkin, a Sanka, a Berta y a otro niño jugando al marro tras de la valla.
-¡No hagas trampa! -gritaba a Berta el indignado Sanka-. Decíais de mi, pero sois vosotros los que dais más pasos de la cuenta.
-Alguno hay que vuelve a pasarse de la raya -comentó Svetlana -. Reñirán otra vez, seguro -y añadió, suspirando -. ¡No hay modo de evitarlo en este juego!
Nos acercábamos a nuestra casa. Estábamos emocionados. Sólo nos faltaba doblar una esquina y subir una cuesta.
De pronto nos miramos, desconcertados, y nos detuvimos.
Aún no se veía la valla ni el alto portal de nuestra casita gris, pero divisábamos el tejado de madera, y sobre el tejado daba vueltas nuestro molinete.
-¡Ha sido mamá, la que ha subido al tejado! -exclamó Svetlana, y se puso a correr, tirándome de la mano.
Llegamos a lo alto de la cuestecita.
Los rayos anaranjados del sol vespertino iluminaban el portal. Allí estaba nuestra Marusia de pie, con vestido rojo y sandalias, sonriéndose.
-¡Ríete, ríete! -le dijo Svetlana, corriendo a sus brazos-. De todos modos, nosotros ya te hemos perdonado.
Me acerqué y le miré el rostro.
Marusia tenía los ojos color castaño, de dulce mirar. Nos había estado esperando mucho tiempo, era evidente, y se alegraba mucho de que, por fin, hubiéramos llegado.
"No -me dije con firme decisión, a la vez que daba un puntapié a un trozo de taza azul que había en el suelo -.Han sido los ratones grises y malos. No la hemos roto nosotros. Y Marusia tampoco ha roto nada."
...Luego se hizo de noche. Salieron la luna y las estrellas.
Durante mucho rato, estuvimos los tres en el jardín, bajo un guindo de madera fruta. Marusia nos contó dónde había estado, qué había hecho y lo que había visto.
El relato de Svetlana habría durado por lo menos hasta media noche si Marusia, al darse cuenta de que era tarde, no la hubiese mandado a dormir.
-¿Qué te parece? -me dijo la pícara Svetlana, llevándose consigo al gatito somnoliento -. ¿Qué tal vivimos, ahora?
También Marusia y yo nos levantamos.
La luna dorada brillaba sobre nuestro jardín.
Pitó hacia el Norte un lejano tren.
Zumbó en lo alto y se escondió entre las nubes un avión nocturno.
¡La vida, camaradas... era realmente hermosa!
1936.
Arkadi Petróvich Gaidar

Comentarios

Entradas populares